Un mes y medio antes del momento presente, en un pueblo del norte de España, por la mañana.
MARIBEL observa a su sobrina desde la puerta. Está sentada en la cama, con la cajita de música de Sandra apoyada sobre las rodillas. La sostiene con firmeza, pero sin ejercer demasiada presión, como si tuviese miedo de romperla. Hay que ver el cuidado con el que la trata, y la supervisión que ejerce sobre su prima para que no la toque.
Ella misma ha hablado con Naroa en varias ocasiones, para hacerle entender a la niña que eso que ella ve como un juguete que no quieren dejarle es, en realidad, un objeto de un gran valor, de un valor no material precisamente.
Quién diría que un par de años antes María y Ernesto tuvieron esa misma charla con la propia Elisa para evitar que tratase de cualquier manera la cajita. Es lo que tienen los grandes golpes de la vida, que hacen cambiar a las personas, incluso a las pequeñas personitas que no son conscientes de la magnitud de los acontecimientos. Bueno, dicen que es a base de golpes como se aprende. Pero, ¿no podrían cambiarse las reglas de esta injusta vida? ¿No podría aprenderse sin necesidad de sufrir? Además su sobrina mayor no tuvo la oportunidad de aprender. Simplemente cometió un error fatal, y no se le dio la oportunidad de sacar las conclusiones pertinentes para no repetir su mala elección. Sólo recibió el mayor de los castigos, sin opción a nada más.
Maribel suspira. No quiere retomar ese hilo de pensamientos que tantas veces la conducen a la misma conclusión: poner en duda la bondad del creador. Su exhalación suena a resignación, una resignación y una aceptación de las decisiones de Dios, aunque jamás logre comprender ese designio concretamente. No sólo arruinó la vida de la joven, sino la de toda la familia. La de una familia creyente, una familia de bien.
Ella es una buena cristiana. Continúa yendo todas las mañanas a misa, y reza antes de acostarse. Sin embargo, cada vez que escucha un sermón de los recitados por don Matías, decenas de objeciones le vienen a la mente, y cada vez que pasa a comulgar lo hace con menor convicción. Sus confesiones han aumentado notablemente, pues aunque su comportamiento externo sea ejemplar, peca de un enorme resentimiento hacia Dios, y eso además la carga con una gran culpa.
Dios le arrebató a María a una hija, y ella dio la espalda a la que le quedaba. No es excusable, pero sí comprensible. A su hermana le faltan fuerzas para seguir viviendo. Ni que decir tiene para ocuparse de una criatura. Maribel sospecha que, si desde pequeñas no les hubiesen enseñado que es Dios el único que debe decidir el comienzo y el final de las vidas de sus hijos, su hermana habría puesto ya el punto y final a la suya. O quizás no le queden fuerzas ya ni para eso, y sólo sea capaz de seguir respirando hasta que su hora llegue.
Contiene una lágrima al observar a Elisa. Qué mayor se ha hecho en tan poco tiempo. Y, aunque todavía se muestra reservada con sus nuevos compañeros, ha hecho grandes avances. En ello influye la generosa comunidad de vecinos del pueblo, que conociendo las circunstancias que habían llevado a la niña a vivir con sus tíos, la acogieron con especial cariño.
Su marido y ella se lo propusieron a Ernesto hace más de un año, y entre los tres decidieron que era la mejor opción dadas las circunstancias. María no se opuso. Simplemente no dijo nada, no pareció que le importase. Prefirió quedarse sola, sin salir de la habitación de aquella casa en la que habita el más absoluto silencio desde aquel fatídico día.
En ese momento aparece Naroa.
—¡Ya estoy! —Exclama la niña. Por suerte su alegría continúa intacta—. Venga Elisa, date prisa. —Grita, entrando a la habitación como un torbellino, y mirando desde escasos centímetros el objeto que tiene su prima en las manos.
Elisa la esquiva y se acerca a su tía. Maribel coge la caja de música y la coloca en lo alto de la estantería, a buen recaudo.
En ocasiones atribuimos importancia a objetos insignificantes, pero tenerlos cerca nos permite mantenernos en pie. No quiere ni imaginar la cantidad de emociones contenidas que podrían desbordarse si le pasase algo a esa simple cajita, como si se tratase de la llave que puede abrir un baúl de malos recuerdos.
Elisa sube a la parte de atrás del ranchera, y espera a que su tía coloque a Naroa en la sillita. Ella ya es mayor, sabe enganchar el cinturón a la silla ella sola. Aunque Maribel siempre se empeña en comprobar que lo ha hecho bien.
Llegan al camposanto, al que las niñas ya están más que acostumbradas. La primera vez que le dijeron a Naroa lo que había debajo de esos rectángulos de piedra, rompió a llorar desconsoladamente. Pero ahora ya lo tiene más que asumido, y por desgracia corretea por el lugar con soltura, como Pedro por su casa. Es terrible que una persona se acostumbre a andar por allí, pues sólo puede significar que alguien muy querido ya no está, y que la necesidad de visitarlo es tan grande que suele rondar por esos lares, en busca de un recuerdo que está a años luz de las experiencias compartidas.
Llegan a la impoluta lápida de mármol negro, limpiada casi a diario, en cuyo centro se irgue una preciosa cruz de plata de elegante acabado. Las letras, talladas sobre la piedra, rezan: “Aquí descansan Cayetana Zabal Pueyo (1929—1997), Anselmo Valero Ruiz (1921—1988) y Sandra Sánchez Valero (1992—2010).
La vida de los muertos perdura en la memoria de los vivos. Que Dios los acoja en su seno.”
Maribel relee la frase de Marco Tulio Cicerón. En un principio barajó la posibilidad de hacer mención a la injusticia que supone que una vida tan joven sea sesgada. Pero lo pensó mejor, pues eso sólo dejaría una perdurable constancia de lo sucedido, y la haría recordarlo cada vez que la visitase.
Está mejor así. Es una hermosa lápida. La cambiaron con motivo de la muerte de Sandra, pues la de sus padres le pareció demasiado austera. Pensó en comprar un nuevo nicho, pero decidió que estaría mejor descansando junto a ellos, para siempre. Al lado de un abuelo con el que no llegó a coincidir en este mundo, y de una abuela a la que apenas conoció, pero que de seguro la amaron con toda su alma, aunque fuese desde el reino de los cielos. A fin de cuentas, al lado de su familia. Y sí, puede que sea la lápida más bonita del lugar. Resulta difícil escoger con tiento en esos momentos tan duros para la familia, mientras se intenta asumir lo ocurrido, en medio de un velatorio. Se encargó ella, y eligió sin escatimar ni un solo céntimo. Su sobrina se lo merece, sin ninguna duda.
Le da el ramo de rosas blancas a Elisa, y Naroa se apresura a poner sus manitas también sobre él. La niña también quiere participar, aunque sólo sea para depositarlo sobre la tumba.
Permanecen unos instantes en silencio, en los que observa la foto. Sandra sonríe ampliamente. Así es como quiere recordarla, feliz. Ojalá pudiera dejar de pensar en cómo fueron sus últimos momentos, esos momentos que extinguieron su sonrisa para siempre. Con sólo mirar las fechas y sin necesidad de hacer cuentas, la brevedad de su vida ya se hace patente. Demasiado corta. Demasiado injusta.
—¿Por qué hoy traemos tan pocas flores? —La voz de Naroa la saca de su ensimismamiento.
—¿El qué cariño? ¿No ves que estas rosas son enormes? —Y es verdad, las cultivan en unos invernaderos especiales, y son bastante más vistosas que las normales.
—Pero este ramo es más pequeño.
—Eso es porque los crisantemos son más chiquitos, y te parece que hay más.
—¡Pero si hay pocas flores! —Se empeña la niña.
—No, cielo. Hay exactamente el número de rosas que tiene que haber.
—¿Y cuántas hay?
—Diecinueve.
Elisa la mira extrañada, sin comprender el por qué de ese número. ¿Acaso su tía las ha contado?
—Vamos a rezar por la tata, ¿os parece? —Propone la mujer, y las tres empiezan a recitar al unísono, como tantas otras veces.
“Padre Nuestro, que estás en el cielo,
Santificado sea tu nombre,
Venga a nosotros tu reino…”
Ese mismo día de hace un mes y medio, en una ciudad muy lejana al pueblo, por la noche.
Están dentro de un gran coche de cristales tintados. Mauricio conduce con suavidad por las calles de una gran ciudad cercana a la fortaleza. Las luces de las farolas y los transeúntes se le antojan como una estampa más bonita de lo que recordaba.
Tras recorrer lo que parece ser una de las avenidas principales, se detienen a las puertas de un lujoso hotel.
—¿Me llevas a cenar a un sitio caro? —Pregunta, atónita, al ver la lujosa fachada del siglo XV totalmente restaurada.
—Eso parece, ¿no? —Le dice Jairo con una sonrisa. Lleva puesta una americana negra, informal, y está más guapo que nunca. Es más, parece que incluso sus ojos son más azules, o será que brillan de una forma especial.
Para su sorpresa el maitre conoce a Jairo, y lo saluda con una reverencia. Los conduce a un elegante salón, vacío, que el chico se ha encargado de reservar sólo para ellos. No quiere que nadie los moleste. Ni siquiera quiere camareros. Ya ha dado orden de que dejen los platos servidos.
—No lo hubiese imaginado. —Dice Sandra sentándose en la silla que él retira cortésmente para ella.
—¿Por qué no?
—Porque eres un tipo chungo.
—¿Qué quieres decir?
—Que no pareces de la clase de tíos que invitan a cenar, que eres un chico malo.
Jairo ríe ante el comentario.
—¿Antes también eras así?
—¿A qué te refieres? —No sabe si le está preguntando que si alguna vez ha llevado a alguna chica a cenar. Claro que no. Ella es la primera. Pero parece que no es eso lo que quiere decir.
—Que si en tu vida anterior también eras un chico malo, como ahora. —Explica.
—Sí. Pero ahora soy un chico malo con clase. —Le dedica una sonrisa burlona que derretiría a cualquier chica, y ella sonríe. No, Sandra tampoco es totalmente inmune a sus encantos. Coge la copa de vino blanco y bebe un sorbito.
—¿Y a qué se debe todo este despliegue?
—¿No recuerdas qué día es hoy?
La chica lo mira sin comprender durante unos instantes. Jairo se ha dado cuenta del momento preciso en el que ella ha comprendido, pues su expresión se ha desencajado.
—Ya veo… —Murmura, sintiendo un hiriente pesar en lo más profundo del pecho.
Un desgarrador dolor provocado por el recuerdo de una situación vivida hace mucho tiempo.
“—No te lo flipes tanto. —Le dice Clara, que ya es mayor de edad.
—No me lo estoy “flipando”, como tú dices. —Se defiende ella—. Es sólo que falta poco tiempo, y estoy nerviosa.
Julia la mira con ojos desorbitados. Sandra se apresura a explicarse mejor, para que su amiga la comprenda.
—Sé que es sólo un año más, pero es una edad especial. La de la mayoría de edad. La fecha en la que dejas de ser una niña y te conviertes en una mujer. La época de la universidad, la época de mis ansiadas lentillas… Todo será mejor. —Dice, enfatizando las últimas palabras.
—¿Pero tú qué te has creído, niña? ¿Qué vas a cambiar de la noche a la mañana? —La interrumpe Clara, con tono de saber de lo que habla—. Pues ya te digo yo que no. Te levantarás con dieciocho igual que cuando te acostaste con diecisiete. Y más tú, que eres de esos poyuelos que se resisten a dejar el nido.”
Las palabras de Clara resuenan en su mente, como si la estuviese escuchando en ese mismo instante. En ese momento jamás podría haber imaginado que muy pronto alguien le daría una patada enorme, tanto que no sólo la sacaría de su cómodo nido, sino que la mandaría tan lejos que jamás podría regresar a él.
Jairo la mira preocupado. Parece atormentada por algún pensamiento.
—¿No te gusta? —Le pregunta, devolviéndola a la realidad. El chico ha empezado a tener dudas. Le da un tiempo para responder, pero no lo hace, así que se justifica—. Había pensado que te gustaría celebrarlo, ya que el año anterior no pudiste…
Es cierto, cuando cumplió los dieciocho estaba en ese estado de latencia, mientras su nuevo cuerpo recibía la energía de sus familiares y nacían sus poderes.
Desde que nació, sus padres celebraron sus cumpleaños. Aunque ese día cumpla diecinueve, se trataría de su decimoctava fiesta de cumpleaños.
—No es eso. —Dice ella con un hilito de voz y con ojos llorosos—. Es sólo que me lo había imaginado de otra manera. —Las palabras mueren ahogadas en su garganta, y ya no puede contener más el llanto.
Jairo la observa con el corazón encogido, sin saber qué hacer. ¿Tan mala idea ha sido? No puede soportar verla llorar. Siente su pena como si fuera la suya propia. Es más, siente que la quiere, que la quiere con toda su alma. ¿Es eso posible? Un día estaba seguro de que sólo se preocupaba por sí mismo, y de repente se encuentra en este punto, sin saber siquiera cómo ha llegado a él.
Pero su deseo de consolarla es inmenso, asfixiante. Su necesidad de compartir la pesada losa de la chica, de aligerarla, de cargar con una parte sobre su espalda. De que ella pueda sostenerse en él, y seguir caminando juntos. Juntos. Porque él nunca la dejará sola, nunca la dejará caer.
Mira sus ojos felinos, empapados en lágrimas. No puede evitar levantarse y bordear la pequeña mesa que los separa. Se arrodilla a su lado y le seca la mejilla con cuidado, con el dorso de la mano. Su piel es increíblemente suave, increíblemente cálida.
Sus ojos se encuentran, y parece que el tiempo se detiene a su alrededor. Reúne valor y le pide permiso con la mirada, aunque no espera a obtener respuesta. Acorta distancias y la besa. Al principio sólo roza sus labios. Después lo hace con más profundidad. Su lengua acaricia con suavidad la de ella, con dulzura. Sandra no solo no se aparta, sino que corresponde a sus movimientos. Sus dedos se pierden en su pelo. Siente la calidez de la respiración de la chica, nublándole los sentidos. Un beso salado con sabor a lágrima. Un beso que sella sus sentimientos y atestigua todo lo que Jairo está dispuesto a hacer por ella. Está dispuesto a compartir los peores momentos. Como si fueran uno solo. Como si ese sabor salado fuese el de sus propias lágrimas. Por una vez, está dispuesto a abrirse. Sólo con ella. Sólo con su compañera. Sólo con Sandra.
Ha sido un beso breve, y Jairo se ha quedado con ganas de muchos más, pero no es el momento adecuado.
Parece que Sandra se ha calmado un poco. Ha dejado de llorar, y cuando él le ha preguntado si se encontraba mejor, ella ha afirmado con una tímida sonrisa.
Entonces se acuerda de que tiene algo para ella. Quizá sea un buen momento para dárselo.
—¿Sabes? Tengo una cosa para ti. —Le dice con suavidad.
La chica levanta ligeramente la cabeza. Jairo se pone de pie y saca la cartera. Pensaba que lo había guardado allí, pero debe de habérsele olvidado en el coche por los nervios.
—Voy al coche a buscarla. —Se agacha de nuevo, y sujeta las mejillas de ella entre sus manos. La mira a los ojos con intensidad—. No te muevas, ¿vale?
Ella afirma.
—Júramelo. —Le dice él, con tono burlón, intentando quitar hierro al asunto. Parece que ella también lo intenta, porque le dedica una triste sonrisa.
—Ya sabes que yo no juro.
Ya lo sabe, se lo ha dicho muchas veces. Esta chica es de lo que no hay. Aún así, toma como válida la respuesta. Le guiña un ojo y sale veloz del salón, en dirección al garaje.
Cuando está fuera de su vista, se permite el lujo de sonreír ampliamente. Ha dado cientos de besos en su vida, pero en ninguno había ni una milésima parte de los sentimientos y del cariño que ha puesto en ese.
Baja al piso de abajo y abre la puerta trasera del BMW. Mauricio ocupa el lugar del conductor, y escucha atentamente la retransmisión de un Madrid—Barcelona. Apenas saluda al chico. Para él sólo existe la voz de Chema Abad. Jairo coge con cuidado el paquete, y vuelve rápidamente al interior del hotel. No quiere estar separado de ella más tiempo del estrictamente necesario.
Irrumpe en el salón con el paquete en la mano y un brillo diferente en los ojos. Pero allí no hay nadie. Tampoco está la cartera que ha dejado sobre la mesa. Mira alrededor, sin comprender.
—No me jodas, Sandra. —Susurra, petrificado, sin terminar de creerse lo que acaba de ocurrir.