Cruzó el río Pecos al norte de Sheffield, Texas, y tomó la 349 rumbo al sur. Cuando llegó a la gasolinera de Sheffield era casi de noche. Un crepúsculo rojo con palomas cruzando la carretera en dirección sur hacia los depósitos de un rancho. Pidió cambio al dueño e hizo una llamada y llenó el depósito y volvió a entrar y pagó.
¿Les ha llovido por allí?, dijo el dueño.
¿Por allí, dónde?
He visto que era de Dallas.
Chigurh recogió el cambio del mostrador. ¿Y a usted qué le importa de dónde soy, amigo?
No quería meterme donde no me llaman.
No quería meterse donde no le llaman.
Solo era por pasar el rato.
E imagino que para un patán como usted eso es de buena educación.
Mire, señor. Ya me he disculpado. Si no acepta mis disculpas no sé qué más puedo hacer.
¿Cuánto valen?
¿Perdón?
Digo que cuánto valen.
Sesenta y nueve centavos.
Chigurh desdobló un billete de un dólar sobre el mostrador. El hombre lo metió en la caja registradora y apiló el cambio como un crupier las fichas. Chigurh no le había quitado el ojo de encima. El hombre apartó la vista. Tosió. Chigurh abrió el paquete de anacardos con los dientes y se echó en la mano una tercera parte de la bolsa y empezó a masticar.
¿Alguna cosa más?, dijo el hombre.
No lo sé. ¿Usted qué cree?
¿Ocurre algo?
¿Con qué?
Con lo que sea.
¿Es eso lo que me pregunta? ¿Si ocurre algo con lo que sea?
El hombre se volvió y se llevó el puño a la boca y volvió a toser. Miró a Chigurh y apartó la vista. Miró por el cristal de la entrada. Los surtidores y el coche allá fuera. Chigurh comió otro puñado de anacardos.
¿Alguna cosa más?
Eso ya lo ha preguntado.
Es que tendría que ir cerrando.
Ir cerrando.
Sí, señor.
¿A qué hora cierran?
Ahora. Cerramos ahora.
Eso no es ninguna hora. A qué hora cierran.
Normalmente al anochecer. Cuando anochece.
Chigurh se quedó masticando despacio. No sabe de qué está hablando, ¿verdad?
¿Perdón?
Digo que no sabe de qué está hablando.
Estoy hablando de cerrar, de eso.
¿A qué hora se acuesta?
¿Perdón?
Está un poco sordo, ¿no? Digo que a qué hora se acuesta.
Pues… más o menos a las nueve y media. Alrededor de las nueve y media.
Chigurh se echó más anacardos en la mano. Puedo volver luego, dijo.
Luego estará cerrado.
Bueno.
¿Para qué va a volver, si va a estar cerrado?
Eso lo dice usted.
Claro.
¿Vive en esa casa de ahí atrás?
Sí.
¿Ha vivido aquí toda su vida?
El dueño tardó un poco en responder. Esta era la casa del padre de mi mujer, dijo.
Parte de la dote.
Estuvimos viviendo muchos años en Temple, Texas. Formamos una familia, en Temple. Hace cuatro años que estamos aquí.
Era parte de la dote.
Si es así como quiere llamarlo…
Yo no lo llamo ni lo dejo de llamar. Así es como es.
Oiga, tengo que cerrar.
Chigurh vació la bolsa en la palma de su mano e hizo una pelota con la bolsa y la dejó sobre el mostrador. Permaneció extrañamente erguido, masticando.
Parece que pregunta usted mucho, dijo el dueño. Para ser alguien que no quiere decir de dónde viene.
¿Qué es lo máximo que ha visto perder a cara o cruz?
¿Perdón?
Digo que qué es lo máximo que ha visto perder a cara o cruz.
¿Cara o cruz?
Cara o cruz.
No sé. La gente no suele apostar a cara o cruz. Normalmente se usa para decidir algo.
¿Y cuál es la cosa más importante que ha visto decidir así?
No sé.
Chigurh sacó de su bolsillo una moneda de veinticinco centavos y la mandó de un capirotazo hacia el resplandor azulado de los fluorescentes. La cazó al vuelo y la estampó plana en su brazo, más arriba del vendaje ensangrentado. Diga, dijo.
¿Qué diga?
Sí.
¿Para qué?
Usted diga.
Tengo que saber qué está en juego.
¿Cambiaría eso algo?
El hombre le miró a los ojos por primera vez. Azules como lapislázuli. Brillantes y a la vez completamente opacos. Como piedras mojadas. Tiene que decidirse, dijo Chigurh. Yo no puedo hacerlo por usted. No sería justo. Ni correcto siquiera. Vamos, diga.
Yo no he apostado nada.
Claro que sí. Lo ha estado haciendo toda su vida. Solo que no se ha enterado. ¿Sabe qué fecha lleva esta moneda?
No.
Mil novecientos cincuenta y ocho. Ha viajado veintidós años para llegar hasta aquí. Y ahora está aquí. Y yo también. Y tengo la mano encima. Y solo puede ser cara o cruz. Y a usted le toca decidir. Vamos.
No sé qué es lo que puedo ganar.
La cara del hombre brillaba ligeramente perlada de sudor bajo la luz azulina. Se pasó la lengua por el labio superior.
Todo, dijo Chigurh. Puede ganarlo todo.
No entiendo una palabra, caballero.
Decídase.
Que sea cara.
Chigurh apartó la mano de la moneda. Giró un poco el brazo para que el hombre la viera. Bien hecho, dijo.
Cogió la moneda apoyada en la muñeca y se la entregó.
¿Qué hago con esto?
Tómela. Es su moneda de la suerte.
No la necesito.
Por supuesto que sí. Cójala.
El hombre cogió la moneda. Ahora tengo que cerrar, dijo.
No se la guarde en el bolsillo.
¿Perdón?
No se la guarde en el bolsillo.
¿Dónde quiere que la guarde?
En el bolsillo no. No sabrá en cuál la ha metido.
Está bien.
Cualquier cosa puede ser un instrumento, dijo Chigurh. Cosas pequeñas, cosas en las que uno no se fija. Pasan de mano en mano. La gente no presta atención. Y un buen día se pasan cuentas. Y a partir de entonces ya nada es igual. Bueno, piensa uno. Es solo una moneda. Por ejemplo. Nada especial. ¿De qué podría ser instrumento? Ese es el problema. Disociar el acto de la cosa. Como si los elementos de cierto momento de la historia pudieran intercambiarse con los de otro momento distinto. ¿Cómo es posible? Vaya, si es solo una moneda. Sí. Es verdad. ¿No?
Chigurh ahuecó la mano y recogió el cambio del mostrador y se metió las monedas en el bolsillo y dio media vuelta y fue hacia la puerta. El dueño le vio marchar. Le vio subir al coche. El coche se alejó de la explanada y tomó la carretera hacia el sur. Sin encender las luces. Dejó la moneda sobre el mostrador y la miró. Puso ambas manos en el mostrador y se quedó allí apoyado con la cabeza gacha.
Cuando llegó a Dryden eran cerca de las ocho. Se quedó en el coche en el cruce delante de la tienda de comestibles con las luces apagadas y el motor en marcha. Luego encendió las luces y tomó la carretera 90 en dirección este.
Cuando descubrió las líneas blancas que bordeaban la calzada parecían marcas de topógrafo pero no había números, solo las rayas en forma de «v». Comprobó el kilometraje en el cuentakilómetros y condujo un trecho más y aminoró la marcha y se desvió de la carretera. Apagó las luces y dejó el motor en marcha y se apeó del coche y fue hasta la verja y la abrió. Volvió a montar y pasó sobre el guardaganado y se apeó y cerró la verja de nuevo y se quedó a la escucha. Luego subió al coche y condujo por la pista llena de roderas.
Siguió la cerca hacia el sur, con el Ford bamboleándose sobre los baches. La cerca era un mero vestigio, tres cables tendidos entre postes de mezquite. Al cabo de un kilómetro y medio llegó a una gravera donde un Dodge Ramcharger estaba aparcado mirando hacia él. Condujo despacio hasta allí y paró el motor.
Las ventanas del Ramcharger eran tintadas y tan oscuras que parecían negras. Chigurh abrió la puerta y se apeó. Un hombre bajó por el lado del copiloto del Dodge y echó el asiento hacia delante y subió a la parte de atrás. Chigurh rodeó el vehículo y montó y cerró la puerta. En marcha, dijo.
¿Has hablado con él?, dijo el conductor.
No.
¿No sabe lo que ha pasado?
No. Vamos.
Cruzaron el desierto en la oscuridad.
¿Cuándo piensas decírselo?, preguntó el conductor.
En cuanto sepa qué es lo que le voy a decir.
Cuando llegaron a la camioneta de Moss, Chigurh se inclinó para observarla.
¿Es su camioneta?
Sí. La matrícula no está.
Para aquí. ¿Tienes un destornillador?
Mira dentro de la guantera.
Chigurh bajó con el destornillador y se acercó a la camioneta y abrió la puerta. Hizo palanca para separar la placa metálica de inspección del interior de la puerta y se la metió en el bolsillo y regresó y subió al coche y devolvió el destornillador a la guantera. ¿Quién rajó los neumáticos?, dijo.
Nosotros no.
Chigurh asintió con la cabeza. Vamos, dijo.
Aparcaron a cierta distancia de las camionetas y bajaron a ver. Chigurh se quedó allí un buen rato. Hacía frío en el gredal y él no llevaba chaqueta pero no parecía notarlo. Los otros dos permanecieron a la espera. Chigurh tenía una linterna en la mano y la encendió y caminó entre las camionetas y examinó los cadáveres. Los dos hombres le siguieron a poca distancia.
¿De quién era el perro?, dijo Chigurh.
No lo sabemos.
Se quedó mirando al hombre desplomado sobre la consola del Bronco. Dirigió la linterna hacia el espacio de carga detrás de los asientos.
¿Dónde está la caja?, dijo.
En la camioneta. ¿La quieres?
¿Has conseguido algo?
No.
¿Nada?
Ni un pitido.
Chigurh miró detenidamente al muerto. Lo movió con la linterna.
Ese ya está criando malvas, dijo uno de los hombres.
Chigurh guardó silencio. Se apartó de la camioneta y contempló la bajada al claro de luna. Quietud absoluta. El hombre del Bronco no llevaba muerto tres días. Se sacó la pistola que llevaba metida en la cintura del pantalón y dio media vuelta encarando a los dos hombres que aguardaban de pie y les disparó una vez a cada uno en la cabeza de un rápido movimiento y volvió a guardarse el arma. El segundo hombre había llegado a girar a medias para mirar al primero mientras caía. Chigurh se situó entre los dos y se inclinó y le quitó la sobaquera al segundo de ellos y agarró la Glock de nueve milímetros que llevaba y regresó al vehículo y encendió el motor e hizo marcha atrás para dar la vuelta y dejó atrás la caldera camino de la carretera.