CAPITULO 32

Varios meses después de la muerte de Sandra, en la Fortaleza.

—¿ENTONCES se supone que estuve en un estado de latencia? —Dice, intentado organizar sus ideas.

—Eso es.

—¿Cuánto tiempo?

—Alrededor de seis meses.

Se estremece. No sabía que había sido tanto tiempo. Directamente, no sabe ni en qué mes se encuentra.

—Estamos ya en 2011, pues. —Supone, y Jairo asiente—. ¿Y cuánto tardaste tú en despertar? —Inquiere, sintiéndose más cercana a él ahora que sabe que murió hace tan poco tiempo.

—Eso no es relevante. —Sentencia, tajante.

—Para mí sí. Además has dicho que vas a contestar a mis preguntas. —Dice ella muy seria, mirándolo desde la silla. Jairo está semi tumbado en la cama.

—Quince días.

Sandra abre la boca para responder lo primero que le viene a la mente, pero después la cierra, pensándolo mejor.

—¿Y entonces? ¿Soy algún tipo de bicho raro?

El chico ríe.

—No. El raro aquí soy yo. Hay gente que tarda años enteros.

La chica arruga la nariz ante la perspectiva. Le resulta extraño mantener esa conversación sin ser una demente.

—¿Y durante ese tiempo recibí la energía de mis seres queridos, que se transforma en poderes?

Intenta hablar con toda la naturalidad del mundo. Tiene que ser fuerte si quiere llevar a cabo su plan. Pero, la verdad, le cuesta horrores.

—Lo vas pillando, por fin.

—¿Y dónde se supone que están esos poderes?

—Ya se irán manifestando. Una forma de acelerar el proceso es entrenar.

—¿A qué te refieres? —Inquiere ella, asustada ante la sola idea de realizar un entrenamiento de habilidades paranormales.

—¿A qué me voy a referir? Pues a entrenar, tanto física como mentalmente. Como tú misma has dicho, tu poder de curación ya ha aparecido.

—¿Entonces saldrán más?

Jairo sonríe. Habla de sus habilidades como si fuesen setas que brotan de repente por el campo. Pero Sandra no sonríe. Es más, parece repentinamente triste. El chico se incorpora, y posa sus ojos en los de ella.

—¿Estás bien?

—¿Y qué pasa si no quiero esos poderes?

—¿Cómo no vas a quererlos? —Se extraña. Aún no ha conocido a ningún receptor que reniegue de ellos.

—Te los regalo. —Murmura, apesadumbrada.

En otra ocasión, Jairo se habría reído por su ocurrencia. “Regalar sus poderes. Sí, claro. ¿Y qué mas?”. Pero está serio, puede decirse que incluso preocupado.

—No quiero tenerlos. Yo lo único que quiero es volver con mi familia… —La fachada de Sandra se resquebraja unos instantes y a penas puede contener el llanto.

El deseo de Jairo de consolarla es tal que casi le duele. Sin embargo, no se mueve ni un milímetro de la cama. La observa en silencio, hasta que ella vuelve a hablar.

—Me cuesta aceptar el hecho de que de verdad esté muerta.

—Ya lo irás asumiendo. El paso de los años sin cambios físicos ayuda a ello.

—De todas formas creo que si se lo explico correctamente a mis padres, lo aceptarán. Mi madre es muy creyente, y puede que esto no entre dentro de sus esquemas, pero estoy segura de que no me darán la espalda…

—Sandra. —La interrumpe, muy serio. Ella lo mira con ojos interrogantes, y a él se le cae el mundo encima. La chica no ha entendido nada. O quizás él no se lo ha sabido explicar, y ahora tiene que matizar uno de los aspectos más importantes. El que más daño va a hacerle a esa pobre chica—. No puedes volver a ver a tu familia.

—Pero…

—No, Sandra. Lo digo en serio. Nunca más volverás a verlos.

Ella parece desconcertada, sin saber si tiene que enfrentarse a él por prohibírselo o darle la oportunidad de explicarse.

Jairo se queda momentáneamente en blanco, cosa que no le había ocurrido en la vida. Después se serena. Tiene que explicárselo correctamente, para que no le quede ni un ápice de duda.

—La energía que emanan tus seres queridos y que ha llegado a ti es unidireccional. Si te encuentras con ellos, tiene lugar un cambio de dirección del flujo de poder. Un flujo de energía así no puede resistirlo un simple cuerpo humano.

—No, eso no puede ser…

Jairo la observa con expresión pétrea, aunque por dentro está desolado. Sabe que le está ocultando una parte muy relevante de la información, y que una media verdad también es una media mentira. Pero lo hace por su bien.

—No, no, no… —Sandra ha empezado a negar incesantemente con la cabeza, empezando a temer que nunca más pueda volver a ver a su madre, ni a su padre, ni a la pequeña Elisa, y no puede soportarlo—. No. No puede ser. Jairo por favor, dime que no es verdad. —Suplica, con los ojos llenos de lágrimas. Con una pena que atraviesa el corazón del chico.

Se levanta y se acerca a ella, y la seriedad de su expresión es suficiente afirmación para Sandra.

—¡No! ¡No! —Ahora está gritando, y se intenta zafar de los brazos de Jairo, que pretenden abrazarla o algo por el estilo—. ¡No! —La chica jadea, y rompe a llorar incontroladamente. Tiembla de pies a cabeza.

Jairo se hace con ella. Le sujeta férreamente las muñecas con una mano, y con la otra la atrae hacia su cuerpo. Siente su pecho contra el suyo, y su pelo rozándole la mandíbula. No sabe por qué ha hecho eso, pero de alguna manera ha conseguido calmarla. Es como si su deseo de consolarla finalmente se hubiese hecho realidad, como si hubiera traspasado su pecho y se estuviese introduciendo en el de ella.

Sandra se queda repentinamente sin fuerzas. Sus piernas fallan y Jairo la suelta inmediatamente para poder sostenerla con ambos brazos.

—No… —Solloza en un susurro apenas audible.

No está inconsciente, pero su cuerpo no parece por la labor de responderle. O tal vez haya sucumbido a la terrible información que acaba de darle.

Sujetando todo su peso, la conduce hasta su cama, y con cuidado la tumba. Después se acerca al armario y empieza a rebuscar en su interior. Cree recordar que por algún sitio había una manta… Sí, ahí está. La desdobla y la extiende con suavidad sobre el cuerpo de ella, que le parece más menudo que nunca. Débil, indefenso. Ella lo mira con sus tristes ojitos felinos, como si de alguna manera quisiera agradecerle el gesto y después los cierra. Los cierra durante un montón de horas seguidas. Tiempo en el que Jairo no se despega de ella, preguntándose qué puede hacer para ayudarla. Y lo que es más importante, preguntándose por qué desea tanto hacerlo.

En la actualidad.

Se han puesto nuevamente en marcha. El silencio que los acompaña en esta ocasión es diferente a los anteriores. Está cargado de resentimiento. Ambos guardan palabras que tendrían que haber dicho, y que no dijeron. Por el contrario, sobre sus conciencias pesan las otras palabras. Esas que sí expresaron y que no tuvieron que haber pronunciado.

Sandra está especialmente triste. Primero el sueño con Elisa, que la ha abatido. Es horrible no poder recordar con total nitidez los rasgos de un ser querido. Después la tremenda discusión con Jairo. Sabe que ha intentado pagar con él su mal genio, y que Jairo no es de los que cargarían con eso a la ligera. Y, para ser sinceros, ha sido el follón que ha tenido con él lo que la ha hundido.

No se atreve siquiera a mirarlo. Tiene la vista fija en la carretera.

El paisaje pasa veloz a su derecha, y la cálida brisa sopla sobre su rostro, apartándole suavemente el pelo de la cara.

Han cambiado de emisora, y suena “Por el miedo a equivocarnos”, de Maldita Nerea. Curioso nombre para un grupo, que se gana un puñadito de enemigas incluso antes de sonar.

“Éramos distintos, imposibles

y un futuro menos claro.

Entender bien lo que dices

me hace sentirme tan raro.

Empieza todo a hacerse triste,

a quedar del otro lado.

Tú también lo prometiste.

Fuimos dos equivocados, equivocados.”

Sandra se estremece, pese al calor de la mañana.

“Mal recuerdo nos persigue.

Fuimos dos equivocados, equivocados.

Me voy, me voy

Porque este sitio está lleno

de noches sin arte,

de abrazos vacíos,

de mundos aparte,

de hielo en los ojos,

de miedo a encontrarse,

de huecos, de rotos, de ganas de odiarse.

Ya lo llevo sintiendo, me quedo sin aire.

La estrella ha caído, se muere, se parte.

Sólo es un infierno sostenido

por el miedo a equivocarnos.”

“Y sólo digo que nunca quise hacerte daño

pero todo se nos fue

y aunque ahora somos como extraños

yo jamás te olvidaré.”

Sabe que no es momento de arrepentirse. Sabe que no es momento de pensar en lo que pudo haber sido. Lo sabe, pero no puede evitarlo. Reprime las ganas de llorar. No, ella es fuerte. Se ha forjado a base de golpes, de golpes duros. Pero anhela a ese extraño que en pocos meses se convirtió en alguien importante, necesario. Imprescindible. Al mismo que la tiene retenida contra su voluntad. Y ahora vuelven a ser los extraños que nunca debieron dejar de ser. ¿Cómo algo que iba por tan buen camino se pudo torcer en sólo unos minutos? ¿Por qué una decisión mal tomada puede cambiar totalmente el rumbo? A diferencia de la canción, en su historia sólo hay una equivocada. Lo siente en cada palabra de Jairo, en cada latido de su corazón, en la rozadura de la muñeca… ¡Bien cara le está haciendo pagar el chico su equivocación! Pero no. No es momento de hacerse preguntas que no tienen respuesta, de imaginar finales alternativos para una historia que terminó incluso antes de empezar.

Hace varios meses, en la Fortaleza.

Sandra parpadea para focalizar la vista. Al principio no reconoce la estancia. Sólo le resulta familiar ese color blanco al que tanta manía ha cogido. Después lo ve a él.

Está de pie, apoyado en el escritorio, observándola. Parece preocupado. Sus ojos se encuentran, y ella recuerda por qué está ahí, y lo último que pasó antes de que se quedara dormida. No puede reprimir una mueca de espanto, a la que acompañan nuevas lágrimas.

—Sandra. Eh, venga. Escúchame. —Jairo se ha acercado, y le toca con suavidad el hombro. Ella lo mira, con los ojos encharcados—. Eres fuerte, puedes lidiar con esto. Y yo voy a ayudarte, ¿de acuerdo? —Y hay una determinación tan férrea en sus ojos azules que, durante un instante, Sandra lo cree. Pero segundos después aparta su mirada y continúa llorando, silenciosamente.

—Voy a traerte un café caliente. —Murmura, y desaparece de la habitación.

Sandra intenta recomponerse del nuevo golpe que ha sufrido su maltrecho corazón. Pero tiene que ser valiente. Se lo debe a sí misma, y se lo debe a su familia. Tiene que ser fuerte para seguir con su plan.

Se enjuaga los ojos con brusquedad, y aparta la manta de un manotazo. Al hacerlo, un delicioso aroma la rodea. Esconde la cabeza en el almohadón. No es el olor de la manta, es el olor de Jairo, que inunda toda la habitación.

En ese momento aparece, precedido por un zumbido, con un vasito de plástico en la mano. Es chocolate caliente, de esos que sirven máquinas automáticas y que tienen un palo de plástico por cucharilla. El chico ha pensado que no era muy conveniente llevarle un café, dado su estado de nervios.

Sandra se incorpora.

—Ten cuidado. Está muy caliente. —Dice él extrañamente protector, pero ella hace caso omiso y se lo arrebata de las manos.

Da un pequeño sorbito y se quema el labio superior. Exhala un pequeño sollozo, sintiéndose aún más desgraciada, pero se contiene.

Jairo se sienta en la cama, guardando las distancias. Permanecen un largo rato en silencio. Sandra va bebiendo poco a poco el chocolate. La cálida sensación que le produce es reconfortante.

—Dime una cosa. —Dice, saliendo del estado de ensimismamiento con el que miraba el vaso—. Si estoy muerta, ¿por qué necesito beber esto?

Él no puede evitar sonreír, pese a lo crudo de la situación.

—Has visto muchas películas.

Sandra se encoge de hombros.

—Pues en los últimos meses no he comido mucho y no me ha pasado nada.

—Eso explica tu aspecto. Estás horrible.

—Vaya, gracias. —Y por primera vez, una tímida sonrisa aparece en el rostro de ella. Es minúscula, tanto que casi no merece ni llamarse así. Pero es la más bonita que Jairo ha visto en su vida, y ha iluminado la estancia entera.

—A partir de ahora comerás más. —Le dice muy serio—. Prométemelo.

—Yo no juro. —Dice ella inmediatamente, por costumbre.

—No te he pedido que lo jures. —Dice él, disimulando el asombro ante una costumbre tan mortal como la que acaba de mostrar Sandra.

Lo mira. Es verdad, no ha dicho eso. Le ha dicho que lo prometa. Hace un pequeño gesto con la cabeza, apenas perceptible, pero que por lo visto es su manera de asentir.

Le quita el vasito vacío de las manos, y se levanta para tirarlo a una papelera que hay bajo el escritorio.

—Ven, quiero enseñarte algo.

Sandra sale a regañadientes de la cama. Si por ella fuera, se quedaría ahí por los siglos de los siglos. Pero claro, no es su cama sino la de él, y no puede atrincherarse en un cuarto que no sea el suyo. Salen al pasillo. La temperatura allí es ligeramente inferior.

Lo sigue, pasando al lado de decenas de puertas, y llegan a un ascensor metálico que no había visto antes. En el panel todos los números son negativos. Ya no tienen duda de que están en algún lugar bajo tierra. Siente un escalofrío. Qué mal rollo. Jairo pulsa el −5, y comienzan el descenso. Por lo visto se encontraban en la planta −3.

Las puertas se abren y salen a una enorme estancia, que tiene más luz que los pasillos de las habitaciones. Parece un restaurante sin clientes. Está lleno de mesas para unas ocho personas cada una, y hay una enorme barra con soporte para arrastrar bandejas, similar a las que hay en los hoteles que tienen buffet libre.

Decenas de mostradores transparentes refrigerados muestran toda clase de platos, cuidadosamente tapados con film.

—¿Por qué no hay nadie?

—Porque son más de las cinco de la mañana.

Sandra arruga la nariz. No sabía que había dormido tanto. Tampoco sabía a qué hora se quedó dormida, la verdad. Y claro, tampoco sabe que Jairo no se ha separado de ella ni un instante.

—A estas horas apenas hay platos, pero a las horas de las comidas hay gran variedad.

¿Que ahora hay pocos platos? ¿Bromea? A simple vista le parece que ve, por lo menos, siete primeros diferentes.

—También hay máquinas expendedoras. —Dice señalando una esquina, en la que no sólo hay máquina de café, sino también de snacks salados y dulces—. ¿Te apetece algo?

—Sí, bueno… Un kit kat. Pero no llevo dinero…

Jairo sonríe ante su inocencia.

—Aquí no hace falta pagar. —Y se aleja de ella en dirección a la máquina. A los pocos segundos vuelve con dos kit kats—. Toma. Y este por si te entra hambre cuando estés en la habitación.

Ella coge las dos chocolatinas que le tiende, y se dirigen juntos hacia el ascensor.

—¿Los cocineros también son receptores?

—No, son gente normal y corriente.

—¿Y no les parece raro trabajar aquí?

Jairo marca el —3 y comienzan a subir.

—Hay mucha gente que opta por ignorar lo que tiene delante de las narices por una buena suma de dinero. Y a otros simplemente Samuel les echó un conjuro de silencio.

—Ah. —Es todo lo que responde ella.

Salen del ascensor, y Sandra lo sigue no sabe muy bien hacia donde.

—En la cafetería podrás conseguir comida siempre que tengas hambre. ¿Crees que podrás recordar el camino?

—Difícilmente podré recorrerlo si la puerta de mi habitación me impide salir de esos tres metros cuadrados en los que vivo.

Jairo sonríe, y se detiene frente a una puerta. Coloca la mano sobre el lector, pero por lo visto no para que se abra. Mira fijamente la pantalla durante unos instantes y después sonríe.

—Ya está.

—¿Ya está qué?

—Ahora puedes salir de tu habitación siempre que quieras.

Sandra lo mira a él, y luego a la puerta. En la esquina superior derecha está el setenta y tres formado con números metálicos. ¿Es su habitación? Ni siquiera sabía el número.

—¿Y no te da miedo que vaya a escaparme?

Jairo suelta una carcajada.

—Es imposible que te escapes de aquí.

—¿Tú lo has intentado? —Le dice ella, muy interesada por la posible respuesta.

—Claro que no. ¿Por qué querría escaparme de aquí? —Y hace un gesto con las manos, señalando los muros, como si fuese el más lujoso de los palacios.

—¿Ni siquiera en los primeros momentos? ¿Bromeas? —No da crédito a lo que escucha.

—Esta vida no está tan mal. —Responde, encogiéndose de hombros.

—No quiero ni imaginarme el desastre de vida que debías de tener antes para pensar de este modo. —Sentencia, con los ojos abiertos de par en par.

Una extraña emoción ha pasado fugaz por el rostro de Jairo. Tanto, que ni siquiera le ha dado tiempo a identificarla. ¿Es que ha dicho algo que le haya molestado?

—Bueno, Sandra, piensa en todo lo que te he contado. Mañana ya me harás más preguntas. —Su voz se ha vuelto repentinamente gélida, así que sí, ha debido de molestarle el comentario.

—¿Estás cansado?

—Yo no. Pero tú necesitas dormir. —Ahora su tono ha vuelto a relajarse, y sus ojos son amables.

Posa la mano en el lector y le abre la puerta. Una cosa es que haya cambiado la configuración para que ella pueda salir, y otra muy diferente es que se haya quitado su propia autorización. Piensa seguir entrando cuando le plazca.

—Que descanses.

—Gracias. —Murmura ella.

Espera a que la puerta automática se cierre, y después comienza a caminar en dirección al ala B.