CAPITULO 31

Varios meses antes del momento presente, en la Fortaleza.

—¿¿INTENTAS convencerme de que me salvaste de cinco demonios que querían robarme la energía de mi familia??

—Sí. Sí y sí. ¿Tan difícil es de comprender? —Dice él, levantándose de golpe de la cama. Recorre crispado la habitación, pero en un par de zancadas llega al tabique y tiene que darse la vuelta. ¡Qué pequeña es! Casi tanto como la capacidad de entendimiento de la chica.

Se sienta de nuevo a su lado, pero esta vez mucho más cerca. Parece incómoda por su proximidad, pero a él le da igual.

—¿Qué es lo que no entiendes? —Le pregunta desde escasa distancia, aderezando cada palabra con una pizca de mala leche. Sus increíbles ojos azules hacen que Sandra se maree una milésima de segundo. Pero enseguida se repone.

—No entiendo que te puedas inventar una mentira tan elaborada. —Protesta, aunque con menor convicción que la que ha mostrado las otras cien veces anteriores.

—Joder, ¿ya estás otra vez con lo mismo? Tienes la cabeza más dura que una piedra. —La paciencia no es una de las virtudes de Jairo precisamente. Siente que se está dando cabezazos contra un muro y se está hartando.

—¿Y se supone que creasteis un cuerpo inmortal para que pudiese recibir la energía?

El chico la fulmina con la mirada. Si no le fallan las cuentas, se lo ha dicho ya unas diez veces.

—¿No te has dado cuenta de que, aunque en apariencia este nuevo cuerpo sea igual que el anterior, es totalmente distinto? —Repone, irritado.

Por supuesto Sandra no contesta. No le va a contar que ve a la perfección pese a no llevar las gafas y que sus heridas se curan milagrosamente.

—Vale. Bien. Lo acepto. —Responde ella, colérica—. Y ahora, ¿vas a dejarme marchar?

—¡¿Pero es que no entiendes que tienes que quedarte aquí, a cumplir los cometidos que se te asignen?! ¡Formas parte de la orden!

—Pues eso sí que no lo acepto. ¡No podéis obligarme!

El chico tensa la mandíbula. Tiene un aspecto mortífero. Sandra lo hubiese temido en su vida mortal, pero ahora anda un poco desubicada respecto a los límites de lo racional, así que continúa adentrándose por ese terreno farragoso.

—No puedo obligarte a que lo aceptes, pero sí a que cumplas tu cometido. —Dice, esforzándose por modular su voz. Las palabras se cuelan entre sus dientes apretados provocando un extraño siseo.

—¿Por esa estupidez de que soy tu compañera? ¡Búscate a otra!

—¡Ojalá pudiera! Cualquier opción sería mejor que tú.

Se dedican una intensa mirada de odio, ambos con las facciones rígidas. Sandra frunce el ceño hasta los límites que le marca su propio cuerpo.

—No puedes obligarme a nada. Ponme a prueba. —Sentencia, con la voz cargada de rabia.

—Ponme tú a mí. —Responde él. No sabe a quién se está enfrentando.

—Pues si vas a mantenerme encerrada aquí para siempre, es mejor que sepas cuánto te odio. Cuánto os odio a todos. —Dice con profundo desprecio. Sus palabras son como cuchillos, pero no parecen herir a Jairo. Para sorpresa de la chica, Jairo se encoge de hombros con indiferencia.

—Es mejor saberlo cuanto antes. Si te soy sincero, odio la hipocresía.

Y poniéndose en pie, se dirige a la puerta.

—¡¿Qué haces?! —Exclama ella.

—Me largo. Estamos en un punto muerto.

Sandra se levanta de un brinco de la cama, y se dirige a él con un dedo acusador, levantando los talones para intentar encararlo desde la misma altura, aunque sea físicamente imposible.

—¡De eso nada! ¡No me has explicado nada!

Y se interpone entre el chico y la puerta, dispuesta a cortarle el paso.

—Continuamos mañana, que estás muy cansada.

—No estoy cansada. — Dice con furia, y clava su mirada en la de Jairo.

—Pues yo sí. Me has saturado ya. —Replica él con ojos maliciosos. La aparta sin ninguna contemplación de un pequeño empujón y desaparece por la puerta.

Sandra va a contestar, pero la puerta se le cierra en las narices. Profiere un grito de frustración que resuena por todo el ala D.

Cuatro años antes del momento presente.

Definitivamente Iñaki es idiota. Pero no se sabe muy bien por qué, le cayó en gracia a Jairo, y dado que son pocas las personas que consiguen caerle en gracia, el chico las defiende a muerte. Incluso en las situaciones, como esta, en las que no tienen la razón precisamente.

Camina con resolución por las vías de la antigua estación. Las tuercas están oxidadas, y crecen hierbajos entre los hierros. Es un lugar marginado, apartado, desolado, que nada tiene que ver con lo que un día fue. No hay un alma por allí. Mejor. Sólo busca a una persona en concreto, y sabe muy bien dónde encontrarla. Aunque seguramente tendrá compañía.

Cerca de las vías se alza una construcción, la única en todo el descampado. Los ladrillos rojizos de la fachada están llenos de pintadas. Alguna la hizo el propio Jairo en su tierna adolescencia. Y es que ese es uno de los lugares de la ciudad con mayor porcentaje de delincuentes por metro cuadrado.

Bordea el edificio, y se encuentra con la prueba de que están ahí dentro. El BMW ultra tuneado del Kato está aparcado con las ventanillas abajo. ¿Para qué molestarse en subirlas? Nadie en su sano juicio se atrevería a hacerle nada a ese coche. Pero nadie ha dicho que Jairo esté en su sano juicio.

El coche está impoluto. Las llantas de aleación brillan. Qué mejor manera para no llamar la atención que dejar un coche tan caro frente a un almacén abandonado y semiderruido. Aunque no tengas ni dos dedos de frente, al verlo se te ocurre pensar que ahí dentro no se hacen, precisamente, obras de caridad.

¿Que los chicos del Kato están metidos en su madriguera? Quizá necesiten un incentivo para salir. No tiene ningún miedo. Bueno, sí hay algo que le jodería que resultase dañado. Se quita las Rayban y las guarda en el bolsillo interior de la chupa. Sólo por si acaso.

Después coge impulso y arranca de una patada uno de los retrovisores. El plástico cruje desgarradoramente al partirse. Luego agarra un madero del suelo y revienta la luna delantera, que se cuartea al primer golpe.

El incesante sonido de la alarma es como un reclamo para el Kato. Hace acto de aparición en la puerta de la nave, seguido de dos de sus colegas, con una mirada en la que se mezclan la incertidumbre y la demencia. Los tres avanzan, dispuestos a matar al que se haya atrevido a respirar cerca de ese coche.

—¡Hijo de…! —Dice uno de los hombres, pero se detiene al ver de quién se trata.

Ahora que los tres han reconocido a su oponente, sólo el Kato se acerca. Los otros se quedan en la retaguardia, por si acaso su jefe saca ventaja. Entonces sí se acercarán a echar una mano, cuando ya no sea necesario. Pero de momento prefieren no intervenir.

—¡Cabrón! —Grita el Kato con un sonido gutural, y saca la navaja que siempre lleva a mano.

Se abalanza sobre Jairo, que le sujeta el brazo armado sin dificultad y le asesta un tremendo cabezazo. El Kato retrocede un par de pasos, con la nariz sangrando y un poco desorientado. No puede impedir que Jairo le quite el cuchillo.

El chico lo mira con aparente calma y después le da un repentino rodillazo en la tripa que lo hace caer de rodillas. Lo sujeta por las largas greñas, y le habla desde muy cerca.

—¿A quién has llamado cabrón? ¿Es que tengo que enseñarte buenos modales a estas alturas?

—¡Joder! ¡Esto es entre tu amigo y yo! No quiero tener problemas contigo.

—Haberlo pensado antes, capullo.

Sin soltar las greñas del Kato, echa un vistazo a sus dos secuaces, dándoles a entender que si quieren intervenir, ese es el momento adecuado. Sin embargo, optan por no meterse, lo que Jairo suponía.

—Ya sabes con quién ando. Ni se te ocurra ponerles de nuevo la mano encima, o mi próxima visita no será de cortesía. ¿Está claro? ¡He dicho que si está claro!

El Kato hace un extraño gesto que Jairo admite como una afirmación.

—Y ahora repite conmigo. —Le dice a aquel hombre que le saca más de diez años, y que tiene la cara morada de rabia—. Disculpa mi mala educación, Jairo.

Parece que el Kato se resiste, así que Jairo lo zarandea del pelo.

—Disculpa mi mala educación, Jairo. —Recita con los dientes apretados y la voz temblando de ira.

—La deuda con Iñaki queda saldada. ¿O no? —Dice el chico con prepotencia.

—Queda saldada. —Sentencia el hombre con furia.

Jairo se da por satisfecho. Lo suelta y se sacude las manos. Pasa por entre los dos hombres del Kato, que se apartan a su paso.

—¡Por cierto! —Dice volviéndose y elevando la voz para que el cabecilla lo escuche—. Yo que tú me buscaba una compañía más útil que estas dos nenazas.

Saca las Rayban, y se aleja del lugar caminando tranquilamente, por las vías del tren. Sí, definitivamente contundencia es la palabra que define las acciones del chico.

Minutos después se encuentra con Andrés y con Iñaki, que corrían a su encuentro.

—¿Qué pasa? ¿No los has encontrado? —Inquiere Andrés al ver su parsimonia. El chico se encorva, apoya las manos en las rodillas y respira con dificultad como consecuencia de la carrera.

—La deuda está saldada. —Dice Jairo, dirigiéndose únicamente a Iñaki—. Pero te lo advierto. Si vuelves a meterte algo, yo mismo me encargaré de darte una paliza. —Su tono es amistoso, pero los tres saben que no está bromeando.

Después se quita las Rayban y se las tiende a Iñaki.

—Ponte esto, que pareces un puñetero oso panda. —Andrés ríe, ya más tranquilo, empezando a aceptar que, milagrosamente, Jairo está vivo. ¿Cómo puede tener tanta suerte?

—Vamos a por unas birras. —Propone Jairo, y los otros le siguen camino de la ciudad.

Lo que parece una animada charla de colegas es, en realidad, el parloteo nervioso de dos chicos que no paran de mirar por encima de sus hombros, temiendo que en cualquier momento aparezcan el Kato y sus hombres, en busca de venganza.

Pero Jairo está tranquilo. Está seguro de que no habrá represalias. Sabe que puede hacer lo que le dé la gana. Prueba de ello es que ha ido solo a buscarlos, sin ningún tipo de refuerzo.

Varios meses después de la muerte de Sandra, en la Fortaleza.

Todo ha salido mal. Fatal. ¿No se supone que tenía un plan? ¿Un plan meticulosamente elaborado? ¿Qué ha pasado con él? Pues que se ha ido al traste en el mismo momento en el que ha estado frente a Jairo.

Iba a seguirle la corriente, iba a dejarse arrastrar río abajo si era necesario, a la espera de que apareciera algún remanso más tranquilo que le diese la oportunidad de escaparse. Pero no. Nada ha salido como lo había planeado. ¡Qué fracaso por Dios!

Además ha notado el cambio de actitud del chico. Puede que haya sido sincero al decir que estaba cansado de ella. ¿O ha dicho saturado? Algo así ha sido. Y le ha molestado enormemente. Tiene que reconducir la situación como sea, o después será más difícil. Cuanto más espere, peor será.

Decidida, se aproxima a la puerta de la habitación. Por supuesto no puede abrirla, así que la aporrea insistentemente, esperando a que alguien le abra.

Lola tarda en aparecer más de lo esperado. Para su sorpresa la mujer lleva puesto algo parecido a un pijama.

—¿Estás bien? —Pregunta, preocupada. Sus mechones rubios están enmarañados.

—Eh, sí… Es que quería salir.

—¿Para ir a dónde? —La mira con recelo.

—A hablar con Jairo.

Lola parece debatir consigo misma durante unos segundos. Al final accede. Sandra parece no haberse dado cuenta de la hora que es. Es normal, no tiene forma de saberlo. En su cámara no hay un reloj, ni por supuesto ventanas que den al exterior.

Le pide a la chica que espere, y le cierra la puerta mientras va a su cámara a por una bata. Está en esa misma ala, así que no se demora mucho tiempo.

Después abre de nuevo la cámara de Sandra, y la guía por los pasillos de la fortaleza. No tiene muy claro que Samuel aprobase esa excursión nocturna, pero su instinto le dice que es mejor no cortar las primeras manifestaciones de interés que muestra la chica en tantos meses.

La mujer se ciñe un poco más la bata, y se cierra el cinto con una lazada. No está correctamente vestida para andar por la fortaleza. Claro, que a esas horas es difícil que se cruce con alguien. Y, en cualquier caso, la nueva receptora aún tiene peores pintas que ella. Pobre niña, tan guapa y vestida con ese enorme pijama verde de hospital. Es lo único que disponen para los nuevos receptores. Tendrá que informar a Samuel de la imperiosa necesidad de comprarle ropa nueva.

Sandra camina al lado de Lola, asombrada por la cantidad de pasillos y de puertas que hay en el lugar. Desde que se cortó la mano empezó a cuestionarse si en las palabras que le habían transmitido el viejo y su responsable había alguna parte de verdad. Y, sin duda, ver aquel despliegue estructural aumentaba la credibilidad de esa supuesta “orden”. Todas las puertas tienen en su exterior una especie de lector electrónico de última tecnología. Seguramente ese aparatito es el causante de que ella no pueda salir a su antojo de su cámara.

¿Por delante de cuántas puertas han pasado ya? Debería haberlas contado, para hacerse una idea de la cantidad de gente que vive allí. Supone que todos obligados, como ella.

En ese momento se cruzan con un chico joven, de unos veinticinco años, que las mira ligeramente sorprendido. En especial a Lola.

—Buenas noches. —Saluda amablemente, haciendo un cortés gesto de cabeza.

—Buenas noches, Eneko. —Responde algo ruborizada, quizás debido a su atuendo.

El chico sonríe a Sandra, pero ella no le devuelve la sonrisa. Después se aleja andando tranquilamente, en dirección contraria a la de ellas.

Vaya, por su expresión no parecía que lo estuviesen obligando a permanecer en aquel lugar. Es más, parecía feliz. Sin duda debe llevar mucho tiempo allí para haber aceptado su secuestro.

—¿Cuánto tiempo lleva este chico aquí? —Se permite el atrevimiento de preguntar. Sin embargo la mujer contesta de buena gana, feliz de mantener una conversación con ella.

—¿Eneko? ¿O Jairo?

—Eneko.

Lola exhala un suspiro, y empieza a hacer memoria.

—No estoy segura… Cuando yo llegué él ya estaba aquí. Giran a la derecha y enfilan un nuevo pasillo, un poco más amplio que los anteriores. —Unos doscientos años, más o menos.

Sandra enmudece del asombro. ¿El chico joven tiene cerca de doscientos años?

—¿Y tú? ¿Cuántos años tienes, Lola? —Inquiere con un hilito de voz. Sabe que es de mala educación preguntar a una señora de avanzada edad por sus años, pero está casi segura de que este caso constituye una excepción.

—Cumpliré ciento treinta y cuatro en agosto. —Responde, con una amable sonrisa.

Llegan al final del pasillo, y la mujer se detiene frente a la última puerta.

—Eres afortunada de tener a Jairo como compañero. Probablemente, después de Samuel, sea el receptor más poderoso de la fortaleza. —Después le pasa una mano por la espalda y le hace una friega alentadora. Sandra se estremece. Hace meses que no siente ningún tipo de contacto—. Ya verás, vas a aprender muchísimo de él.

Aunque sus palabras son de aliento, también hay un deje de tristeza en ellas.

Lola sabe que hay muchas diferencias entre los receptores basadas en sus poderes. De estos también dependen las misiones encomendadas. Y, siendo francos, ella no ha desarrollado grandes poderes precisamente. Aunque peor es el caso de Eneko, al cual aventuraban un enorme potencial, que se perdió al morir su principal fuente de energía antes de que el muchacho pudiese recibirla.

Pero no es momento para ponerse melancólicos. Ella aporta a la orden todo lo que tiene y más, porque voluntad no le falta. Aunque si se compara con el joven que descansa tras esa puerta sus poderes son ridículos, tiene que reconocer que es muy poderosa. Es más, si Sandra supiera lo que es capaz de hacer esa mujer con baja autoestima, se habría quedado anonadada. Y, bueno, si supiera hasta donde se aventura la capacidad de Jairo, no habría salido de su estado de shock.

Lola golpea la puerta con los nudillos. Por lo visto la privacidad de Jairo es más importante que la suya. Claro, que Sandra no imagina que sólo el propio Jairo puede abrir esa puerta, a diferencia de la de ella, que la puede abrir todo el mundo.

Jairo se incorpora de la cama. ¿Han llamado a su puerta? Normalmente nadie lo hace.

Tarda en abrir. No estaba dormido. Estaba tumbado encima de la cama, dándole infinitas vueltas a todo lo relacionado con su compañera. Sólo llevaba puestos unos vaqueros, así que se pone la primera camiseta que pilla.

Abre y se queda mirando a las dos mujeres que lo han visitado a esas horas.

—Os dejo solos. —Dice Lola, y se aleja no sin antes dedicarles una sonrisa a ambos. Está realmente feliz de que la chica esté saliendo de ese pozo en el que había caído.

El chico apoya el codo con chulería en el marco de la puerta, sin permitirle pasar. Su pelo negro está ligeramente despeinado, pero le queda bien. Es difícil que a alguien tan guapo pueda quedarle algo mal. Sin embargo la chica apenas se fija.

La mira y enarca una ceja, esperando una explicación que no parece dispuesta a dar a no ser que se la exijan.

—¿Y bien? —Espeta secamente.

—Vengo en son de paz. No hace falta que seas tan borde.

—Habló miss simpatía.

Se dedican gélidas miradas durante unos instantes.

—¿Y a qué has venido exactamente, con ese son de paz que dices?

—¿Tengo que explicártelo en el pasillo? —Dice ella, poniendo los brazos en jarras.

Jairo se retira de mala gana, y le deja un hueco para que pase.

—¡Tu habitación es más grande! —Se queja automáticamente, al constatar el enorme tamaño de esa cámara. Como mínimo, quintuplica al de la suya. Se le hace raro que esté tan poco personalizada. Al igual que en la de ella, todo es odiosamente blanco. No hay nada decorado por él.

—¿Qué esperabas? —Inquiere con prepotencia—. Ya soy veterano.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —Siente un ligero escalofrío al formular la pregunta. Resulta extraño estar frente a un joven sólo en apariencia. ¿Cómo de anciano será Jairo?

—Cuatro años.

—¿Qué? ¿Sólo?

—¿Te parecen pocos?

—Lola lleva más tiempo que tú.

Jairo se encoge de hombros con indiferencia y se tumba en la cama bocarriba, ocupando todo el hueco e imposibilitando a Sandra barajar la opción de sentarse junto a él.

—Supongo que me lo he ganado.

Ella mira alrededor. No puede evitar echar un vistazo dentro del cuarto de baño. Es más grande que su propia habitación. ¡Si hasta tiene una bañera de hidromasaje enorme! Ella sólo dispone de una pequeña ducha.

—Puedes usarla alguna vez, si te apetece. —Dice él con sorna, adivinando sus pensamientos.

Sandra lo mira furiosa.

—Ya. —Dice toscamente, adivinando el tipo de chico que es—. Y supongo que tú irás incluido en la oferta, ¿no? No, gracias. —Y hace un mohín con la boca. Jairo empieza a reír, y pronto su risa se convierte en carcajadas.

Ella espera a que se le pase, de pie en el centro de la habitación, con los brazos férreamente cruzados sobre el pecho.

—Venga. Ahora en serio. ¿A qué has venido?

—A retomar la conversación de antes.

—¿Exactamente desde el punto donde la dejamos? —Inquiere él con ojos maliciosos, quizás forzándola a que se disculpe. Pero ella no cede.

—Exactamente como estábamos no. Ya te he dicho que vengo en son de paz.

—Permíteme que lo dude. —Se coloca los brazos sobre la cabeza y fija la vista en el techo, ignorándola con descaro.

Sandra respira profundamente. Ha de armarse de paciencia.

—Te haré una confesión, para que veas que estoy dispuesta a ser un poco más… más… receptiva. —Dice, cuando por fin encuentra la palabra adecuada.

Parece que ha llamado la atención de Jairo, que ha dejado de encontrar interesante el techo y ahora centra toda su atención en ella. Sus ojos azules la miran con una penetrante curiosidad.

—Te escucho.

La chica relaja la expresión, dispuesta a aflojar un poco.

—No intenté suicidarme. —La curiosidad de Jairo se torna en una mueca incrédula. “Sí, ya”, parece estar pensando. Tiene que ser más precisa para que la crea—. Sólo quería comprobar esa extraña capacidad de curación que tengo.

El chico se incorpora. Está hablando en serio. Pero es lógico que todos pensasen que su propósito era acabar con su vida.

—Aquí todos la tenemos. —Explica, y le indica con un gesto de cabeza que se siente en la cama.

Ella prefiere hacerlo en la silla que está frente a un escritorio, cómo no, blanco. Se sienta y lo mira, dispuesta a escuchar todo lo que tenga que contarle.