En la actualidad.
SANDRA está molesta. Está segura de que no le dijo al camarero que quería el chuletón muy tostado. Pero el hombre ha insistido en que sí, y además Jairo le ha dado la razón.
A la pobre chica no le ha quedado más remedio que enfrentarse a ese pedazo de carne calcinada que le ha servido. Le ha costado lo suyo partirla en trozos. Cada vez que la sierra del cuchillo rozaba la superficie, decenas de virutas negras se desperdigaban por el plato, como si estuviese partiendo carbón de Reyes. Por lo menos Jairo ha sido amable y, sin que ella se lo haya pedido, le ha dado la mitad de su solomillo. La mitad más grande, para ser exactos. Eso es lo único que ha cenado y ahora, en la habitación del motel, tiene hambre. Pero no se queja, pues seguro que Jairo está igual. Aunque él parece de buen humor, viendo en la tele la milésima reposición de un episodio de Humor Amarillo.
Se tumba en la otra punta de la cama, dejando el espacio de rigor entre ellos, y mira también cómo unos japoneses se estampan contra un muro. Claro que Sandra no estaría tan tranquila si supiera que ha sido precisamente Jairo el que le ha arruinado la cena. No se imagina la cantidad de ataques encubiertos que le ha lanzado el chico desde que se declararon la guerra, y que ella achaca más a la casualidad que a su enemigo.
Pasado un rato empieza a aburrirse. Todas las pruebas son similares y todos los concursantes le parecen iguales, así que no puede tener un favorito por el que apostar. Quizás sea un buen momento para volverlo a intentar. Es terca como una mula, y al igual que a esos asiáticos, a ella tampoco le importa darse repetidas veces contra un muro.
—Te propongo un juego.
—Sorpréndeme. —Responde Jairo sin apartar la vista de la pantalla.
—Verdad o atrevimiento. —Dice ella con voz atrayente.
—Eso está muy visto, ¿no te parece? Te hacía más original.
—La originalidad está en las preguntas.
—O en las pruebas. —Replica Jairo, que acaba de apagar la tele y la mira. Tumbados frente a frente. Silencio. Más miradas. Ojos azules frente a ojos marrones. El silencio se hace incómodo, y la chica se apresura a romperlo.
—¿Juegas entonces? —Dice incorporándose, sintiéndose extraña ante una situación tan íntima. Debería estar acostumbrada a estar en la misma cama que él. Sin embargo no suelen mirarse cuando se acuestan, y la forma en la que acaban de hacerlo ha sido más intensa de lo normal.
Jairo lo sopesa un instante. Lo que realmente le gustaría preguntarle, no se lo va a preguntar. Y menos en un estúpido juego. Aún así acepta.
—Venga.
—Empiezo yo. —Sandra cruza las piernas, y se sienta frente a él como los indios—. ¿Verdad o atrevimiento?
El chico enarca una ceja. Los dos saben cuál es la pregunta de ella, y los dos saben que Jairo no la va a responder. No importa cuántas veces la formule.
Sandra cruza con disimulo los dedos, llamando a la suerte. Daría cualquier cosa por que Jairo le confesase cómo murió. Pero el chico no está por la labor.
—Atrevimiento.
La chica parece desilusionada.
—Ahora es cuando me pides que te bese, ¿no? —Dice él con tono burlón.
Ella lo mira con intensidad, y Jairo se tensa de forma inapreciable. Se miran durante unos interminables e incómodos segundos. Finalmente ella aparta la vista.
—Tu estupidez no tiene límites. —Murmura.
—Juraría que esa frase ha salido antes de mi boca. —Replica él, relajándose, al recordar el momento en el que la pronunció.
Sandra frunce el ceño. Por desgracia también se acuerda, pese a sus esfuerzos por eliminar lo sucedido de su currículum.
—Atrevimiento pues. —Dice muy seria. Vuelve a mirarlo, como si estuviese escogiendo mentalmente las palabras adecuadas antes de hablar. Jairo aguanta su fachada, aunque se muere de curiosidad—. Te reto… —Se demora unos segundos, en los que su mirada se torna aún más maliciosa y la espera del chico más insoportable—. Te reto a que esta noche no me esposes al cabecero.
Ha lanzado el all-in. A ver cómo responde su compañero a la jugada. Jairo enarca todavía más la ceja. No es de los que se retiran.
—Supongo que conoces las reglas. No puedes echarte atr…
—Está bien. —Accede él, y la malicia de su mirada triplica a la de Sandra.
—Ah, ¿si?
—Claro. Esta noche no dormirás esposada al cabecero.
La chica sonríe, triunfal.
—Dormirás esposada a mí. —Puntualiza, ahora dedicándole una sonrisa abierta.
—¡¿Quéee?!
Antes de que termine la palabra, Jairo saca las esposas de no se sabe dónde, cierra un gozne alrededor de su muñeca, y se coloca a sí mismo el otro. La cierra con un “crack” que estremece no sólo a Sandra, sino al propio Jairo. Están unidos, no hay marcha atrás.
La chica aguanta la respiración. Si va a estar esposada a él, necesariamente tendrán que acortar el espacio que siempre dejan entre ellos al dormir. En todas las habitaciones han encontrado, por casualidad o no, camas de matrimonio. Sin embargo ninguna noche se han rozado un solo milímetro. Es más, parece increíble que puedan dejar un abismo tan grande entre ellos en una simple cama de 1,50. Y ahora nota el dorso de la áspera mano de Jairo rozando su piel, y toda la fuerza con la que encara su guerra parece venirse abajo por momentos. Se tumba en el centro de la cama, boca arriba, con la expresión ligeramente desencajada. Ya no tiene ningún sentido escabullirse hacia la esquina.
Esa cálida sensación de la suave piel de Sandra tampoco ha dejado inmune a Jairo, que también se tiende a su lado. Al igual que ella, fija la vista en la interesante lámpara del techo.
Los dos se han olvidado del juego. En lo único que pueden pensar es en esa extraña atracción que ejerce sobre ellos la piel del otro. Sandra juraría que se ha creado alguna especie de campo magnético entre el pequeño espacio que separa sus cuerpos, un campo magnético que parece pedirle a gritos que se acerque más.
Ya no hablan más, en toda la noche. Les cuesta conciliar el sueño. Están incómodos, pero esa cercanía, esa pequeña superficie de cuerpo unida hace que se sientan extrañamente reconfortados. Y el hecho de que ambos coincidan en ese pensamiento, aunque ninguno lo admita en voz alta, ya es insólito de por sí.
Hace tres meses, en la Fortaleza.
Qué faena. La rutina de Jairo se resume a una sola cosa: pensar en Sandra. Se pega el día entero pensando en ella. El rato que están juntos se pasa volando, y cuando se separan sólo puede desear el próximo encuentro. Y ya está. A eso se resume su vida.
Es cierto que el tiempo que están separados lo dedica al entrenamiento físico. Se está esforzando más que nunca. Y se está poniendo aún más fuerte de lo que ya estaba. Puede que sea una tontería, pues nunca se ha preocupado de gustarle a ninguna chica y siempre ha conseguido gustar a todas. Pero es que ahora está especialmente interesado en gustarle a una en concreto.
No se han visto en todo el día. Samuel le ha encargado uno de esos estúpidos recados que implican salir al exterior, y ha pasado la mañana y parte de la tarde yendo de un sitio a otro de la ciudad, como un vulgar recadero. Y ahora que por fin ha vuelto a la fortaleza tiene unas ganas enormes de verla.
Recorre los pasillos con paso ligero. ¿Qué habrá hecho durante su ausencia? Entrenar no, eso está claro. Se lo ha planteado decenas de veces y de todas las maneras posibles, y siempre con el mismo resultado. Sandra se niega en redondo. Ni siquiera muestra interés por desarrollar sus poderes, que suele ser lo que los nuevos receptores encuentran más motivador.
Llama a la puerta, una costumbre que se ha obligado a adquirir. Tiene que aprender a respetar su privacidad.
Tarda al menos un minuto en abrir, y cuando lo hace está en pijama y con el pelo alborotado.
—Vaya, perdona… No sabía que estabas durmiendo. —Se disculpa, ya enfilando el pasillo para irse.
—No, no te preocupes. Tenía ganas de verte. —Le confiesa, con una tímida sonrisa que le derrite el alma. Él siente lo mismo, pero no lo expresa en voz alta. Se limita a responderle con otra sonrisa—. ¿Quieres pasar?
—Sí, claro. —Y ambos pasan a la estancia, débilmente iluminada por una lamparita que hay sobre la mesilla.
—Siento mucho haberte despertado.
—Qué va, si me has hecho un favor. —Murmura, sentándose en la cama, y frotándose los ojos con el dorso de la mano—. Estaba teniendo otra pesadilla.
Jairo se sienta en la silla del rincón. No le ha pasado desapercibido ese “otra”.
—¿Quieres decir que sueles tenerlas?
—Todas las noches.
El chico frunce el ceño. Eso podría explicar las ojeras que luce de forma permanente. Y de nuevo experimenta ese deseo de protección, que en las últimas semanas se ha vuelto casi una necesidad asfixiante. Se siente extrañamente impotente por no poder defenderla de esos malos sueños, enemigos invisibles.
—¿Qué tal tu día? —Le pregunta Sandra, cambiando de tema—. Lola me ha dicho que tenías que resolver unos asuntos en la ciudad.
—Sí, y ha sido aburridísimo.
—No creo que más que haberte quedado aquí. —Dice, colocándose un mechón tras la oreja.
—Te aseguro que hubiese preferido mil veces quedarme en la fortaleza.
Permanecen un instante en silencio. Aun con el pelo alborotado, Sandra está guapísima. Lleva puesto el pantalón ancho de tela que él le compró, pero en lugar de llevar la parte de arriba que combina con el pijama, sólo lleva una camiseta de tirantes oscura. Sobre sus hombros desnudos asoman los tirantes del sujetador. Son negros, con pespuntes rojos. En ese momento se acuerda exactamente de qué sujetador es, pues también lo compró él, y siente un estremecimiento que le recorre todo el cuerpo. ¿Pero qué coño hace? ¿Qué más le dará a él qué sujetador lleve o deje de llevar? Se obliga a pensar en otra cosa.
—¿Así que tenías ganas de verme? ¿Es que aún te queda alguna pregunta por hacer? —Inquiere con sorna. Llevan infinitud de días dedicándose a ese juego de preguntas y respuestas, y duda de que todavía le quede alguna en el tintero.
—Sí.
—Ah, ¿sí? ¿Cuál?
—Ya sabes cuál es.
—No, si no me la dices.
—Me gustaría saber cómo moriste.
Jairo niega con la cabeza, pero esta vez no se ha puesto a la defensiva. La pregunta no le ha cogido desprevenido.
Sandra suspira.
—No me la vas a contar, ¿verdad?
—No.
—¡Pero no es justo! ¡Tú sabes como morí yo! —Dice quejicosa.
—Perdóneme usted por entrometerme en el momento de su muerte sin ningún motivo ¡Ah no, que sí que tenía un motivo! ¡Intentar salvarte! —Replica Jairo, exagerando el dramatismo. Después le sonríe cálidamente y la chica se da por vencida.
—¿Sabes? —Dice Sandra con voz triste, al cabo de un rato—. No consigo hacerme a la idea de que estoy muerta. Me resulta complicado. Me siento tan viva… —La ausencia de Jairo, que acapara toda su atención, le ha permitido pasar el día entero a solas con sus propios pensamientos. Es más, a mitad de mañana la melancolía se ha apoderado tanto de ella que se ha pasado un largo rato llorando.
El chico no dice nada. No porque no quiera consolarla, sino porque no sabe cómo hacerlo. En ese momento se siente como una visita no deseada que no tendría que estar a esas horas de la noche en esa habitación.
—Creo que lo mejor es que me marche, así podrás descansar. —Murmura, poniéndose en pie y acercándose a la puerta, pero se detiene antes de alcanzarla. Las lágrimas se agolpan en los párpados de Sandra, aunque la chica se esfuerza por no dejarlas salir—. ¿Estás bien? —Siente una terrible pena al verla así.
Sandra lo mira. Si su día ha sido horrible sin verlo, la perspectiva de que se marche de su lado le resulta desgarradora.
—¿Te importaría quedarte aquí esta noche? —Pide, en voz muy bajita, suplicándole con esos preciosos y humedecidos ojos felinos.
Jairo tarda varios segundos en reaccionar. ¿Quedarse? ¿A pasar la noche? ¿En su habitación?
—Eh… Claro. —Accede con voz amable, y vuelve a sentarse en la silla.
Sandra lo mira, agradecida.
—Ven. —Y da una palmada sobre el colchón, instándole a que vaya a su lado—. No pretenderás dormir sentado…
El chico está a punto de sufrir algo parecido a un colapso. ¿Que vaya a su cama? ¿A esa en la que también está ella? Se levanta mostrando una increíble seguridad, aunque por dentro está consumido por los nervios.
La chica se cubre con el edredón y se coloca en el lado de la pared, dejándole el máximo espacio posible, para que quepa bien. Jairo no es capaz de actuar con tanta naturalidad como ella. Sin abrir la colcha, se tumba sobre ella, vestido, sin quitarse siquiera las zapatillas. Pese a estar separados por el edredón, siente la calidez que irradia su cuerpo muy cerca, tanto que le cuesta respirar.
—¿No te habrás sentido obligado…? —Sandra se ha dado cuenta de la rigidez del chico, y teme haberlo puesto en un compromiso.
—No, para nada. —Se apresura a responder, dedicándole una tranquilizadora sonrisa que la reconforta enormemente.
Desde el primer momento en que lo vio supo que había algo peligroso en él, algo letal. Es algo que salta a la vista con sólo verlo. Pero hay algo en sus ojos azules que le dice lo contrario. Lo que no sabe es que el chico jamás baja la guardia, y que esa faceta suya no se la ha mostrado a nadie más. En realidad, Jairo se quita su máscara sólo cuando está con ella, y sin ningún esfuerzo.
—¿Dices que no duermes bien? —Inquiere, sintiéndose a cada minuto un poco más cómodo.
Sandra exhala un largo suspiro.
—Cada vez que cierro los ojos, aparece una pesadilla.
—¿Has experimentado algo anormal últimamente? —Acaba de pasársele por la cabeza que pueda ser la forma de salir al exterior la energía retenida. Aunque eso es un disparate. Menos mal que no lo ha dicho en voz alta.
—Además de la capacidad de curación, nada. ¿Deberían haberse manifestado ya mis poderes?
—Supongo que si reniegas de ellos y te niegas a entrenar, es normal que no aparezcan todo lo rápido que deberían.
Sandra se gira para verlo. Jairo permanece con la vista fija en el techo. No se atreve a ladearse para mirarla, dada la escasa distancia que los separa.
—¿Y qué hay de los tuyos? ¿Qué poderes tienes?
Es la primera vez que muestra un mínimo interés, pero no quiere parecer presuntuoso haciéndole una lista de sus infinitas habilidades. Se le ocurre algo mejor.
—Déjame que te muestre algo. Cierra los ojos. —Ella obedece sin rechistar. Se concentra un segundo en crear una proyección—. Ahora, ábrelos.
—¿Qué es lo que tengo qu…? —Inquiere desconcertada al principio, pero un segundo después se da cuenta de lo que hay en el techo.
Decenas de sombras lo cruzan de un extremo a otro, danzando en toda su longitud. Son pájaros. Sí, parecen golondrinas, que baten sus alas y se deslizan con elegancia. Danzando y haciendo delicados quiebros. Es un espectáculo realmente hermoso.
—¡Qué bonito! —Exclama encantada, incorporándose sobre los codos para observarlos mejor. Y en esta ocasión no está exagerando su interés con fines ocultos, sino que lo siente de verdad.
En ese momento la ilusión desaparece, y el techo vuelve a ser tristemente blanco.
—Y mira. —Jairo se incorpora y apoya la espalda en el cabezal. Extiende una mano y sobre ella se materializa una bolita de brillante color azul. Es traslúcida, como si estuviese formada por cientos de finas líneas chisporroteantes que titilan levemente.
—¡Guau!
Con un rápido movimiento, Sandra se acerca y la toca.
—¡Ay! —Grita, apartando la mano inmediatamente. La bolita le ha dado un calambre.
—¡¿Pero qué haces?! —Exclama Jairo, también elevando la voz, y haciendo desaparecer la esfera—. ¡¿Te has vuelto loca?!
Ve el desconcierto en su cara.
—Es una bola eléctrica, Sandra, para defenderme de mis enemigos. Nunca debes tocarla. Menos mal que era pequeña… Déjame ver.
Y coge su maltrecha mano, que resulta diminuta rodeada por la de él. Se estremece ligeramente al notar el contacto de su piel. Pero ahora no tiene que pensar en eso, lo que tiene que hacer es examinarle la herida. Sí, ahí está. Se aprecia la quemadura en las yemas de los dedos índice y corazón. No tardará mucho en sanar.
—¿Qué pretendías? ¿Explotarla como si fuese una pompa de jabón o algo así?
—Algo así. —Murmura ella, ligeramente avergonzada.
Ambos se recuestan en la cama, y permanecen un rato en silencio.
Sandra está alucinada. Es increíble que una persona sea capaz de hacer ese tipo de cosas. Jairo le parece poderosísimo, y eso que ella desconoce que no ha visto ni una milésima parte de lo que es capaz de hacer. Controla perfectamente sus poderes. ¿Cómo puede haberlo conseguido en tan poco tiempo? Entonces le asalta una duda. Le dijo que llegó a la fortaleza hace cuatro años, lo que no necesariamente implica que ese sea el tiempo que lleva muerto, aunque ella lo interpretase así.
—¿Cuántos años tienes, Jairo?
—Veinticinco. Morí con veintiuno. —Responde tranquilamente, como si hablar de la propia muerte fuese lo más normal del mundo.
—Vaya. Tu muerte está muy reciente.
—No más que la tuya.
—¿Y tenías novia? —Su pregunta le pilla totalmente por sorpresa.
—No.
Nunca tuvo una, aunque sí le hicieron cientos de proposiciones. Para ser sinceros, Jairo nunca fue hombre de una sola mujer. Nunca encontró ninguna que le fascinase tanto como para eclipsar a las demás. Le parecían todas iguales. Sólo pasaba el rato con ellas. Cada una era, simplemente, otra de muchas.
—¿Y tú? —Pregunta, sintiendo una increíble punzada de celos que no recuerda haber experimentado nunca antes. La chica no tarda ni dos segundos en responder, pero son suficientes para que Jairo se la imagine en brazos de otro hombre y se ponga enfermo hasta límites insospechados.
—No, tampoco. —Dice Sandra, como si su respuesta fuese evidente.
El chico ya puede respirar tranquilo. Permanecen en silencio, y un rato después ella se queda dormida.
La mira sin disimulo, ahora que no se da cuenta. El pelo le cae despeinado sobre la camiseta. Imagina la suavidad de su piel, cómo sería estrecharla entre sus brazos, cómo sería besar ese apetecible cuello y perderse toda la noche por su cuerpo… “¡Joder! ¡Basta ya!” Se reprocha mentalmente a grito pelado. Tiene que empezar a controlar más sus pensamientos. ¿¿Qué le importará a él cómo huela o lo suave que sea su piel??
Apaga la débil luz de la mesilla e intenta conciliar el sueño, aunque sin resultado. Se pegará toda la noche en vela, totalmente prendado de sus suaves y acompasadas respiraciones.