Bell acababa de tomar el primer bocado de su cena cuando sonó el teléfono. Bajó el tenedor. Ella había empezado a retirar la silla pero él se limpió la boca con la servilleta y se levantó. Ya voy yo, dijo.
Bueno.
¿Cómo diablos saben que estás comiendo? Nosotros nunca cenamos tan tarde.
No empieces a maldecir, dijo ella.
Levantó el teléfono. Sheriff Bell, dijo.
Escuchó un rato. Luego dijo: Voy a terminar de cenar. Nos veremos ahí dentro de unos cuarenta minutos. Deje encendidas las luces de su unidad.
Colgó y volvió a la mesa y se sentó y cogió la servilleta y se la puso en el regazo y agarró el tenedor. Alguien ha dado parte de un coche en llamas, dijo. A este lado de Lozier Canyon.
¿Qué crees que será?
Bell meneó la cabeza.
Siguió comiendo. Apuró su café. Acompáñame, dijo.
Voy a por el abrigo.
Dejaron la carretera al llegar a la verja y pasaron por encima del guardaganado y aparcaron detrás de la unidad de Wendell. Wendell fue a su encuentro y Bell bajó la ventanilla.
Es a menos de un kilómetro, dijo Wendell. Síganme.
Lo veo.
Sí, señor. Hace como una hora estaba ardiendo de mala manera. La gente que dio parte lo vio desde la carretera.
Aparcaron a cierta distancia y se apearon y se lo quedaron mirando. Notabas el calor en la cara. Bell rodeó su coche y abrió la puerta y ofreció la mano a su mujer. Ella se apeó y se quedó con los brazos cruzados al frente. Había una pickup aparcada un poco más lejos y dos hombres de pie dentro del resplandor rojo. Hicieron un gesto con la cabeza y saludaron al sheriff.
Podíamos haber traído unos botes, dijo ella.
Sí. Hay malvavisco.
Quién diría que un coche puede arder de esa manera.
Quién lo diría, sí. ¿Habéis visto algo?
No, señor. Solo el fuego.
¿No ha pasado nadie ni nada?
No, señor.
Wendell, ¿dirías que es un Ford del setenta y siete?
Podría ser.
Me parece que sí.
¿Era eso lo que conducía ese tipo?
Sí. Matrícula de Dallas.
No era su día, ¿verdad, sheriff?
Desde luego que no.
¿Por qué le habrán prendido fuego?
No lo sé.
Wendell se volvió para escupir. Dudo que ese tipo pensara que iba a pasarle esto cuando salió de Dallas, ¿verdad?
Bell asintió con la cabeza. Yo diría que es lo último que se le habría pasado por la cabeza.
Cuando llegó por la mañana a la oficina el teléfono estaba sonando. Torbert no había vuelto aún. Por fin llamó a las nueve y media y Bell envió a Wendell a buscarlo. Luego se sentó con los pies sobre la mesa mirándose las botas. Así estuvo un rato. Luego cogió el móvil y llamó a Wendell.
¿Dónde estás?
Acabo de pasar Sanderson Canyon.
Da media vuelta y ven para acá.
De acuerdo. ¿Qué hacemos con Torbert?
Llámale y dile que no se mueva de allá. Iré yo a buscarlo esta tarde.
Sí, señor.
Ve a casa y pídele las llaves a Loretta y engancha el remolque de los caballos. Ensilla mi caballo y el de Loretta y cárgalos. Te veré allí dentro de una hora aproximadamente.
Sí, señor.
Colgó el micro y se levantó y fue a inspeccionar las celdas.
Pasaron en coche por la verja y la cerraron otra vez y siguieron paralelos al cercado unos treinta metros y aparcaron. Wendell abrió las puertas del remolque y sacó a los caballos. Bell cogió las riendas del de su mujer. Tú monta a Winston, dijo.
¿Está seguro?
Segurísimo. Si algo le pasara al caballo de Loretta no me gustaría estar en la piel del tipo que estuviera encima.
Le pasó a Wendell uno de los rifles a palanca que había llevado consigo y montó en la silla y se ciñó el sombrero. ¿Listo?, dijo.
Cabalgaron uno al lado del otro. Hemos pasado en coche por encima de las huellas que dejaron pero se veía de qué eran, dijo Bell. Neumáticos grandes de todoterreno.
Cuando llegaron al coche ya solo era un montón de hierros carbonizados.
Tenía usted razón con lo de la matrícula, dijo Wendell.
Pero no respecto a los neumáticos.
¿Y eso?
Dije que aún estarían ardiendo.
El coche se encontraba en lo que parecían cuatro charcos de alquitrán, las ruedas envueltas en una maraña de alambres renegridos. Siguieron adelante. Bell señalaba el suelo de vez en cuando. Se distinguen las huellas de día de las de noche, dijo. Conducían por aquí sin luces. ¿Ves lo torcida que es la huella? Como si apenas pudieras ver delante de ti para esquivar unas matas. O que pudieras dejar un rastro de pintura en una roca como esa de allá.
En un trecho de arena descabalgó y dio unos pasos y luego miró hacia el sur. Son idénticos neumáticos los que van y los que vienen. Las huellas están hechas casi a la misma hora. Se ven los surcos a simple vista. La dirección que llevan. Yo diría que hicieron el mismo trayecto dos o tres veces.
Wendell permaneció montado con las manos cruzadas sobre la gruesa perilla de cuerda. Se inclinó para escupir. Miró hacia el sur imitando al sheriff. ¿Qué cree usted que vamos a encontrar por aquí?, dijo.
No lo sé, dijo Bell. Puso el pie en el estribo y subió ágilmente a la silla y espoleó al pequeño caballo. No lo sé, repitió. Pero no puedo decir que tenga muchas ganas de encontrarlo.
Cuando llegaron a la camioneta de Moss el sheriff la miró sin desmontar y luego la rodeó lentamente. Ambas puertas estaban abiertas.
Alguien ha arrancado la placa del interior de la puerta, dijo.
Los números están en el bastidor.
Sí. No creo que la arrancaran por eso.
Conozco la camioneta.
Yo también.
Wendell se inclinó para acariciar el pescuezo del caballo. Es de un tal Moss.
Ya.
Bell guió al caballo hacia la trasera de la camioneta y giró el caballo hacia el sur y luego miró a Wendell. ¿Sabes dónde vive?
No, señor.
Está casado, ¿verdad?
Creo que sí.
El sheriff se quedó mirando la camioneta. Se me ocurre que sería curioso que el chico llevara dos o tres días desaparecido y nadie hubiera dicho nada.
Bastante curioso.
Bell dirigió la vista hacia la caldera. Creo que estamos ante algo gordo.
Y que lo diga, sheriff.
¿Crees que el chico ese es camello?
No sé. Yo diría que no.
Yo también. Vayamos a echar un vistazo al resto.
Cabalgaron hacia la caldera con los Winchester a punto sobre el fuste de la silla. Espero que no esté muerto, dijo Bell. Me pareció un tipo decente las dos o tres veces que le vi. La mujer era guapa.
Dejaron atrás los cadáveres tendidos en el suelo y se detuvieron y soltaron las riendas. Los caballos estaban nerviosos.
Llevemos los caballos un poco más lejos, dijo Bell. No tienen por qué ver esto.
Sí, señor.
Cuando Wendell volvió Bell le entregó dos carteras que había cogido de los cadáveres. Miró hacia las camionetas.
Estos dos no hace mucho que han muerto, dijo.
¿De dónde son?
De Dallas.
Le pasó a Wendell una pistola que había recogido y luego se puso en cuclillas y se apoyó en el rifle que llevaba. A estos dos los han ejecutado, dijo. Uno de los suyos, yo diría. Este pobre no llegó a quitarle el seguro a la pistola. A los dos les dispararon entre los ojos.
¿El otro no iba armado?
El asesino pudo quitarle el arma. O tal vez no llevaba ninguna encima.
Mala manera de ir a un tiroteo.
Mala.
Caminaron entre las camionetas. Esos hijoputas son realmente sanguinarios, dijo Wendell.
Bell le miró.
Sí, dijo Wendell. Supongo que no está bien maldecir a los muertos.
Yo diría que al menos no trae buena suerte.
No son más que unos narcos mexicanos.
Eran. Ya no son.
No sé si le entiendo.
Solo digo que fueran lo que fuesen ahora no son más que muertos.
Lo consultaré con la almohada.
El sheriff inclinó hacia delante el asiento del Bronco y miró en la parte de atrás. Se humedeció el dedo y presionó con él la moqueta y sacó el dedo a la luz. Aquí detrás había droga mexicana de la marrón.
De la que ya no hay, ¿verdad?
De la que ya no hay.
Wendell se puso en cuclillas y examinó el suelo al pie de la puerta. Parece que aquí hay un poco más. Podría ser que alguien hubiera cortado uno de los paquetes. Para ver lo que había dentro.
Quizá estaba comprobando la calidad. Antes de cerrar el negocio.
No hubo negocio. Se mataron unos a otros.
Bell asintió con la cabeza.
Incluso puede que no hubiera dinero.
Es posible.
Pero usted no lo cree.
Bell lo meditó. No, dijo. Probablemente no.
Aquí hubo otra refriega.
Sí, dijo Bell. Como mínimo.
Se levantó y echó el asiento hacia atrás. A este sujeto también le dispararon entre los ojos.
Pues sí.
Rodearon la camioneta. Bell señaló.
Eso es de una ametralladora, la ráfaga recta de ahí.
Yo diría que sí. ¿Y qué cree que le pasó al conductor?
Probablemente es uno de los que están tirados en la hierba.
Bell había sacado su pañuelo y se lo colocó sobre la nariz y estiró el brazo para recoger del suelo unos casquillos de latón y miró los números estampados en la base.
¿De qué calibres son, sheriff?
Nueve milímetros. Un par de ACP del calibre cuarenta y cinco.
Tiró las vainas al suelo y retrocedió unos pasos y agarró el rifle que había dejado apoyado en el vehículo. Alguien disparó contra esto con una escopeta, por lo que parece.
¿Diría que esos agujeros son lo bastante grandes?
No creo que sean doble cero. Más bien perdigón del número cuatro.
Matarás dos pájaros de un tiro.
Por decirlo de alguna manera. Si quieres despejar una calle, esa es una buena manera de hacerlo.
Wendell miró a su alrededor. Uno o varios se fueron de aquí a pie, dijo.
Eso parece.
¿Cómo es que los coyotes no han tocado los cuerpos?
Bell meneó la cabeza. No lo sé, dijo. Supuestamente no comen mexicanos.
Esos de ahí no son mexicanos.
Es verdad.
Esto debía de parecer Vietnam.
Vietnam, dijo el sheriff.
Pasaron entre las camionetas, Bell cogió varios casquillos más y los miró y los tiró al suelo otra vez. Encontró un cargador de plástico azul. Se quedó contemplando la escena. Te diré algo, dijo.
Adelante.
No tiene ninguna lógica que al último hombre no lo hiriesen siquiera.
Creo que estoy de acuerdo.
Podríamos ir a por los caballos, seguir un trecho y echar un vistazo. Puede que encontremos huellas.
No es mala idea.
¿Puedes decirme qué pintaba un perro aquí en medio?
No tengo ni idea.
Cuando encontraron al muerto en las rocas como a dos kilómetros al nordeste Bell permaneció montado en el caballo de su mujer. Se quedó así largo rato.
¿Qué está pensando, sheriff?
El sheriff meneó la cabeza. Desmontó y fue a donde yacía el muerto. Caminó alrededor con el rifle sobre la nuca y los hombros. Se puso en cuclillas y examinó la hierba.
¿Otra ejecución, sheriff?
No, creo que este murió de causa natural.
¿De causa natural?
Natural para el tipo de trabajo que hacía.
No va armado.
No.
Wendell se inclinó para escupir. Alguien ha estado aquí antes que nosotros.
Eso diría yo.
¿Cree que llevaba el dinero encima?
Yo diría que es lo más probable.
Entonces no hemos encontrado aún al último hombre, ¿verdad?
Bell no dijo nada. Se incorporó y contempló lentamente la zona.
Un auténtico lío, ¿eh, sheriff?
Si no lo es lo será cuando el lío se presente.
Cabalgaron de nuevo por la parte alta de la caldera. Se detuvieron sin desmontar y avistaron la camioneta de Moss allá abajo.
¿Y dónde supone que estará ese chico?, dijo Wendell.
No lo sé.
Me imagino que dar con su paradero es una de las primeras cosas de la lista.
El sheriff asintió. Una de las primeras, dijo.
Volvieron al pueblo y el sheriff mandó a Wendell a la casa con la camioneta y el remolque.
No te olvides de llamar a la puerta de la cocina y dar las gracias a Loretta.
Descuide. De todos modos he de devolverle las llaves.
El condado no le paga por usar su caballo.
Entiendo.
Bell llamó a Torbert por el móvil. Ahora voy para allá, dijo. No te muevas.
Cuando paró delante de la oficina de Lamar vio que el jardín del juzgado estaba acordonado todavía. Torbert esperaba en los escalones. Se levantó y caminó hacia el coche.
¿Te encuentras bien?, dijo Bell.
Sí, señor.
¿Dónde está el sheriff Lamar?
De servicio.
Fueron hacia la carretera principal. Bell le contó a su ayudante lo de la caldera. Torbert escuchó en silencio. Iba mirando por la ventanilla. Al cabo de un rato dijo: Tengo el informe de Austin.
Qué dicen.
Poca cosa.
¿Con qué le dispararon?
No lo saben.
¿Que no lo saben?
No, señor.
¿Cómo es posible que no lo sepan? No había orificio de salida.
Sí, señor. Eso lo reconocieron sin reserva.
¿Lo reconocieron sin reserva?
Sí, señor.
Bueno, Torbert. Entonces, ¿qué diablos han dicho?
Que tenía una herida en la frente supuestamente producida por una bala de gran calibre y que la antedicha herida había atravesado el cráneo penetrando unos siete centímetros en el lóbulo frontal del cerebro pero que dentro no había ninguna bala.
La antedicha herida.
Sí, señor.
Bell tomó la interestatal. Tamborileó en el volante con los dedos. Miró a su ayudante.
Lo que me explicas no tiene sentido, Torbert.
Eso les he dicho yo a ellos.
¿A lo que respondieron?
Nada. Nos van a mandar el informe vía FedEx. Radiografías y todo. Dijeron que lo tendría usted en su oficina mañana por la mañana.
Continuaron en silencio. Al cabo de un rato Torbert dijo: Este asunto es de lo más morrocotudo, ¿verdad, sheriff?
Lo es.
¿Cuántos cadáveres en total?
Buena pregunta. No sé si los he llegado a contar. Ocho. Nueve con el ayudante Haskins.
Torbert observó atentamente la región que se extendía a su alrededor. Las sombras alargadas en la carretera. ¿Quién diablos es esta gente?, dijo.
No lo sé. Yo solía decir que eran los mismos a los que nos habíamos enfrentado siempre. Los mismos a los que se enfrentó mi abuelo. En aquel entonces robaban ganado. Ahora trafican con droga. Pero ya no lo veo tan claro. Me pasa lo que a ti. No estoy seguro de que hayamos visto nada igual. Gente de esta clase. Y ni siquiera sé cómo llevar todo esto. Si los mataras a todos tendrían que construir un anexo en el infierno.
Chigurh llegó al Desert Aire poco después de las doce y aparcó muy cerca del remolque de Moss y apagó el motor. Se apeó del vehículo y atravesó el patio de tierra y subió los escalones y llamó con los nudillos a la puerta de aluminio. Esperó. Llamó de nuevo. Se dio media vuelta de espaldas al remolque y observó el pequeño parque de caravanas. Nada se movía. Ni siquiera un perro. Giró de nuevo y apoyó la muñeca en la cerradura de seguridad y reventó el cilindro con el perno de acero al cobalto de la pistola de aire comprimido y abrió la puerta y entró y la cerró tras él.
Se quedó de pie con el revólver del ayudante en la mano. Miró en la cocina. Miró en el dormitorio. Cruzó el dormitorio y empujó la puerta del cuarto de baño y entró en la segunda habitación. Ropa por el suelo. La puerta del armario abierta. Abrió el cajón superior de la cómoda y lo cerró. Volvió a meterse la pistola por el cinturón y la cubrió con los faldones de la camisa y fue de nuevo a la cocina.
Abrió el frigorífico y sacó un envase de leche y lo abrió y bebió después de olerlo. Se quedó con el envase en la mano mientras miraba por la ventana. Bebió otra vez y volvió a meter la leche en la nevera y cerró la puerta.
Fue a la sala de estar y se sentó en el sofá. Encima de la mesa había un televisor de veintiuna pulgadas en perfecto estado. Se miró en la pantalla gris apagada.
Se levantó y recogió la correspondencia del suelo y volvió a sentarse y la hojeó. Dobló tres de los sobres y se los guardó en el bolsillo de la camisa y luego se levantó y salió del remolque.
Condujo hasta la oficina y aparcó delante y entró. Usted dirá, dijo la mujer.
Estoy buscando a Llewelyn Moss.
Ella le miró detenidamente. ¿Ha ido al remolque?
Vengo de allí.
Entonces será que está en el trabajo. ¿Quiere dejarle algún mensaje?
¿Dónde trabaja?
No estoy autorizada a dar información sobre nuestros residentes, señor.
Chigurh echó un vistazo a la pequeña oficina de contrachapado. Miró a la mujer.
Dónde trabaja.
¿Perdón?
Digo que dónde trabaja.
¿Es que no me ha oído? No podemos dar información.
Se oyó tirar una cadena de váter. Sonó un pestillo. Chigurh volvió a mirar a la mujer. Luego salió y montó en el Ramcharger y partió.
Paró en el bar y sacó los sobres del bolsillo y los desdobló para abrirlos y leyó las cartas que había dentro. Examinó las hojas de la factura del teléfono. Había llamadas a Del Rio y a Odessa.
Entró y pidió cambio y fue a la cabina y marcó el número de Del Rio pero no contestó nadie. Llamó al número de Odessa y una mujer se puso y Chigurh preguntó por Llewelyn. La mujer le dijo que no estaba.
He intentado localizarlo en Sanderson, pero creo que ya no está allí.
Hubo un silencio. Al cabo la mujer dijo: Yo no sé dónde está. ¿Quién es?
Chigurh colgó el teléfono y fue hasta el mostrador y se sentó y pidió un café. ¿Ha venido Llewelyn por aquí?, dijo.
Cuando paró delante del garaje había dos hombres sentados de espaldas a la pared del edificio almorzando. Entró. Sentado a la mesa un hombre tomaba café y escuchaba la radio. Señor, dijo.
Estoy buscando a Llewelyn.
Aquí no está.
¿A qué hora cree que vendrá?
No lo sé. No se ha presentado por aquí de modo que sé tan poco como usted. Inclinó ligeramente la cabeza. Como si quisiera mirar a Chigurh desde otro ángulo. ¿Puedo ayudarle en algo?
Creo que no.
Salió y se quedó de pie en el viejo pavimento manchado de gasolina. Miró a los dos que estaban en un extremo del edificio.
¿Saben dónde está Llewelyn?
Negaron ambos con la cabeza. Chigurh montó en el Ramcharger y arrancó y volvió al pueblo.
El autobús llegó a Del Rio a primera hora de la tarde y Moss cogió su equipaje y bajó. Fue andando hasta la parada de taxis y abrió la puerta trasera del taxi que había allí aparcado y montó. Lléveme a un motel, dijo.
El taxista le miró por el retrovisor. ¿Alguno en especial?
No. Que sea barato.
Fueron hasta un establecimiento llamado Trail Motel y Moss se apeó con la bolsa y el maletín y pagó al taxista y entró en la oficina. Había una mujer mirando la televisión. La mujer se levantó y se situó tras el mostrador.
¿Tiene alguna habitación libre?
Más de una. ¿Cuántas noches?
No lo sé.
Tenemos una tarifa semanal, por eso lo pregunto. Treinta y cinco dólares más uno setenta y cinco de impuestos. Treinta y seis con setenta y cinco.
Treinta y seis con setenta y cinco.
Sí, señor.
Por una semana.
Sí, señor. Una semana.
¿Es la mejor tarifa que tiene?
Sí, señor. En tarifa semanal no hacemos descuentos.
Entonces prefiero alquilarla por días.
Está bien.
Cogió la llave y fue a la habitación y entró y cerró la puerta y dejó el equipaje encima de la cama. Corrió las cortinas y se quedó mirando por entre ellas el miserable patio. Quietud absoluta. Pasó la cadena de la puerta y se sentó en la cama. Abrió la cremallera de la bolsa de lona y sacó la automática y la dejó sobre la colcha y se tumbó al lado.
Despertó a media tarde. Se quedó en la cama mirando el sucio techo de fibrocemento. Se incorporó y se quitó las botas y los calcetines y se examinó los vendajes de los talones. Entró en el baño y se miró en el espejo y se quitó la camisa y examinó la parte posterior de su brazo. Estaba descolorido desde el hombro hasta el codo. Volvió a la habitación y se sentó de nuevo en la cama. Miró el arma. Al cabo de un rato se subió a la mesa de madera mala y con el filo de su navaja empezó a desenroscar la rejilla del conducto de ventilación, metiéndose los tornillos en la boca uno a uno. Retiró la rejilla y la dejó sobre la mesa y se puso de puntillas y miró por el conducto.
Cortó un trozo de cordel de la persiana y anudó el extremo del cordel al maletín. Luego abrió el maletín y contó mil dólares y dobló los billetes y se los guardó en el bolsillo y cerró el maletín y lo aseguró con las correas.
Sacó la varilla de colgar la ropa del armario, dejando en el suelo las perchas metálicas, y volvió a subirse a la mesa e introdujo el maletín en el conducto hasta donde le llegó el brazo. Apenas cabía. Cogió la varilla y empujó de nuevo hasta que apenas pudo alcanzar el extremo de la cuerda. Volvió a instalar la rejilla polvorienta y colocó los tornillos y se bajó de la mesa y entró en el baño y se dio una ducha. Cuando salió fue a tumbarse en la cama en calzoncillos y con la colcha de felpilla se tapó él y tapó la pistola ametralladora que descansaba a su lado. Quitó el seguro. Luego se durmió.
Cuando despertó ya había oscurecido. Sacó las piernas por el borde de la cama y se quedó sentado escuchando. Luego se levantó y fue a la ventana y retiró un poco la cortina y miró al exterior. Sombras densas. Silencio. Nada.
Se vistió y metió el arma debajo del colchón sin poner el seguro y alisó el cobertor y se sentó en la cama y cogió el teléfono para llamar a un taxi.
Tuvo que pagar al taxista diez dólares extra para que lo llevara a Ciudad Acuña, al otro lado del puente. Paseó por las calles mirando escaparates. La noche era suave y cálida y en la pequeña alameda unos zanates estaban posados en los árboles llamándose unos a otros. Entró en una tienda de botas y miró las más exóticas —de cocodrilo, avestruz y elefante— pero la calidad del calzado estaba muy lejos de las Larry Mahans que llevaba. Entró en una farmacia y compró una lata de vendas y se sentó en el parque y se vendó los pies en carne viva. Sus calcetines estaban ya ensangrentados. En la esquina un taxista le preguntó si quería ir a ver a las chicas y Moss levantó la mano para que viera el anillo que llevaba y siguió caminando.
Comió en un restaurante con manteles blancos y camareros con chaqueta blanca. Pidió un vaso de vino tinto y un bistec. Era temprano y no había más comensales que él. Probó el vino y cuando llegó el filete empezó a cortarlo y masticó despacio y pensó en su vida.
Llegó al motel poco después de las diez y empezó a contar el dinero de la carrera con el taxi al ralentí. Le pasó los billetes al taxista e hizo ademán de salir pero no lo hizo. Se quedó sentado con la mano en el tirador de la puerta. Lléveme hasta el otro lado, dijo.
El taxista puso la primera. ¿Qué habitación?, dijo.
Usted dé la vuelta. Quiero ver si hay alguien.
Pasaron despacio frente a su habitación. Había una abertura en las cortinas que estaba seguro de no haber dejado al salir. Difícil de saber. No tanto. El taxi pasó lentamente de largo. No había coches en el aparcamiento que no estuvieran antes. Continúe, dijo.
El taxista le miró por el retrovisor.
Siga, dijo Moss. No se detenga.
Oiga, amigo, no quisiera meterme en ningún lío.
Usted siga.
Será mejor que le deje aquí y así no discutiremos.
Quiero que me lleve a otro motel.
Digamos que no me debe nada.
Moss se inclinó hacia delante y le pasó un billete de cien por encima del asiento. Ya está metido en un lío, dijo. Intento sacarle de él. Lléveme a un motel, haga el favor.
El taxista cogió el billete y se lo metió en el bolsillo de la camisa y dio la vuelta y salió a la calle.
Moss pasó la noche en el Ramada Inn de la carretera y por la mañana bajó a desayunar en el salón comedor y leyó el periódico. Luego se quedó allí sentado.
No estarán en la habitación cuando las sirvientas vayan a limpiarla.
La habitación ha de quedar libre a las once.
Podían haber encontrado el dinero y partido.
Solo que, claro está, probablemente eran al menos dos grupos los que le estaban buscando y estos no eran los otros y los otros tampoco se iban a marchar.
Para cuando se levantó ya sabía que probablemente tendría que matar a alguien. Simplemente no sabía a quién.
Tomó un taxi y fue a la ciudad y entró en una tienda de artículos de deporte y compró un Winchester de almacén tubular del calibre doce y una caja de postas doble cero. La caja contenía casi exactamente la potencia de fuego de una mina Claymore. Pidió que envolvieran la escopeta y salió con ella bajo el brazo y subió por Pecan Street hasta una ferretería. Allí compró una sierra para metales y una lima plana y varias cosas más. Unos alicates y una fresa de disco. Un destornillador. Linterna. Un rollo de cinta adhesiva.
Salió a la acera con sus compras. Luego se encaminó por donde había venido.
De nuevo en la tienda de deportes preguntó al mismo empleado si tenían mástiles de aluminio para tienda de campaña. Trató de explicarle que le daba igual el tipo de tienda, solo necesitaba los palos.
El empleado le miró detenidamente. Sea la tienda que sea, dijo, tendríamos que encargar los mástiles especialmente. Ha de decirme el fabricante y el número del modelo.
Ustedes venden tiendas, ¿no? Tenemos tres modelos diferentes. ¿Cuál es el que tiene más mástiles?
Pues supongo que será la tienda-bungalow de tres metros. Dentro se puede estar de pie. Bueno, no todo el mundo. Tiene un espacio libre de un metro ochenta en el caballete.
Me llevaré una.
Sí, señor.
El empleado fue al almacén y volvió con la tienda y la puso encima del mostrador. Venía en una bolsa de nailon naranja. Moss dejó la escopeta y la bolsa de la ferretería sobre el mostrador y deshizo los nudos y sacó la tienda de la bolsa junto con los palos y las cuerdas.
Está todo ahí dentro, dijo el empleado.
Qué le debo.
Son ciento setenta y nueve más impuestos.
Moss puso dos billetes de cien sobre el mostrador. Los mástiles iban en una bolsa aparte y la sacó y la puso con sus otras pertenencias. El empleado le dio el cambio y el recibo y Moss agarró la escopeta y las cosas de la ferretería junto con los mástiles y le dio las gracias y fue hacia la salida.
¿Y la tienda?, le preguntó el empleado cuando ya estaba en la puerta.
Una vez en la habitación desenvolvió la escopeta y la colocó dentro de un cajón abierto y serró el cañón justo por la recámara. Igualó y pulió el corte con la lima plana y restregó la boca del cañón con un paño húmedo y lo dejó aparte. Luego serró la culata de manera que quedara como un pistolete y se sentó en la cama y pulió el mango con la lima. Cuando lo tuvo como él quería deslizó la caña hacia atrás y de nuevo hacia delante y bajó el percutor con el dedo gordo y giró el arma y la contempló. Había quedado muy bien. Abrió la caja de munición e introdujo una a una las cargas enceradas a conciencia. Retiró el cerrojo de un golpe seco y pasó un cartucho a la recámara y bajó el percutor y luego metió otro cartucho con bala en el cargador y dejó el arma cruzada sobre su regazo. Medía menos de sesenta centímetros de largo.
Llamó al Trail Motel y le dijo a la mujer que le guardara la habitación. Luego metió el arma y la munición y las herramientas debajo del colchón y salió otra vez.
Fue al Wal-Mart y compró algo de ropa y una bolsa de nailon con cremallera para meterla dentro. Unos vaqueros y un par de camisas y varios pares de calcetines. Por la tarde fue a dar un largo paseo a orillas del lago, llevando consigo en la bolsa el cañón recortado y la culata. Lanzó el cañón al agua lo más lejos que pudo y enterró la culata bajo un saliente de pizarra. Había ciervos moviéndose entre los matojos del desierto. Los oyó resoplar y pudo verlos cuando salieron a un cerro unos cien metros más allá y se lo quedaron mirando. Se sentó en un cascajal con la bolsa vacía doblada sobre el regazo y contempló la puesta de sol. Vio la tierra volverse azul y fría. Vio descender sobre el lago a un águila pescadora. Después solo hubo oscuridad.