CAPITULO 5

Un año y medio antes.

SE mira a los ojos, intentando infundirse valor a sí misma con la mirada. Pero no, no funciona. Es más, se siente incluso más insegura que antes. No le gustan sus pecas, no le gustan sus ojos… Bueno, sus ojos sí le gustan. Son enormes, marrones, y con forma felina. Pero todas esas cualidades están tapadas por las horrendas gafas de Carolina Herrera. Se las quita y se acerca más al espejo. Bastante más, porque apenas ve nada. Está completamente cegata. ¡Qué rabia! Las pecas no tienen remedio, pero lo de las gafas sí… Aunque su madre dice que es conveniente que esperen a que vaya a la Universidad para ponerse lentillas, que todavía es demasiado joven para llevarlas. Se encoge de hombros. Puede que tenga razón.

Y ese pelo… A sus amigas les encanta. Julia incluso dice que lo envidia. Pero ella no. Ni es rubio ni es pelirrojo. Es de color intermedio. ¿No se podría decidir? O lo uno o lo otro, ¡pero no ese color! Ni siquiera han inventado un nombre para definir tan extraña mezcla. En fin, qué pena.

Se mira una vez más, ahora con las gafas puestas. “¡Ánimo!” se dice a sí misma, y sale de su cuarto.

Baja veloz las escaleras y entra en la cocina. La mesa ya está preparada y la cena servida.

—¿Tienes hambre cariño? —Le pregunta la madre.

—Un poco…

—¿Has estudiado mucho? —Le pregunta el padre.

—Más bien he repasado. Ya me lo sé todo.

—Nunca está de más revisar toda la materia, sólo por si acaso… —Comenta la madre sentándose por fin a la mesa, donde todos la están esperando.

La bendice, recitando la oración de todos los días. “Amén”, dicen todos a la vez. Es el pistoletazo de salida, ya pueden probar el estofado.

—Pues cuando yo vaya al colegio sacaré mejor nota que sobresaliente. —Les informa Elisa con la boca llena, y todos ríen.

—Claro que sí princesa. —Le responde Sandra.

La cena continúa sin incidentes, sin una palabra más alta que la otra, sin ningún comentario fuera de lugar. Definitivamente son una familia modelo.

—Sandra, estás muy callada. —Dice la madre pasándole la fuente de fruta—. ¿Te encuentras bien?

—Sí mamá. —Había decidido sacar el tema después de la cena, pero quizá ahora sea el momento—. Verás, he estado pensando en la fiesta de Clara, y como llevo tan bien los exámenes, creo que estaría bien que me dejaras ir…

María parpadea. No da crédito a lo que oye. Sus decisiones jamás son comentadas, ni mucho menos rebatidas.

—Cielo, tienes que estudiar. —Su voz es suave, aunque se trata de un punto y final enmascarado. En su tono se aprecia que no quiere que se hable más del tema. Pero para el asombro de todos los que están sentados a la mesa, Sandra vuelve a la carga, manteniendo siempre su tono cordial.

—Pero si ya me lo sé mamá. Y me vendría bien distraerme…

Mira a su padre, esperando recibir su apoyo. Pero no, esta vez no lo tiene. Ernesto teme que, si la deja ir, haya consecuencias negativas en las notas de su hija, y peor aún, en su relación con su esposa.

—Precisamente eso es lo que no tienes que hacer. —Responde María mientras le pela una manzana a Elisa.

—¿El qué?

—Distraerte.

—¡Pero si todas mis amigas van! —Se queja Sandra, que empieza a pensar que es una batalla perdida.

—Y si todas tus amigas se tiran por un barranco, ¿tú también lo vas a hacer?

—No exageres mamá.

María se gira para mirar fijamente a su hija, con mayor intensidad que nunca. En vez de pensar que jamás se subleva y que puede ser porque en esta ocasión la niña arda en deseos de ir a la fiesta, lo que hace es negarse en redondo. Sandra nunca la contradice, y si por primera vez se ha relevado, lo mejor es cortar por lo sano y cuanto antes.

—He dicho que no. Y punto.

La hija mayor guarda silencio y baja la vista hacia el mantel. El tema está zanjado y la batalla perdida. Y ya se sabe que la única manera de ganar una batalla perdida es con trampas. Y ella, por primera vez, está dispuesta a hacerlas.

Un año y medio antes, un par de días después de la muerte de Sandra, en la Fortaleza.

Jairo se retuerce las manos con nerviosismo, mientras espera a que le dejen pasar. Se siente inseguro. Y si hay algo que odia Jairo, es sentirse inseguro.

—Entra. —Lola le abre la pesada puerta de madera y se hace a un lado para dejarle paso.

Jairo irrumpe en el despacho sin mirar siquiera a la mujer, pero se serena en cuanto cruza el umbral. La puerta se ha cerrado tras él provocando un ruido sordo.

No importa cuántas veces entre en esa estancia de aspecto señorial y revestida por completo con láminas de roble; siempre le sorprende. Es totalmente opuesta a la blancura impoluta y a las líneas modernas del resto de la fortaleza.

Samuel está sentado tras su imponente escritorio de madera maciza. Por primera vez, Jairo no se lo encuentra de espaldas. Todas y cada una de las veces que se había reunido con él en esa habitación lo había encontrado mirando a la librería que quedaba tras él. El chico se preguntaba si es que Samuel estaba cómodo recibiendo a sus visitas de esa forma, o es que simplemente le gustaba girarse lentamente subido en aquel sillón negro, para encarar a quien osara aventurarse por aquellos lares, como si de la escena de alguna película se tratara.

Pero no, aquella noche Samuel lo recibía de frente, como si llevara tiempo esperándolo. Tenía la expresión turbada, y parecía haber envejecido de pronto veinte años. Pero eso era imposible. Aunque aquel hombre contara ya con cinco siglos, siempre aparentaría rondar los sesenta.

—Llegas tarde, Jairo.

El chico da un paso al frente y se detiene a escasos centímetros del escritorio.

—Verás Samuel… ha pasado algo.

—No hace falta que me lo expliques. Lo sé.

Jairo se estremece por la rapidez con la que el viejo lo ha notado, y la duda que lo atemoriza desde hace un par de días vuelve a formularse en su cabeza.

—Que yo pueda sentirlo no significa que los demás vayan a hacerlo.

El joven respira más tranquilo, pero se siente mal, muy mal, peor que nunca. Es la primera vez que falla un encomiendo, la primera vez que defrauda a Samuel.

—Has cruzado el límite Jairo. —Las arrugas se profundizan en la frente del hombre.

—Lo sé.

—¿Y por qué lo has hecho?

Jairo guarda silencio. No sabe por qué lo ha hecho.

—¿Acaso conocías anteriormente a la chica?

Niega con la cabeza.

—No, no la había visto nunca. Ni en mi vida como mortal, ni como inmortal.

—¿Y crees que ha merecido la pena cruzar ese límite?

—No lo sé. —Responde el joven con sinceridad.

Samuel sí conoce la respuesta. No merecía la pena. Y lo siente en lo más profundo de su alma, aunque no es momento de reprochárselo.

—¿Dónde está ahora?

—Está aquí, en una cámara de seguridad.

Vuelven a permanecer en silencio, cada uno inmerso en sus propios pensamientos. Sólo que Samuel también se da un paseo de vez en cuando por los de su joven pupilo.

El viejo lo mira y le dedica una triste sonrisa.

—Ahora todo ha cambiado.

—Lo sé. —Jairo levanta la cabeza, dispuesto a afrontar su destino—. ¿Debo marcharme?

—No. Al menos por el momento.