CAPITULO 33

Varios meses después de la muerte de Sandra, en la Fortaleza.

NO sabe qué le sucede. No ha podido pegar ojo en la poca noche que quedaba. Ha estado todo el rato con Sandra ocupando su mente. Además, su almohadón olía ligeramente a ella, lo que no ha ayudado a que conciliase el sueño.

La chica no lo está pasando bien, vale. Pero desde que sabe que no intentó suicidarse, ve su restablecimiento como algo más realista. De todas formas no es de extrañar que llegasen a esa conclusión. Lo que sí es de extrañar es que alguien provoque semejante escabechina para comprobar su capacidad de curación. ¿Qué se hizo exactamente para producir esos charcos de sangre? ¿No le bastaba con hacerse un pequeño arañazo?

Son más de las diez, y ya va siendo hora de levantarse. Se incorpora de la cama y se da una ducha rápida en su bañera de hidromasaje. Para ser sinceros, no la utiliza para otra cosa. Después se viste y sale al pasillo. Es una pena que sea tan temprano, seguro que su compañera dormirá unas cuantas horas más.

Se dirige al ascensor y baja a la cafetería. La estancia ofrece un panorama completamente diferente al de la noche anterior. Varios receptores lo saludan y le hacen gestos para que ocupe uno de los asientos a su lado. Él los saluda con la cabeza, y camina hasta la máquina del café. No va a quedarse a charlar, sólo quiere tomar un café rápido e irse a la piscina. Nadar lo ayudará a dejar la mente en blanco.

Pero en ese momento cambia de opinión. Acaba de ver una figura que entra a hurtadillas por la puerta y se dirige veloz hacia la máquina de la esquina, intentando pasar lo más desapercibida posible.

Sandra escudriña el interior de la máquina expendedora, localiza el kit—kat y teclea el número con rapidez. Lo último que quiere es que alguna de esas decenas de personas repare en ella.

—Buenos días. —Una voz a sus espaldas la hace dar un brinco. La chocolatina se le ha caído al suelo por el susto.

Jairo la recoge y se la tiende.

—Hola.

—¿Qué haces despierta tan pronto?

—Podría preguntarte lo mismo. —Responde, y tras quitarle bruscamente la chocolatina de las manos, se dirige veloz hacia la puerta de salida.

El chico no espera a que el café esté listo. Se da prisa por seguirla. Ninguno de los receptores veteranos muestra el más mínimo interés por la chica. Hace algunos años, la llegada de un nuevo miembro hubiese constituido todo un acontecimiento, como cuando lo recibieron a él. Sin embargo ha habido un aumento de ataques en los últimos meses, y los nuevos receptores van llegando un día sí y otro también. Eso supone una sobrecarga de trabajo para los luchadores como él. En la última misión, sin ir más lejos, tuvo que asumir también las funciones de rastreador. Y después de lo ocurrido no hay más que ver en lo que ha quedado. Relegado a actuar de niñera. Aunque este encomiendo se lo está tomando con un interés especial.

Alarga las últimas zancadas, y mete la mano entre las puertas que estaban a punto de cerrarse. Después entra en el ascensor por el cual ella intentaba desaparecer.

—¿Qué haces? ¿Por qué no me esperas?

—¿Tú que crees? —Dice haciendo aspavientos verticales para que mire cómo va vestida—. Intento pasar desapercibida.

A Jairo le hace gracia la expresión de la chica. Pero tiene razón, necesita otra ropa.

—Me alegra ver que he encontrado tu punto débil. —Y hace un gesto señalando la chocolatina que lleva en la mano.

—Lo extraño sería que hubieses encontrado algún punto fuerte. —Murmura, y sale del ascensor cuando llegan al −3—. ¿Continuamos la ronda de preguntas y respuestas? —Propone, y él acepta de buena gana, pues lo que más le apetece en ese momento es estar con ella.

—¿En tu habitación o en la mía? —Inquiere Sandra.

—Suena a proposición indecente. —La mira con ojos burlones, pero ella ignora su buen humor.

—Pues no lo es. Vamos a la mía.

—Ya se algo más de ti. —Dice con malicia.

—¿El qué?

—Que tienes un despertar de perros.

Sandra hace una mueca como respuesta, y presiona la palma sobre el lector. Es increíble que esa pantallita sea capaz de reconocer sus huellas dactilares.

—Le he dado vueltas a lo de anoche y me quedan dudas. —Lo informa, sentándose en la cama. Jairo permanece de pie, sintiéndose súbitamente ahogado en ese pequeño cubículo, a solas con ella.

—Dispara.

—No, eso ya lo he descartado. No me serviría de nada, ¿no?

—¿Cómo dices?

—Dispararte. —Explica ella, como si fuese algo evidente—. Es igual, olvídalo.

Las palabras de Sandra fluyen solas. La presencia de Jairo, con esa arrebatadora belleza, esos anchos hombros y esos ojos azules embrujadores parece que, increíblemente, no le hace tartamudear ni enrojecer, como hubiese sucedido tiempo atrás, en su antigua vida. Todo lo contrario a lo que le ocurre a él. Debería estar acostumbradísimo a desenvolverse con desparpajo con cualquier chica. Para algo ha estado rodeado siempre de las más guapas y populares. Sin embargo hay algo en Sandra que lo hace sentirse inseguro. Hay algo en ella distinto, algo a lo que no está acostumbrado y a lo que no es, precisamente, inmune.

—¿Qué quieres saber?

—A ver. Según dijiste, todos los receptores mueren de forma horrible.

—Sí. —Es así de triste, cuanto peor es la muerte de uno, más te lloran los demás.

—Vale. Pues, para empezar, quiero saber cómo moriste tú.

Esas palabras caen como un jarro de agua helada sobre Jairo. Su sonrisa desaparece, y se pone a la defensiva.

—Eso no es algo que te interese.

—Yo decido lo que me interesa, ¿no?

—Y yo decido qué te quiero contar de mi vida privada.

Sandra está sorprendida de su cambio de actitud, pero no tiene mucho tiempo para pensar en ello.

En ese momento se abre la puerta y aparece Lola, con una bandeja sobre la que hay un vaso de leche y una pila de galletas.

—Buenos días, bonita. Me alegra verte despierta.

—Buenos días, Lola. —Le responde, intentando ser amable para compensar todo el tiempo que la ha ignorado. No parece una mala mujer.

—Samuel quiere verte. —Le comunica a Jairo. El chico se pone de pie y sale de la habitación sin decir adiós, dando por concluida la conversación.

En la actualidad.

La pena ha sido el tercer compañero de viaje durante todo el día. Ninguno quiere excusarse, y aunque ninguno va a reconocerlo, preferirían que la discusión no hubiese tenido lugar. Sandra mantiene la vista gacha, y Jairo no se quita las Rayban. Ninguno de los dos mira al otro.

Aminoran la velocidad. Por primera vez en un par de horas, ella eleva la mirada, buscando respuestas. Jairo ha frenado. ¿Por qué se detienen? Entonces lo ve. Hay un coche rojo, un deportivo, parado en la cuneta. También las ve a ellas. Tres chicas rubias, seguramente inglesas, intentando cambiar una rueda. Dos de ellas les hacen gestos con los brazos.

Jairo detiene el coche a escasos metros por delante del deportivo. La chica frunce el ceño. No hace falta que le diga nada, ya sabe cuál es su intención. “El caballeroso Jairo salvando no a una, sino a tres damiselas en peligro”. ¡Por favor! Se pregunta si se habría detenido de no ser tres chicas despampanantes.

—¿No bajas? —Le pregunta, sacando la llave del contacto. Es la primera vez que se dirige a ella. Sin embargo no obtiene respuesta. Sandra se limita a cruzarse de brazos y fija la vista en el arcén—. Como quieras.

Lo ve alejarse del R8 por el retrovisor, y acercarse a ellas. Las chicas le dan la bienvenida con sus relucientes sonrisas británicas. Lo miran de arriba abajo. No hace falta ser muy lista para saber lo que estarán pensando.

Jairo habla inglés con fluidez y desparpajo. Incluso las hace reír. De nuevo está desplegando sus encantos. Esos mismos encantos que parece no tener con ella. También hace gala de su innata capacidad de conversación, esa que ha brillado por su ausencia durante todo el viaje.

Sandra se muerde las uñas. Las inglesas son demasiado guapas, demasiado rubias (no como su estúpido pelo, que no se sabe ni de qué color es), sus risitas demasiado estridentes, sus shorts demasiado cortos y sus escotes demasiado pronunciados. Ahoga un gemido. Estaba tan absorta mirándolas por el retrovisor que se ha mordido la yema del dedo y se ha hecho un pequeño corte. Lo que faltaba. Pero bueno, no importa, sanará enseguida. Tiene que aprender a controlar esos estúpidos pensamientos.

Jairo se agacha y se dispone a cambiar la rueda. Las chicas no pierden detalle y se dirigen miradas intencionadas. Profieren risitas tontas aproximadamente cada dos segundos, en una incesante serenada de simpatía. Qué pesadas. Una de ellas deja de mirar el escultural cuerpo del chico, y posa su vista en Sandra. Sus miradas se encuentran en el espejo retrovisor. La guiri la aparta rápidamente, al sentirse descubierta. Seguramente se estará preguntando si la chica del descapotable es la afortunada novia. ¡Si ella supiera por qué están juntos…!

A Jairo le cuesta poco más de dos minutos cambiar la rueda. Las chicas parecen alucinadas. Se deshacen en halagos y elogios. Por desgracia Sandra sabe demasiado inglés como para no enterarse. El chico se despide, pero las inglesas se resisten a que se vaya tan pronto. Hacen fila, y le dan un par de sonoros besos en las mejillas, una tras otra. ¡Seis besos ni más ni menos! ¿Era necesario? ¿No bastaba con un simple “gracias”?

Las tres besuconas miran a Jairo alejarse, derretidas por esos andares chulescos.

—Qué caballeroso. —Repone Sandra con desdén, cuando ocupa el asiento del conductor.

—Y tú qué borde. Podrías haber salido a saludar por lo menos. Eran muy simpáticas.

—Sí, ya me imagino cuánto. —Hace un mohín, y vuelve a cruzar los brazos—. No pierdes ocasión de ligar que se te presente, ¿no? —Sandra no lo pretendía, pero su tono ha sonado a reproche.

—No estaba ligando. —Reconoce él, y es cierto. Le pareció mal dejarlas a su suerte en medio de esa zona desértica. Y además, él parece haber perdido la capacidad de interesarse por el género opuesto, salvo por la excepción que acapara toda su atención. Muy a su pesar, dicho sea de paso.

—No, claro. —Dice Sandra, exagerando las palabras y gesticulando con la mano libre—. Ahora me dirás que lo has hecho sólo para fastidiarme o algo así, y que no tenías ninguna sucia intención con ellas.

Jairo enarca una ceja. ¿Se refiere a que se ha puesto celosa? En seguida desecha la idea. Por desgracia no tiene esa capacidad sobre ella, pues implicaría que él le importa en algo, y sabe que no es así. De todas formas no puede reprimir una carcajada por lo absurdo de la situación.

Sandra lo mira perpleja, pero después también siente ganas de reír. Aún así las reprime. Sus miradas se encuentran, y de repente todo parece menos grave de lo que era. Permanecen con la vista fija en el otro durante unos instantes, en los que parece que el tiempo se ha detenido a su alrededor y sólo existen ellos dos.

—Te has reído. —La acusa Jairo, divertido.

—No es verdad.

—A mi no me engañas.

Sandra no puede aguantar por mucho más tiempo la censura, y una tímida sonrisa acaba saliendo y encontrándose con la de él.

Han enterrado el hacha de guerra. Bueno, más bien han echado un puñadito de tierra por encima, porque hasta que consigan enterrarla definitivamente pasará tiempo. Pero, por el momento, parece que se han sincronizado en el momento justo para darse una tregua. No hace falta decirlo en voz alta. Los dos los saben.

Jairo arranca el motor y sale a la carretera picando rueda.

Hace varios meses, en la Fortaleza.

—¿Qué quieres? —Le espeta secamente al viejo, sin siquiera dar tiempo a que su silla giratoria de la media vuelta completa.

—Qué mal genio. —Samuel lo observa, divertido.

—Tengo motivos para tenerlo, ¿no crees?

Y, como Jairo es de los pocos que sienten la corriente de energía del viejo cuando intenta leerle la mente, la utiliza para que él mismo saque sus conclusiones sin necesidad de explicarse.

—Oh. —Musita—. Ya veo. —Y se toca distraídamente la barba, pensativo—. Estás molesto porque no te avisé de la última reunión.

—Matiza. —Jairo se dirige a él con desdén—. No me incluiste en la reunión para una misión tan importante como la de Portugal. —Se acerca al escritorio y se inclina sobre él, apoyando ambos puños sobre la madera maciza—. Y sabes que soy el mejor de tus hombres.

—De eso no tengo ninguna duda. —Dice, sin tener muy claro cómo se ha enterado Jairo de que ese encuentro tuvo lugar. Ya lo averiguará.

—Te empeñas en decirme que no pasa nada, pero tus acciones demuestran lo contrario. Estás furioso conmigo por el error que cometí.

—No, Jairo. El único que está furioso contigo eres tú mismo.

El chico da un sonoro puñetazo en la mesa, pero el viejo no se mueve ni un milímetro.

—Controla tus impulsos, muchacho. —Indica con tono amable, pero con ojos firmes.

Jairo tensa la mandíbula y le dirige una mirada furibunda. Permanecen en silencio un par de minutos, aguantando cada uno la mirada del otro. Finalmente el viejo sonríe, ya cansado de ese juego que parece encantarle a Jairo. Quiere al chico con toda su alma, más de lo que ha querido a nadie en varias decenas de años. Pero el hecho de que lo quiera no implica que no tenga que tener mano dura con él, para enderezar su más que torcido comportamiento. De ahí que vaya a proponerle lo siguiente, aun conociendo su reacción de antemano.

—Según comenta Lola, la nueva receptora ha comenzado a hacer avances.

—Se llama Sandra. —Le espeta, secamente. Sabe que Samuel no aceptó su ingreso de buena gana. Y también sabe por qué.

—Está bien. Cuéntame, Jairo, ¿cómo va Sandra?

—Poco a poco, supongo. —Responde, encogiéndose de hombros. Después frunce su expresión—. Claro que podría remitirte un informe más preciso si fuese un experto en esta mierda de encargo que me encomendaste. Tendrías que habérselo mandado a otro, a alguien con más experiencia en asuntos psicológicos, a alguien con más tacto que yo. A alguien que lo hiciese bien.

—¿Quieres decir que lo estás haciendo mal?

—No lo sé.

—No hay nadie que pueda hacerlo mejor que tú. Y además muchacho, no te hagas el ofendido conmigo. Ambos sabemos que no supone para ti una carga tan pesada como pretendes mostrar.

El chico lo fulmina con la mirada, pero no replica.

—¿Me has llamado para que pasemos la mañana charlando? —Cruza los brazos sobre el pecho con chulería.

—Nada más lejos de la realidad. —En su rostro aparece una sonrisa afable—. Tengo otro encargo para ti.

—Y viendo la forma en la que sonríes, imagino que no será de mi agrado.

—Eres muy perspicaz, Jairo.

En ese momento pasa por su mente el rostro de Sandra, y recuerda que tiene que pedirle al viejo que le consiga ropa. En cuanto le exponga su encargo, se lo dirá.

—Eso mismo es lo que voy a pedirte. —Dice Samuel, sacándolo de sus pensamientos—. Tienes que conseguir ropa para Sandra.

—¡¿Qué?! ¡No! —Brama—. Un no rotundo, por si te cabe alguna duda.

Samuel permanece en silencio a que Jairo siga quejándose.

—¿Me has visto cara de niñera o algo por el estilo? ¡Joder! —Y da otro furioso puñetazo en la mesa, que provoca que un reloj de arena de cristal caiga al suelo y se haga añicos.

—¿Vas a destrozar parte de mi despacho cada vez que te proponga una misión que no te agrade? —Pregunta con tranquilidad, al mismo tiempo que utiliza su poder para elevar los trocitos del reloj. Flotando en el aire, comienzan a girar y a encajarse unos con otros, hasta que la pieza queda totalmente reparada. Después ella sola se coloca en su sitio.

—¿Llamas misión a esto? Llámalo recado, o marrón, o como te dé la gana. Pero no misión. Sabes que me he jugado la piel de buena gana por la orden siempre que me lo has pedido. Y ahora tengo que conseguirle ropa a Sandra. ¡Ropa! ¿Es que no puede hacerlo otra persona? ¿Lola tal vez? —Dice furioso, entre continuos aspavientos. En apariencia sigue igual de nervioso, pero en realidad se ha relajado un poco tras romper sin querer el reloj de Samuel.

—¿Lola? —Inquiere, levantando la ceja—. ¿Qué te hace pensar que Lola sea más adecuada para esto que tú?

—Hasta donde yo sé, es una mujer. —Replica con sorna.

—Y hasta donde yo sé, tiene más de cien años, Jairo. ¿En serio crees que nuestra Dolores escogería con más tiento ropa para una jovencita del siglo XXI que tú? No creo que la pobre se apañase ni con las tallas, para ser sinceros. —Samuel habla con mucho cariño de ella. Es una de las receptoras más dispuestas que ha habido en la fortaleza. Puede que no sea de las más poderosas, pero compensa de sobra esa desventaja con su total e incondicional disposición hacia los encomiendos que le mandan. De seguro ella no habría reaccionado como lo está haciendo el chico.

Jairo cierra las manos en pétreos puños, con tanta fuerza que los nudillos adquieren un color blanquecino. Se ha quedado sin argumentos. Aun así, no quiere aceptar sin protestar un poco más.

—¿Te has propuesto como meta que caiga en algún tipo de depresión o algo así?

—¿Tú? ¿Cayendo en una depresión? —Profiere una grave carcajada—. No me hagas reír. Antes de que eso ocurra, admitiremos en la orden a algún Askar. Con eso te lo digo todo.

El chico se dirige a la puerta, dando por perdida la discusión y aceptando de mala gana su penitencia. Antes de salir, se vuelve para mirar una vez más al viejo.

—Me estás haciendo pagar a un alto precio mis equivocaciones.

—Yo no te estoy haciendo pagar nada, Jairo.

Tras fulminarlo una vez más con la mirada, sale del despacho.

Recorre el espacio que lo separa del ala D con la mandíbula apretada. Ni siquiera ha saludado a Héctor cuando se han cruzado por el pasillo. No importa. Todos los receptores conocen a Jairo. Todos saben de su enorme poder e infinitas cualidades, pero también del mal genio que viene en el mismo saco.

Abre la puerta de la habitación de Sandra y al verla, inevitablemente, sus facciones se relajan.

—¿Tan grave ha sido? —Pregunta. Por su expresión no está claro si realmente le preocupa lo que le haya podido decir Samuel.

—Según como se mire. He de conseguirte ropa. Así que tendré que pasar la tarde de compras. —Dice, dejándose caer con desánimo en la cama de la chica. En cuanto se da cuenta de la confianza con la que ha hecho ese gesto, vuelve a ponerse tenso.

—¿En serio? ¡Qué guay! —Exclama ella dando una palmada. Quizás la oportunidad que tanto ansiaba está más cerca de lo que había esperado. Es posible que esa misma tarde pueda escaparse—. ¿Dónde vamos?

—¿Vamos? No, no. Tú no puedes venir.

—Estás de coña.

—Claro que no. Pasará un largo tiempo hasta que puedas salir a la superficie.

La piel de la chica adquiere una tonalidad extraña, tal vez morada, tal vez verde. Pero de seguro provocada por la rabia.

—Pues que te aproveche tu tarde de compras. —Replica, furiosa. Por la forma en la que lo ha dicho parece estar deseando que lo atropelle un autobús o que le caiga un meteorito sobre la cabeza durante las compras. Forma una bola con el envoltorio de la chocolatina y la arroja a la papelera. Pega en el borde y cae al suelo.

—Sólo acato órdenes. No te creas que a mí me hace ninguna ilusión. —Dice, tajante. No le gusta que Sandra se enfade. Claro, que prefiere eso a que esté deprimida, sin lugar a dudas—. ¿Qué quieres que te compre?

—Lo que te dé la gana. —La chica se ha cruzado de brazos.

—Ten cuidado con lo que dices, porque es tu única oportunidad de desprenderte de ese pijama que llevas puesto.

—Qué sé yo. Cualquier cosa básica del Bershka.

—Muy concisa, sí. ¿Y la talla?

—¡Y yo que sé! —Está malhumorada, y no quiere seguir hablando.

—Paso. —Dice, incorporándose de un brinco. Aun encima de que tiene esos miramientos con ella, lo trata así—. Luego no te quejes de lo que te traiga.

Jairo desaparece por la puerta, y pese al enfado y la resignación que tiene Sandra encima, viendo que a corto plazo no va a poder largarse, también se levanta de un salto. No quiere tener que bajar a cafetería hecha un adefesio.

Se asoma al pasillo. El chico ya está llegando a la esquina.

—¡Una S y una 36! —Le grita—. ¡Y también necesito calcetines y esas cosas! ¡Del 38!

Jairo se escabulle dentro del ascensor sin siquiera girarse a mirarla. ¿Calcetines? ¿En serio su nueva misión consiste en comprar calcetines? ¿Y a qué se refiere con “esas cosas”?