CAPITULO 34

Varios meses después de la muerte de Sandra, en una ciudad cercana a la Fortaleza.

ARREBATA con brusquedad el jersey rosa que la dependienta se empeña en mostrarle, y lo deja de nuevo en el stand.

—Ya te he dicho que no necesito ayuda, gracias.

—Es que parece que andas un poco perdido…

—¿Me ves con cara de no saber lo que hago? —Responde él, malhumorado. No sólo tiene que estar en esa tienda con sonido a discoteca, sino que tiene a la joven pegada a los talones desde que ha entrado.

—En absoluto. Tienes cara de saber hacer de todo, y todo a las mil maravillas. —El tono de ella ha sido descaradamente sexual. Es más, lo ha mirado de arriba abajo mientras hablaba. Incluso le ha dado tiempo de morderse el labio en plan travieso.

Jairo mantiene su cara de mala leche, que finalmente consigue espantarla. Sin embargo, ese último comentario de ella le ha hecho gracia, y poco ha faltado para que soltara una carcajada allí mismo. Pero bueno, ahora por fin está solo, y puede dedicarse a la búsqueda de algo ponible entre toda esa marabunta de ropa.

Es como en la peli misión imposible. A cada paso que da pisa una percha, o se tropieza con alguna niña, o una dependienta cargada con una montaña de ropa le corta el paso. Sí señor. Bienvenidos a Bershka. Además esa tienda en concreto no tiene zona de chico, así que no puede echar un vistazo para sí mismo, ya que está.

¿Y no hubiera preferido Sandra ropa de alguna otra marca? No sé, algo más caro, algo que vendan en El Corte Inglés por ejemplo. De sobra se lo pueden permitir, qué dice permitir, pueden derrochar todo lo que quieran. Pero no, ella dijo que ahí, y ahí es donde comprará.

Resignado hasta la médula, se acerca a una montaña de jerseys básicos grises. Mientras busca la talla, otra dependienta se acerca.

—¿Te puedo ayudar?

—No. —Gruñe, sin siquiera mirarla. Con el jersey en la mano, se aleja de allí y camina hasta un perchero en el que hay colgadas unas camisetas. De manga larga, de manga corta y de tirantes. Coge una de cada, cada una de un color.

Ha pasado allí una media hora. Ha comprado siete pantalones, una docena de jerseys y una veintena de camisetas. No tiene ni idea de si las partes de arriba combinarán con las de abajo. Quizás lo más inteligente hubiese sido dejar que la dependienta escogiera por él. Pero ya es tarde. Está saturado de esa tienda, y todo lo que quiere es largarse.

En las cajas le cobra la misma chica que tanto le ha costado espantar. Le dedica un par de miradas mientras quita las alarmas con deliberada lentitud. Es morena, de ojos verdes. Se da un aire a Sara Carbonero.

—Es afortunada. —Comenta con una sonrisa.

—¿Quién? —Jairo no sabe de qué está hablando.

—Tu chica. —Responde ella, señalando la ropa. No está acostumbrada a que la ignoren, y mucho menos a que la rechacen. Así que ha dado por hecho que la única justificación posible para que ese pivonazo de ojos azules pase de ella es, precisamente, que esté comprometidísimo con su novia.

Jairo no la corrige. No tiene por qué darle explicaciones de nada.

—Esta ropa está al alcance de cualquiera. —Repone, aun sospechando que su frase haya ido por otros derroteros. Se acerca para marcar el pin de la tarjeta, y ella se reclina sobre el mostrador para hablarle desde más cerca.

—No me refería a la ropa, precisamente. —Matiza—. ¿Nunca te han dicho que eres muy guapo?

—Más veces de las que puedo contar. —Contesta con chulería.

—Pues apúntate una más. —Repone ella, con una sonrisa picarona en el rostro.

Jairo sale de la tienda y se dirige a la planta de arriba del centro comercial, donde localiza una zapatería. Allí compra dos pares de zapatillas tipo converse, unas botas y unas zapatillas de ir por casa. Todas del 38. Joder, quién le ha visto y quién le ve. Qué desgraciado.

Al pasar por el escaparate de Oysho, recuerda que también tiene que comprar calcetines. Entra en la tienda y le invade una extraña sensación. Todas las mujeres le miran, quizás porque es el único chico que hay allí.

Curiosamente ahora, que es cuando de verdad necesita ayuda, no ve a ninguna dependienta. “Joder, joder, joder”, piensa. ¿A qué se refería Sandra al decir que necesitaba “calcetines y esas cosas”? ¿Tiene que comprarle ropa interior? Sospecha que, desafortunadamente, sí.

Coge dos packs de seis calcetines de colores, y muy a su pesar, se dirige a las perchas en las que están colgados los sujetadores.

Está totalmente avergonzado. Y no debería estarlo. ¿Qué más da? Solo es ropa. Pero es que es ropa para ella, y se siente extraño teniendo que elegir ese tipo de prendas tan íntimas. Es más, no quiere hacerlo. Está a punto de pirarse cuando la salvación llama a su puerta.

—¿Puedo ayudarte?

—Sí. A ver, necesito algún sujetador.

—Ajá.

—No sé, cinco o así.

—¿Cinco o así? —La dependienta, de unos treinta años, lo mira divertida—. ¿De qué talla?

Jairo resopla y cambia el peso de una pierna a otra.

—Pues no lo sé… Lleva una talla S en las camisetas.

—Muy bien. —La mujer le sonríe. Ojalá todos los clientes fueran tan apuestos como ese chico—. ¿Cuál te gusta? —Inquiere, empezando a mostrarle de todos los estilos posibles.

—Me da igual. Elige tú, si no te importa. Las partes de abajo también elígelas tú. Tiene una 36 de pantalón.

Jairo paga el importe intentando no mirar todo lo que acaba de comprar. A lo que inicialmente ha pedido han sumado también dos pijamas. Sus ojos le traicionan y se pasean por los sujetadores. Ya no es cualquier prenda de ropa impersonal. Ahora son los sujetadores de Sandra. Y no se sabe por qué, pero vuelve a avergonzarse. ¡¿Qué coño le pasa?! ¡¿Es que es un puñetero quinceañero?! ¡Sólo son un puñado de sujetadores!

Baja al parking subterráneo donde ha dejado aparcado el BMW de Mauricio. Mete la ingente cantidad de bolsas en el maletero, y ocupa el lugar del conductor.

Cuando enfila la dirección hacia la salida se cruza con un Seat León negro, el mismo modelo que el que tenía Raúl. El corazón le da un vuelco, pero se tranquiliza enseguida. Sabe que se encuentra tan lejos de su antigua ciudad que es prácticamente imposible que se tope con algún antiguo conocido. Y, siendo realistas, aún menos con su hermano.

Se aleja muchos kilómetros de la ciudad. Toma una salida de la autopista, y se dirige hacia el lujoso campo de golf bajo el que se encuentra la fortaleza.

El recinto, vallado y vigilado las veinticuatro horas del día, es el más exclusivo de España. Tanto que no admite miembros ya que, evidentemente, es una tapadera. Pero una tapadera bien pensada. No sólo hay campos de golf, de tenis y de padel. También hay un aeropuerto privado. Uno de los guardias le abre la enorme verja de hierro forjado, y recorre el camino asfaltado hasta una de las entradas al parking subterráneo.

Aparca el coche entre un Pagani Zonda y un Porsche Carrera. La primera vez que vio la cantidad de coches de lujo que había en el lugar se quedó boquiabierto. Mucho más al ver la joya del lugar: un Maserati MC12 que Samuel tuvo el privilegio de comprar en la primera tirada de fábrica. Sólo hay una cincuentena más en todo el mundo, y el viejo tiene uno. Y bueno, llegados a este punto, Jairo ya no se sorprende de nada. Lo que sí es raro es que todavía no se haya decidido a comprarse uno, uno que sea sólo para él. Pero tampoco ha sentido la necesidad, al menos todavía. ¿Para qué comprarse un coche pudiendo coger cualquiera de esos cuando le plazca?

Coge el ascensor y baja a la planta −3. Una vez allí se dirige al ala D. Entra a la habitación de Sandra sin llamar. Para su sorpresa está en semipenumbra, y pese a ser sólo las diez de la noche, ya se ha acostado. La chica está profundamente dormida, o eso evidencian sus largas y acompasadas respiraciones.

Con cuidado de no hacer ruido, deja las bolsas en una esquina. Antes de marcharse no puede evitar contemplarla. Tiene la expresión tranquila, relajada. En paz. Está preciosa. Cómo le gustaría que estuviera siempre así, y no con ese ceño fruncido que muestra de forma permanente. Y en ese momento siente hacia ella un instinto de protección que no ha sentido nunca hacia nadie.

El chico sale de la habitación, camino a la cafetería. Si hubiera permanecido un par de minutos más junto a Sandra, hubiese podido comprobar que su pacífico sueño está salpicado de turbulentas pesadillas.

Varios meses después de la muerte de Sandra, en la ciudad.

No hace ni dos segundos que se ha sentado, y ya está otra vez de pie. Empieza a pasear por la habitación, nerviosa.

Se mira al espejo. Está muy cambiada. Lleva el pelo muy corto y no tiene buen aspecto. Le dijeron que un cambio de look a veces ayuda. ¿Cómo va a ayudar un corte de pelo a algo? Como mucho a sanear las puntas, nada más.

Mira de reojo el escritorio. Joder, ¡sólo son un folio y un boli! ¿Por qué le cuesta tanto?

Julia se obliga a sentarse de nuevo. Inés, su psicóloga, le ha insistido mucho. Tampoco entiende en qué le va a ayudar eso, pero la mujer está convencida de que notará la mejoría.

Coge el boli y su angustia se acrecienta. No entiende por qué, pero en vez de estar frente a ese papel en blanco se siente como si estuviese frente a su amiga. ¿Es a eso a lo que se refería Inés? ¿Es cierto que podrá sacar todos esos sentimientos que tanto le cuesta expresar en voz alta? La psicóloga dice que si no los expresa de alguna manera, es normal que aparezcan en forma de pesadillas, que por algún sitio tienen que salir. ¿Y escribirlos en una carta va a hacer que los malos sueños desaparezcan? Tiene sus serias dudas. Y, sobre todo, tiene miedo de lo que pueda expresar su corazón a través de su puño, pues inconscientemente intenta enterrar ese dolor que tanto le atormenta el alma. Claro, que esa pena se resiente a quedarse enterrada, y emerge en sus sueños, cuando ella no puede controlar sus pensamientos. Esa falta de descanso ha alterado considerablemente su ya de por sí maltrecha rutina. A raíz de la muerte de su amiga dejó el instituto, y no realizó la selectividad. Sus padres le obligaron a ir a terapia, y ahora que no duerme la psicóloga ha determinado que es momento de ponerse seria.

Toma aliento, y coloca el boli sobre el papel. “Hola, Sandra.” Le tiembla el pulso al escribir su nombre, y las lágrimas comienzan a asomarse por sus ojos. Intenta contenerse, y sigue escribiendo pese a la inestabilidad de su mano, con una caligrafía tan turbulenta que no la reconoce como propia.

“Me ha llevado mucho tiempo reunir el valor suficiente para escribirte esta carta.” Mira el espacio en blanco, sin saber cómo seguir. ¿Qué más pone? Siente culpa, dolor, rabia. Pero, como tantas veces le ha dicho Inés, no sabe cómo expresarlos. Piensa durante unos largos minutos y continúa.

“Nada es igual desde que no estás. Todo ha cambiado. Ya no soy la misma. Ninguna de nosotras lo es. Patri es la que parece llevarlo mejor, pero yo estoy destrozada. Ni siquiera se si tengo derecho de sentirme así, cuando la víctima en realidad eres tú y no yo. Pero, aún cometiendo el error de ser egoísta, te digo que mi vida se ha ido al traste. Dicen que una persona se puede definir por la gente que le rodea, y tú eras la persona más valiosa, más noble y con más principios que yo tenía en mi círculo de amigos. Aumentabas mi definición totalmente. Quizá eras la única persona con esas cualidades que aceptó ser mi amiga, pese a estar muy por encima de mi. Ya sabes que yo no me caracterizo ni por mi nobleza ni por mis principios, precisamente. Y ahora me siento perdida.”

Coge correctamente el boli, que se le ha escurrido porque su mano ha comenzado a sudar. Quizás sea porque se agarra a él con desesperación.

“Mi psicóloga dice que tengo que aprender a expresar mis emociones. Que tengo que pensar en la gente de mi entorno y decidir qué les diría si supiera que mañana ya no van a estar conmigo. Me pide que haga lo mismo contigo. Pero me resulta imposible. ¿Qué te hubiese dicho a ti la última vez que estuvimos juntas? Te hubiese dicho que no me hicieras caso, que no vinieras a la fiesta, que te quedases a estudiar como tu madre te dijo. Que te buscases a unas amigas responsables, a unas amigas que estuvieran a tu altura…”

Las lágrimas de Julia empiezan a brotar descontroladamente. Casi no puede respirar, pero no deja de escribir pese a que los párrafos están emborronados por sus lágrimas. Le ha costado meses empezar, y ahora ya no sabe cómo parar.

Continuará escribiendo durante horas, dejando salir por fin todos los sentimientos que se ha esforzado por contener en este tiempo, expresando todas las cosas que le hubiese gustado decirle a su amiga, y de las que no tuvo oportunidad.