CAPITULO 46

En la actualidad.

HA llamado en un par de ocasiones a la puerta, pero Jairo no le abre. ¿Es que no quiere escuchar lo que tiene que contarle? La está ignorando completamente. Lo que Sandra no sabe es que Jairo está profundamente dormido al otro lado, y que ni el ruido de una apisonadora podría despertarlo.

Tiene que entrar, como sea. Ojalá hubiese desarrollado completamente sus poderes. De esa forma, ahora podría entrar sin problemas.

Intenta concentrarse, aunque las frases mentales que ensaya en su cabeza y que pronto enunciará sólo consiguen que se ponga más nerviosa. Va a decirle que lo quiere. “¡Que no cunda el pánico!”, piensa. Pero en una situación como esa es mucho pedir. Solloza en voz baja. “¡Concéntrate y deja de lloriquear!”

Coloca la mano derecha sobre la cerradura, y focaliza su atención en el mecanismo. Ha visto a Jairo hacerlo decenas de veces. “¡Ábrete!”, ordena mentalmente, pero la puerta no le hace caso. Ejerce un poco más de presión con la mano, centrándose en su energía y trasladándola a su palma. “¡Venga, por favor, ábrete de una vez!”. Nada, no hay manera. Ni suplicándole.

En ese momento una voz a su espalda la sobresalta. Es uno de los empleados del hotel, que lleva en la mano una fregona que ha debido de solicitar algún cliente.

—Le pregunto si tiene algún problema, señorita.

—Ah, sí… He olvidado la llave dentro, y mi acompañante ya se ha dormido… —Miente.

—No se preocupe. —Le dice el empleado, que la ha visto antes dirigirse al restaurante con el chico que debe de estar dentro. Saca una tarjeta maestra del bolsillo del uniforme—. Ya está. —Dice tras pasarla por el lector.

—Se lo agradezco mucho. No me hubiese gustado despertarlo. —Le dedica una amable sonrisa y espera a que el muchacho desaparezca por el pasillo.

Entonces entra sigilosamente, y tan pronto como sus ojos se acostumbran a la oscuridad, presencia una visión que aterroriza cada centímetro de su cuerpo.

Tumbado boca abajo sobre la cama se encuentra Jairo, profundamente dormido. Sólo lleva puestos unos bóxers negros y en su ancha espalda se adivina una horrenda marca. Tres grandes surcos rojos la atraviesan en diagonal, como si las uñas de la enorme garra de una bestia hubiesen desgarrado su piel.

Conteniendo un grito ahogado, Sandra sale de la habitación y coge aire abruptamente en el pasillo. Tiene que apoyarse en la pared para no caerse, pues sus piernas no parecen interesadas en sostenerla por mucho más tiempo.

Si verdaderamente a Jairo le hubiese atacado una alimaña, él mismo se habría sanado. Eso sólo puede significar una cosa, y de sólo pensarla, a Sandra se le cae el mundo encima con todo su peso.

Hace un mes, después de la marcha de Sandra, antes de su reencuentro.

El viejo es un hombre sabio. De eso no hay ninguna duda. Pero está claro que ha hecho algún tipo de trampas. Y no está nada bien que esa clase de tretas figuren entre las acciones de un hombre sabio. Tiene que ser eso. Es la única explicación para que lo haya hecho llamar tan temprano.

Abre de un empujón las dos pesadas puertas del despacho, sin llamar, por supuesto.

—Buenos días, Jairo. —Lo saluda amablemente, dando la vuelta en su sillón giratorio.

El chico se ahorra el saludo. Para él no son buenos en absoluto. Y menos después de la angustiosa noche que ha pasado, preguntándose qué es lo que hizo mal para que su compañera lo traicionase de esa manera.

El hombre coge con despreocupación un periódico que hay sobre el escritorio y lo desdobla.

—Dicen que esta es la peor crisis que ha vivido Europa. —Comenta, pasando la primera página—. La prensa no para de arrojar y arrojar datos que ponen de manifiesto el gran déficit que se debe afrontar, con esfuerzo del pueblo, por supuesto. No se dan cuenta del gran desánimo que infunden a la poblaci…

—Samuel. —Lo interrumpe Jairo secamente—. Sé que no me has hecho llamar para hablar de economía.

El viejo levanta sus canosas cejas y dibuja una o con los labios, sorprendido.

—¿Es que ahora has desarrollado algún tipo de poder telepático?

—No me trates como si fuera idiota. —En los ojos del chico aparece un brillo peligroso, pero el hombre lo ignora.

—¿Y para qué se supone que te he llamado?

—Porque sabes lo que sucedió anoche.

—¿Anoche? Pues no. No tengo la más remota idea de lo que ocurrió. —Responde pausadamente, volviendo a doblar el periódico y dejándolo sobre la mesa. Jairo lo observa. Desde que ha entrado en el despacho no ha intentado leerle la mente. Sin embargo, está seguro de que ya está informado, aunque no logra imaginarse cómo lo ha hecho—. ¿Hay algo que quieras contarme, muchacho? —Pregunta con ese tono paternalista que lo saca de sus casillas. Y es que el chico ya venía muy alterado.

—¡No seas hipócrita! ¡Sabes lo que ha ocurrido! ¡Sandra se ha escapado! —Dice alzando la voz.

—¿Y cuál es el problema? Tráela de vuelta. —Se encoge de hombros y habla con voz despreocupada.

—No puedo hacer eso.

—Puedes y debes. Es una orden directa. La próxima semana se os encomendará una misión, que llevaréis a cabo juntos.

—Eso sería un suicidio. No voy a exponerla de esa manera.

—Es tu compañera. —Puntualiza, con vehemencia.

—No lo digas como si fuese un honor. Dada mi situación, ser mi compañera es una pesadilla más que cualquier otra cosa.

Samuel exhala un suspiro cansado, como si de repente todos esos siglos le pesasen demasiado.

—La montaña no es tan grande como tú la ves, Jairo.

—Ni tan pequeña como tú intentas mostrarla. Ambos sabemos que todo ha terminado.

—No debería haber sido así. —Dice Samuel, enmascarando el profundo dolor que le desgarra el pecho. Si de él dependiese, mantendría a salvo a su querido chico en la fortaleza, por toda la eternidad. Pero sabe que Jairo no es de los que se esconden, sino de los que afrontan su destino, por muy oscuro que pinte. No puede pedirle que cambie. Si lo hiciese, dejaría de ser tan especial como es.

Jairo se da la vuelta, dispuesto a realizar el encomiendo que le ha mandado su superior. Sin embargo se guarda un as en la manga. Llevará a Sandra consigo, pero no la expondrá a ningún peligro. No lo hará de ninguna manera. No importa el daño que le haya hecho, ni todo el dolor que le ha causado su traición. Jamás dejará que le hagan daño.

—Jairo. —Lo llama Samuel, antes de que alcance la puerta. El chico se gira, y mira fijamente al viejo, siendo consciente de que esa será la última vez. Sus arrugas ahora son más profundas, sus ojeras más oscuras y sus canas más blancas. Por primera vez le parece un verdadero anciano. El hombre habla con la voz quebrada, como si cada palabra que pronuncia le doliese en el alma—. Lo siento mucho, muchacho. Siento mucho que te hayan marcado.