Hace varios meses, en la Fortaleza.
SANDRA estaba molesta cuando han llegado a la habitación. Sin embargo Jairo le ha ofrecido un “kit kat de la paz” (según él), acompañado de una sonrisa arrebatadora, y todo el mal genio provocado por la carrera se ha disipado.
Ha pasado toda la tarde en su habitación con él, planteándole todas las preguntas que ya traía pensadas y las que le han ido surgiendo a partir de las diferentes respuestas del chico. El mundo de los receptores es mucho más complejo de lo que había creído. De todas formas no le interesa lo más mínimo, su único objetivo es salir de allí. Pero, para conseguirlo, es totalmente necesario que se gane la confianza del chico.
El tiempo ha pasado volando, y ahora está sola, sentada en una esquina de la cama para dejarle sitio a él, esperando a que vuelva. Ha bajado a cafetería a por un par de bocadillos, pues la hora de la cena hace rato que ha pasado.
A los diez minutos aparece con dos bocatas, uno de lomo y queso, y el otro de hamburguesa con huevo y lechuga.
—¿Qué te pides?
—La hamburguesa. ¿Te importa?
El chico hace una mueca como si lo estuviera pensando, pero se lo tiende enseguida. Sandra sonríe, agradecida.
—Deberías sonreír más. Dicen que la vida es demasiado corta para no hacerlo.
—Dispongo de toda la eternidad, así que supongo que me puedo permitir el lujo de no hacerlo. Como si quiero pasar el resto de mi vida inmortal llorando por las esquinas. —Replica, y da un bocado a la hamburguesa.
—Sí, tienes razón. —Le concede, un tanto molesto por haber sido el autor de semejante tontería. Pero es que son demasiados años como mortal y ciertas costumbres, en especial ese tipo de frases hechas, son difíciles de olvidar.
—¿Me has traído una chocolatina? —Pregunta.
—No puedes alimentarte sólo a base de kit kats. —Responde Jairo, consciente de que su pasión por esas chocolatinas empieza a ser algo preocupante.
—Claro que puedo. Es lo único que endulza mi amarga existencia.
Jairo resopla. —Qué exagerada eres. ¿Aún no te has dado cuenta de la cantidad de cosas increíbles que podemos hacer aquí?
—¿Y por qué la orden tiene tanto dinero? —Dice, ignorando su pregunta.
—Porque todo en esta vida es cuestión de tiempo. Y cuando dispones de siglos y siglos para acumular riquezas, este es el resultado. —Jairo hace un gesto con las manos, refiriéndose a la fortaleza.
—Ah. —Murmura. Si Lola tiene ciento treinta y tres años, ¿cuántos debe de tener el hombre ese, Samuel? Tiene pinta de jubilado, pero hay algo en sus ojos que hace pensar que es muy muy viejo.
—¿Quieres que te explique como matar a un demonio? —Propone.
—Claro. Qué mejor momento que ahora, mientras cenamos. —Hace un mohín y Jairo ríe.
—Para empezar, es necesario disponer de un puñal de granito pulido.
—¿De granito?
—Sí. Es el único material que logra dañar a los Askar, y también el único que nos daña a nosotros.
—¿Quieres decir que el granito es algo así como la kriptonita de superman?
—No. Que yo sepa la kriptonita debilita los poderes de superman, y el granito provoca unas heridas letales. Así que no, no son lo mismo.
—¿Eso implica que la simple encimera de una cocina es más mortífera para nosotros que un hacha?
—No te lo estás tomando en serio. —Repone, molesto.
—Vale, vale, lo siento. Continúa. —Sandra irgue la espalda, dispuesta a cambiar de actitud.
—Bien. —Jairo se aclara la garganta—. Aunque el granito sea mortal para nosotros, sólo resulta dañino para los demonios. Únicamente les provoca daños temporales, ya que tienen la capacidad de autoregenerarse.
La chica mastica la hamburguesa sin ser consciente, ahora ya totalmente metida en la conversación.
—Por ello es necesario atacar en primer lugar a su cerebro, que es el que da las órdenes de regeneración al resto del cuerpo. Para ello resultan muy útiles las balas de granito. Una vez se ha disparado al demonio en la cabeza, se dispone de aproximadamente un minuto para clavarle la daga en el corazón, y provocar su muerte definitiva, ya que el cerebro no puede sanarse a sí mismo y al corazón al mismo tiempo. Es como que se colapsan. Resulta curioso de ver.
—¿Y no puede hacerse al revés? ¿Primero clavar el puñal en el corazón y después disparar en la cabeza?
Jairo entorna los ojos. Qué cosas tiene. Sólo a ella se le ocurriría hacer una pregunta como esa.
—No me he puesto a realizar pruebas, Sandra. En el momento de la lucha, lo único que me importa es ser el vencedor, no descubrir nuevos métodos. Si esta forma ha funcionado a los receptores durante siglos, ¿por qué cambiarla?
La chica permanece un instante en silencio, pensativa. Últimamente parece más dispuesta a creer las cosas que le cuenta.
—Pensaba que nada podía matarnos.
—¿No estarás planteándote…? —Inquiere él, con la expresión desencajada.
—¡Claro que no! Ya te dije que mi intento de suicidio fue un malentendido. Es sólo que es una faena que el granito sea lo único que nos dañe a ambos.
—Si. Puede decirse que es un arma de doble filo, en el sentido más literal de la expresión. —Y profiere una risa grave, relajándose de nuevo.
—Eso no ha tenido gracia.
—Yo creo que sí.
Sandra hace una bola con el papel de aluminio y la lanza a la papelera. Esta vez encesta. Después mira a Jairo con expresión sombría.
—Entonces, ¿un demonio puede matar a un muerto como nosotros?
—Por supuesto. Es la ley del más fuerte. Vencer o ser vencido. —Dice, dramatizando deliberadamente las palabras.
Ahora que por fin tiene toda su atención, decide aumentar la curiosidad de la chica.
—Pero para un receptor, existe algo incluso peor que morir a manos de un demonio.
Ella abre los ojos todavía más, y espera expectante a que continúe. Pero Jairo se hace de rogar. Está disfrutando el momento.
—¡Continúa!
—¿De verdad quieres saberlo? —Pregunta, con fingido recelo, como si lo que fuese a decir se tratase de algo realmente grave.
Sandra mueve la cabeza espasmódicamente.
—Sólo sucede si un receptor y un demonio de poderes equiparables se encuentran.
La chica jadea al imaginarse la situación. Jairo reprime las ganas de reírse.
—Si el demonio no logra matarlo, lo marca. —Dice acentuando la palabra, y llenándola de misterio.
—¿Lo marca? —Inquiere ella con un hilito de voz, acongojada por la simple palabra. Jairo afirma muy serio, dándole dramatismo a la narración.
—Esa marca significa que no está muerto, pero que pronto lo estará.
Sandra traga saliva ruidosamente, y espera en silencio a que continúe.
—Esa marca hace que los demonios tengan controlado al pobre receptor. No sólo el demonio que se la hizo, sino todos los demás.
—¿Qué? —Pregunta la chica, con un tono agónico—. ¿Todos?
—Todos. —Responde él con aplomo—. Por eso el receptor marcado se convierte en una presa fácil.
—¡Oh no! —Exclama Sandra, que ya ha cogido cariño al infortunado y desdichado receptor—. ¿Y no puede quitarse la marca?
—Sí, cuando finalmente lo matan.
—No. No me refería a eso. Antes, quiero decir. ¿No es posible quitar la marca de un receptor marcado?
—Sólo si el demonio que la imprimió muere. Pero eso es imposible, pues como te he dicho tiene el poder de anticiparse a sus ataques.
—¿Entonces no puede salvarse? —Inquiere con un tono agónico.
—No, no hay salvación posible para él. Cualquier plan que el receptor idee será en vano, pues los demonios habrán adquirido la capacidad de adelantarse a sus movimientos. —La mira con intensidad unos segundos, y después continúa—. Es lo peor que le puede pasar a un receptor. Peor incluso que la muerte. —La fachada de Jairo se ha resquebrajado por una milésima de segundo, pero a Sandra no le ha pasado desapercibida.
—Te lo estás inventando. —Lo acusa, evaluando su reacción.
Él niega con la cabeza, pero le parece haber visto un atisbo burlón en su mirada.
—¡Es un cuento de viejas! —Afirma Sandra, y se estira para darle un golpe en el hombro, instándole a que confiese.
El chico se resiste, y se zafa ágilmente de sus manotazos.
—¡Dime la verdad! ¿Es mentira?
—Tendrás que quedarte con la duda. —Le dice guiñándole un ojo, y desaparece con una sonrisa por la puerta de la habitación.
Sandra corre tras él, y se asoma al pasillo.
—¡Te estás burlando de mí!
—¡Tú has empezado! —Le grita Jairo entre risas, justo antes de bordear la esquina.
Cuatro años antes del momento presente.
Jairo está fuera de sí. Va a poner punto y final a una situación que nunca debió de empezar. Se pone la chupa con un rápido movimiento y cruza en un par de zancadas el estrecho pasillo. Agarra el pomo de la puerta con brusquedad, pero no se abre. Vuelve a tirar, pero nada. Parece que está cerrada. Irrumpe en la cocina en busca de explicaciones, pero su madre no está allí. Ahora lo entiende todo.
Corre hasta la puerta y la aporrea con brutalidad.
—¡Mamá! —Grita—. ¡Abre la puta puerta!
La golpea con los puños cerrados nuevamente.
—¡Ábrela de una maldita vez! ¡Sé que puedes oírme!
Los sollozos que llegan amortiguados desde el otro lado se lo confirman.
Golpea con rabia, con furia, una vez tras otra. Golpe tras golpe, patada tras patada.
—¡Mamá! ¡Joder!
Su necesidad de tenerlo frente a frente es tan grande, tan acuciante, tan asfixiante, que hace que una lágrima resbale rápida por su mejilla, una lágrima de puro odio.
Ángela llora en silencio en el rellano, con sus llaves y las de su hijo en la mano. No puede dejar que Jairo lo encare. Esta vez sería la última. Además Antonio le ha prometido que no lo volverá a hacer. No es la primera vez que escucha esa promesa, pero tiene la esperanza de que por una vez, sea tan sincera como ha sonado.
Otra patada furiosa de Jairo hace que la puerta se tiemble y que el ruido sordo retumbe en todo el edificio.
Ángela se estremece. Tiene que marcharse. No puede continuar escuchando a su hijo sufrir de esa manera o acabará por abrirle, y eso no se lo puede permitir. Ya no sólo es por Antonio, también es por él. ¿Qué futuro le esperaría a Jairo si hiciera lo que pretende? Él no es un delincuente. Es sólo que le ha tocado vivir una malísima situación económica, dentro de un ambiente familiar todavía peor.
La mujer, en bata y con zapatillas de estar por casa, baja muy lentamente los cinco pisos. Ningún vecino en la escalera. Las peleas en ese edificio son algo cotidiano. Nadie se asoma a ver qué pasa. Es el pan de cada día en la comida que a esas horas están disfrutando. ¿Dónde irá? A donde siempre la han acogido cuando ha tenido que refugiarse. A casa de su amiga Pili, dos manzanas más allá. Sabe que aunque le insista en que tiene que denunciar a Antonio, la acogerá con los brazos abiertos. Permanecerá allí hasta que amaine la tormenta que parece haber estallado sobre su hijo.