Varios meses antes del momento presente, en la Fortaleza.
DIGAMOS que puede que esté interesado en ella. Más que poco y menos que mucho. Sí, ese es su grado de interés. Y, aunque no quiera reconocerlo, eso ya es mucho.
Todo el interés que Jairo había mostrado hasta el momento por el género opuesto era meramente físico, y ahora no quiere pensar que puede estar internándose en terreno resbaladizo. Pero es que no puede evitarlo.
Ha pasado la mitad de la noche haciendo largos en la piscina olímpica, y la otra mitad en una de las salas de televisión, viendo una maratón de películas antiguas que emitían en un canal secundario. Es incapaz de dormir. Tampoco su cuerpo acusa ningún cansancio.
Los dos caminan por el pasillo, hacia el mismo lugar. Ella acaba de despertarse. Él no se ha acostado aún. Él luce una expresión de suficiencia, y ella unas tremendas ojeras. Las pesadillas no la dejan dormir, y a él el sueño se lo quita ella.
Se encuentran a medio camino hacia la cafetería. Lleva puesto el jersey gris y unos vaqueros ajustados.
—Veo que he acertado con la talla.
—No era difícil, ya que yo misma te la dije. —Repone.
—¿Sigues enfadada?
—Sí. —Dice cortante, pero después exhala un suspiro cansado—. Bueno, sí y no. Es que me hubiese gustado salir. —Y como cree que puede haber puesto en evidencia su plan, se apresura a continuar—. Quiero decir, para elegir mi ropa y todo eso.
—¿No te gusta lo que te he comprado? A mi me parece que te sienta muy bien.
Y lo dice en serio. Está increíble. El anterior atuendo ocultaba completamente su cuerpo, y dicho sea de paso, sus curvas.
Sandra se encoge de hombros.
—Sí. Supongo que me gusta.
—Mejor que el pijama verde.
—Eso tampoco era muy complicado.
En ese momento Sandra se da cuenta de que están parados en mitad del pasillo, y comienza a caminar hacia la cafetería. Jairo la sigue.
—¿Se supone que vamos a juntarnos también esta mañana? ¿Algo así como una especie de rutina?
—Tienes mucho que aprender.
—Sí, sí, eso ya me lo has dicho. Y tú eres mi instructor. Eso también me lo has dicho.
Caminan entre las mesas llenas de receptores que saludan al chico. Se dirigen al rincón en el que están las máquinas y Jairo pulsa la tecla de su habitual café sólo. Sandra también es chica de costumbres. Saca la chocolatina y espera a que la bebida de él esté lista.
Se siente incómoda, rodeada de todos esos desconocidos. Le gustaba más la cafetería cuando estaba vacía. Parecen una gran familia de la que no tiene ninguna intención de formar parte.
—¿Te importa que desayunemos en otro lugar? Podíamos ir a una de las habitaciones.
—Claro, vamos. —Accede él, que prefiere la intimidad para hablar de los asuntos que se traen entre manos. Realmente es una tontería, pues no le va a explicar a ella nada que el resto de los receptores no sepan ya. Pero aún así, estará más cómodo en la habitación.
Han ido a la suya, porque es más grande. Jairo está sentado en la cama y Sandra en la silla. Mastica distraída el kit kat. Está muy guapa, vestida de persona normal. Es más, puede que esté incluso demasiado guapa.
—He estado dándole vueltas al asunto de las fuentes de energía. —Parte otra de las barritas y la saca del envoltorio—. ¿Se supone que si tú no hubieses estado allí, unos demonios se habrían quedado con la energía de mi familia?
Jairo asiente.
—Con una energía que es legítimamente tuya. Y por supuesto ellos no crean un cuerpo receptor para el alma, por lo que tú ahora estarías completamente muerta.
—¿Y te enfrentaste tú sólo contra cinco demonios? —Su tono es escéptico.
—¿Es que no me ves capaz? —El chico ha vuelto a ponerse a la defensiva.
—Sí. No sé. Pero son muchos, ¿no?
—No para mí. —Replica con suficiencia y con ojos fieros.
—Eres un poco macarra, ¿no?
—¿Quién? ¿Yo? No.
—No, qué va. —Murmura Sandra, y en ese momento sus ojos se encuentran y se echan a reír, juntos. Ella ni siquiera es consciente del tiempo que lleva sin hacerlo. Si hubiese dejado que pasara un poco más, se le habría olvidado cómo se hace.
La chica se recompone y recobra la compostura para hablar con seriedad de un tema que no le hace ninguna gracia.
—Entonces la energía que ahora tengo, ha venido de la gente que sufrió por mi muerte.
—Eso es. La irradiaban ellos. Cinco fuentes puras.
La chica lo mira sin comprender.
—¿Quieres decir que se pueden contar?
—Sí. Las fuentes puras provienen de personas que… bueno, que sufren enormemente. —Jairo hace una pausa. No va a explicarle que el dolor de las fuentes puras es tan desgarrador que nunca consiguen recuperarse de la pérdida—. Y luego hay flujos de energía de menor intensidad. Las que son aprovechables para el receptor reciben el nombre de latentes.
—Así que he recibido energía de cinco fuentes puras y de otras latentes. —Musita ella, intentando no derrumbarse nuevamente. Ha de ser fuerte, si quiere alcanzar su objetivo.
—De veinticuatro latentes, para ser exactos.
Sandra se estremece. Por lo visto cada una de esas fuentes tiene rostro, nombre y apellidos. Unos rostros que ella conoce muy bien. Prefiere no pensar en ello, o no podrá aguantar entera ni dos segundos.
—¿Y tú? ¿Cuántas fuentes puras tuviste?
El chico hace una mueca de disgusto. Ya está otra vez con ese tema.
Por lo visto no le gusta hablar de su anterior vida. Pero Sandra necesita distraerse, así que insiste.
—¡Venga hombre! Se de sobras que eres uno de los receptores más poderosos que hay por aquí. No voy a sentirme mal por que me digas tu número de fuentes. —Dice quitándole importancia. De seguro que triplica las suyas, y la verdad, no le importa lo más mínimo.
Jairo niega con la cabeza.
—Dos puras y una latente. —Admite de mala gana.
La chica abre los ojos de par en par. Eso no se lo esperaba. ¿Cómo puede ser tan poderoso entonces? Sólo hay una explicación.
—Vaya. Esas dos personas debían de quererte mucho para irradiar tal cantidad de energía.
—Hay sentimientos más fuertes que el amor, Sandra. —Dice él, con un extraño sentimiento en los ojos que ella no sabe identificar.
—¿Ah sí? A mí no se me ocurre ninguno.
—La culpa y el odio, por ejemplo. Pero no hablemos de estos temas. —Se incorpora de la cama de un salto—. Ven, quiero enseñarte algo.
La chica se levanta a regañadientes y sale de la habitación tras él. ¿Realmente quiere enseñarle algo? ¿O lo que no quiere es mostrarle más detalles de su vida anterior?
Cuatro años antes del momento presente.
Sube las escaleras de los cinco pisos de tres en tres. El olor de la comida recién hecha se mezcla con el de las bolsas de basura que el vecino del cuarto no tiene intención de retirar. Llega un poco antes de lo habitual. Ha pasado de la última clase.
En el momento en el que entra oye como se cierra una puerta.
—¡Mamá ya he llegado!
Una voz le contesta desde el interior del cuarto de baño.
Va a su habitación y tira la chupa encima de la cama de Raúl. No está en casa. Hace un par de días que no lo ve. Pero es comprensible. Nadie querría pasar mucho tiempo allí.
Se asoma al patio interior. Un par de niños gitanos juegan en la solera del entresuelo. Su madre, con un bebé en los brazos, ataviada con una bata y una enorme pinza celeste en la cabeza los llama a grito pelado para que entren a comer.
En ese momento escucha la puerta del servicio. Su madre ha salido.
Se dirige a la cocina para saludarla, pero ella esquiva su beso. No lo mira a la cara. Está avergonzada. Mantiene la vista fija en el potaje que está preparando. Pero ni todo el maquillaje del mundo hubiese podido ocultar la moradura que asoma bajo su ojo. Ni la que está junto al labio. Ni la que tiene en el pómulo…
Jairo siente una oleada de furia tan grande que le hace perder totalmente el control de sí mismo en milésimas de segundo.
Le advirtió que si le volvía a poner una mano encima lo mataría. Se lo juró. Y después de todo este tiempo ha vuelto a hacerlo, aprovechando que él no estaba en casa.
—¿Dónde está? —Brama con un vozarrón que ni él mismo reconoce.
La madre no contesta. Ha comenzado a llorar, en silencio, sin apartar la vista del potaje.
No hace falta que le responda. Sabe perfectamente en qué licorería encontrarlo. Se dirige veloz hacia su habitación y agarra la chupa.
Se siente capaz de todo. Le sobran los motivos. Parecía estar más calmado últimamente, tras la última bronca que tuvieron, en la que llorando como un niño le suplicó que tuviera clemencia. Una clemencia que no ha tenido con ella. ¿Tan valiente ante su madre y tan cobarde frente a él? No reconoce en sí mismo nada que le recuerde que es hijo de ese cabrón.
Está tan fuera de sí que ni siquiera ha oído el ruido de la puerta de entrada.
Jairo sabe que ese día uno de los dos morirá. Pero jamás hubiese imaginado que sería él.