Moss estaba sentado con los tacones de sus botas hincados en la grava volcánica de la loma y oteaba el desierto a sus pies con unos prismáticos alemanes de doce aumentos. El sombrero echado hacia atrás. Los codos apoyados en las rodillas. El rifle que llevaba al hombro sujeto por una charpa de cuero de arnés era un calibre 270 de cañón grueso con una acción Mauser del 98 y una caja laminada de arce y nogal. Iba provisto de una mira telescópica Unertl igual de potente que los prismáticos. Los antílopes estaban aproximadamente a un kilómetro. El sol había salido hacía menos de una hora y la sombra de la loma y las yucas y las rocas cubría en buena medida la planicie aluvial. En alguna parte estaba también la sombra del propio Moss. Bajó los prismáticos y observó la región. Hacia el sur las montañas peladas de México. Los remansos del río. Al oeste la zona de terracota cocida de la ondulante frontera. Escupió seco y se limpió la boca en el hombro de su camisa de algodón.
El rifle haría agrupaciones de medio minuto de ángulo. Cinco grupos de medio centímetro a casi mil metros. El sitio que había elegido para disparar quedaba al pie de un talud de un pedregal de lava y le permitiría cubrir esa distancia. Solo que tardaría casi una hora en llegar allí y los antílopes pacían en dirección contraria. La única cosa positiva era que no soplaba viento.
Cuando llegó al pie del talud se irguió lentamente y oteó el horizonte en busca de los antílopes. No se habían movido mucho de donde estaban la última vez pero seguía siendo un disparo de más de seiscientos metros. Estudió a los animales por los prismáticos. En el aire comprimido motas y distorsión del calor. Una bruma baja de polvo y polen brillantes. No había otro lugar a cubierto y no iba a haber ninguna otra oportunidad.
Se hundió en el pedregal y se quitó una bota y la colocó encima de las rocas y apoyó la caña del rifle en el cuero y accionó la muesca del seguro con el pulgar y apuntó por la mira telescópica.
Tenían la cabeza levantada, todos ellos, mirándole.
Maldita sea, susurró. El sol estaba detrás de él de modo que no podían haber visto reflejos en el cristal de la mira. Sencillamente le habían visto a él.
El rifle tenía un gatillo Canjar ajustado a nueve onzas y Moss acercó el rifle y la bota con sumo cuidado y apuntó de nuevo y elevó ligeramente la cruz del retículo sobre la grupa del animal que estaba más encarado a él. Conocía la caída exacta de la bala en incrementos de cien yardas. Era la distancia lo que no estaba claro. Apoyó el dedo en la curva del gatillo. El diente de jabalí que llevaba colgado de una cadena de oro rebotó en las piedras a la altura de su codo.
A pesar del peso del cañón y del freno en la boca de fuego el rifle saltó de su punto de apoyo. Cuando volvió a encajar a los animales en el visor comprobó que continuaban todos en pie. La bala de 150 grains tardó casi un segundo en llegar allí, pero el sonido tardó el doble. Se quedaron mirando el penacho de polvo levantado por el impacto. Luego salieron disparados. Alcanzando casi inmediatamente la velocidad punta, corriendo por el gredal perseguidos por el largo «baaang» del disparo y caramboleando en las rocas y zigzagueando al descubierto en la soledad de la primera hora.
Se puso en pie y los vio alejarse. Levantó los prismáticos. Uno de los antílopes se había rezagado y arrastraba una pata y Moss pensó que la bala probablemente habría rebotado en la hondonada alcanzándolo en el cuarto trasero izquierdo. Se inclinó para escupir. Maldita sea, dijo.
Los vio perderse de vista tras los promontorios rocosos de más al sur. El polvo anaranjado que flotaba en la mañana sin viento se fue desdibujando y luego desapareció también. El gredal quedó en silencio y desierto bajo el sol. Como si allí no hubiera ocurrido nada. Se sentó para ponerse la bota y cogió el rifle y expulsó el cartucho gastado y se lo guardó en el bolsillo de la camisa y encajó el cerrojo. Luego se colgó el rifle al hombro y echó a andar.
Cruzar el gredal le llevó unos cuarenta minutos. Desde allí remontó una ladera volcánica y siguió la cresta de la loma hacia el sudeste hasta un lugar desde el que se dominaba la región por la que se habían esfumado los animales. Estudió lentamente el terreno con los gemelos. Allá abajo había un perro grande sin cola, de pelo negro. Lo observó. Tenía una cabeza enorme y las orejas recortadas y cojeaba de mala manera. El perro se detuvo un momento. Miró hacia atrás. Luego siguió andando. Moss bajó los prismáticos y lo vio alejarse.
Continuó por la cresta de la loma con el pulgar enganchado en la correa del rifle y el sombrero echado un poco hacia atrás. La espalda de su camisa estaba ya empapada de sudor. Allí las rocas tenían grabadas pictografías de un millar de años de antigüedad. Los hombres que las dibujaron eran cazadores como él. No había ningún otro vestigio de ellos.
Al final de la loma había un alud de rocas, un abrupto sendero cuesta abajo. Candelillas[1] y hierba gatera. Se sentó en las piedras y se acodó en las rodillas y exploró la región con los prismáticos. En la planicie, a un kilómetro y medio, había tres vehículos.
Bajó los prismáticos y contempló detenidamente la región. Los levantó de nuevo. Parecía haber hombres en el suelo. Apuntaló las botas en las piedras y ajustó el enfoque. Eran camionetas o Broncos de cuatro ruedas motrices con grandes neumáticos todoterreno y cabestrantes y faros en el techo. Los hombres parecían estar muertos. Bajó los gemelos. Los levantó otra vez. Luego los bajó y se quedó allí sentado. No se movía nada. Estuvo así largo rato.
Cuando se aproximó a los vehículos llevaba el rifle descolgado a la altura de la cintura y con el seguro quitado. Se detuvo. Estudió el terreno y observó los vehículos. Estaban acribillados. Algunas de las estelas de balazos que salpicaban la carrocería eran espaciadas y rectilíneas y Moss supo que las habían hecho armas automáticas. Casi todas las ventanillas estaban destrozadas y los neumáticos desinflados. Se quedó allí de pie. Escuchando.
En el primer vehículo había un cadáver derrumbado sobre el volante. Más allá había otros dos cuerpos tendidos en la desvaída hierba amarilla. Sangre seca en el suelo. Negra. Se detuvo y escuchó. Nada. Zumbido de moscas. Rodeó la camioneta por detrás. Había allí un perro grande como el que había visto cruzar la planicie. El perro estaba muerto y con las tripas fuera. Más allá había un tercer cuerpo boca abajo. Miró por la ventanilla al hombre que estaba dentro del vehículo. Le habían disparado en la cabeza. Sangre por todas partes. Siguió andando hasta el segundo vehículo pero estaba vacío. Se acercó a donde yacía el tercer cadáver. Había una escopeta en la hierba. Era de cañón corto e iba provista de una culata de pistola y una recámara de tambor de veinte cartuchos. Empujó la bota del hombre con la punta del pie y observó los cerros circundantes.
El tercer vehículo era un Bronco con la suspensión alta y lunas tintadas. Abrió la puerta del conductor. Había un hombre en el asiento, mirándolo a él.
Moss retrocedió y alzó el rifle. El hombre tenía la cara ensangrentada. Movió los labios resecos. Agua, cuate, dijo. Agua, por Dios.
Tenía en el regazo una pistola ametralladora H&K de cañón corto con una correa negra de nailon y Moss alargó la mano y la cogió y se echó atrás. Agua, dijo el hombre. Por Dios.
No llevo agua.
Agua.
Moss dejó la puerta abierta y se alejó echándose la H&K al hombro. El hombre lo siguió con la mirada. Moss rodeó la camioneta por delante y abrió la puerta del otro lado. Levantó el pestillo y tiró el asiento hacia delante. El espacio de carga estaba cubierto por una especie de lona metálica plateada. La retiró. Muchos paquetes en forma de ladrillo envueltos en plástico. Sin dejar de vigilar al hombre sacó su cuchillo y rajó uno de los paquetes. Un polvillo marrón asomó al exterior. Se humedeció el dedo índice y lo aplicó al polvo y lo olió. Se limpió el dedo en los vaqueros y volvió a cubrir los paquetes con la lona y examinó nuevamente el terreno. Nada. Se alejó de la camioneta y recorrió con los prismáticos las colinas bajas. La loma volcánica. La región llana al sur. Sacó el pañuelo y volvió y limpió todo cuanto había tocado. La manija y el pestillo y la lona y el envoltorio de plástico. Fue al otro lado de la camioneta y lo limpió todo allí también. Intentó pensar en qué más había tocado. Volvió a la primera camioneta y abrió la puerta con el pañuelo y miró en el interior. Abrió la guantera y la volvió a cerrar. Examinó al hombre muerto sobre el volante. Dejó la puerta abierta y dio la vuelta hasta el lado del acompañante. La puerta estaba llena de agujeros de bala. El parabrisas. Pequeño calibre. Seis milímetros. O quizá perdigones del número cuatro. Por el dibujo que hacían. Abrió la puerta y pulsó el botón de la ventanilla pero el encendido no estaba puesto. Cerró la puerta y se quedó estudiando las colinas bajas.
Se puso en cuclillas y se descolgó el rifle del hombro y lo dejó en la hierba y cogió la H&K y desplazó el elevador hacia atrás con el canto de la mano. Había un cartucho con bala en la recámara pero el cargador solo contenía dos cartuchos más. Olfateó la boca del arma. Expulsó el cargador y se colgó el rifle de un hombro y la pistola ametralladora del otro y volvió al Bronco y le mostró el cargador al hombre. Otra, dijo. Otra.
El hombre asintió. En mi bolsa.
¿Hablas inglés?
No respondió. Trataba de señalar con la barbilla. Moss vio dos cargadores asomando del bolsillo de la chaqueta que llevaba puesta. Estiró el brazo hacia la cabina y cogió los cargadores y retrocedió. Olor a sangre y a materias fecales. Introdujo uno de los cargadores llenos en la automática y se guardó los otros en el bolsillo. Agua, cuate, dijo el hombre.
Moss escrutó los alrededores. Ya te lo he dicho, dijo. No tengo agua.
La puerta, dijo el hombre.
Moss le miró.
La puerta. Hay lobos.
Aquí no hay lobos.
Sí, sí. Lobos. Leones.
Moss cerró la puerta con el codo.
Volvió a la primera camioneta y se quedó mirando la puerta del lado del acompañante. No había agujeros de bala en la puerta pero sí sangre en el asiento. La llave estaba todavía en el contacto y estiró el brazo y la giró y luego pulsó el botón de la ventanilla. El cristal asomó a lentas sacudidas. Tenía dos impactos de bala y en la cara interna del cristal había un fino reguero de sangre seca. Se quedó pensando. Miró al suelo. Manchas de sangre en la tierra arcillosa. Sangre en la hierba. Resiguió con la mirada las huellas del vehículo que se perdían hacia el sur cruzando la caldera. Tenía que haber un último hombre con vida. Y no era el cuate del Bronco que le había pedido agua.
Echó a andar por el terreno de aluvión y describió una curva amplia a fin de localizar las huellas de neumáticos en la hierba rala. Reconoció el terreno unos treinta metros más al sur. Divisó el rastro del hombre y lo siguió hasta encontrar sangre en la hierba. Y luego más sangre.
No llegarás lejos, dijo. Quizá crees que sí, pero no.
Dejó el rastro y se dirigió al punto más alto de los alrededores con la H&K bajo el brazo y el seguro quitado. Examinó el terreno hacia el sur con los prismáticos. Nada. Se quedó allí toqueteando el colmillo de jabalí que le colgaba sobre la camisa. Y ahora, dijo, estás escondido en alguna parte vigilando tu retirada. Y las probabilidades de que yo te vea antes que tú a mí son tantas como prácticamente cero.
Se puso en cuclillas y estabilizó los codos sobre las rodillas y con los prismáticos barrió las rocas de la cabecera del valle. Se sentó y cruzó las piernas y escudriñó nuevamente el terreno y luego bajó los gemelos y se quedó sentado. No asomes tu estúpido culo agujereado, dijo. No lo hagas.
Giró el torso y miró al sol. Serían las once. Ni siquiera sabemos si esto ocurrió la noche pasada. Pudo haber sido hace dos noches. O incluso tres.
O pudo haber sido anoche.
Se había levantado brisa. Se echó el sombrero hacia atrás y se enjugó la frente con su bandana y volvió a guardarse la bandana en el bolsillo de los vaqueros. Dirigió la vista hacia la sierra rocosa en el perímetro oriental de la caldera.
Ningún herido va cuesta arriba, dijo. Eso no pasa nunca.
Había que trepar para llegar a lo alto de la loma y era ya casi mediodía cuando coronó. Hacia el norte pudo ver la forma de un tractor con remolque cruzando el paisaje rutilante. Quince kilómetros. Tal vez veinte. La carretera 90. Se sentó y barrió la nueva región con los prismáticos. Entonces se detuvo.
Entre unas rocas al borde de la bajada[2] había algo azul. Lo estuvo mirando largo rato por los prismáticos. Nada se movía. Estudió los aledaños. Después volvió a mirarlo un rato más. Había pasado casi una hora cuando se levantó y empezó a descender.
El muerto estaba apoyado contra una roca con una automática calibre 45 niquelada reglamentaria amartillada en la hierba entre sus piernas. Tenía los ojos abiertos. Como si examinara algún detalle en la hierba. Había sangre en el suelo y sangre en la roca en la que se apoyaba. La sangre era todavía de un rojo oscuro, claro que aún le daba la sombra. Moss cogió la pistola y presionó el seguro de la empuñadura con el pulgar y bajó el percutor. Se agachó e intentó limpiar la sangre de la empuñadura en la pernera del pantalón del muerto pero la sangre estaba demasiado coagulada. Se puso de pie y se metió la pistola en el cinto por la parte de la espalda y se echó el sombrero hacia atrás y usó la manga para secarse el sudor de la frente. Dio media vuelta y estudió el entorno. Había un maletín de piel apoyado en la rodilla del hombre y Moss supo con seguridad lo que contenía y se sintió atemorizado de una manera que no alcanzó a entender.
Cuando se decidió por fin a cogerlo retrocedió unos pasos y se sentó en la hierba y se descolgó el rifle y lo dejó a un lado. Estaba sentado con las piernas separadas y la H&K en el regazo y el maletín entre las rodillas. Soltó las dos correas y abrió el pestillo de latón y levantó la solapa y la dobló hacia atrás.
Estaba lleno hasta arriba de billetes de cien dólares. En paquetes ceñidos por cinta bancaria en la que aparecía impresa la cifra $ 10 000. No sabía a cuánto ascendía el total, pero se hizo una idea bastante clara. Contempló los fajos de billetes y luego bajó la solapa y se quedó sentado con la cabeza gacha. Su vida entera estaba allí delante de él. Día tras día del alba a la noche hasta que se muriera. Todo en menos de dos kilos de papel metidos en una cartera.
Alzó la cabeza y dirigió la vista hacia la bajada. Ligero viento del norte. Fresco. Soleado. La una del mediodía. Miró al hombre muerto en la hierba. Sus caras botas de cocodrilo llenas de sangre se estaban volviendo negras. El fin de su vida. En este lugar. Las montañas lejanas hacia el sur. El viento moviendo la hierba. La quietud. Cerró el maletín y ajustó las correas y las hebilló y se puso de pie y se echó el rifle al hombro y cogió el maletín y la pistola y se orientó por su sombra y se puso en marcha.
Creía saber cómo llegar a su camioneta y pensó en la travesía del desierto en la oscuridad. En aquella región había serpientes de cascabel y si le mordían por la noche se sumaría sin duda a los otros miembros del grupo y el maletín y su contenido pasarían a otras manos. Sumado a estas consideraciones estaba el problema de cruzar a campo abierto a plena luz del día y a pie con un arma automática colgada del hombro y una cartera que contenía varios millones de dólares. Por no hablar de la certeza absoluta de que alguien vendría a buscar el dinero. Tal vez varios alguienes.
Pensó en volver a por la escopeta con recámara de tambor. Tenía mucha fe en la escopeta. Pensó incluso en abandonar la pistola ametralladora. La sola posesión de una era un delito castigado con la cárcel.
No abandonó nada y no volvió donde las camionetas. Echó a andar a campo traviesa atajando por los pasos entre los cerros volcánicos y cruzando el terreno llano u ondulado entre loma y loma. Hasta que a última hora llegó a la pista por la que había venido de madrugada. Y, tras caminar poco más de un kilómetro, llegó a la camioneta.
Abrió la puerta y dejó el rifle apoyado en el suelo. Rodeó el vehículo y abrió la puerta del conductor y presionó la palanca y deslizó el asiento hacia delante y dejó el maletín y la pistola detrás. Puso el 45 y los prismáticos encima del asiento y montó y echó el asiento hacia atrás hasta donde daba de sí y metió la llave en el contacto. Luego se quitó el sombrero y se retrepó y descansó la cabeza contra el cristal frío de detrás y cerró los ojos.
Cuando llegó a la carretera aminoró la marcha y pasó sobre las barras del guardaganado y se incorporó al asfalto y encendió los faros. Se dirigió al oeste hacia Sanderson y no rebasó el límite de velocidad ni una sola vez. Paró en la estación de servicio en el extremo este del pueblo a comprar cigarrillos y a tomar un gran vaso de agua y luego siguió su camino hacia el Desert Aire y paró delante del remolque-vivienda y apagó el motor. Dentro había luz. Puedes vivir cien años, dijo, y seguro que no habrá otro día como este. Tan pronto como lo hubo dicho lo lamentó.
Sacó la linterna de la guantera y se apeó y cogió la pistola y el maletín de detrás del asiento y se deslizó debajo del remolque. Se quedó allí tumbado mirando el chasis desde abajo. Tubos de plástico barato y contrachapado. Pedazos de material aislante. Dejó la H&K apoyada en una esquina y la cubrió con el aislante y se quedó pensando. Luego salió de debajo con el maletín y se sacudió el polvo y subió los escalones y entró.
Ella estaba arrellanada en el sofá mirando la tele y bebiendo una Coca-Cola. Ni siquiera levantó la vista. Son las tres, dijo.
Puedo volver más tarde.
Ella le miró sobre el respaldo del sofá y volvió a mirar la pantalla. ¿Qué llevas en esa cartera?
Dinero.
Sí, ya. Ojalá.
Moss entró en la cocina y sacó una cerveza de la nevera.
¿Me das las llaves?, dijo ella.
Para qué.
Voy a comprar tabaco.
Tabaco.
Sí, Llewelyn. Tabaco. Llevo aquí sentada todo el día.
¿Y cianuro? ¿Qué tal vamos de eso?
Tú dame las llaves. Me quedaré a fumar en el maldito jardín.
Moss tomó un sorbo de cerveza y fue al dormitorio y se puso de rodillas y metió el maletín bajo la cama. Luego volvió a salir. Te he traído cigarrillos, dijo. Voy a buscarlos.
Dejó la cerveza en la encimera y salió y cogió las dos cajetillas y los prismáticos y la pistola y se echó el 270 al hombro y cerró la puerta de la camioneta y volvió a entrar. Le pasó los cigarrillos y siguió hacia el dormitorio.
¿De dónde has sacado esa pistola?, le gritó ella.
De por ahí.
¿La has comprado?
No. Me la encontré.
Ella se incorporó en el sofá. ¿Llewelyn?
Él volvió. Qué, dijo. Deja de gritar.
¿Qué has dado a cambio?
No tienes por qué saberlo todo.
Cuánto.
Ya te he dicho que la encontré.
No, eso no es verdad.
Se sentó en el sofá y apoyó los pies en la mesita baja y tomó otro sorbo. No es mía, dijo. Yo no he comprado ninguna pistola.
Más te vale.
Ella abrió uno de los paquetes y sacó un cigarrillo y lo encendió con un mechero. ¿Dónde has estado todo el santo día?
He ido a comprarte cigarrillos.
No quiero ni saberlo. No quiero ni saber qué te traes entre manos.
Él bebió cerveza y asintió. Así está mejor, dijo.
Creo que es preferible no saber ni siquiera nada.
Sigue largando por esa boca y te llevo ahí dentro y te echo un polvo.
Bocazas.
Y dale.
Eso es lo que dijo ella.
Deja que me termine la cerveza. Ya veremos lo que dijo ella o dejó de decir.
Cuando despertó era la una y seis minutos según el despertador digital de la mesita de noche. Se quedó tumbado mirando al techo. El reverbero de la lámpara de vapor del exterior bañaba la alcoba con una luz fría y azulada. Como luna de invierno. U otra clase de luna. Había acabado por sentirse a gusto con aquella luz extraña, como astral. Todo menos dormir a oscuras.
Sacó los pies de entre las sábanas y se sentó. Miró la espalda desnuda de la mujer. Sus cabellos sobre la almohada. Le cubrió el hombro con la manta y se levantó y fue a la cocina.
Sacó de la nevera la jarra de agua y desenroscó el tapón y se quedó allí bebiendo a la luz de la puerta de la nevera. Luego permaneció de pie sosteniendo la jarra con el agua que sudaba frío en el cristal, mirando por la ventana hacia las luces de la carretera. Estuvo así un buen rato.
Cuando volvió al dormitorio recogió sus calzoncillos del suelo y se los puso y entró en el baño y cerró la puerta. Luego pasó al segundo dormitorio y sacó el maletín de debajo de la cama y lo abrió.
Se sentó en el suelo con el maletín entre las piernas y hundió las manos en el dinero y lo fue sacando. Los fajos eran de veinte billetes cada uno. Volvió a meterlos en el maletín y golpeó el maletín contra el suelo para nivelar la carga. Por doce. Pudo hacer mentalmente el cálculo. Dos coma cuatro millones. Todo en billetes usados. Se lo quedó mirando. Tienes que tomarte esto muy en serio, dijo. No como si fuera un golpe de suerte.
Cerró la bolsa y ajustó de nuevo las correas y la metió bajo la cama y se levantó y fue hasta la ventana. Miró las estrellas sobre la pendiente escarpada al norte del pueblo. Quietud absoluta. Ni siquiera un perro. Pero no era por el dinero por lo que se había despertado. ¿Estáis muertos ahí fuera?, dijo. No, qué coño, no estáis muertos.
Ella se despertó mientras él se vestía y se giró de costado en la cama para mirarle.
¿Llewelyn?
Qué.
¿Qué haces?
Me visto.
¿Adónde vas?
Afuera.
¿Adónde vas, cielo?
He olvidado algo. Enseguida vuelvo.
¿Qué vas a hacer?
Abrió el cajón y sacó el 45 y expulsó el cargador y lo comprobó y volvió a encajarlo y se metió la pistola en el cinturón. Dio media vuelta y la miró.
Voy a hacer la cosa más tonta del mundo pero voy a ir igual. Si no regreso dile a mamá que la quiero.
Tu madre está muerta, Llewelyn.
Entonces se lo diré yo mismo.
Ella se incorporó en la cama. Me tienes muy asustada. ¿Es que te has metido en algún lío?
No. Duérmete.
¿Que me duerma?
No tardaré nada.
Vete al diablo, Llewelyn.
Retrocedió hasta el umbral y la miró. ¿Y si resulta que no vuelvo? ¿Son tus últimas palabras?
Ella le siguió hasta la cocina poniéndose la bata. Moss sacó un envase vacío de debajo del fregadero y lo llenó de agua del grifo.
¿Sabes la hora que es?, dijo ella.
Sí. Sé la hora que es.
No quiero que te vayas. ¿Adónde vas? No quiero que te marches.
En eso estamos de acuerdo, querida, porque yo tampoco quiero irme. Volveré. No me esperes levantada.
Se detuvo bajo las luces de la estación de servicio y apagó el motor y sacó el mapa topográfico de la guantera y lo desplegó sobre el asiento y lo estuvo examinando. Finalmente marcó donde pensaba que debían de estar las camionetas y luego trazó una ruta a campo traviesa hasta la verja de ganado del rancho Harkle. Llevaba un buen juego de neumáticos todoterreno en la camioneta y dos de repuesto en la plataforma pero esta era una región dura. Se quedó mirando la línea que había dibujado. Después se inclinó para estudiar el terreno y trazó otra línea. Luego se quedó sentado mirando el mapa. Cuando arrancó y salió a la carretera eran las dos y cuarto de la mañana, la calzada desierta, la radio del vehículo en esta tierra de nadie muda incluso de interferencias de un extremo al otro del dial.
Aparcó al llegar a la verja y se apeó y la abrió y pasó con la camioneta y desmontó para cerrarla de nuevo y se quedó escuchando el silencio. Luego montó otra vez y condujo al sur por la pista del rancho.
Mantuvo la tracción a dos ruedas y condujo en segunda. Ante él la luz de la luna todavía por salir iluminando por detrás unas colinas como de cartón piedra. Torciendo más abajo de donde había aparcado por la mañana hacia lo que podía haber sido un antiguo camino carretero que atravesaba las tierras de Harkle en dirección este. Cuando la luna salió por fin entre las colinas apareció hinchada y pálida y deforme para iluminar toda la región y Moss apagó los faros de la camioneta.
Media hora después aparcó y echó a andar por la cresta de un promontorio y se detuvo a estudiar la región al este y al sur. La luna alta. Un mundo azul. Sombras visibles de nubes cruzando la planicie. Correteando por las laderas. Se quedó sentado en la roca con las botas cruzadas al frente. Ningún coyote. Nada. Para un camello mexicano. Sí. Bueno. Todos somos algo.
De nuevo en la camioneta abandonó el rastro y guió orientándose por la luna. Pasó bajo un promontorio volcánico en el extremo superior del valle y giró de nuevo al sur. Tenía buena memoria para el campo. Estaba cruzando un terreno que había explorado desde la loma aquella mañana y se detuvo otra vez y salió a escuchar. Cuando volvió a la camioneta arrancó la cubierta de plástico de la luz cenital y sacó la bombilla y la dejó en el cenicero. Se sentó con la linterna y volvió a mirar el mapa. En la siguiente parada solo apagó el motor y se quedó sentado con las ventanillas bajadas. Así estuvo largo rato.
Aparcó la camioneta a menos de un kilómetro sobre el extremo superior de la caldera y cogió del suelo el envase de agua y se metió la linterna en el bolsillo. Luego cogió el 45 del asiento y cerró la puerta sin ruido con el pulgar en el botón de la manija y dio media vuelta y partió hacia las camionetas.
Estaban como las había dejado, acuclilladas sobre sus neumáticos cosidos a balazos. Se aproximó con el revólver amartillado. Silencio absoluto. Tal vez debido a la luna. Su sombra le daba más compañía de la que hubiera deseado. Sensación desagradable. Un intruso. Entre los muertos. No te me pongas raro, dijo. Tú no eres uno de ellos. Todavía.
La puerta del Bronco estaba abierta. Al verlo hincó la rodilla. Dejó la jarra de agua en el suelo. Tonto del culo, dijo. Ya lo ves. Demasiado tonto para vivir.
Giró lentamente, avizorando los alrededores. No oía otra cosa que su corazón. Avanzó hasta la camioneta y se agachó junto a la puerta abierta. El hombre había caído de lado sobre la consola. Todavía sujeto por el cinturón de seguridad. Sangre fresca por todas partes. Se sacó la linterna del bolsillo y protegió la lente con la mano cerrada y la encendió. Le habían disparado en la cabeza. Nada de lobos. Nada de leones. Dirigió la luz hacia el espacio de carga detrás de los asientos. No había nada. Apagó la linterna y se puso de pie. Caminó lentamente hacia donde estaban los otros cadáveres. La escopeta había desaparecido. La luna había subido ya un cuarto. Casi parecía de día. Se sintió como algo metido en un tarro.
Había recorrido la mitad del trecho hasta su camioneta cuando algo le hizo detenerse. Se agachó con la pistola amartillada a la altura de la rodilla. Pudo ver la camioneta a la luz de la luna en lo alto de la cuesta. Desvió la vista hacia un lado para verla mejor. Había gente de pie junto a la camioneta.
Luego desaparecieron. No hay definición de imbécil que no os cuadre, dijo. Y ahora vais a morir.
Se metió el 45 por la parte de atrás del cinturón y se encaminó a paso vivo hacia la loma volcánica. A lo lejos oyó un motor poniéndose en marcha. Surgieron luces en lo alto de la cuesta. Empezó a correr.
Cuando llegó a las rocas la camioneta iba ya por la mitad de la caldera, las luces brincando sobre el piso irregular. Buscó algún sitio donde esconderse. No había tiempo. Se tumbó boca abajo en la hierba con la cabeza entre los antebrazos y esperó. Podían haberle visto o no. Esperó. La camioneta pasó de largo. Cuando se perdió de vista se puso de pie y empezó a remontar la cuesta.
A media ascensión se detuvo tragando aire a bocanadas e intentando escuchar. Las luces debían de estar más abajo. No pudo verlas. Continuó subiendo. Al rato vio las formas oscuras de los vehículos allá abajo. Luego la camioneta volvió a subir por la caldera con las luces apagadas.
Se tumbó plano sobre las rocas. Un reflector pasó a ras de la lava y volvió. La camioneta aminoró la marcha. Oyó el motor al ralentí. El trote pausado de la leva. Motor de cilindros grandes. El reflector barrió de nuevo las rocas. De acuerdo, dijo. Tendré que acortar vuestra agonía. Será lo mejor para todos.
El motor aceleró un poco y quedó de nuevo al ralentí. Un sonido gutural en el tubo de escape. Levas y colectores y sabe Dios qué más. Al cabo de un rato se movió en la oscuridad.
Cuando llegó a la cresta de la loma se agachó y se sacó el 45 del cinturón y lo desarmó y volvió a guardárselo y miró hacia el norte y hacia el este. Ni rastro de la camioneta.
¿A que te gustaría estar ahí con tu viejo pickup tratando de alcanzarlos?, dijo. Entonces se dio cuenta de que nunca volvería a ver su camioneta. Bueno, dijo. Hay muchas cosas que no volverás a ver nunca.
El reflector surgió de nuevo al final de la caldera y se movió por la loma. Moss se tumbó boca abajo y observó. La luz volvió otra vez.
Si supieras que alguien va por ahí a pie con dos millones de dólares que te pertenecen, ¿en qué momento dejarías de buscar?
Exacto. No existe tal momento.
Se quedó a la escucha. No podía oír la camioneta. Al cabo de un rato se levantó y empezó a descender por el lado más apartado de la loma. Estudiando el entorno. La planicie allá abajo amplia y callada al claro de luna. Imposible cruzarla y tampoco había otro sitio adonde ir. Bueno, tío, ¿qué planes tienes ahora?
Son las cuatro de la mañana. ¿Sabes dónde está tu chico preferido?
Te diré una cosa. ¿Por qué no montas en tu camioneta y vas a llevarle a ese hijo de puta un trago de agua?
La luna alta y pequeña. Siguió atento a la planicie mientras trepaba por la cuesta. ¿Cómo estás de motivado?, dijo.
Motivadísimo, maldita sea.
Más te vale.
Oyó la camioneta. La vio rodear la punta del altozano con los faros apagados y recorrer el borde de la planicie a la luz de la luna. Puso cuerpo a tierra entre las rocas. Sus pensamientos dieron cabida también a escorpiones y serpientes. El reflector iba barriendo la ladera. Metódicamente. Lanzadera brillante, telar oscuro. No se movió.
La camioneta cruzó hasta el otro lado y volvió. Marchando en segunda, parando, el motor a medio gas. Avanzó un poco hasta donde pudiera verla mejor. Le entraba sangre en un ojo de un corte en la frente. No sabía cómo se lo había hecho. Se pasó el canto de la mano por el ojo y se limpió la mano en el pantalón. Sacó su pañuelo y se presionó la cabeza con él.
Podrías ir al sur hacia el río.
Sí. Podrías.
Menos al descubierto.
Menos que nadie.
Se volvió con el pañuelo todavía sobre la frente. No había nubes a la vista.
Tienes que estar en alguna parte para cuando amanezca.
En casa y en la cama no estaría mal.
Observó atentamente la planicie que se extendía azul en el silencio. Un vasto anfiteatro pasmado. A la espera. No era la primera vez que tenía esa sensación. En otro país. Nunca pensó que volvería a tenerla.
Esperó largo rato. La camioneta no volvió. Echó a andar hacia el sur. Se detuvo y escuchó. Ni un coyote, nada.
Cuando alcanzó el llano a la altura del río empezaba ya a aparecer por el este un primer atisbo de luz. La noche no iba a ser ya más oscura. El llano se extendía hasta los meandros del río y Moss escuchó por última vez y luego partió a paso ligero.
Era una distancia muy larga y se encontraba todavía a unos doscientos metros del río cuando oyó la camioneta. Una fría luz gris rompía sobre las colinas. Al mirar atrás pudo ver el polvo contra el nuevo horizonte. Aún estaba a un kilómetro. En la quietud del alba su sonido no más siniestro que el de una barca en un lago. Entonces oyó que reducía. Se sacó el 45 del cinturón para no perderlo y se lanzó a carrera abierta.
Cuando volvió a mirar atrás la camioneta había cubierto buena parte de la distancia. Moss estaba aún a cien metros del río y no sabía lo que encontraría una vez allí. Una garganta de roca viva. Los primeros entrepaños de luz se colaban por una brecha en las montañas que había al este y se abrían en abanico ante él. La camioneta llevaba encendidas todas las luces, las del techo y los parachoques. El motor siguió acelerando hasta el aullido donde las ruedas dejaban el suelo.
No dispararán, dijo. No pueden permitirse ese lujo.
El estampido largo de un disparo de rifle caramboleó por toda la hondonada. Comprendió que era la bala lo que había oído silbar sobre su cabeza y perderse hacia la parte del río. Volvió la vista atrás y había un hombre asomado por el techo solar, una mano encima de la cabina y la otra sosteniendo un rifle en vertical.
El río describía una amplia curva al salir de un cañón y continuaba más allá de un carrizal grande. Aguas abajo iba a dar a un risco y luego viraba hacia el sur. Oscuridad profunda en el cañón. El agua oscura. Se dejó caer por la angostura y cayó y rodó y se levantó y se abrió paso hacia el río por una larga loma arenosa. No había recorrido aún seis metros cuando comprendió que no tenía tiempo de hacerlo. Miró una vez hacia atrás y luego se puso en cuclillas y se dio impulso y se lanzó cuesta abajo sosteniendo el 45 con ambas manos.
Rodó y resbaló un buen trecho, lo ojos casi cerrados debido al polvo y la arena que levantaba con sus pies, la pistola pegada al pecho. Luego todo eso cesó y simplemente caía al vacío. Abrió los ojos. Allá en lo alto el mundo nuevo de la mañana, girando lentamente.
Aterrizó en una gravera y se le escapó un gemido. Luego estaba rodando por una hierba áspera. Dejó de rodar y quedó tumbado boca abajo, jadeando.
La pistola había desaparecido. Reptó por la hierba que había achatado a su paso hasta que dio con ella y la cogió y exploró de nuevo el borde de los meandros un poco más arriba, golpeando el cañón de la pistola contra su brazo para sacudir la tierra adherida. Tenía la boca llena de arena. Los ojos. Vio aparecer dos hombres recortados contra el cielo y amartilló la pistola y les disparó y volvieron a desaparecer.
Sabía que no tenía tiempo para arrastrarse hasta el río y simplemente se levantó y empezó a correr, chapoteando por los bajíos interconectados y luego siguió un largo banco de arena hasta que llegó al cauce principal. Se sacó las llaves y la cartera y lo guardó todo en el bolsillo de su camisa y abrochó el botón. El viento fresco que soplaba del agua olía a hierro.
Notó su sabor. Tiró la linterna y bajó el percutor del 45 y se metió la pistola en la entrepierna de sus tejanos. Luego se quitó las botas y las encajó boca abajo en el cinturón una a cada lado y apretó el cinturón todo lo que pudo y dio media vuelta y se zambulló en el río.
El frío lo dejó sin aliento. Miró hacia el borde, soplando y pedaleando en aquella agua azul pizarra. No había nada. Giró y siguió nadando.
La corriente lo llevó hasta el recodo del río y lo lanzó contra las rocas. Se apartó dándose impulso. El risco que tenía ante él se elevaba oscuro y cóncavo y en las sombras el agua estaba picada y negra. Cuando finalmente fue a parar al remanso y miró hacia atrás divisó la camioneta aparcada en lo alto del risco pero no pudo ver a nadie. Comprobó que todavía llevara las botas y la pistola y luego empezó a bracear hacia la otra orilla.
Cuando por fin consiguió salir tiritando del río estaba a más de un kilómetro de donde se había zambullido. Se había quedado sin calcetines y echó a andar rápido y descalzo hacia los carrizos. En la roca que pisaba, hoyos redondos donde los antiguos habían molido sus alimentos. La siguiente vez que miró la camioneta ya no estaba. Dos hombres corrían perfilados contra el cielo por el borde del risco. Había llegado casi a las cañas cuando todo se agitó a su alrededor y oyó un estampido y luego el eco del mismo desde el otro lado de la corriente.
Una posta le había herido en el brazo y escocía como una picadura de avispa. Se llevó la mano a la herida y se metió en el carrizal, la bala de plomo medio sepultada en la cara posterior de su brazo. La pierna izquierda insistía en ceder bajo su peso y le estaba costando respirar.
Resguardado por la maleza se dejó caer de rodillas, tragando aire por la boca. Se desabrochó el cinturón y tiró las botas a la arena y agarró el 45 y lo dejó a un lado y se palpó el brazo. La posta ya no estaba allí. Se desabrochó la camisa y se la quitó y giró el brazo para mirar la herida. Tenía la forma exacta de la posta y sangraba ligeramente, pequeños fragmentos de tela de camisa metidos dentro. Toda la parte posterior del brazo era ya un cardenal de feo aspecto. Estrujó la camisa y se la puso de nuevo y se la abotonó y se calzó las botas y se levantó apretándose el cinturón. Recogió la pistola y sacó el cargador y expulsó el cartucho de la recámara y luego sacudió el arma y sopló por el cañón y volvió a montarla. No estaba seguro de si dispararía pero le pareció que probablemente sí.
Cuando salió de los carrizos por el otro extremo se detuvo a mirar atrás pero las cañas medían nueve metros de alto y no pudo ver nada. Río abajo había un banco de tierra y un grupo de chopos. Cuando llegó allí sus pies empezaban ya a ampollarse de caminar descalzo con las botas húmedas. Tenía el brazo hinchado y le dolía pero la hemorragia parecía haber cesado. Salió al sol en una gravera y se sentó y se quitó las botas y se miró los talones en carne viva. No bien se hubo sentado la pierna empezó a dolerle otra vez.
Desabrochó la pequeña funda de cuero que llevaba al cinto y sacó su navaja y luego se puso de pie y volvió a quitarse la camisa. Cortó las mangas a la altura del codo y se sentó y se envolvió los pies y se calzó las botas. Metió la navaja en su funda y presionó el cierre y cogió la pistola y se levantó a la escucha. Un pájaro. Un turpial. Nada.
Al dar la vuelta para ponerse en camino le llegó de lejos el ruido de la camioneta en la otra orilla. La buscó con la mirada pero no pudo verla. Pensó que a esas alturas los dos hombres habrían cruzado el río y debían de estar detrás de él.
Avanzó entre los árboles. Los troncos entarquinados por las crecidas y las raíces enredadas entre las piedras. Volvió a quitarse las botas para no dejar huellas en la grava y escaló una larga cavidad pedregosa hacia la orilla meridional del cañón llevando las botas y las vendas y la pistola y vigilando dónde ponía los pies. El sol iluminaba el cañón y las piedras por las que había cruzado se secarían en cuestión de minutos. Al otro lado del río un halcón se alzó de los peñascos silbando flojo. Esperó. Al cabo de un rato un hombre salió del carrizal río arriba y se detuvo. Empuñaba una ametralladora. Un segundo hombre apareció más abajo. Se miraron y siguieron adelante.
Pasaron por debajo de él y Moss los vio perderse de vista aguas abajo. Ni siquiera estaba pensando en ellos. Estaba pensando en su camioneta. Cuando el juzgado abriera sus puertas el lunes a las nueve de la mañana alguien iba a cantarles el número de la placa de inspección remachada en el interior de la puerta y de este modo conseguirían su nombre y su dirección. Le quedaban unas veinticuatro horas. Para entonces ellos sabrían quién era y ya no se detendrían hasta dar con él. Jamás.
Tenía un hermano en California y ¿qué se suponía que le iba a decir? Arthur, un par de tipos van para allá con la intención de sujetarte los huevos entre las mandíbulas de una prensa de tornillo de quince centímetros y empezar a girar la manivela un cuarto de vuelta cada vez, tanto si sabes dónde estoy como si no. Quizá te convendría mudarte a China.
Se sentó y se envolvió los pies y se puso las botas y se levantó y empezó a recorrer el último trecho de cañón hasta el borde. Salió a un terreno llano y yermo que se extendía hacia el sur y hacia el este. Tierra roja y matas de gobernadora. Montañas a lo lejos y en la media distancia. Nada más. Espejismo de calor. Se metió la pistola por el cinturón y miró una vez más hacia el río y luego puso rumbo al este. Langtry, Texas, estaba a unos cincuenta kilómetros en línea recta. Tal vez menos. Diez horas. Doce. Los pies ya le dolían. Le dolía la pierna. El pecho. El brazo. El río se alejaba a sus espaldas. Ni siquiera había bebido un poco.