CAPITULO 39

Tres meses antes del momento presente, en la Fortaleza.

SAMUEL permanece quieto, concentrado tras la cristalera. En ese momento aparece Lola y lo saca de su ensimismamiento.

—Acaba de llamar Ana desde Portugal.

—Dile que le devolveré la llamada lo antes posible. —Responde el hombre, sin apartar la vista de la piscina.

La mujer desaparece, y él retoma la concentración.

Ninguno de los dos se ha dado cuenta de que los observa. Están distraídos, él nadando y ella cronometrando. Desde su privilegiada posición puede percibir algo parecido a alegría en el chico. Pero no es eso lo que le interesa.

Cierra un instante los ojos para focalizar su mente y después los vuelve a abrir. Puede sentir la culpabilidad de ella. Sí, se siente mal. Y la causa es Jairo. Se siente mal porque el chico la hace sonreír. Hace que incluso se olvide de que hay una vida que ha dejado atrás, llena de personas que seguramente estarán llorando su pérdida.

El viejo suspira. Es normal que se sienta así. Jairo es su compañero. Y las parejas de receptores no se deciden a la ligera. Siempre tienen un por qué. Cada receptor tiene un único compañero asignado para sus misiones. En ocasiones esa pareja ni siquiera ha nacido todavía, como en el caso de Eneko, que tiene que realizar las misiones solo. En otras, desgraciadamente, ya no están entre ellos. Como su querido compañero, Matías.

Pero todo el intríngulis que rodea a la asignación de parejas es un secreto que Samuel tiene muy bien guardado y que no ha compartido con nadie en la fortaleza. No es necesario que los receptores sepan que la asignación viene determinada, y no depende de él.

De todas formas no consigue entender por qué esa receptora en concreto tenía que ser la escogida para acompañar a Jairo en las misiones. Es cierto que nadie le parecerá lo suficientemente bueno para cubrir las espaldas de su chico preferido, pero es que ella es la peor opción que se le puede ocurrir. Ella es un simple peón en la partida, y él una pieza clave. No deberían estar juntos.

Niega con la cabeza. No está de acuerdo con la entrada de Sandra en la orden.

El viejo se aleja de allí. Si hubiera permanecido un poco más de tiempo, habría descubierto que, pese a todo, Sandra está decidida a ignorar todos esos sentimientos que experimenta hacia Jairo para llevar a cabo su plan.

En la actualidad.

Sandra se incorpora de un sobresalto y con la respiración agitada. El tirón de las esposas que los unen ha pillado desprevenido a Jairo pese a que estaba despierto, asegurándose de alejar esas pesadillas que la acechan.

La expresión de la chica está desencajada.

—¿Otra pesadilla? —Le pregunta, intentando fingir cierta indiferencia, para que no intuya cuánto le sigue afectando todo lo que le pase a ella.

Asiente con la cabeza, y se tapa los ojos con las manos. Arrastra la mano de Jairo inevitablemente hacia su cara, y el chico se apresura por apártala y colocarlas nuevamente sobre la colcha. No estaría cómodo sintiendo el roce de su mejilla.

No sabe cómo ha podido pasar. Estaba despierto, controlando sus emociones. Sí que ha notado alguna emoción más elevada, pero no parecía tan fuerte como uno de esos sueños terribles. De haberlo sabido, lo habría contenido.

—¿Estás bien? —Vuelve a preguntar, pasado un rato.

—Sí. —La chica ya se ha serenado.

—No tienes que contármela. —Se apresura a decirle, para que no se sienta obligada y sepa que todo está bien, que sepa que ha asumido que los días en los que se hacían confidencias ya son cosa del pasado.

—¿No quieres escucharla?

—No he dicho eso.

Sandra coge aliento. Sabe por experiencia que cuando se las cuenta a su compañero es como si se hiciesen menos graves, como si se alejasen.

—Ha sido un sueño extraño, casi real. —Empieza, y Jairo la escucha atentamente, feliz de que quiera compartirlo con él—. Estaba en una explanada llena de casetas de circo, rodeada por unos hombres. Sus rostros estaban difuminados, pero podía ver sus pupilas verticales, como las de los gatos. Eran escalofriantes, amarillas y negras… Uno de ellos se acercaba a mí, mirándome con esos ojos raros, separados por una tremenda cicatriz que le cruzaba la cara…

No se han dado cuenta de cómo ni cuándo ha sucedido, pero sus manos están cogidas y sus dedos entrelazados. Lo constatan a la vez, y se sueltan inmediatamente, dejando entre ellos todo el espacio que les permiten las esposas. Jairo está incómodo, y la piel de Sandra ha adquirido una extraña tonalidad afresada.

—¿Con una cicatriz? —Pregunta él, intentando recobrar la normalidad.

—Sí, una cicatriz rojiza, al igual que su pelo, que era negro pero con destellos rojos… No sé, todo muy raro. —Murmura, con el color todavía encendido—. Después me he despertado.

Jairo frunce el ceño, y ella se da cuenta de que algo sucede. Las veces que le ha relatado sus pesadillas sólo se limitaba a escuchar.

—¿Qué pasa?

—Que los hombres de tu sueño no eran hombres, sino Askar. Demonios.

Un escalofrío sube por su columna.

—¡Pero si parecían humanos!

Se los había imaginado bastante más horripilantes, algo así como los monstruos de cualquier película barata de las que emiten a partir de medianoche. Claro, que hay que reconocer que los de su sueño, aunque menos dantescos, también daban mucho miedo.

—Es que hubo un tiempo en el que lo fueron. Pero ya no queda nada de su humanidad. Debes recordarlos de la noche de tu muerte.

Sandra asiente, pensativa. Sólo así se explicaría que conozca unos rasgos de los que no ha oído hablar anteriormente.

Aunque Jairo lo haya dicho como una mera sospecha, no le cabe la menor duda. Además esa definición tan clara del demonio sólo puede atribuirse a Daro. Lo extraño es que esos recuerdos surjan precisamente ahora, tanto tiempo después de su muerte.

Los dos permanecen en silencio, dando vueltas al mismo tema.

Sí, ha sido un sueño extraño. Más que nada porque no se trataba de un sueño. Los poderes de Sandra están comenzando a hacer acto de aparición, y ese sueño no era sino una visión, una visión del futuro. Pero eso ellos aún no lo saben.

Hace dos meses, en la Fortaleza.

Han pasado varios meses. Jairo está feliz, está contento. Y hace mucho tiempo que Jairo no está ni feliz ni contento. Para ser sinceros, nunca se ha sentido como se siente ahora. Ni en su vida como mortal, ni después de ella. Y esa felicidad tiene nombre y apellidos. Bueno, dejémoslo sólo en nombre, porque su apellido real no volverá a utilizarlo nunca más.

Ha pensado sacarla al exterior. Él es su responsable, y tarde o temprano tenían que hacerlo. Qué mejor ocasión que en una fecha tan señalada como la que se acerca.

Sandra le importa. Le importa mucho, como nunca le ha importado nadie. Llevaba demasiado tiempo centrándose únicamente en sí mismo. Pero, por primera vez, quiere hacer las cosas bien.

Antes él hacía las cosas a su manera y punto. Su mundo y sus reglas. Pero ahora es diferente. Si no, no estaría planeando una sorpresa para ella. ¡Quién lo ha visto y quién lo ve! El gélido Jairo planteándose qué le gustará o dejará de gustarle a una chica. Pero es que, para él, Sandra no es cualquier chica.

Si Andrés pudiera verlo no sólo no lo reconocería, sino que se partiría el culo a su costa, aún a riesgo de que Jairo lo asesinara. Y es que hay cosas que nunca cambian.

Una ligera sensación de melancolía se apodera de él. Andrés, el único que llegó a conocerlo un poco. ¿Qué aspecto tendrá ahora? Han pasado más de cuatro años…

Se obliga a recomponerse. Hace tiempo que no experimentaba esa melancolía. Exactamente el mismo tiempo que hace que Sandra despertó.

Recorre los pasillos de la fortaleza, hacia el ala D. Llama y espera a que le abra.

Le dedica una sonrisa cargada de tristeza al verlo y se hace a un lado, invitándole a pasar.

Tiene mucho mejor aspecto que cuando llegó. Poco a poco sus ojeras se han ido aclarando, aunque continúan instaladas de forma permanente bajo sus ojos. Han avanzado muchísimo, y parece que cada día confía un poco más en él.

Sin embargo, en los últimos días está como alicaída, triste, y cada vez le resulta más difícil hacerla reír. Espera que lo que tiene pensado la anime un poco.

—¿Cómo te encuentras? —Pregunta, sentándose en la cama, a su lado.

—Bueno… Supongo que todo lo bien que puedo estar.

—Sandra, no me mientas. Soy consciente de que algo pasa.

La chica se encoge de hombros, y comienza a tironear distraídamente de un hilito de la sábana. Sabe que tiene razón. Últimamente permanece más tiempo de bajón que de cualquier otra forma. Su plan fracasó, y ya no tiene ganas de nada. Puede decirse que ha vuelto a ese estado en el que se pasaría todo el día en la cama, con el edredón sobre la cabeza.

Pero no hay ninguna razón concreta que justifique esa situación. Es decir, además de los motivos evidentes y que han estado ahí desde el primer momento.

—No ha pasado nada. No hay ninguna causa. Simplemente estoy triste. Puedo permitírmelo, ¿no?

Jairo asiente con la cabeza, decepcionado. Claro que puede permitirse estar triste, es sólo que le gustaría ayudarla de alguna manera, y en ocasiones le da la impresión de que se cierra en banda, dejándolo fuera de sus pesares. Y él, lo que más desea, es formar parte de su vida, tanto de los aspectos buenos como de los malos.

—Es una pena que estés así. Yo que había pensado en proponerte un plan para el sábado… —Murmura, con voz zalamera. Y consigue su objetivo: despertar la curiosidad de la chica.

—¿Para el sábado? —La frase suena tan normal que casi le dan ganas de llorar. Últimamente todos los planes que le propone están relacionados con cosas paranormales. Que si ir a dar una vuelta en un circuito de carreras que está construido bajo el suelo, que si enseñarle las armas de granito con las que matar demonios, que si cruzarse la piscina veinte veces sin respirar…

—Pero bueno, en tu estado supongo que preferirás quedarte en la cama. —Dice con toda la intención, y se pone en pie, dirigiéndose a la puerta.

—¡No! ¡Espera, no te vayas!

Jairo la mira, deleitándose con la situación.

—¿Qué habías pensado?

—Vamos a salir. —La informa con una sonrisa.

—¿A salir? ¿Quieres decir al exterior? —Sandra no se lo cree cuando lo ve asentir con la cabeza—. ¿¡En serio?! ¡Bieeeeen! —Se levanta de la cama de un salto, y comienza a dar botes por la habitación. Quizás, después de todo, llevar a cabo su plan no era tan imposible como pensaba.