Sandra y Jairo, en la actualidad.
SANDRA camina despacio por la explanada, como si inconscientemente retrasase lo inevitable. No está preparada, pero es normal. Nadie está preparado para morir, y menos por segunda vez.
Samuel le indicó el lugar con precisión, y le ha pedido al taxista que se detuviese un par de calles antes. Resulta un poco triste tener que tomar un taxi para llevar a cabo una misión tan importante.
El sitio es siniestro. Ya se lo ha dicho el taxista, que esa no es una buena zona para que una jovencita ande sola, que en los alrededores hay un circo abandonado por el que merodea mala gente. Pero es que no tiene elección. Ella no decide en qué lugar se asientan los demonios mientras escogen a su próxima víctima.
Y allí está, en el antiguo circo. Las siluetas de las viejas atracciones se levantan contra el cielo nocturno, débilmente iluminado por la luna llena, recortándose contra él y dibujando siniestras figuras. La mayoría de ellas, hechas de hierro ahora carcomido por el óxido, muestran restos de lo que en su día fueron dibujos. Macabros dibujos, para ser precisos. Payasos, brujas, dragones y niños que la observan caminar, entre las sombras de la noche. No se oye nada. ¿No se habrá confundid…?
En ese momento escucha unas voces varias barracas más allá. Contiene la respiración, y empieza a caminar casi de puntillas. Se aferra al puñal que tiene guardado en el bolsillo de la chaqueta.
Provienen justo del otro lado de lo que parece ser un inquietante tren de la bruja.
Un enorme payaso, cuya mitad derecha de la cara ha sido arrancada, la mira con un ojo izquierdo demoníaco, como si le advirtiera que no de un paso más.
Sandra se pega a la pared de chapa en la que está dibujado el payaso, intentando ignorarlo, y comienza a dar la vuelta a la caseta cautelosamente. En silencio. Un paso y luego otro. Despacio. Las voces cada vez se oyen con mayor nitidez, aunque no lo suficiente como para que entienda de qué hablan. Da un par de pasos más. Ya puede verlos. Cinco criaturas de altura descomunal, similares a humanos vestidos de negro, rodean a Jairo. Su compañero es muy alto, pero es que ellos sobrepasan los dos metros de altura. Se agazapa tras un vagón corroído, intentando escuchar lo que dicen. Desde su escondite puede ver sus pupilas amarillentas, realmente aterradoras. Entre ellos reconoce a Daro. Su cicatriz lo hace inconfundible, al igual que ese brillo demencial que irradian sus ojos. Un escalofrío sube por su columna y la hace tambalearse ligeramente. Intenta serenarse. Debe tener cuidado para no hacer ningún ruido que la delate.
—Te teníamos por alguien más inteligente, Jairo. —Se burla despectivamente Daro—. Eres el primer receptor marcado que viene por voluntad propia a nosotros para recibir su merecido.
—Digamos que no encajo en los estereotipos. —Responde, encogiéndose de hombros, como quien oye llover. Está increíblemente tranquilo. Sandra no sale de su asombro. ¿Cómo puede ser? ¡Si lo tienen rodeado!
—Habría sido más divertido si hubiésemos salido a cazarlo… —Comenta, otro de los demonios, con una extraña voz aguda que no le pega en absoluto—. Pero supongo que si la presa ha venido hasta nosotros tendremos que saltarnos los preliminares y pasar a la acción.
—Tienes razón, Iru. La única forma en que podemos aderezar esta situación es alargando su agonía todo lo que sea posible. ¿Qué me dices, receptor? ¿Estás preparado para morir lenta y dolorosamente?
En ese momento los ojos de Jairo muestran un terror real que deleita a Daro. Pero lo que no sabe es que el miedo que siente el chico no lo han provocado sus palabras. Acaba de reparar en la presencia de Sandra. Está ahí, agachada junto al antiguo tren, mirándolo con sus preciosos ojitos cargados de temor. Se le desencaja la expresión, no es capaz de disimular su angustia. ¡¿Qué diablos hace allí?! Si no va a ser capaz de salir con vida de esta, ¿cómo va a defenderla a ella? Si hasta ese momento su prioridad era llevarse por delante al menos a un demonio, ahora su único objetivo es impedir que le hagan daño a ella. Tendrán que matarlo antes de tocarla.
Utiliza sus poderes para mandarle una orden que los demonios no puedan percibir.
—¿Tienes miedo, Jairo? Ya no pareces tan valiente como en anteriores encuentros.
El chico ni siquiera contesta. Debe distraerlos lo máximo posible, para que no se percaten de que no están solos. Sandra es una presa demasiado fácil para ellos.
En una milésima de segundo crea una enorme bola de energía, que lanza con furia a Daro. A esta le sigue otra, y después otra, que provocan atronadores ruidos metálicos al estrellarse contra las casetas. La lucha ha comenzado.
Jairo pelea con varios demonios a la vez, utilizando sus poderes y su fuerza física. Salta para esquivar los golpes de ellos y arremete con movimientos letales, en una lucha cuerpo a cuerpo. Sandra jamás lo ha visto en acción. Resulta realmente mortifero. Sin embargo, pese a la contundencia de sus ataques, no logra herirlos, pues sus cinco oponentes se anticipan a todos sus movimientos. A la chica no le queda ninguna duda de que, de no estar marcado, sería un claro vencedor. Pese a no contar con ningún tipo de ventaja, aún no han conseguido herirlo. Y eso que son cinco.
“¡Márchate Sandra! ¡Márchate ya, joder!” Las palabras que le lanza Jairo resuenan furiosas en su cabeza, impidiéndole pensar con claridad.
Lleva una pistola cargada con balas de granito. Sabe de sobra que con un par de semanas de entrenamiento hubiese desarrollado una puntería infalible, como la que tienen todos los receptores. Pero no, ella se negó también a eso. Y ahora su única oportunidad de darle un balazo sorpresa es acercándose y disparando desde escasísima distancia. Qué mejor forma de cogerlo desprevenido.
Jairo y Daro se están batiendo en un furioso duelo. Parece una cuestión personal, tanto que los otros cuatro demonios han pasado a un segundo plano para observar el combate, disfrutando de la tranquilidad y seguridad en el desenlace que les otorga la marca.
El Askar de la cicatriz lanza rayos rojos a diestro y siniestro, pero ninguno logra impactar contra su objetivo. Los movimientos de la batalla han provocado que el demonio se encuentre de espaldas a Sandra, bastante cerca de su vagón. Es la oportunidad que estaba esperando. Se desliza sigilosamente, exponiéndose a la vista de los presentes. Sin embargo los demonios están tan absortos mirando ese duelo de titanes que increíblemente no reparan en ella. Pero Jairo sí, y adivinando lo que se propone cesa su ataque y baja las manos, en señal de rendición. Se acerca a Daro, en cuya mano chisporrotean chispas rojas, preparado para lanzar un rayo. Con la otra agarra un puñal de granito, sólo por si acaso el chico pretende tenderle algún tipo de trampa. La actitud de Jairo le descoloca, pero gracias a su capacidad de anticipación sabe que no va a atacarlo. Sin embargo esa capacidad escapa a las acciones de Sandra, para las cuales no está preparado.
En ese momento la chica coloca el cañón del arma en su nuca. Aprieta el gatillo y una bala de granito se introduce en su cráneo, provocando un tremendo y desagradable sonido.
Al demonio la acción le ha pillado totalmente desprevenido. En un rápido movimiento espasmódico, clava el puñal a Jairo, y ambos caen al suelo. Sandra se abalanza sobre su enemigo. Sólo dispone de un minuto para llevar a cabo su encomiendo. El resto de Askar adopta una nueva posición de ataque inmediatamente, dispuestos a defender a su igual. Pero Jairo no lo va a permitir. Reuniendo las fuerzas que le quedan se pone en pie, interponiéndose entre ellos y Sandra.
La chica agarra por el hombro al enorme demonio, que está momentáneamente paralizado, y le da la vuelta con cierta dificultad. Cuando está boca arriba busca el corazón. Daro la mira un breve instante, atravesándola con sus crueles pupilas amarillas. Ella aparta la vista. Coloca la afilada punta sobre su pecho, y le traspasa el corazón con todas sus fuerzas. El demonio profiere un lastimero sonido gutural que le pone los pelos de punta y, para su completo horror, en pocos instantes se convierte en una especie de maseta marrón, como si sólo fuese carne sin estructura ósea.
Jairo está completamente metido en la pelea. Sus movimientos son más fieros que antes, casi desesperados, y esta vez sí alcanzan a sus rivales. Sin la marca, tiene la pelea en sus manos. Mientras Sandra realizaba su misión, ya ha acabado con dos de ellos. La chica se escabulle detrás del vagón más cercano, sabiendo que su presencia allí en medio, lejos de ayudar a Jairo, entorpecería sus movimientos. Le tiembla todo el cuerpo. Mira hacia donde instantes antes estaba Daro. Ya no queda ni rastro de él, sólo una mancha negruzca en el suelo y el puñal de granito, cuya empuñadura de plata brilla con la luz de la luna.
Jairo acaba de matar al tercer demonio, y sólo le queda un oponente. El último Askar parece aterrorizado, y no opone tanta resistencia como los demás cuando el chico se le acerca con paso fiero y le clava el puñal en la sien. Sandra ahoga un grito de espanto. Cuando cae al suelo, Jairo se agacha sobre él, extrae el arma y le atraviesa el corazón con resolución.
La chica no puede evitar estremecerse. La escena ha sido espantosa. Sale de su escondite y sus ojos se encuentran con los de Jairo. El chico intenta esbozar una triste sonrisa, pero le fallan las piernas y cae de rodillas al suelo, sujetándose el abdomen con ambas manos.
Desconcertada, Sandra corre a su lado. Ni siquiera se ha dado cuenta de que estaba herido mientras luchaba.
En su camiseta negra no se apreciaba la mancha de sangre, pero entre los dedos con los que ahora se presiona la herida, se escurre el líquido rojo.
—¡Jairo! —Grita, ansiosa. El chico se levanta a duras penas, pero le fallan las fuerzas. Coge su brazo y lo pasa sobre sus hombros para intentar sostenerlo, pero pesa demasiado para ella. No sabe cuánto tiempo podrán mantenerse en pie. Su compañero está herido, y están muy apartados de la ciudad, sin nadie que pueda socorrerlos, sin nadie a quien pedir ayuda. Está muy asustada. Desea con todas sus fuerzas poder estar en otro sitio.
Escucha un leve chasquido y en un abrir y cerrar de ojos, aparecen en la habitación de hotel en la que durmió la noche anterior. ¡¿Cómo es posible que se hayan transportado?! No sabía que Jairo tuviese ese poder… ¿o ha sido ella? Sea como sea, tiene que darse prisa.
Se apresura a sentarlo sobre la cama. Le ayuda a quitarse la camiseta, para poder ver el terrible corte. La marca de Daro ha desaparecido de su espalda. Lo tumba casi sin dificultad y coloca dos almohadas bajo su cabeza. Las muecas de dolor del chico cada vez son menos evidentes. Está a punto de perder la consciencia.
—No te preocupes Jairo, ya estamos a salvo… —Solloza, aunque sabe que no es verdad, que sólo ella está a salvo. Que el peligro de él ha viajado con ellos hasta esa habitación, en forma de herida en el abdomen.
Corre nerviosa hacia el cuarto de baño y con manos temblorosas coge una toalla. Vuelve a su lado y le limpia con cuidado el profundo corte. De seguro el tacto de ese pétreo torso en otras circunstancias la hubiese dejado sin respiración, pero ahora está horrorizada. Todo lo que puede ver es la gran cantidad de sangre que hay en su piel. La toalla se ha empapado rápidamente. Algunas gotas se han escurrido, manchando las sábanas. La herida no tiene buen aspecto. Jairo apenas consigue mantener los ojos abiertos y respira con dificultad.
Horas más tarde.
Jairo continúa en un estado de semiinconsciencia. Sandra le pasa con suavidad una toalla húmeda sobre la frente, retirándole las gotitas de sudor. Su piel arde. Tiene mucha fiebre. Está aterrorizada. Nunca ha tenido tanto miedo, ni siquiera la noche en que murió. Sabe que una herida provocada por ese puñal es mortal para ellos. Jairo se está muriendo. Llora amargamente, en silencio, y continúa acariciándole el rostro con la toalla. Incluso en esas condiciones sigue siendo el chico más guapo que ha visto nunca.
De vez en cuando murmura alguna palabra irreconocible, pero sus párpados continúan cerrados y sus labios han adquirido una tonalidad morada muy preocupante.
“Sandra…” Su susurro ha sido tan ronco que la chica duda de si es su nombre lo que realmente ha dicho. Sólo por si acaso puede sentir su presencia, coge su mano entre las suyas.
—Jairo estoy aquí. Resiste por favor, por favor… Te vas a poner bien… —Le dice con un hilito de voz, que muere ahogado en su garganta. ¿Cómo tiene la desfachatez de decirle que se va a poner bien? Sabe que no es así. Se muere. ¿Dónde está Samuel cuando se le necesita? Durante la pelea ha perdido el móvil con el que llamarlo, pero conociendo sus poderes se supone que ya tendría que haberse materializado en medio de la estancia.
Entrelaza los dedos con los suyos, inmóviles. Sabe que no se ha portado bien con él. Desde que la salvó, ella ha sido una carga. Ha renegado de unos poderes que podrían haber evitado que su compañero se encontrara en la situación en la que está ahora. Todo ha sido su culpa. No ha estado a la altura de lo que él se merecía. Ha sido un lastre para él. Le traicionó, lo utilizó, y aún así él la apartó de una peligrosa misión para asegurarse de que estaba a salvo. Ahora está segura de que se alejó de ella por ese motivo. Sólo él haría algo así. Jairo es mucho mejor persona que ella. Aprieta con más fuerza su mano. Y lo peor es que ni siquiera fue capaz de confesarle lo que sentía por él. Jamás le dijo que lo quería. Y ahora que está preparada, no puede hacerlo, porque se muere.
Siente una impotencia tan grande que se traduce en un grito desgarrador, que sale de su pecho y recorre su garganta. El sollozo ha sido gutural, animal, no ha reconocido su voz en él. Las lágrimas se suceden incesantes, más dolorosas que nunca. Si él muere, ella muere con él. Ya nada tendría sentido. No valoró suficientemente su compañía, y ahora el panorama sin él le resulta devastador. No puede morir.
Se muerde el labio, en un intento de controlar el vertiginoso temblor que le sacude el cuerpo. Pero todo lo que consigue es hacerse un corte y probar el sabor a hierro de su propia sangre. Está alteradísima. A las lágrimas se unen unos sollozos nerviosos, y unos jadeos que le impiden respirar. Suelta la mano de Jairo y se agarra el pecho. Gime. Siente un dolor enorme ahí, una desgarradora energía que lucha por salir al exterior de alguna manera. Sin embargo su magnitud es tal que no puede drenarse únicamente a través del llanto. Por un instante el dolor es tan fuerte que cree que va a morir de un momento a otro. Se toca el pecho, asfixiada. Tose abruptamente. Le falta el aire. Justo cuando cree que va a desmayarse, ese dolor localizado comienza a expandirse lentamente, provocándole un extraño hormigueo. Un hormigueo que se va desplazando hacia sus manos. Poco a poco todo se acumula allí, con toda su intensidad. ¿Qué está pasando? Se mira las manos. Aparentemente están normales. Pero ella sabe que no es así. Debajo de la piel, en el centro de la palma, tiene concentrada una ingente cantidad de energía, una energía que ha salido de ella y que ni siquiera sabía que tenía.
No lo duda. Sabe lo que tiene que hacer, no sabe por qué. Sólo lo sabe.
Coloca ambas manos sobre la herida de Jairo. Cierra los ojos y se concentra en utilizar esa fuerza. Nota como va saliendo de ella poco a poco, e introduciéndose en el cuerpo de Jairo. Continúa con los ojos cerrados, centrada en ese flujo que la une a él. Resulta extraño y placentero. La conexión es muy fuerte, conectada a él, como si no existiese nada más.
El dolor que ha sentido poco a poco va disminuyendo, al igual que el hormigueo. Sabe en el momento exacto en el que todo ha terminado. Abre los ojos, pero le cuesta enfocar la vista. Está muy mareada, y nota en sus manos una intensa sensación de calor, casi quemazón. Mira el abdomen de Jairo. Sólo hay una piel perfectamente lisa. La herida ya no está. ¡La herida ya no está!
El chico se incorpora levemente, aturdido, y sus miradas se encuentran.
—¿Qu-qué ha pasado? —Balbucea, buscando la herida con la mirada, sin comprender cómo ha podido desaparecer.
—¡Jairo! ¡No vuelvas a hacerme esto! ¡Pensaba que iba a perderte! —Grita Sandra, que llora incontroladamente, pero ahora por motivos muy distintos. En un arrebato de alegría sostiene su cara entre las manos, y le da besos por una mejilla, por la otra, por la frente, por la barbilla, por los pómulos… Sin reparar en lo tenso que se ha puesto el chico.
Le aprisiona las muñecas con manos férreas, y la aparta con brusquedad de él. Ella lo mira sin comprender, pero no encuentra sus ojos. Los tiene clavados en la toalla manchada de sangre que hay sobre la cama. De todas formas es suficiente con ver cuánto ha endurecido la mandíbula y la expresión pétrea que muestra su rostro para saber que algo no va bien. No le da tiempo a preguntar, él se le adelanta.
—No me hagas esto, Sandra. —Espeta secamente.
Lo mira desconcertada, pero continúa sin mirarla.
—¿Hacer el qué? —Tartamudea sin comprender, repentinamente asustada por su actitud.
En ese momento el chico levanta la vista y la mira con sus hermosos ojos azules. Y entonces Sandra ve algo que no ha visto nunca en él. Por primera vez, descubre a un Jairo tremendamente vulnerable.
—No me hagas albergar falsas esperanzas.
El corazón de Sandra se detiene un instante, para volver a latir desbocado después.
—No son falsas esperanzas, Jairo. Son promesas, son realidades. —Le dice, con las muñecas todavía apresadas—. Si tú me dejas estaré a tu lado todos los días, dispuesta a enmendar los errores que cometí en el pasado. Nunca más volveré a fallarte. Nunca más te traicionaré. Te lo prometo… —Jairo la observa en silencio, incapaz de decir nada, incapaz de creer que está escuchando las palabras que tanto anhelaba. Parece que hay un atisbo de duda en la mirada felina de Sandra, que un instante después se transforma en una increíble determinación, que impregna las palabras que dice a continuación—. No te lo prometo. Te lo juro.
Sandra lo mira expectante, esperando algún tipo de respuesta. Pero él no dice nada. No sólo no suelta sus muñecas, sino que las aferra con más fuerza si cabe que antes. Empieza a sentirse insegura. Hay un brillo en los ojos de Jairo, un brillo peligroso, que no sabe como interpretar.
Justo cuando va a volver a hablar, Jairo la atrae hacia sí con fiereza, y la besa con determinación, como nunca ha besado a nadie. Sandra jadea ante la intensidad de sus movimientos. Todo a su alrededor desaparece. Se le nubla el entendimiento. Sólo existen los besos que él le da. Cálidos. Exigentes. Arrebatadores. Pierde la noción de todo lo demás.
Entrelaza las manos tras su nuca y disfruta del momento. No va a ir a ninguna parte. Ya no tiene ninguna duda. Es a su lado donde quiere estar.