En la actualidad.
—¿LE has dicho algo al camarero? —Inquiere ella, cuando Jairo vuelve a ocupar su asiento.
—No, sólo he ido al servicio.
—No mientas. Te he visto hablando con él. —Le increpa—. ¿Qué le has dicho?
—Que te sirva postre.
Sandra tensa la mandíbula y lo mira con ojos extraños, temiendo que pueda pasar cualquier cosa desagradable de un momento a otro. ¿Jairo pidiendo postre para ella? Sí, ¿y qué más? ¿A qué está jugando?
Mira con recelo al camarero, que con una inesperada expresión de amabilidad se acerca a la mesa. Deposita con cuidado el pecaminoso postre y hace una reverencia mirando a Jairo.
—Si no tiene nada que objetar, me retiro.
—Muy amable. —Responde él con sequedad.
—Que disfruten de la velada. —Se despide, y desaparece del salón no sin antes cerrar la enorme puerta de madera lacada. El ruido sordo provocado por la madera se ha propagado por el salón, retumbando en un ligero eco.
Ahora sí, Jairo siente que está completamente a solas con ella. Solos en ese enorme restaurante. Es el momento.
—¿Cómo lo has sabido? —Dice ella ligeramente emocionada, sin poder apartar la vista de la coulant.
—No era muy difícil.
—¿Y tú no quieres nada?
—No.
Espera a que la chica termine el postre. Está preciosa, deleitándose con cada trocito que se lleva a la boca. En cuanto acaba, Jairo reune valor.
—¿Te puedo hacer una pregunta?
Sandra enarca una ceja, pero después sonríe.
—Si contesto a tu pregunta, ¿responderás a la mía? —Acaba de presentarse una nueva oportunidad de intentarlo—. Una pregunta por otra. Es lo justo, ¿no crees? —Establece las normas, sabiendo muy bien cómo jugar sus cartas.
Pero esa es una jugada a mano descubierta. Los dos saben cuál es la pregunta de ella. Por fin, Jairo acepta el reto. Pregunta por pregunta. Si su respuesta es la moneda de cambio, no le parece un precio alto a pagar. No si por fin va a escuchar de los labios de Sandra la confesión que tanto tiempo lleva esperando.
—Las damas primero.
Sandra abre los ojos de par en par. No se esperaba que aceptara.
—De sobra sabes cuál es. De todas formas la voy a formular de nuevo. —Hace una pausa y lo mira—. ¿Cómo moriste?
Jairo suspira, dándose por vencido, y se incorpora ligeramente en su silla, acercando su rostro al de ella. Observa durante unos instantes sus preciosos ojos felinos, y después empieza a relatarle la historia que tantas veces se ha negado a contar.
Hace cuatro años.
¿Qué ha sido eso? ¿Una explosión? Eso parece. La onda expansiva lo ha tirado al suelo y ha hecho que se golpee la cabeza con fuerza. Debe de haber perdido la consciencia o algo así.
Se levanta con dificultad. Le escuecen los ojos por culpa del humo que se ha colado e inunda todos los rincones de la casa. Se arrastra hasta la cocina, intentando aguantar todo lo máximo posible sin respirar. Donde antes estaba la ventana que daba al patio interior ahora hay un enorme boquete. La explosión ha tirado casi la totalidad del muro. La cúspide de unas furiosas llamas que provienen del piso de abajo se ven desde allí. Jairo se aleja y se dirige a la punta más alejada de la casa, hasta la habitación de sus padres. No, no ha sido una buena idea. Allí se ha colado el fuego, que consume con virulencia el armario de madera.
La explosión ha sido en el cuarto piso, y todos los vecinos han podido escapar fácilmente por las escaleras. No queda nadie en el herrumbroso edificio. Sólo Jairo, que no tiene escapatoria.
El chico tose y vuelve a toser. No encuentra el aire. Se está ahogando.
Camina a tientas hasta el salón, donde está la única ventana que da a la calle, el único sitio por el que lo pueden sacar.
La sirena de un camión de bomberos se escucha lejana. No cree en Dios, pero está rezando para que se den prisa.
Se agazapa en un rincón, junto a la ventana. Se quita la chupa y se resguarda como buenamente puede con ella, con la vana esperanza de tragar menos humo.
Jairo no teme a nada, pero en ese momento está aterrorizado.
Las sirenas suenan cercanas. Ya deben de estar llegando. Pero el fuego también ha llegado al salón. Puede ver la luz anaranjada que irradian las llamas reflejada en las paredes, proyectando sombras dantescas. Una de ellas se asemeja a una silueta humana, de pelo canoso. Debe de estar a punto de perder la consciencia. Espera no tardar mucho, pues ya puede sentir en su piel el mismísimo calor del infierno.
En la actualidad.
Sandra está horrorizada. Se ha quedado muda, y no sabe qué decir. Sabía que la muerte de Jairo tenía que haber sido, necesariamente, mala. Pero jamás hubiese imaginado que había muerto quemado vivo.
—Es una muerte horrible… Lo-lo siento mucho. —Dice, con un hilito de voz.
En ese momento pasa por su mente la conversación que mantiene Leonardo DiCaprio en la película de Scorsese, en la que matiza que un detalle importantísimo es que su mujer murió al inhalar el humo del incendio, y no a causa de las llamas. Sí, sin duda es algo crucial. ¿Y cómo se sentiría su madre, al ser la responsable de haber cerrado la única vía de escape de su hijo?
—Cuando hablaste de que la culpa era un sentimiento más fuerte que el amor, ¿te referías a tu madre?
Jairo tensa la mandíbula, sorprendido de la rapidez con la que Sandra ha llegado a esa conclusión, pero después afirma con la cabeza. No le ha contado la verdad. Sólo le ha dicho que su madre no sabía que él estaba en casa cuando salió, y que lo encerró por error.
—¿Y el odio? ¿A quién te referías? —Pregunta, pues pese a la crudeza del pasado, quiere saber más.
El chico se cruza de brazos y se cierra en banda.
—Las reglas eran pregunta por pregunta, y tú ya llevas dos. Me toca a mí.
Sandra no protesta. Está conmocionada. Sin embargo Jairo tiene completamente asumido lo que pasó, y más o menos superado. Además no es momento para detenerse a divagar sobre el asunto, pues eso sólo lo distraería de la pregunta que quiere formular. Va a cambiar radicalmente de tema.
Tose. Está nervioso. Siempre había controlado todas las situaciones en las que se desenvolvía, y en los últimos meses parece que todo se ha empeñado en escapar a su control.
Sandra está tan angustiada por lo que acaba de escuchar que ni siquiera se le ocurre sentir curiosidad por su pregunta.
Jairo no puede demorarlo más. Es su turno. No necesita escoger las palabras. Las ha pensado tantas veces que las tiene grabadas a fuego en su cabeza. Siente una extraña necesidad de apartar la mirada de esos ojos marrones al hablar. Y sí, estaría totalmente fuera de lugar ponerse las Rayban en ese restaurante. Se obliga a mirarla mientras formula en voz alta la duda más estúpida que le ha surgido jamás.
—El beso. —Dice, y hace una pausa en la que su mirada se intensifica, y el estómago de Sandra da un doble salto mortal—. ¿Significó algo para ti?
Vale, ya lo ha dicho. Pero la chica parece muda de asombro y por el momento no contesta. La observa en silencio deseando que no encuentre la pregunta tan estúpida como la encuentra él, aún siendo el autor. ¿Que si significó algo? ¡¿Que si significó algo?! ¡Antes de conocerla a ella ni siquiera se había planteado que los besos pudiesen tener algún significado!
La piel de la chica parece haber perdido un par de tonalidades en los segundos transcurridos. Empieza a hablar, pero su voz suena estridente, demasiado aguda. Profiere una tosecilla nerviosa, en un intento de aclararse la garganta.
—Verás Jairo… —Dice ya con voz normal—. Es complicado de explicar…
Se detiene al ver que él le está sonriendo. Pero es una sonrisa que no le llega a los ojos.
—No hace falta que continúes. Me vale como respuesta.
Permanecen unos instantes en silencio, sin mirarse. Sandra se revuelve nerviosa en la silla. Jairo rompe el hielo que ha congelado el ambiente.
—¿Sabes? Tengo algo para ti. No es material, ni va envuelto en papel de regalo. Pero estoy seguro de que te gustará.
Alarga la mano sobre el mantel para coger la suya. Le coloca algo la su palma. Después le cierra la mano con suavidad.
Ella no tarda ni una milésima de segundo en volver a abrirla para ver lo que es.
Mira instintivamente hacia su muñeca, aunque sabe de sobras que no lleva puestas las esposas. Llamaría demasiado la atención en un restaurante.
—¿Qué es esto? —Pregunta, sosteniendo entre los dedos la pequeña llave que las abre.
—El otro día dijiste que era un egoísta, que sólo pensaba en mí mismo. —Parece que Sandra quiere replicar, pero Jairo la silencia con un gesto—. Esto es la prueba de que no es así. Es algo simbólico. Te dejo marchar. Eres libre.
Sandra no se lo cree.
—¿Y la misión?
—La terminaré yo solo.
—¿Tú solo?
—¿Acaso no me crees capaz? —Pregunta él, con un brillo malicioso en los ojos—. Además tú no serías de gran ayuda, precisamente.
—No pensaba que nos separaríamos tan pronto.
—Bueno, pues nuestros caminos se separan aquí, esta noche.
Sandra siente una horrible punzada en el pecho, un enorme vacío, un abismo que se abre bajo sus pies.
—Tengo algo más. —Dice sacando del bolsillo la tarjeta de crédito que tiempo antes le quitó.
—Vaya. —Murmura—. Si te soy sincera, me había olvidado de ella.
—Y si yo te soy sincero, no te creo. —Jairo se pone de pie—. Adiós Sandra. Me ha encantado coincidir en esta vida contigo.
Hace una mueca al pronunciar la palabra “vida”, y le dedica una preciosa sonrisa, la más bonita que le ha dedicado nunca. Le dice adiós con la mirada y sale del salón. Jairo atraviesa la puerta y su bonita sonrisa, la más bonita que ha logrado dedicar en toda su vida, se resquebraja. No aguanta en su cara ni un segundo más. Tampoco aguanta la fachada que ha alzado en los últimos minutos de conversación. Está destrozado por dentro. Pero sabe que ha hecho lo correcto. Además tampoco es que esperara que las cosas sucediesen de otra forma. Son así y punto. Asumió hace tiempo que la suya era una batalla perdida.
Sube a su habitación y se quita la ropa. Ya no tiene que preocuparse por estar correctamente vestido, pues nunca más la tendrá a su lado. Por no tener, no tiene ni que preocuparse de velar su sueño, algo que resultaba agotador. Claro que también lo reconfortaba de una forma en que pocas cosas lo hacían.
Disminuye sus sentidos al mínimo. No quiere que ningún ruido lo moleste. Se tumba en la cama, dando por hecho que pasará la noche en vela. Pero se equivoca. Tiene la conciencia limpia, y eso, unido al cansancio de pasar tantas noches despierto espantando a las pesadillas de la chica, provocan que cierre profundamente los ojos.