Hace varios meses, en la Fortaleza.
—¿Y dices que te haces veinte largos sin coger aire? —Pregunta, escéptica, mirando la enorme piscina que tienen delante—. No me lo creo.
—Cuando quieras te lo demuestro.
Sandra hace un mohín. Ya han visto las dos salas de gimnasio con sus máquinas de musculatura y sus pesas, la sauna y el spa. Ahora la ha llevado a la piscina olímpica.
—¿Este recorrido es fortuito? ¿O es tu manera indirecta de decirme que tengo que empezar a entrenar?
—Quiero que conozcas la fortaleza. —Le dice, apartando momentáneamente la vista de Eneko y Juan, que están haciendo una carrera en las calles tres y cinco—. Aunque estaría bien que comenzases con el entrenamiento físico cuanto antes.
La chica pone cara de disgusto.
—¿Es obligatorio?
—No, pero sí conveniente.
—¿Y no podemos dejarlo para más adelante? Por el momento prefiero aprender la teoría… —Y hace una especie de puchero que lo desarma totalmente.
—Sí, supongo que sí. —La observa con disimulo. Quizá sea una buena idea que se reponga por completo antes de empezar con el entrenamiento físico, y también que vuelva a comer con normalidad, y no sólo kit kats.
Permanecen en silencio mientras la competición termina. Juan ha resultado vencedor por escasos segundos de diferencia. Jairo se da la vuelta y ella lo sigue.
Le muestra la sala de ordenadores, que más parece una exposición de toda la tecnología punta que hay en el mercado. También una inmensa biblioteca, dos salas de televisión y un cine. En este último hay dos chicas un poco mayores que ella. Por lo visto utilizan esos espacios de ocio para distraerse mientras esperan una nueva misión.
—¿Todos los receptores viven aquí?
—La mayoría. Algunos prefieren vivir fuera, lo que está permitido siempre que estés disponible para ejecutar una misión en cuanto te la asignen. —Dice, abriéndole la puerta de lo que parece ser una sala de tiro, en la que un hombre bajito perfecciona su puntería. Lleva puestos unos cascos y no parece haber reparado en su presencia—. Yo prefiero la fortaleza. Es más cómoda.
Sandra no está de acuerdo pero claro, no dice nada. Bastante tiene con intentar serenarse y no dar un bote cada vez que suena un disparo.
—¿No pretenderás que coja un arma?
—Son una buena opción para defenderte de los Askar.
—¿Así los matáis? ¿A balazo limpio?
Jairo reprime la risa.
—No es tan simple. Ya te explicaré otro día cómo se mata a un demonio.
La chica finge una curiosidad que en realidad no siente.
—Y nos queda la mejor parte.
—¿No podemos volver al cuarto? —Se queja.
—En cuanto veas este último sitio. Después nos enclaustramos, te lo prometo.
A Jairo le ha sonado mejor de lo que debería esa opción de enclaustrarse juntos.
Bajan al —7. En cuanto se abren las puertas Sandra se da cuenta de que esa planta no es como las demás. Para empezar, porque se encuentran en un descomunal espacio abierto, sin tabiques ni puertas, y también porque la altura de los techos es mucho mayor. Sospecha que es debido a que forma una sola junto con la— 6.
—¿Esto es lo que parece?
—¿Tú que crees?
Está alucinada. ¿Cómo puede haber un circuito de carreras subterráneo, o cubierto, o lo que quiera que sea eso?
—No es Montmeló, pero no está nada mal, ¿eh? —Le guiña un ojo—. Tres kilómetros setecientos veinte metros de recorrido, siete curvas abiertas, nueve cerradas y una recta en la que ostento el récord: 301 kilómetros por hora. —El chico está pletórico—. ¿Cómo te quedas?
Sandra se queda exactamente igual que estaba antes de escuchar toda esa parrafada. Pero en lugar de decirlo, se encoge de hombros.
—¿Quieres probar? —Le dice, señalando una fila de deportivos biplazas de varios colores junto a los que también hay varias motos.
—No tengo carnet.
—Puedo enseñarte a conducir, y Mauricio se encargará de conseguirte uno con tu nueva identidad.
—No estoy interesada…
—Sandra. —Jairo se pone serio—. Es totalmente necesario que seas capaz de moverte por tierra, mar y aire para dar caza a los Askar.
—Eres mi compañero, ¿no? Supongo que puedes encargarte tú de ello. Te cedo el honor.
—Tienes la cabeza más dura que una piedra. No me doy por vencido. Este asunto no está zanjado, sólo pospuesto para otro momento, ¿eh? —Le avisa, dirigiéndose hacia un coche gris. Todos tienen las llaves puestas, excepto ese. Jairo las saca del bolsillo trasero del pantalón y abre las puertas con el mando. Samuel sólo le deja conducirlo a él—. Monta.
—No voy a conducir.
—Por supuesto que no vas a dar una clase de conducción en un Koenigsegg Agera. ¡¿Por quién me has tomado?!
Por lo visto ha dado por hecho que diciendo ese nombre impronunciable ella comprendería que resultaría una auténtica locura dejárselo. Pero Sandra no se ha enterado de nada. Si lo que quiere es dejar claro que el coche es especial, no lo ha conseguido. Le parece igual que cualquier otro. Quizás sea más cómodo y elegante que el monovolumen de su padre, pero nada más.
—Son las ghost light. —Le informa con un tonillo prepotente, al ver que mira el salpicadero.
—Ah. —Murmura secamente—. ¿Y qué velocidad alcanza esto? —Inquiere, un tanto preocupada, teniendo una certeza casi total de que pronto lo va a descubrir.
—Cuatrocientos veinte kilómetros por hora.
Ella no sabe si es mucho, la verdad. Pero aún así desconfía. Jairo gira la llave en el contacto y acelera manteniendo pisado el embrague. El sonido que hace el motor es escalofriante.
—¿Dónde está mi casco? —Su voz ha sonado mucho más aguda de lo que esperaba. Pero es que está muerta de miedo. Mueve la vista nerviosa, buscándolo dentro de la cabina. Si no recuerda mal, Fernando Alonso lleva uno.
—¿Para qué quieres un casco? —Jairo eleva la voz para hacerse escuchar por encima del rugido—. Tranquila que de un accidente no vas a morir—. Y tras dedicarle una maliciosa sonrisa suelta el embrague de golpe.
¿Ese chillido que ha oído ha salido de su boca? Sí, es posible. O tal vez han sido las ruedas al derrapar. No está segura. No tiene claro qué está pasando. Sólo sabe que está aterrada, y que ahí dentro todo pasa muy deprisa.
Toca el salpicadero y después la puerta, intentando desesperadamente aferrarse a algo.
Jairo parece estar disfrutando de lo lindo, no sólo con la conducción sino también con su sufrimiento. ¿Cuántos caballos ha dicho que tiene? No lo ha escuchado bien. Sus oídos han dejado de funcionar. Pero sean los que sean, le están presionando el pecho y apretujando contra el respaldo con toda su potencia.
La chica se aferra al asiento con fuerza, aun a riesgo de marcar la tapicería con las uñas.
—Confía, Sandra. Estás en buenas manos. —Le dice él con tranquilidad, apartando la vista de la pista para mirarla durante unos interminables segundos. Pero como ella no parece haberle escuchado y continúa con esa expresión de completo pánico, decide parar a la segunda vuelta.
Apura al milímetro en la última curva. Reduce a una velocidad que continúa siendo más que excesiva, y haciendo un trompo demencial que provoca que las ruedas chirríen aparca el coche en el mismo sitio del que lo han cogido. Ha quedado en el lugar preciso, a la distancia exacta del otro vehículo.
Sandra se apresura a salir, con las piernas aún temblorosas.
—Tú… ¡tú no estás bien! —Le dice con los dientes apretados—. ¡Conduces como un loco!
—Querrás decir que mi precisión es una locura.
—No. Quería decir exactamente lo que he dicho. —Lo fulmina con la mirada.
Qué guapa está cuando se enfada.
Cierra el coche y guarda las llaves. No entiende por qué Samuel le deja coger el Agera pero no el Maserati. Otra de las incongruencias del viejo.
—Ahora sí, podemos volver a la habitación. —Comenta con una simpatía que enfurece a la chica.
En la actualidad.
—¿Las pechugas están empanadas?
—No. En la carta pone que son a la plancha. Y son a la plancha. —Sentencia el hombre.
Sandra lo evalúa unos segundos con la mirada, y después mira al folio escrito a mano con cientos de faltas y lleno de salpicaduras de grasa. A ella no se le hubiese ocurrido calificarlo como tal. Y lo peor es que sospecha que las manchas fueron antes, y el plastificado fue después.
Con la menor superficie posible de sus dedos índice y pulgar coge la mugrienta esquina de la “carta” y le da la vuelta. Se inclina sobre la mesa para leer, y continúa con el interrogatorio.
—¿Las carrilleras están guisadas?
—Sí.
—Ah, pues entonces no quiero eso. A ver, déjeme pensar…
El rechoncho camarero y Jairo se miran con la complicidad de aquellos que comparten el mismo pesar, y suspiran. Llevan así más de diez minutos. Sandra no es tan indecisa, pero es su pequeña contribución a esa guerra. Sólo quiere fastidiar a Jairo, que sueña con que esa cena por fin termine y pueda tumbarse en la cama del motel cercano… a no dormir, claro está. Otra noche más. Aunque bueno, dicen que sarna con gusto no pica. Pero el cansancio es el cansancio, y es más difícil ignorarlo que cualquier picor.
—¿Y el chuletón viene con algún tipo de guarnición?
—¿A qué llamas guarnición?
Sandra abre mucho los ojos, y después comienza a gesticular.
—Pues a lo mismo que todo el mundo. A unos pimientitos, unos champiñones, unos canónigos, un poco de salsa, unos dados de…
—Sandra, no estamos en un restaurante de la Guía Michelín. —Le corta secamente Jairo—. Con todos los respetos. —Dice dedicándole una amable sonrisa al camarero, que le ve la gracia al chiste en el mismo momento en el que se encuentra con esos ojos azules.
—No lo había notado. —Responde ella mirando exageradamente alrededor. El local es una pena, como todos los que frecuentan últimamente. Luces de neón para dar la bienvenida, y baldosas azules y blancas rajadas decorando todas las paredes para animarte aún más a entrar. La tapicería de la silla en la que está sentada está desgarrada y por la abertura se escapa parte de la espuma. Cuando cruza las piernas se tambalea, pues está coja ni más ni menos que de dos patas.
La chica se recoloca en su incómodo asiento, manteniendo el equilibrio y suspira.
—Está bien. Tomaré el chuletón. Pero sobre todo que esté poco hecho. La carne demasiado cocinada me resulta repulsiva. —Le indica al camarero.
—Dilo sin miedo. —Dice Jairo mirándola con una sonrisa maliciosa, para después girarse hacia el hombre—. La carne demasiado cocinada se le hace bola, como a los críos pequeños.
Los dos se ríen, y el hombre se aleja.
—Eres idiota. ¿Cómo se te pueden ocurrir tantas tonterías?
—Es una capacidad innata, me viene de serie.
—Ya veo.
Todo lo que han hecho hoy ha sido acercarse un poco más a la zona de Cádiz y esperar nueva información sobre los Askar que no ha llegado. Dado que esa cena está siendo lo más interesante del día, Jairo opta por darle un último giro a la situación. Mira al camarero, que se dirige con andares lentos y pesados hacia la cocina.
—¡Perdone! ¡Quiero el chuletón muy muy tostado! Que tengo doble personalidad y no me aclaro con mis gustos.
El hombre se gira con los ojos muy abiertos para mirar a Sandra. La chica mira fijamente y con cierto temor un trozo putrefacto de comida que calló en un agujero del suelo, que parece tener vida propia y que nadie se ha molestado en limpiar. Se encoge de hombros y gira la cabeza repetidamente, negando para sí mismo. Después se mete tras la barra y desaparece por la puerta de la cocina.
Vaya con la rubita de aspecto angelical. Quién hubiese dicho lo mal de la azotea que está. Saca el chuletón del congelador y lo echa a la plancha, donde lo tendrá un tiempo interminable, hasta casi carbonizarlo.
Lo que el camarero no sabe es que lo que a él le ha parecido la voz de la clienta no era sino un mensaje telepático a grito pelado lanzado por Jairo, que en ese momento realiza un esfuerzo sobrehumano por mantener la compostura frente a Sandra y no partirse de risa en su cara.