Cuando Bell entró en el bar el martes por la mañana apenas era de día. Cogió el periódico y fue a su mesa en el rincón. Al pasar junto a los hombres sentados a la mesa grande estos le saludaron. La camarera le llevó su café y volvió a la cocina y pidió los huevos. Él se puso a remover el café con la cucharilla aunque no había nada que remover pues lo tomaba solo. La foto del chico de los Haskins salía en primera plana del periódico de Austin. Bell leyó, meneando la cabeza. Su viuda tenía veinte años. ¿Sabes qué podrías hacer por ella? Nada en absoluto. Lamar no había perdido un solo hombre en veintitantos años. Esto es lo que recordaría. Precisamente por esto sería recordado.
La camarera llegó con los huevos y él dobló el periódico y lo dejó a un lado.
Se llevó a Wendell consigo y fueron hasta el Desert Aire y aguardaron frente a la puerta mientras Wendell llamaba.
Mira la cerradura, dijo Bell.
Wendell sacó su pistola y abrió la puerta. Policía, dijo en voz alta.
Ahí dentro no hay nadie.
No es motivo para no tener cuidado.
Tiene razón. No es motivo.
Entraron. Wendell había hecho ademán de guardar su pistola pero Bell se lo impidió. Atengámonos a la rutina, dijo.
Sí, señor.
Se acercó para recoger de la moqueta una barrita metálica y la sostuvo en alto.
¿Qué es?, dijo Wendell.
El cilindro de la cerradura.
Bell pasó la mano por el tabique de contrachapado. Aquí es donde dio, dijo. Sopesó la barrita en la palma de su mano y miró hacia la puerta. Se podría pesar esto y medir la distancia y la trayectoria y calcular la velocidad.
Supongo que sí.
Bastante velocidad, yo diría.
Sí, señor. Bastante.
Miraron en las habitaciones. ¿Qué opina, sheriff?
Yo creo que se han largado.
Eso creo yo también.
Y tenían bastante prisa, además.
Sí.
Entró en la cocina y abrió la nevera y miró y la volvió a cerrar. Miró en el congelador. ¿Cuándo estuvo él aquí, sheriff?
No sabría decirlo. Puede que no lo hayamos pillado por poco.
¿Le parece que ese chico se da cuenta de qué clase de hijos de puta le están buscando?
No lo sé. Es posible. Ha visto las mismas cosas que yo y a mí me causaron impresión.
Están todos metidos en un buen lío, ¿no?
En efecto.
Bell volvió a la sala de estar. Se sentó en el sofá. Wendell permaneció en el umbral. Aún tenía el revólver en la mano. ¿Qué está pensando?, dijo.
Bell meneó la cabeza. No levantó la vista.
Llegado el miércoles, medio Texas iba camino de Sanderson. Bell estaba sentado a su mesa en el bar leyendo las noticias. Bajó el periódico y miró hacia arriba. Un hombre de unos treinta años al que no había visto nunca estaba allí de pie. Se presentó como periodista del San Antonio Light. ¿Qué es todo este jaleo, sheriff?, dijo.
Parece que se trata de un accidente de caza.
¿Un accidente de caza?
Sí.
¿Cómo ha podido ser un accidente de caza? Me está tomando el pelo.
Deje que le haga una pregunta.
Adelante.
El año pasado la corte del condado de Terrell instruyó diecinueve causas por delito mayor. ¿Cuántas cree usted que no tenían que ver con drogas?
No lo sé.
Dos. Mientras tanto tengo un condado del tamaño de Delaware lleno de gente que necesita mi ayuda. ¿Qué opina de eso?
No lo sé.
Yo tampoco. Ahora me gustaría desayunar. Me espera un día bastante ajetreado.
Él y Torbert partieron en el todoterreno de este. Todo estaba como lo habían dejado. Aparcaron a cierta distancia de la camioneta de Moss y esperaron. Son diez, dijo Torbert.
¿Qué?
Son diez. Los muertos. Nos habíamos olvidado de Wyrick. Son diez.
Bell asintió. Que nosotros sepamos, dijo.
Sí, señor. Que nosotros sepamos.
El helicóptero llegó y voló en círculos y aterrizó levantando un remolino de polvo en la bajada. No se apeó nadie. Esperaban a que escampara el polvo. Bell y Torbert se quedaron mirando cómo giraba el rotor.
El agente de la DEA se llamaba McIntyre. A Bell le caía lo bastante bien como para saludarlo con un gesto de cabeza aunque le conocía poco. Bajó con una tablilla de escribir en la mano y fue hacia ellos. Vestía botas y sombrero y una chaqueta Carhartt de lona y todo iba bien hasta que abrió la boca.
Sheriff Bell, dijo.
Agente McIntyre.
¿Qué vehículo es ese?
Una pickup Ford del setenta y dos.
McIntyre se quedó mirando la bajada. Se dio unos golpecitos en la pierna con la tablilla. Miró a Bell. Es bueno saberlo, dijo. De color blanco.
Yo diría que sí. Blanco.
No le vendrían mal unos neumáticos nuevos.
Se acercó y rodeó la camioneta. Anotó algo en la tablilla. Empujó el asiento hacia el frente y miró en la parte de atrás.
¿Quién rajó los neumáticos?
Bell tenía las manos en los bolsillos traseros. Se inclinó para escupir. Aquí el ayudante Hays cree que lo hizo un grupo rival.
Un grupo rival.
Así es.
Yo creía que estos vehículos estaban acribillados.
Y lo están.
Pero este no.
No, este no.
McIntyre miró hacia el helicóptero y luego desvió la vista hacia los otros vehículos. ¿Podemos ir allí en su coche?
Por supuesto.
Caminaron hacia la camioneta de Torbert. El agente miró a Bell y se dio unos golpecitos en la pierna con la tablilla. No quiere ponérmelo fácil, ¿verdad?
Por Dios, McIntyre. Solo estoy bromeando con usted.
Deambularon por la bajada mirando los vehículos acribillados. McIntyre se llevó un pañuelo a la nariz. Los cadáveres estaban hinchados dentro de sus ropas. Es lo más espantoso que he visto nunca, dijo.
Procedió a anotar cosas en la tablilla. Midió distancias a pasos e hizo un boceto de la escena del crimen y copió los números de las matrículas.
¿No había armas por aquí?, dijo.
No tantas como debería haber habido. Tenemos dos como prueba.
¿Cuánto tiempo cree que llevan muertos?
Cuatro o cinco días.
Alguien debió de escapar.
Bell asintió.
Hay otro cadáver a menos de dos kilómetros hacia el norte.
En la trasera de ese Bronco hay heroína esparcida.
Sí.
Brea negra mexicana.
Bell miró a Torbert. Torbert se inclinó para escupir.
Si la heroína ha desaparecido y el dinero también, deduzco que tenemos a un desaparecido.
Yo diría que es una buena deducción.
McIntyre continuó escribiendo. No se preocupe, dijo. Ya sé que no se la ha quedado usted.
No estoy preocupado.
McIntyre se ajustó el sombrero y se quedó mirando las camionetas. ¿Van a venir los rangers?
Sí, están de camino. O está. Una unidad de la DPS.
Tengo casquillos calibre trescientos ochenta, calibre cuarenta y cinco, nueve milímetros parabellum, doce de escopeta y treinta y ocho especial. ¿Han encontrado alguna cosa más?
Creo que eso es todo.
McIntyre asintió. Imagino que los que esperaban la droga ya se habrán dado cuenta de que no va a llegar. ¿Qué hay de la patrulla de fronteras?
Que yo sepa, van a venir todos. Esto se va a poner muy animado. Habrá más expectación que cuando las inundaciones del sesenta y cinco.
Ya.
Lo que hemos de hacer es sacar estos cadáveres de aquí.
McIntyre se dio en la pierna con la tablilla. Tiene usted razón, dijo.
Nueve milímetros parabellum, dijo Torbert.
Bell asintió. Tienes que apuntar eso en tus archivos.
Chigurh captó la señal del transpondedor personal mientras cruzaba la alta luz del puente sobre el Devil al oeste de Del Rio. Era casi medianoche y no había coches en la carretera. Estiró el brazo hacia el asiento del copiloto y giró lentamente el dial primero a un lado y luego al otro, escuchando.
Los faros captaron un ave de gran tamaño posada en el pretil de aluminio algo más adelante y Chigurh pulsó el botón para bajar la ventanilla. Aire fresco de la parte del lago. Cogió la pistola que había junto a la guantera y la amartilló y la apoyó en la ventanilla, descansando el cañón en el espejo retrovisor. La pistola llevaba un silenciador acoplado al cañón. El silenciador estaba hecho con quemadores de propano acoplados a un envase de laca y todo ello rellenado con aislante de fibra de vidrio para techos y pintado de negro mate. Disparó justo cuando el pájaro se agachaba y extendía las alas.
Se agitó violentamente a la luz de los faros, muy blanco, girando y alzando el vuelo hacia lo oscuro. La bala había dado en el pretil y rebotado hacia la noche y el pretil zumbó en la estela y dejó de sonar. Chigurh dejó la pistola en el asiento y volvió a subir la ventanilla.
Moss pagó al taxista y salió a la luz delante de la oficina del motel y se echó la bolsa al hombro y cerró la puerta del taxi y entró. La mujer estaba ya detrás del mostrador. Dejó la bolsa en el suelo y se apoyó en el mostrador. Ella parecía un poco nerviosa. Hola, dijo. ¿Piensa quedarse más tiempo? Necesito otra habitación.
¿Quiere cambiar de habitación o quiere otra además de la que ya tiene?
Quiero conservar la mía y tomar otra.
De acuerdo.
¿Tiene un plano del motel?
Ella miró bajo el mostrador. Creo que había uno por aquí. Espere un momento. Creo que es este.
Puso un folleto viejo encima del mostrador. Se veía un coche de los años cincuenta aparcado enfrente. Moss lo abrió y lo alisó para examinarlo.
¿Qué tal la uno cuarenta y dos?
Si quiere puede tomar una al lado de la suya. La uno veinte no está ocupada.
Está bien. ¿Y la uno cuarenta y dos?
La mujer descolgó la llave del tablero que tenía detrás. Me deberá dos noches, dijo.
Moss pagó y cogió la bolsa y fue por la acera hacia la parte de atrás. Ella se inclinó sobre el mostrador y le vio alejarse.
Una vez en la habitación se sentó en la cama con el plano abierto. Se levantó y fue al baño y se situó junto a la bañera con la oreja pegada a la pared. Se oía un televisor. Volvió a la cama y abrió la bolsa y sacó la escopeta y la dejó a un lado y luego vació la bolsa encima de la cama.
Cogió el destornillador y agarró la silla y se subió a ella y desenroscó la rejilla del conducto de ventilación y bajó y la puso sobre la colcha barata de felpilla con la cara del polvo hacia arriba. Luego subió a la silla y aplicó la oreja al conducto. Escuchó. Bajó y agarró la linterna y se subió otra vez.
Había un empalme en el conducto como a tres metros de la abertura y pudo ver la bolsa asomando allí. Apagó la linterna y escuchó. Trató de escuchar con los ojos cerrados.
Se bajó de la silla y cogió la escopeta y fue hasta la puerta y apagó la luz con el interruptor que había allí. Se quedó a oscuras mirando al patio por entre la cortina. Luego volvió y dejó la escopeta sobre la cama y encendió la linterna.
Abrió la bolsita de nailon y sacó los mástiles. Eran tubos ligeros de aluminio de noventa centímetros de largo y ensambló tres de ellos y pasó cinta adhesiva en torno a los ensambles de forma que no se separaran. Fue al armario y volvió con tres perchas metálicas y se sentó en la cama y cortó los ganchos con la fresa de disco y los juntó en un solo gancho con la cinta adhesiva. Luego los unió al extremo del mástil y se levantó y deslizó el mástil por el conducto.
Apagó la linterna y la tiró a la cama y volvió a la ventana y miró. Rumor de un camión pasando por la carretera. Esperó a dejar de oírlo. Un gato que estaba cruzando el patio se detuvo. Luego siguió caminando.
Se subió de nuevo a la silla linterna en mano. La encendió y arrimó la lente a la pared de metal galvanizado del conducto a fin de amortiguar el haz y pasó el gancho hasta más allá de la bolsa y lo giró y retrocedió con él. El gancho quedó prendido y ladeó un poco la bolsa y se soltó. Tras varios intentos consiguió pasar el gancho por una de las correas y lo atrajo silenciosamente por el conducto mano sobre mano a través del polvo hasta que pudo soltar el mástil y alcanzar la bolsa.
Bajó y se sentó en la cama y limpió el maletín de polvo y soltó el pestillo y aflojó las correas y lo abrió. Miró los fajos de billetes y sacó uno y lo peinó como una baraja. Luego lo devolvió al maletín y deshizo el cordel que había atado a la correa y apagó la linterna y se quedó a la escucha. Se levantó y estiró el brazo y empujó los mástiles por el conducto y luego volvió a colocar la rejilla y recogió las herramientas. Dejó la llave encima de la mesa y metió la escopeta y las herramientas en la bolsa y agarró la bolsa y el maletín y salió de la habitación dejando todo tal como estaba.
Chigurh condujo despacio por delante de las habitaciones del motel con la ventanilla bajada y el receptor en el regazo. Giró al final del recinto y volvió. Frenó el Ramcharger y puso marcha atrás y retrocedió unos metros por el asfalto y se detuvo de nuevo. Finalmente condujo hasta la recepción y aparcó y entró en la oficina.
El reloj que había en la pared marcaba las doce cuarenta y dos. El televisor estaba encendido y la mujer tenía cara de haber estado durmiendo. ¿Puedo ayudarle en algo, señor?, dijo.
Salió de la oficina con la llave en el bolsillo de la camisa y montó en el Ramcharger y fue hasta el otro lado del motel y aparcó y bajó del vehículo con el receptor y las armas dentro de la bolsa. Una vez en la habitación dejó la bolsa encima de la cama y se quitó las botas y volvió a salir con el receptor y el cargador de la batería y la escopeta de la camioneta. Era una Remington automática del calibre doce con culata militar de plástico y acabado parkerizado. Iba provista de un silenciador industrial de un palmo de longitud y casi tan grueso como una lata de cerveza. Caminó bajo el cobertizo en calcetines, pasando frente a las habitaciones y pendiente de la señal.
Volvió a su cuarto y se quedó con la puerta abierta bajo el fulgor blanco de la farola del aparcamiento. Entró en el baño y encendió la luz. Tomó las medidas del cuarto y se fijó en dónde estaba todo. Calculó dónde estaban los interruptores de la luz. Luego se quedó allí de pie estudiándolo todo una vez más. Se sentó para ponerse las botas y se echó el depósito de aire al hombro y agarró la pistola de aire que colgaba de la manguera de goma y salió.
Escuchó junto a la puerta. Luego extrajo el cilindro de la cerradura valiéndose de la pistola de aire y abrió la puerta con el pie.
Un mexicano con una guayabera verde se había incorporado en la cama y trataba de alcanzar la metralleta que tenía a su lado. Chigurh hizo fuego tres veces y tan rápido que sonó como un largo escopetazo, dejando buena parte del tronco del hombre esparcido por el cabezal de la cama y la pared. La escopeta produjo un extraño ruido como de locomotora al arrancar. O como alguien que tosiera dentro de un tonel. Pulsó el interruptor de la luz y se apartó del umbral y pegó la espalda a la pared exterior. Volvió a mirar dentro. La puerta del cuarto de baño, que antes estaba cerrada, ahora estaba abierta. Entró en la habitación y disparó dos veces a través de la puerta y una más a través de la pared y se parapetó de nuevo. Hacia el final del edificio se había encendido una luz. Chigurh esperó. Luego miró una vez más en el interior de la habitación. La puerta estaba reventada, fragmentos de contrachapado colgando de las bisagras, y un hilillo de sangre empezaba a correr por las baldosas de color rosa.
Desde el umbral disparó dos veces más a través de la pared del baño y luego entró empuñando la escopeta a la altura de la cadera. El hombre estaba desplomado sobre la bañera con un AK-47 en la mano. Lo había alcanzado en el pecho y el cuello y sangraba profusamente. No me mate, dijo con un hilo de voz. No me mate. Chigurh se echó hacia atrás para que no le alcanzaran fragmentos de cerámica de la bañera y le disparó a la cara.
Salió y se quedó en la acera. No había nadie. Volvió a entrar y registró la habitación. Miró en el armario y miró bajo la cama y vació todos los cajones en el suelo. Miró en el cuarto de baño. La H&K de Moss estaba dentro del lavabo. La dejó allí. Se restregó los pies en la moqueta para limpiar de sangre la suela de sus botas y observó la habitación. Entonces sus ojos se fijaron en el conducto de ventilación.
Cogió la lámpara de la mesita de noche y arrancó el cable de un tirón y se subió a la cómoda y golpeó la rejilla con la base metálica de la lámpara y la retiró y miró en el interior. Vio las marcas de algo arrastrado por el polvo. Se bajó y se quedó allí de pie. Su camisa tenía salpicones de sangre y materia rebotadas en la pared. Se quitó la camisa y volvió al cuarto de baño y se lavó y se secó con una de las toallas grandes. Luego humedeció la toalla y limpió las botas y volvió a doblar la toalla y se frotó las perneras del pantalón. Agarró la escopeta y volvió a la habitación desnudo hasta la cintura con la camisa hecha una pelota en la mano. Restregó nuevamente las suelas de las botas en la moqueta y echó un último vistazo y salió de la habitación.
Cuando Bell entró en la oficina Torbert alzó la vista de su escritorio y se levantó y se acercó a él y le puso un papel delante.
¿Es esto?, dijo Bell.
Sí, señor.
Bell se retrepó en su butaca para leer, toqueteándose el labio inferior con el dedo índice. Al cabo de un rato dejó el informe sobre la mesa. No miró a Torbert. Ya sé lo que ha pasado, dijo.
Muy bien.
¿Has ido alguna vez a un matadero?
Sí, señor. Creo que sí.
Lo sabrías seguro si hubieras ido.
Me parece que fui una vez cuando era pequeño.
Curioso lugar para llevar a un niño.
Creo que fui por mi cuenta. Me colé allí dentro.
¿Cómo mataban a las reses?
Tenían a un tipo subido a horcajadas en la rampa y hacían pasar las vacas de una en una y el tipo les daba en la cabeza con un mazo. Se pasó el día haciendo eso.
Me parece bien. Pero ya no lo hacen de esa manera. Utilizan una pistola de aire comprimido que dispara una especie de perno de acero. Potente pero de poco alcance. La apoyan entre los ojos de la res y aprietan el gatillo y cae redonda. Así de rápido.
Torbert estaba de pie en la esquina de la mesa de Bell. Aguardó como un minuto a que el sheriff continuara pero el sheriff no continuó. Torbert no se movió. Luego desvió la mirada. Ojalá no me lo hubiera explicado, dijo.
Ya, dijo Bell. Sabía lo que ibas a decir antes de que lo dijeras.
Moss llegó a Eagle Pass a las dos menos cuarto de la mañana. Había dormido durante buena parte del camino en el asiento de atrás del taxi y solo se despertó cuando aminoró la marcha al desviarse de la carretera principal y tomar la calle mayor. Vio pasar los pálidos globos blancos de las farolas por el borde superior de la ventanilla. Luego se incorporó.
¿Va al otro lado del río?, dijo el taxista.
No. Lléveme al centro.
Ya estamos en el centro.
Moss se inclinó con los codos en el respaldo del asiento de delante.
Qué es eso de allá.
Son los tribunales del condado de Maverick.
No. Allá abajo, donde está ese rótulo.
Eso es el hotel Eagle.
Déjeme allí.
Pagó al taxista los cincuenta dólares que habían convenido y agarró sus cosas del bordillo y subió los escalones del porche y entró. El empleado estaba junto al mostrador como si le hubiera estado esperando a él.
Pagó y se guardó la llave en el bolsillo y subió la escalera y recorrió el pasillo del viejo hotel. Quietud absoluta. No había luz en los dinteles. Encontró la habitación e introdujo la llave en la puerta y la abrió y entró antes de cerrarla. A través de los visillos de la ventana entraba luz de las farolas. Dejó las bolsas encima de la cama y volvió a la puerta y encendió la lámpara del techo. Interruptor anticuado, accionado por pulsador. Muebles de roble de principios de siglo. Paredes marrones. La misma colcha de felpilla.
Se sentó en la cama a meditar. Luego se levantó y fue a la ventana y observó el aparcamiento y entró en el cuarto de baño y cogió un vaso de agua y fue a sentarse otra vez en la cama. Tomó un sorbo y dejó el vaso sobre la superficie de vidrio de la mesita de noche. No hay puñetera manera, dijo.
Abrió el pestillo del maletín y soltó las hebillas y empezó a sacar los paquetes de dinero y a apilarlos sobre la cama. Cuando el maletín estuvo vacío comprobó que no hubiera un doble fondo y miró los costados y la parte de atrás y lo dejó a un lado y se puso a toquetear los fajos de billetes, peinando cada uno antes de volverlo a meter en el maletín. Había guardado ya como un tercio de los paquetes cuando encontró el dispositivo emisor.
La parte interior del paquete había sido rellenada con billetes con los centros recortados y el transpondedor allí alojado tenía el tamaño de un encendedor Zippo. Retiró la cinta bancaria y lo sacó y lo sopesó en la mano. Luego lo metió en el cajón y se levantó y llevó los billetes recortados y la cinta al cuarto de baño y los arrojó al váter y tiró de la cadena. Dobló los billetes de cien sueltos y se los guardó en el bolsillo y volvió a meter el resto de los paquetes en el maletín y lo dejó encima de la silla y se sentó a mirarlo. Pensó en multitud de cosas pero lo que le quedó en la cabeza fue que antes o después tendría que dejar de confiar en la suerte.
Sacó la escopeta de la bolsa y la puso sobre la cama y encendió la lámpara de la mesilla de noche. Fue hasta la puerta y apagó la luz del techo y volvió y se estiró en la cama mirando al techo. Sabía lo que iba a pasar. Lo que no sabía era cuándo. Se levantó y fue al cuarto de baño y tiró de la cadena de la luz del lavabo y se miró al espejo. Cogió una manopla del toallero de cristal y abrió el grifo del agua caliente y humedeció la manopla y la estrujó y se frotó la cara y el cogote. Meó y luego apagó la luz y volvió y se sentó en la cama. Se le había ocurrido ya que nunca más volvería a estar a salvo y se preguntó si uno se acostumbraba a eso. ¿Y si era que sí?
Vació la bolsa y metió en ella la escopeta y cerró la cremallera y llevó la bolsa y el maletín a la mesa. El mexicano de la recepción no estaba y en su lugar había otro empleado, flaco y gris. Camisa blanca fina y una pajarita negra. Estaba fumando un cigarrillo y leyendo la revista Ring y miró a Moss sin excesivo entusiasmo, pestañeando por el humo. Usted dirá, dijo.
¿Acaba de llegar?
Sí, señor. Estaré hasta las diez de la mañana.
Moss puso un billete de cien encima del mostrador. El empleado dejó la revista.
No le pido que haga nada ilegal, dijo Moss.
Estoy esperando a que me lo explique, dijo el empleado.
Hay alguien que me busca. Lo único que le pido es que me avise si alguien toma una habitación. Y cuando digo alguien me refiero a cualquiera al que le cuelgue algo entre las piernas. ¿Me hará este favor?
El empleado se sacó el cigarrillo de los labios y lo dejó apoyado en un pequeño cenicero de cristal y sacudió la ceniza con el meñique y miró a Moss. Sí, señor, dijo. Descuide.
Moss asintió y volvió a subir.
El teléfono no sonó ninguna vez. Se incorporó y miró el reloj de la mesilla. Las cuatro treinta y siete. Bajó las piernas de la cama y alcanzó las botas y se las puso y se quedó escuchando.
Fue hasta la puerta y aplicó la oreja, la escopeta en una mano. Entró en el baño y retiró la cortina de plástico que colgaba de unas anillas sobre la bañera y abrió el grifo y tiró del vástago para abrir la ducha. Luego volvió a correr la cortina y salió del cuarto de baño cerrando la puerta.
Volvió a escuchar junto a la puerta. Sacó la bolsa de nailon que había dejado debajo de la cama y la puso sobre la silla del rincón. Fue a encender la luz de la mesilla de noche y se quedó allí de pie intentando pensar. Se dio cuenta de que podía sonar el teléfono y levantó el auricular y lo dejó sobre la mesa. Retiró la colcha y arrugó las almohadas. Miró el reloj. Las cuatro cuarenta y tres. Miró el auricular del teléfono. Lo cogió y arrancó el cable y devolvió el auricular a su sitio. Luego se acercó de nuevo a la puerta, el pulgar sobre el percutor de la escopeta. Se tumbó boca abajo y aplicó la oreja al resquicio de la puerta. Una brisa fresca. Como si en alguna parte se hubiera abierto una puerta. Qué has hecho. Qué has dejado de hacer.
Fue al otro lado de la cama y se agachó y se metió debajo y se quedó allí tumbado de bruces apuntando con la escopeta hacia la puerta. Espacio suficiente bajo las tablillas de madera. El corazón latiendo fuerte contra la moqueta polvorienta. Esperó. Dos columnas de oscuridad cruzaron la franja de luz que se colaba por la puerta. La siguiente cosa que oyó fue la llave en la cerradura. Apenas sin ruido. La puerta se abrió. Pudo ver el pasillo. No había nadie allí. Esperó. Procuró no parpadear siquiera pero lo hizo. Entonces aparecieron en el umbral unas botas caras de piel de avestruz. Téjanos planchados. El hombre se quedó allí de pie. Luego entró. Después cruzó la habitación despacio hasta el cuarto de baño.
En ese momento Moss comprendió que no iba a abrir la puerta del baño. Iba a dar media vuelta. Y cuando lo hiciera sería demasiado tarde. Demasiado tarde para cometer más errores o para hacer ninguna otra cosa y que iba a morir. Hazlo, dijo. Tú hazlo.
No se vuelva, dijo. Si se vuelve lo coso a balazos.
El hombre permaneció quieto. Moss estaba avanzando sobre los codos con la escopeta de través. No veía más arriba de la cintura del hombre y no sabía qué clase de arma llevaba. Tire el arma, dijo. Rápido.
Una escopeta chocó contra el suelo. Moss se puso de pie. Levante las manos, dijo. Apártese de la puerta.
El hombre retrocedió dos pasos y se quedó con las manos a la altura de los hombros. Moss rodeó el extremo de la cama. El hombre estaba a menos de tres metros. Toda la habitación vibraba lentamente. Notó un olor extraño. Como a colonia extranjera. Con un deje medicinal. Todo zumbaba. Moss sostuvo la escopeta amartillada al nivel de su cintura. Nada de lo que pudiera ocurrir iba a sorprenderle. Se sentía ingrávido. Se sentía flotar. El hombre ni siquiera le miró. Parecía extrañamente despreocupado. Como si esto le pasara todos los días.
Atrás. Un poco más.
Lo hizo. Moss recogió la escopeta del hombre y la tiró a la cama. Encendió la luz del techo y cerró la puerta. Dese la vuelta, dijo.
El hombre volvió la cabeza y miró a Moss. Ojos azules. Serenos. Pelo oscuro. Un aire ligeramente exótico. Que a Moss se le escapaba por completo.
¿Qué quiere?
No respondió.
Moss cruzó la habitación y agarró el poste de los pies de la cama y desplazó lateralmente la cama con una mano. El maletín estaba en el suelo, encima del polvo. Lo cogió. El hombre ni siquiera pareció fijarse. Como si estuviera pensando en otra cosa.
Cogió la bolsa de nailon de la silla y se la echó al hombro y agarró de la cama la escopeta con su silenciador enorme y se la puso bajo el brazo y cogió de nuevo el maletín. Vamos, dijo. El hombre bajó los brazos y salió al pasillo.
La cajita que contenía el receptor estaba en el suelo junto a la puerta. Moss la dejó allí. Tenía la sensación de haber corrido ya más riesgos de los que podía permitirse. Retrocedió por el pasillo con su escopeta apuntando al cinturón del hombre, sosteniéndola con una mano como una pistola. Empezó a ordenarle que pusiera las manos en alto pero algo le dijo que no importaba dónde tuviera las manos el hombre. La puerta de la habitación seguía abierta, la ducha funcionando todavía.
Si asoma la cara al llegar a esa escalera lo mato.
El hombre no dijo nada. Como si fuera mudo.
Quieto ahí, dijo Moss. No dé un solo paso más.
Se detuvo. Moss retrocedió hasta la escalera y miró por última vez al hombre allí de pie bajo la luz amarillenta del aplique de pared y luego dio media vuelta y dobló hacia el hueco de escalera bajando los peldaños de dos en dos. No sabía adonde iba. Sus planes no llegaban tan lejos.
En el vestíbulo los pies del empleado asomaban por detrás del mostrador. Moss no se detuvo. Salió por la puerta delantera y bajó los escalones. Para cuando hubo cruzado la calle, Chigurh estaba ya en el balcón del hotel. Moss notó un tirón de la bolsa que llevaba al hombro. El pistoletazo sonó como un plop amortiguado, pequeño y perentorio en la oscura quietud de la ciudad. Se volvió a tiempo de ver el fogonazo del segundo disparo tenue pero visible al resplandor rosado del neón del hotel de cuatro metros de alto. No sintió nada. La bala le traspasó la camisa y empezó a sangrar por el brazo y para entonces ya estaba corriendo. Con el siguiente disparo notó un aguijonazo en el costado. Cayó y se levantó de nuevo dejando la escopeta de Chigurh tirada en la calle. Mierda, dijo. Qué puntería.
Correteó haciendo muecas de dolor por la acera del Aztec Theatre. Al pasar frente al pequeño quiosco de venta de entradas todos los cristales reventaron. Ni siquiera oyó el disparo. Giró sobre sus talones empuñando la escopeta y retiró el percutor e hizo fuego. La posta rebotó en la balaustrada del segundo piso y arrancó las lunas de varias ventanas. Cuando se dio media vuelta un coche que bajaba por la calle mayor lo iluminó y aminoró la marcha y aceleró otra vez. Moss torció por Adams Street y el coche derrapó en el cruce en medio de una nube de humo de caucho y se detuvo. El motor se había apagado y el conductor trataba de arrancarlo. Moss pegó la espalda a la pared de ladrillo del edificio y miró. Dos hombres habían salido del coche y cruzaban la calle a pie y corriendo. Uno de ellos abrió fuego con una metralleta de pequeño calibre y Moss les disparó dos veces con la escopeta y siguió adelante mientras la sangre le bajaba caliente por la entrepierna. En la calle oyó que el coche arrancaba de nuevo.
Llegó a Grande Street dejando a sus espaldas un pandemónium de fuego cruzado. Creyó que ya no podía correr más. Se vio cojeando en un escaparate de la acera de enfrente, el codo pegado al costado, la bolsa colgada del hombro y llevando la escopeta y el maletín, oscuro en el cristal y absolutamente enigmático. Cuando volvió a mirar estaba sentado en la acera. Levántate, hijo de puta, dijo. No te mueras aquí. Levanta de una puta vez.
Cruzó Ryan Street con la sangre que se le encharcaba en las botas. Se puso la bolsa delante y abrió la cremallera y metió la escopeta dentro y la volvió a cerrar. Se quedó en pie tambaleándose. Luego se dirigió al puente. Tenía frío y tiritaba y pensó que iba a vomitar.
Había una ventanilla de cambio y un torniquete en el lado norteamericano del puente e introdujo una moneda en la ranura y empujó y trastabilló hacia delante y oteó la estrecha pasarela que se extendía ante él. Empezaba a clarear. Una luz gris y mate sobre la planicie a lo largo de la orilla oriental del río. Una inmensidad hasta el otro lado.
A mitad de camino se cruzó con un grupo que volvía. Eran cuatro jóvenes, de unos dieciocho años, medio borrachos. Dejó el maletín en la acera y se sacó del bolsillo unos cuantos billetes de cien. Estaban pegajosos de sangre. Se los restregó en la pernera del pantalón y separó cinco billetes y se guardó el resto en el bolsillo.
Disculpad, dijo. Inclinándose contra la cerca de cadena. Sus huellas ensangrentadas detrás de él como pistas de un juego de azar.
Disculpad.
Los chicos se habían bajado del bordillo para esquivarlo.
Perdón, quería saber si me venderíais un abrigo.
No se detuvieron hasta haberlo rebasado.
Entonces uno de ellos se volvió. ¿Qué das a cambio?, dijo.
Ese que está detrás de ti. El del abrigo largo.
El del abrigo largo se detuvo con los demás.
¿Cuánto?
Te doy quinientos dólares.
Sí. Y qué más.
Vamos, Brian.
Larguémonos, Brian. Está borracho.
Brian los miró y luego miró a Moss. Enséñame el dinero, dijo.
Lo tengo aquí.
Déjame verlo.
Primero pásame el abrigo.
Déjalo ya, Brian.
Coge estos cien y dame el abrigo. Luego te doy el resto.
De acuerdo.
Se quitó el abrigo y se lo pasó y Moss le entregó el billete.
¿Qué es esta mancha?
Sangre.
¿Sangre?
Sí. Sangre.
Se quedó con el billete en una mano, mirándose los dedos manchados de sangre. ¿Cómo ha sido?
Me han disparado.
Vamos, Brian. Maldita sea.
Dame el resto del dinero.
Moss le entregó los billetes y bajó la bolsa a la acera y se puso el abrigo con dificultad. El chico dobló los billetes y se los guardó en el bolsillo y se alejó.
Se reunió con los otros y siguieron adelante. Luego se detuvieron. Estaban hablando y miraban a Moss. Se abrochó el abrigo y metió el dinero en el bolsillo interior y se echó la bolsa al hombro y cogió el maletín. Más vale que sigáis vuestro camino, dijo. No lo diré dos veces.
Dieron media vuelta y siguieron andando. Solo eran tres. Se restregó los ojos con el canto de la mano. Trató de ver dónde estaba el cuarto. Entonces se dio cuenta de que no había tal. Muy bien, dijo. Tú procura poner un pie delante del otro.
Cuando llegó al lugar donde el río pasaba realmente por debajo del puente se detuvo y miró hacia abajo. La garita mexicana estaba cerca. Miró hacia el lado del puente por donde había venido pero los tres chicos se habían marchado. Hacia el este una luz granulosa. Sobre los cerros negros más allá de la ciudad. El agua se movía bajo el puente oscura y lenta. Un perro en alguna parte. Silencio. Nada.
Cerca de allí había un carrizal grande en el lado norteamericano del río. Dejó la bolsa de cremallera en el suelo y agarró el maletín por las asas y echó el brazo hacia atrás y luego lo lanzó al vacío por encima del pretil.
Un dolor candente. Se sujetó el costado y vio cómo giraba en silenciosa caída hacia un espacio cada vez menos iluminado y finalmente desaparecía entre las cañas. Luego se dejó caer a la acera y se quedó sentado en un charco de sangre, la cara pegada a los cables. Levanta, dijo. Maldita sea, levántate.
Cuando llegó a la garita vio que no había nadie. Entró a la ciudad de Piedras Negras, estado de Coahuila.
Fue calle arriba hasta un pequeño parque o zócalo donde los zanates despertaban y empezaban a cantar en los eucaliptos. Los árboles estaban pintados de blanco hasta la altura de un arrimadero y el parque desde lejos parecía poblado de estacas blancas dispuestas al azar. En el centro una glorieta o quiosco de música de hierro forjado. Se derrumbó en un banco de hierro con la bolsa a su lado y se inclinó al frente, abrazándose. Unos globos de luz naranja colgaban de los postes de alumbrado. El mundo retrocedía. Al otro lado del parque había una iglesia. Parecía estar muy lejos. Los zanates rechinaban y se balanceaban en las ramas altas y se estaba haciendo de día.
Apoyó una mano en el banco. Náuseas. No te eches.
No había sol. Solo el amanecer gris. Las calles húmedas. Los comercios cerrados. Persianas metálicas. Un viejo se acercaba empuñando una escoba. Se detuvo. Luego siguió andando.
Señor, dijo Moss.
Bueno, dijo el viejo.
¿Habla usted inglés?
El hombre miró a Moss, sujetando el mango de la escoba con ambas manos. Se encogió de hombros.
Necesito un médico.
El viejo esperó algo más. Moss se levantó con esfuerzo. El banco estaba lleno de sangre. Me han disparado, dijo.
El viejo le miró de arriba abajo. Chascó la lengua. Dirigió la vista hacia el amanecer. Los árboles y los edificios cobraban forma. Miró a Moss e hizo un gesto con el mentón. ¿Puede andar?, dijo.
¿Qué?
¿Puede caminar? Movió dos dedos para ilustrar sus palabras, la mano colgando floja de la muñeca.
Moss asintió con la cabeza. Una marea de negrura se le vino encima. Esperó a que pasara.
¿Tiene dinero? El barrendero juntó el pulgar y el índice y frotó uno con el otro.
Sí, dijo Moss. Sí. Se puso de pie, tambaleándose. Sacó el fajo empapado en sangre que llevaba en el bolsillo del abrigo y separó un billete de cien y se lo pasó al viejo. El viejo lo tomó con gran reverencia. Miró a Moss y luego apoyó la escoba en el banco.
Cuando Chigurh bajó los escalones y salió del hotel llevaba una toalla alrededor del muslo derecho atada con trozos de cordel de persiana. La toalla estaba ya empapada de sangre. Llevaba en una mano una bolsa pequeña y en la otra una pistola.
El Cadillac estaba atravesado en el cruce y había tiroteo en la calle. Se refugió en el umbral de la barbería. El tableteo de rifles automáticos y el sólido estampido de una escopeta rebotando en las fachadas de los edificios. Los que estaban en la calle iban vestidos con impermeable y zapatillas de tenis. Su aspecto no era el que uno esperaría encontrar en esta parte del país. Chigurh volvió a subir cojeando al porche y apoyó la pistola en la baranda y abrió fuego.
Para cuando ellos dedujeron de dónde venían los disparos había matado ya a uno y herido a otro. El herido se situó detrás del coche y disparó contra el hotel. Chigurh se quedó de espaldas a la pared de ladrillo e introdujo un nuevo cargador en la pistola. Las balas hacían volar los cristales de las puertas y astillaban los bastidores. La luz del vestíbulo se apagó. En la calle estaba todavía lo bastante oscuro para ver los fogonazos. Hubo una pausa en el tiroteo y Chigurh se dio media vuelta y penetró en el vestíbulo del hotel, fragmentos de cristal crujiendo bajo sus botas. Recorrió el pasillo y bajó los escalones de la parte posterior y salió al aparcamiento del hotel.
Cruzó la calle y subió por Jefferson pegado a la pared septentrional de los edificios, tratando de apresurarse y arrastrando la pierna vendada. Todo esto ocurría a una manzana de los tribunales del condado de Maverick y calculó que tenía unos minutos apenas antes de que empezaran a llegar más grupos.
Cuando alcanzó la esquina solo había un hombre en la calle. Estaba en la parte de atrás del coche y el coche estaba acribillado, todos los cristales rotos o astillados. Dentro había como mínimo un muerto. El hombre estaba vigilando el hotel y Chigurh levantó la pistola y disparó dos veces y el hombre se desplomó en la calzada. Retrocedió hasta la esquina del edificio y aguardó con la pistola vertical a la altura del hombro. Un penetrante olor a pólvora en el aire fresco de la mañana. Como a fuegos artificiales. Ni un solo sonido en ninguna parte.
Cuando salió cojeando a la calle uno de los hombres a los que había disparado desde el porche del hotel se arrastraba hacia el bordillo. Chigurh le observó. Luego le disparó por la espalda. El otro estaba tendido junto al parachoques delantero del coche. La bala le había atravesado la cabeza y estaba rodeado de un charco de sangre oscura. Su arma yacía en el suelo pero Chigurh no le prestó atención. Caminó hasta el coche y zarandeó al hombre con la bota y luego se inclinó para recoger la metralleta con la que el hombre había disparado. Era un Uzi de cañón corto con cargador de veinticinco balas. Chigurh registró los bolsillos del impermeable del muerto y encontró tres cargadores más, uno de ellos lleno. Se los guardó en el bolsillo de la chaqueta y se metió la pistola por la cintura del pantalón y comprobó cuántas balas tenía el cargador del Uzi. Se colgó el arma al hombro y volvió cojeando a la acera. El hombre al que había disparado por la espalda le estaba mirando desde el suelo. Chigurh dirigió la vista hacia el hotel y el juzgado. Las altas palmeras. Miró al hombre. Yacía en un charco de sangre cada vez mayor. Ayúdeme, dijo. Chigurh se sacó la pistola de la cintura. Miró al hombre a los ojos. El hombre apartó la vista.
Mírame, dijo Chigurh.
El hombre le miró y desvió de nuevo los ojos.
¿Hablas inglés?
Sí.
No mires a otro lado. Quiero que me mires a mí.
Miró a Chigurh. Miró el nuevo día que clareaba a su alrededor. Chigurh le metió una bala en la frente y luego se quedó observando. Cómo reventaban los capilares de sus ojos. La luz que disminuía. Cómo su propia imagen se descomponía en ese mundo disipado. Se remetió la pistola en el cinturón y miró una vez más calle arriba. Luego agarró la bolsa y se ajustó el Uzi al hombro y atravesó la calle y se dirigió cojeando hacia el aparcamiento donde había dejado su vehículo.