En la actualidad.
SANDRA está de muy mal humor. Primero, el sueño con Elisa. Y después, su compañero. No sólo la ha despertado de un tremendo portazo al cerrar la puerta del baño, sino que la ha dejado esposada durante la infinidad de tiempo que lleva duchándose.
—¡Jairo! ¡Jairoo! —Ruge por milésima vez. Es imposible que no la oiga.
Y así es. Detrás de la pared, Jairo aprieta los dientes e intenta ignorar el agudo tono de voz de Sandra, que traspasa la puerta y se escucha incluso por encima del sonido del agua, perforándole los tímpanos.
—¡Jairooo!
El chico cierra el grifo de un golpe. Nada. Así es imposible relajarse.
Se cubre de cintura para abajo con una toalla, y sale a la habitación. Al abrir la puerta, los gritos de Sandra son aún más insoportables.
—¿A qué viene este drama? —Espeta secamente sin mirarla, y se dirige a la silla en la que está la mochila.
La chica permanece un instante en silencio. Sólo es capaz de parpadear. Está bloqueada. ¿Qué hace Jairo semi desnudo? ¿No se da cuenta de que ella está allí?
Los músculos de sus hombros se tensan al sacar una camiseta oscura de la mochila, y cuando se vuelve para mirarla le ofrece una perfecta perspectiva de su esculpido torso. Por Dios, que se tape. Se ordena a sí misma a recobrar la compostura.
—¿Drama? ¡Eres un capullo!
—Vaya. Creo que eso ya me lo has dicho. —Responde sin prestarle a penas atención.
—¡Joder! ¿Es que no me oías? —Sandra eleva la voz. Su intención es descargar su mal humor con Jairo, sin saber que él se ha levantado de un humor peor incluso que el suyo.
—¿Es que no te has percatado de que me estaba duchando? —Le dice con una brusquedad que la descoloca, pero enseguida se repone y vuelve a la carga.
—¡Te has tirado media hora en el baño! ¡Y yo aquí atada! —Grita, elevando el brazo y agitando la esposa, lo que provoca un tintineo metálico al chocar contra los barrotes del cabezal—. ¡Obligada a ver cómo te paseas desnudo! —Hace un gesto de repulsión con la nariz, intentando convencerse a sí misma que eso es precisamente lo que la vista del chico tiene que provocarle. Jamás reconocería que le gusta demasiado lo que ve.
Jairo le lanza una mirada asesina.
—No estoy desnudo. Pero tranquila, que ya me tapo. No voy a torturarte más con esta indeseable visión. —Y profundamente herido en su orgullo, se dirige al cuarto de baño con la camiseta y unos vaqueros en la mano. A Jairo le hubiese encantado decirle donde podía meterse su opinión sobre su cuerpo. ¡Joder! ¡Si ni siquiera lo ha hecho deliberadamente! Es sólo que había olvidado la ropa fuera…
—¡¿Es que no piensas desatarme?! —Le recrimina, antes de que se encierre de nuevo en el baño.
—Lo primero es lo primero, ¿no? Ahorrarte el sufrimiento de verme “desnudo”, como tú llamas a esto. —Repone, señalando la toalla de algodón.
Hay algo parecido a odio en sus ojos. Sandra puede verlo. Sólo que no puede imaginar que no es odio, sino el reflejo del dolor que siente él por su abierto rechazo. Parece que el chico tiene intención de dar por zanjada la conversación, así que Sandra continúa.
—¡Estoy harta!
Jairo se detiene y la mira ceñudo desde la puerta.
—Yo también me estoy cansando de esto. —Confiesa, con la mandíbula tensa. Sus palabras provocan un inquietante silbido al colarse entre sus dientes apretados.
—Pues ponle fin de una maldita vez. —Le reta.
—Sabes que no voy a hacerlo.
—Ahora podría estar con mi familia, y tú eres el único impedimento para ello. —Sandra se ha incorporado, desafiante, y lo mira con ojos iracundos desde el centro del colchón, todo lo cerca que le permiten sus ataduras.
Él la evalúa con la mirada. Se están adentrando en terreno peligroso. Ambos lo saben. Sin embargo, ninguno parece dispuesto a detenerse.
—Sabes que no puedes reencontrarte con ellos. —Espeta, puntualizando las palabras—. Y no creo que seas tan estúpida como para señalarme a mí como el único culpable.
La chica no hace caso. Prefiere no pensar en sus palabras ni en la posible veracidad de las mismas.
—Te crees con derecho de manejarme a tu antojo. Me arrastras de aquí para allá contra mi voluntad. Sólo piensas en ti mismo y en la maldita orden. ¡Eres un egoísta! —Dice, con las lágrimas furiosas asomando por los párpados, y con la voz cargada de resentimiento.
Parece que ha dado en el blanco, porque la expresión del chico ha cambiado. No es que se haya relajado. Al contrario, se ha ensombrecido considerablemente. Exhala un suspiro que suena a una profunda emoción. ¿Derrota, puede ser? Sandra no está segura, pero cuando habla lo hace pausadamente, sin elevar la voz.
—Eso no es justo. —La intensidad con la que ha pronunciado esas palabras y la pena que se adivina en sus ojos dejan a la chica sin respiración, y le arrebatan la capacidad de réplica.
Con pasos cansados, Jairo desaparece por la puerta del cuarto de baño, y esta vez Sandra no lo increpa.
Un año y cinco meses antes, semanas después de la muerte de Sandra, en la ciudad.
—Pero yo quería llamarla, y tú no me dejaste.
—María por favor… —Le suplica el hombre.
—Si no te hubiera hecho caso, ahora estaría viva. —Su voz se quiebra con un sollozo.
El maltrecho corazón de Ernesto no lo resiste más. Abandona la cama, en la que su mujer ha permanecido durante varios días seguidos.
Al principio, altamente medicada, estaba irreconocible. En estado comatoso, vegetativo. Era una muerta en vida. Los ojos abiertos, la mirada perdida, fija en algún punto de la pared. Y, en apariencia, sin ningún pensamiento ocupando su mente.
El médico y la psicóloga que les están ayudando decidieron bajarle la dosis de ansiolíticos. Continúa sin levantarse, con la mirada perdida. Sin embargo parece que empieza a comprender lo que ha pasado. Aunque eso suponga que, irremediablemente, empiece a buscar culpables donde no los hay. Nadie dentro de esa casa es responsable de lo que ha sucedido. Pero a Ernesto le toca cargar con su propio dolor, y con las terribles palabras que le dedica su mujer. No le puede reprochar nada. María no está bien. Pero él tampoco lo está. Y siente que está sumergido en un pozo de desesperación del que es imposible salir. Siente que se ahoga, y no sabe cuánto tiempo más podrá seguir respirando.
Se detiene en el pasillo, sin saber muy bien donde dormir. ¿Va a la cama de su pequeña? Siente una punzada en el pecho, que le recuerda al amago de infarto que sufrió hace cinco días. No, no podría soportar pasar una noche allí. Está todo tal y como ella lo dejó, no han tocado nada.
El hombre baja las escaleras, se tumba en el sofá y, en silencio, llora su pena. No quiere hacer ningún ruido que pueda alarmar a su cuñada, que duerme en la habitación de Elisa.
María también llora, pero con menos disimulo. No tiene fuerzas para aparentar, y tampoco le importa cuánto le insista Maribel para que salga de la cama. La vida ha perdido todo el sentido para ella. Ya no merece la pena vivir. No cuando ha perdido a lo más preciado que tenía.
“Señor, ¿por qué te la has llevado? Siempre hemos sido una familia de buenos cristianos, tanto dentro como fuera de los muros de esta casa. ¿Por qué señor?”
La mujer formula mentalmente la misma retahíla, una vez tras otra, como si de una compulsión se tratara. Es incapaz de parar.
No es consciente de que fuera de su dolor hay gente que también sufre. Gente bajo ese mismo techo. Pero María no se encuentra en condiciones de verlo.
Ambos están desbordados por un dolor del que nunca se podrán recuperar. Su vida entera se ha desmoronado. Su familia. Su matrimonio. Sus relaciones. Sus amistades. Su trabajo. Todo está destrozado, y los daños de este tipo son tan grandes que resultan imposibles de reparar.
María no se plantea que no es momento de reproches infundados, pero es incapaz de ver a su marido sin increparle por lo ocurrido aquella noche.
“¿Por qué señor? ¿Por qué un castigo tan horrible? ¿Qué hemos hecho para merecerlo? ¿Dónde estabas, Jesús, cuando ella te necesitó? ¿Dónde estabas cuando aquellos desalmados abusaban de ella hasta dejarla sin vida?”.
—Mamá, ¿estás despierta? —Pregunta en un susurro la vocecita de Elisa, desde el umbral de la puerta.
Comprende lo que ha pasado, pero no del todo. Su cabecita todavía no está lo suficientemente formada. Pero en su corazón puede sentir la pena que reina en la casa, la pena que se ha instalado de forma permanente en esos muros, y que se quedará allí, para siempre.
—¿Mamá? —Insiste la niña.
María ni siquiera se gira.
—Vete a la cama, Elisa. —Responde con voz inexpresiva.
Elisa arrastra los pies por el pasillo y regresa a su habitación.
Su tía se despierta al oírla llegar, y enseguida se da cuenta de lo alicaída que está la niña.
—Ven aquí, cariño. —Le dice con una triste sonrisa, abriendo las mantas de la cama supletoria para que su sobrina entre.
La abraza y le acaricia el pelo.
Cuando piensa que la niña ya se ha dormido, un susurro le sorprende.
—Tía, ¿crees que mamá ya no me quiere?
Maribel no puede evitar que las lágrimas broten descontrolas por sus ojos. Pero regula la voz y disimula muy bien.
—Claro que no, princesa. Eres lo que más quiere en este mundo. —Le dice. “Pero está tan rota por la pérdida, que no creo que sea capaz de volver a valorar lo que aún tiene a su lado.” Termina la frase mentalmente, y continúa llorando en silencio, deseando que la niña se haya dormido y, aunque sólo sea en sus sueños, se pueda olvidar de la terrible pesadilla que están viviendo.
Hace varios meses, en la Fortaleza.
Jairo está sorprendido. No, eso es quedarse corto. Más bien está en estado de shock. Lola se lo ha tenido que repetir para que lo entendiera.
¿En serio quiere verlo? Después de tanto tiempo había empezado a hacerse a la idea de que ese día no llegaría. Y ahora que ha llegado siente una pesada losa sobre sus hombros. Una losa cargada de una enorme responsabilidad que no sabe si sabrá manejar.
Camina despacio hacia el ala D, retrasando inconscientemente el momento de encontrarse con ella.
Nunca ha destacado por su responsabilidad, precisamente. Es más, de sobras es sabido que él y las normas jamás se han llevado bien. Son algo así como conceptos antónimos. Sin embargo, y desde su muerte, se tomó muy enserio su situación como receptor. Pero eso no quiere decir que el encomiendo de Samuel no sea extremadamente difícil.
Se detiene frente a la puerta de la chica y hace algo que no ha hecho nunca. Llamar antes de entrar. Después presiona la palma sobre el lector, y se abre con un zumbido. Si no fuese su responsable no podría entrar con total libertad, eso está claro. Pero dadas las circunstancias, Lola, el viejo y él están autorizados para entrar en esa habitación cuando consideren oportuno.
Entra en el pequeño espacio y la ve, sentada encima de la cama, con las piernas cruzadas. No se levanta para saludar. Lo mira muy seria. Para ser sinceros, al oír como tocaban a la puerta, y dado que nadie tiene reparos para entrar y salir de su habitación cómo y cuando le da la gana, casi había pensado que no se trataría de él.
Se observan unos segundos, sin decir nada. Miradas nerviosas, silencios incómodos.
La puerta se cierra con un ruido sordo, que sobresalta a ambos.
—¿Querías verme? —Inquiere él por fin, temiendo que si no da el paso permanezcan en ese estado hasta el fin de los tiempos.
Sandra asiente con la cabeza.
—Dejarme la carpeta ha sido de muy mal gusto. —Le dice, y sus ojos felinos adquieren un brillo asesino.
—Nadie ha dicho que yo tenga buen gusto.
—No. Eso está claro. —Y hace un ruido desdeñoso con la boca.
Después respira hondo. Tiene que serenarse, si no su plan no funcionará. Pero es que es tenerlo cerca y ver al máximo responsable de su captura. No importa que esté frente al chico más guapo que ha visto en su vida. Sus sentimientos de odio se disparan.
—¿Para esto me has llamado? ¿Para meterte conmigo? —Es la conversación más larga que han mantenido hasta el momento, y no tiene ni pies ni cabeza.
—No. —Admite ella—. Te he llamado porque quiero saber.
Ambos se estremecen al mismo tiempo, aunque sólo Sandra de forma perceptible. Ella, por miedo a lo que pueda escuchar, y él reticente por lo que tiene que contar.
—¿Me puedo sentar? —Pregunta, señalando la cama. Sin duda será una conversación larga.
Sandra asiente porque no le queda otro remedio. Se aprieta un poco más contra el cabecero, y él ocupa la esquina inferior, dejando la máxima distancia posible entre ambos. Al menos alguien realizó un increíble trabajo limpiando las manchas de sangre que la última vez salpicaban la colcha. O directamente tuvieron que deshacerse de ella y reemplazarla por otra nueva, porque menuda carnicería organizó la niña.
—¿Qué quieres saber? —Jairo no va a dar nada por hecho, prefiere no pasarse ni por exceso ni por defecto al dar información. Además está nervioso. Todo lo que quería era que la chica le hablase, y ahora que se encuentran en esta fase, comienza otra mucho peor. Otra en la que tendrá que escoger las palabras correctas para explicar adecuadamente algo que cuesta explicar y que costará asumir. ¿Es que hay algo más difícil de aceptar que la propia muerte?
—Todo.
—Eso son muchas cosas.
—No vais a dejarme marchar, ¿no? —Inquiere con una sorna que encanta a Jairo, pese a la tensión del momento—. Así que supongo que tengo tiempo.
—Todo el tiempo del mundo. —Ríe, pero a la chica no parece hacerle gracia, así que extingue la sonrisa instantáneamente. Vuelve a ponerse serio—. Responderé a todas tus preguntas. Pero será mejor empezar por las que más te interesen. Por seguir un orden y todo eso. —Jairo tensa la mandíbula. ¿Acaban de salir de su boca esas tonterías que ha escuchado? Sí, eso parece. Qué penoso. Pero es que no está acostumbrado a tener que explicar este tipo de cosas.
—Está bien. —Y endereza la espalda—. Los recortes de los periódicos eran verdaderos.
Lo observa con sus preciosos ojos marrones, pero Jairo no dice nada. Después cae en la cuenta de que ella está esperando a que sea él quien hable.
—¿Esa es tu pregunta? —Dice, descolocado. Está seguro de que era una afirmación. La chica lo mira como si fuese tonto—. Claro que eran verdaderos. —Y sus ojos azules la miran feroces, a la defensiva. ¿Cómo puede pensar que los ha falsificado?
—Ahí pone que me violaron. Y que después me asesinaron. —Su expresión se desencaja ligeramente. Resulta escalofriante hablar de ello en primera persona—. ¿También es cierto?
Sandra no recuerda nada de eso. Se ha esforzado en recomponer lo sucedido después de la fiesta, pero lo máximo hasta donde llega es al momento en el que creyó oír pasos tras ella.
—No exactamente.
—Explícate. Venga.
—No me metas prisa joder. —Le dice él, que ya se está empezando a cansar de que sea ella la que lleve la voz cantante en una conversación que debería de dirigir él. Además, si no escoge bien las palabras puede hacerle daño, y no quiere que eso pase—. Potencialmente sí ocurrió. Es la versión oficial de lo sucedido, y los daños que se infringieron a tu cuerpo mortal así lo atestiguan.
—Esa versión “oficial”, ¿es la que conocen mis padres? —Inquiere, y al hacerlo la voz le tiembla. A Jairo le da mucha pena, pero asiente con la cabeza.
Las largas pestañas de Sandra se han humedecido, aunque hace por contener las lágrimas. No es momento de venirse abajo.
—¿Y qué es lo que realmente pasó?
—Que moriste como consecuencia de una fractura craneal, y que por suerte pudimos salvarte.
—¿Quiénes me salvaron? —Pregunta ella, recordando al viejo de pelo blanco. Parecía un poco mayor para salvarla de nadie.
—Bueno… Yo. —Admite Jairo, inexplicablemente avergonzado.