En la actualidad.
A petición de Sandra, han parado a desayunar en una preciosa terraza cercana a un mirador. Nada tiene que ver con los garitos que han frecuentado últimamente. Se han tenido que desviar varios kilómetros de la ruta, pero este lugar tiene un encanto digno de ver.
Sentados frente a frente, ninguno habla. Pero los dos están de manera permanente en el pensamiento del otro.
—Quiero un zumo de naranja natural y un huevo pasado por agua, ni muy crudo ni muy hecho. ¡Ah! Y esto también. —Señala la carta mientras la joven camarera se inclina amablemente para ver la fotografía que le señala.
—¿Un goffre casero?
—Eso mismo.
—¿Lo hacéis en el momento?
—Sí señora.
—Señorita, por favor. —Responde Sandra haciendo un extraño gesto, casi espasmódico.
—Disculpe.
—Bueno, el goffre con mermelada de albaricoque. —Se recuesta de nuevo en la silla.
—Muy bien.
—¿Y tenéis nata?
—¿Lo quiere con nata?
—Sí.
—Tomo nota. —Responde la joven con una sonrisa, tomando también nota mental del apunte que ha hecho la chica respecto a su tratamiento. Al principio pensó si serían marido y mujer. Pero no, son demasiado jóvenes. Aunque cosas más raras se han visto. Lleva un rato observándolos y no se hablan. Ni siquiera se miran. Bueno, el guapísimo chico que ha llegado en un descapotable ahora sí la mira, pero con una expresión que más bien incita a pensar que tiene ganas de estrangularla.
—¿Y para usted? —Dice girándose y mirando esos profundos ojos azules.
—Un café solo.
—Qué rapidez. —Comenta la chica tras haber pasado cinco minutos tomando nota a su acompañante.
Y los dos se ríen al mismo tiempo, compartiendo aquel inesperado momento de complicidad, felices por dejar a Sandra en mal lugar.
La aludida frunce el ceño y cruza los brazos.
—Idiota. —Murmura cuando la camarera está lo bastante lejos como para no oírla.
Coge las Rayban que Jairo ha dejado sobre la mesa y se las pone. Él la observa pero no dice nada. Aún con unas gafas de hombre, está preciosa.
A los pocos segundos aparece la camarera sólo con el café. Lo deja al lado de Jairo con un gesto servicial.
—¿Cómo te llamas? —Pregunta para asombro de las dos chicas.
—Laura. —Dice ella sonrojándose automáticamente, mientras se retira un mechón de pelo tras la oreja con timidez, y después se retira.
Sandra también está roja, pero de rabia más que nada.
¿Jairo está ligando con ella? ¿Delante de sus narices?
La eficiencia que Laura ha demostrado a la hora de servirle el café al chico parece haberse esfumado por momentos. Tarda más de veinte minutos en servirle a Sandra su desayuno, y cuando lo hace la pobre ya está muerta de hambre. Es decir, un poco más muerta de lo que ya está.
Corta un cuadradito del goffre, lo recubre con nata y se lo lleva a la boca.
—¿Te gusta? —Inquiere Jairo, que lleva un rato observándola.
Pero ella no contesta. Está enfadada. ¿Seguro que está enfadada y no dolida? No, no. Está enfadada, sólo eso. Pero la culpa de todo es suya, y lo sabe. Sabe que fue ella la que empezó esta batalla que no puede ganar. ¿Cómo sería si hubiese actuado de manera diferente aquella noche? No hay modo de saberlo. El pasado, pasado está, y no hay forma de cambiarlo. Lo único de lo que está segura es de que su relación con Jairo ahora sería diferente, y no se encontrarían inmersos en este estúpido tira y afloja que se traen entre manos.
La chica se toma su tiempo en terminar el desayuno. Lo que no sabe es que le está dando a Laura, la camarera, el tiempo que necesita para reunir el valor suficiente para proponerle algo a Jairo.
Un año y cuatro meses antes, dos meses después de la muerte de Sandra, en la Fortaleza.
Se acerca a la zona de la fortaleza dedicada al entrenamiento de los poderes. Está aclimatada para que sea insonora e indestructible. Pero pasa de largo. Él no necesita entrenar sus poderes. Los tiene totalmente controlados, y nunca le fallan cuando los necesita.
Se dirige al gimnasio. Allí están Amanda y Héctor. Amanda observa cómo su compañero corre sobre una cinta especial a cuatrocientos kilómetros por hora. Las piernas de Héctor van tan rápidas que ni siquiera se ven. Les hace un gesto con la cabeza, y se dirige a la zona de pesas. Coloca dos toneladas a cada extremo de la barra, se tumba sobre una colchoneta, y comienza a hacer series de levantamientos.
Esta sala también está aclimatada, como todo en la fortaleza. Que él sea capaz de aguantar el peso de cuatro toneladas no significa que un suelo normal sí. Pero ese no es un suelo normal, ni él es un chico normal. Allí nada es normal.
Pasa cerca de tres horas repitiendo el mismo movimiento, notando cómo los músculos de sus brazos se tensan, cómo sus hombros se contraen por el esfuerzo. Nada, no lo consigue. No es capaz de relajar su mente.
Un año y medio antes del momento presente, el día de la fiesta de Clara.
—¡Cariño! ¡Nos vamos!
Grita María desde el piso de abajo.
Sandra sale de su habitación y baja corriendo las escaleras. Sólo van a estar una noche fuera, pero quiere despedirse. Se acerca a sus padres y les da un beso a cada uno en la mejilla. Después coge a su hermana y le da otros dos más.
—Pórtate bien, Elisa.
La niña asiente, poniendo cara de buena.
—Y no hagas rabiar a Naroa. Es más pequeña que tú y la tienes que cuidar.
—Vale. —Responde su hermana con convicción, aunque Sandra sabe que las dos niñas acabarán discutiendo por algún juguete, como siempre.
—Estudia mucho, hija. —Le recomienda la madre—. Descansa un rato si quieres viendo la tele, pero sobre todo, estudia.
—Sí, mamá.
—Y no te acuestes tarde. —Le dice el padre.
Ella vuelve a afirmar. ¡Si ellos supieran cuánto pretende alargar la noche…!
—¡Ah! Se me olvidaba. Acuérdate de cerrar la puerta con dos vueltas de llave cuando te acuestes. Que nunca está de más ser prevenido.
—Muy bien.
—Le daré a la tía Maribel recuerdos de tu parte.
—Conduce con cuidado. —Se dirige a su padre—. Y llamadme cuando lleguéis, ¿vale?
Sandra observa desde la entrada cómo su madre se asegura de que Elisa lleva bien puesto el cinturón en la sillita de seguridad. Cuando se monta, su padre arranca el monovolumen y enfila calle abajo.
Les dice adiós con la mano, y no vuelve a entrar en casa hasta que el vehículo no ha desaparecido totalmente de su vista. Lo que no imagina Sandra es que esa es la última vez que verá a su familia.