En la actualidad.
NO sólo Jairo está pendiente de los movimientos de Sandra. También Laura está al acecho, esperando a que esa tortuga de chica termine el último pedacito de goffre. ¿Ya está? Sí, eso parece. Espera unos segundos, por lo menos que le dé tiempo de tragar lo que tiene en la boca. Vale, ahora. Respira hondo, se recoloca el uniforme, y se acerca con paso decidido.
—¿Puedo ofrecerles algo más? —Pregunta con una sonrisa, dirigida únicamente a él.
“Sí. Puedes ofrecerte a ti misma embadurnada de nata. ¡Fresca!” Piensa Sandra poniéndose aún más colorada. Esa chica está ligando con Jairo descaradamente. Y eso la corroe hasta límites insospechados. Y lo peor es que, si es objetiva, tiene que reconocer que es muy guapa, bastante más que ella.
—No, gracias Laura. —Dice Jairo desplegando todos sus encantos y haciendo que la chica casi se derrita allí mismo—. Con que traigas la cuenta será suficiente.
La camarera se dirige al interior del restaurante con piernas temblorosas. Si ella ha estado a punto de derretirse, la pobre Sandra ha estado a punto de entrar en combustión espontánea. Sí, allí, en medio de la terraza del mirador. Tiene la sangre, literalmente, hirviendo.
Laura echa un rápido vistazo desde la barra. ¿Se atreve? Venga, sí. En esta vida, quién no arriesga no gana. Coge una servilleta de papel y la dobla por la mitad. Vuelve a mirar a Jairo. Es el chico más guapo que ha visto en su vida. Ahora tiene una pose despreocupada que le quita el aliento. Lo que no sabe Laura es que Jairo nunca está ajeno a nada de lo que ocurre a su alrededor.
La chica llega con la cuenta.
—Tranquila, ya pago yo. —Le dice a Sandra con voz gentil mientras le indica con un gesto que no saque la cartera, y deja una cantidad de dinero muy superior a la que hay apuntada en la nota.
El inevitable tic que en ocasiones sufre el ojo de Sandra por culpa de Jairo acaba de aparecer. “Tranquila, ya pago yo”. Le hace la burla mentalmente. ¡El muy imbécil! “Paga él.” ¡Claro que paga él! Sabe que no lleva ni un céntimo encima. ¡Él mismo se encargó personalmente de que así fuera!
La camarera lo mira con admiración. Qué chico tan galante, qué buen partido. Y qué guapo. Se agacha para coger el platito en el que está el dinero, dispuesta a traer las vueltas.
—Quédate con el cambio. —Jairo le guiña un ojo y casi le provoca un paro cardiaco. Pero la chica hace por recomponerse. Se ha visto obligada a hacerlo con rapidez, pues la pareja ya se está levantando para marcharse.
—Disculpa mi atrevimiento… —empieza con un hilito de voz. Jairo aparenta sorpresa, pero ya se esperaba lo que iba a suceder a continuación.
—Dime, Laura. —Dice con voz seductora, animándola a hablar.
—Me preguntaba si alguna vez te apetecería que nos tomásemos algo…
—Claro Laura, cuando tú quieras.
“¿¿¿Quéeeeee???” Sandra tiene los ojos a punto de salir disparados de sus órbitas. Menos mal que lleva puestas las Rayban, pues su expresión es un verdadero poema.
—Mira, este es mi número de móvil. —Le dice tendiéndole la servilleta de papel—. Llama a cualquier hora.
La camarera le dedica una tímida sonrisa.
—Lo haré. —Le dice cogiendo el papelito y devolviéndole la sonrisa. Le acaba de alegrar a Laura el día. ¡Qué digo el día! La semana entera.
Sandra camina por delante de él y cierra el coche con un sonoro portazo. Está tan alterada que ni siquiera se ha dado cuenta de que Jairo ha tirado la servilleta con el número de teléfono nada más salir del restaurante. Se ha empeñado en desayunar en este estúpido lugar, pero no ha merecido la pena.
Jairo acelera. Para él sí que ha merecido la pena. Ha disfrutado de lo lindo viendo a Sandra ponerse de todos los colores. Pero él tiene muy claro qué es lo que le interesa, más bien quién, y no es precisamente esa camarera.
Un año y medio antes, el día de la fiesta de Clara.
Se peina con cuidado el pelo húmedo. Se mira en el espejo. No está mal. Bueno, dejando de lado las pecas y el color de su pelo. Quitando eso tiene que reconocer que es guapa. Pero ella nunca llama la atención de ningún chico. Es complicado si eres una empollona miope y tienes como amigas a tres chicas explosivas y más atrevidas que tú.
Su mayor esperanza está puesta en esa noche, y en ese chico que le acelera el corazón cada vez que se lo cruza por los pasillos del instituto.
Se seca el pelo, poniendo más empeño del que acostumbra.
Después empieza a meter cosas en una mochila, la misma mochila que dejará en casa de Clara con la ropa que ahora lleva puesta: unos vaqueros y un jersey de cachemir.
Mete su frasco de colonia en el fondo, con cuidado, asegurándose de que allí no se romperá. También coge el estuche de maquillaje de Clinique que su madre le regaló las navidades pasadas. Todos los tonos son nude. Pero tampoco se le pueden pedir peras al olmo. Bastante hizo la mujer con permitirle ponerse algún que otro fin de semana un toque de polvos compactos.
En la cartera mete dinero extra para el taxi. La casa de su amiga está a pocas manzanas de la suya, pero prefiere tomar uno. En sus diecisiete años de vida sólo ha salido tres o cuatro sábados por la noche. Y todos ellos su padre ha ido a buscarla allá donde estuviese. No importa lo lejos que se encuentre. No importa si hace frío, nieva, diluvia o graniza. No importa que sea tarde, o que de tan tarde ya sea temprano. Lo primero es la seguridad de su hija. Pero esa noche, evidentemente, su padre no va a ir a buscarla. Calcula mentalmente el posible importe del trayecto. Con cinco euros debería ser más que suficiente.
Después baja al salón y desvía las llamadas del fijo a su móvil.
Se mira una última vez al espejo antes de salir de casa. Por el camino se pregunta qué ropa le tendrán preparada sus amigas.
Esa noche quiere estar radiante, perfecta, deslumbrante. Esa noche es su noche.
Pobre Sandra. Jamás imaginaría que esa noche para la que tanto se está preparando es, precisamente, la noche de su muerte.