Bell subió los escalones de la parte posterior del juzgado y caminó por el pasillo hasta su oficina. Hizo girar la butaca y se sentó y miró el teléfono. Adelante, dijo. Ya he llegado.

El teléfono sonó. Bell levantó el auricular. Aquí el sheriff Bell, dijo.

Escuchó. Asintió con la cabeza.

Estoy seguro de que bajará enseguida, señora Downie. Por qué no me llama usted dentro de un rato. Sí, señora.

Se quitó el sombrero y lo dejó sobre la mesa y se quedó sentado con los ojos cerrados, pellizcándose el puente de la nariz. Sí, señora, dijo. Sí, señora.

Señora Downie, yo no he visto muchos gatos muertos subidos a un árbol. Creo que bajará enseguida si usted lo deja en paz. Llámeme dentro de un ratito, ¿de acuerdo?

Colgó el teléfono y se lo quedó mirando. Es el dinero, dijo. Si tienes dinero no te pones a hablar de gatos muertos en un árbol.

Bueno. Quizá sí.

La radio chirrió. Alcanzó el receptor y pulsó el mando y puso los pies encima de la mesa. Bell, dijo.

Se quedó escuchando. Bajó los pies al suelo y se incorporó.

Coge las llaves y mira en el maletero. Está bien. Espero.

Tamborileó en la mesa con los dedos.

De acuerdo. Mantén las luces encendidas. Estaré ahí dentro de cincuenta minutos. Ah, Torbert. No olvides cerrar el maletero.

Él y Wendell aparcaron delante de la unidad en el arcén asfaltado y se apearon. Torbert salió y se quedó junto a la puerta de su coche. El sheriff saludó con un gesto de cabeza. Caminó por el borde de la calzada examinando las huellas de neumáticos. Has visto esto, supongo, dijo.

Sí, señor.

Echemos un vistazo.

Torbert abrió el maletero y se quedaron mirando el cadáver. La pechera de la camisa estaba cubierta de sangre, en parte seca. Toda la cara ensangrentada. Bell se inclinó y metió la mano en el maletero y sacó algo del bolsillo de la camisa del hombre y lo desdobló. Era un recibo, manchado de sangre, de una estación de servicio en Junction, Texas. Bien, dijo. Aquí se acabó el camino para Bill Wyrick.

No he mirado a ver si llevaba cartera encima.

Da igual. No lleva. Esto ha sido de chiripa.

Examinó el agujero que el hombre tenía en la frente. Parece de un 45. Herida limpia. Como hecha con un wadcutter.

¿Qué es un wadcutter?

Es munición de punta chata para tiro al blanco. ¿Tienes las llaves?

Sí, señor.

Bell cerró el maletero. Miró en derredor. Los vehículos que pasaban por la interestatal aminoraban la marcha al acercarse. Ya he hablado con Lamar. Le he dicho que podrá recuperar su unidad dentro de unos tres días. He llamado a Austin y vendrán a buscarte a primera hora de la mañana. No pienso cargarlo en una de nuestras unidades y está claro que ya no necesita un helicóptero. Lleva la unidad de Lamar a Sonora cuando estés listo y llámame y Wendell o yo iremos a buscarte. ¿Tienes algo de dinero?

Sí, señor.

Haz el informe como cualquier otro.

Sí, señor.

Blanco, entre treinta y cuarenta, complexión media.

¿Cómo se deletrea Wyrick?

Olvídalo. No sabemos cómo se llama.

No, señor.

Puede que tenga familia.

Sí, señor. ¿Sheriff?

Qué.

¿Qué tenemos del autor del crimen?

Nada. Dale las llaves a Wendell antes de que se te olvide.

Están en la unidad.

Pues procura no dejar llaves dentro.

No, señor.

Hasta dentro de dos días.

Sí, señor.

Espero que ese hijo de puta esté en California.

Sí, señor. Ya le entiendo.

Pero me huelo que no.

Yo también me lo huelo, señor.

Wendell. ¿Estás listo?

Wendell se inclinó para escupir. Sí, señor, dijo. Listo.

Miró a Torbert. Si te paran con ese tipo en el maletero les dices que no sabes nada de nada. Di que alguien debió de meterlo ahí mientras tú te tomabas un café.

Torbert asintió. ¿Tú y el sheriff vendréis a sacarme del corredor de la muerte?

Si no podemos sacarte, entraremos para hacerte compañía.

Menos bromas con los muertos, dijo Bell.

Wendell asintió. Sí, señor, dijo. Tiene usted razón. Yo también me moriré algún día.

Conduciendo por la 90 hacia el desvío de Dryden encontró un halcón muerto en la carretera. Vio moverse las plumas con el viento. Se detuvo en el arcén y bajó y retrocedió unos pasos y se puso en cuclillas y miró al ave. Le levantó un ala y la dejó caer. Los ojos fríos y amarillos levantados hacia la bóveda del cielo.

Era un águila colirroja. La levantó por la punta de un ala y la llevó a la zanja, y la depositó en la hierba. Acechaban el asfalto, posadas en los postes de electricidad y vigilando la carretera varios kilómetros en ambas direcciones. Cualquier cosa pequeña que se arriesgara a cruzar. Cerniéndose a contraluz sobre la presa. Sin sombra. Absortas en la concentración del cazador. No quería que la aplastaran las camionetas.

Se quedó allí contemplando el desierto. Su quietud. Rumor de viento en los cables. Ambrosías altas junto a la carretera. Grama y sacahuista. Más allá en las acequias huellas de dragones. Las montañas de roca viva en sombras al último sol de la tarde y hacia el este la reluciente abscisa de la llanura bajo un cielo donde colgaban cortinas de lluvia oscuras como el hollín a todo lo largo del cuadrante. Es un dios que vive en silencio el que ha baldeado la tierra adyacente con sal y ceniza. Volvió al coche patrulla y se alejó de allí.

Cuando se detuvo delante de la oficina del sheriff en Sonora lo primero que vio fue la cinta amarilla que bloqueaba el aparcamiento. Una pequeña multitud. Se apeó y cruzó la calle.

¿Qué ha pasado, sheriff?

No lo sé, dijo Bell. Acabo de llegar.

Pasó bajo la cinta y subió los escalones del juzgado. Lamar levantó la vista cuando llamó a la puerta. Adelante, Ed Tom, dijo. Entra. Necesitaremos Dios y ayuda.

Salieron al jardín. Algunos de los hombres los siguieron.

Vayan pasando, dijo Lamar. El sheriff y yo tenemos que hablar un momento.

Se le veía demacrado. Miró a Bell y miró al suelo. Meneó la cabeza y apartó la vista. De chaval venía a jugar aquí al murreo. A este mismo lugar. Dudo que estos jovencitos de hoy sepan qué era eso. Ed Tom, estamos ante un maldito loco.

Y que lo digas.

¿Tienes alguna pista?

La verdad es que no.

Lamar apartó la vista. Se frotó los ojos con el dorso de la manga. Te diré una cosa. Ese hijo de puta no pisará un tribunal ni un solo día. Si le atrapo yo, desde luego que no.

Pues primero habrá que atraparlo.

Ese chico estaba casado.

No lo sabía.

Veintitrés años. Un joven la mar de sano. Honesto a carta cabal. Y ahora tengo que ir a su casa antes de que su mujer se entere por la maldita radio.

No te envidio, eso desde luego.

Creo que voy a colgar las botas, Ed Tom.

¿Quieres que te acompañe?

No. Te lo agradezco. He de irme.

Está bien.

Tengo la sensación de que estamos ante algo que no habíamos visto nunca.

Yo pienso lo mismo. Te llamaré esta tarde.

Gracias.

Bell le vio cruzar el jardín y subir a su oficina. Espero que no cuelgues las botas, dijo. Creo que vamos a necesitar todos los efectivos que sea posible.