CAPITULO 27

Hace ocho meses, en la Fortaleza.

JAIRO se estremece sólo de pensar en esa indefensa chica intentando hacerse daño a sí misma. Ha pasado tiempo, pero le cuesta apartar determinados pensamientos de su cabeza. Le hierve la sangre cada vez que lo imagina.

Por suerte ella desconoce cómo herirse realmente. Si no, él no podría estar tranquilamente en su habitación, separado de ella por varios pasillos. Y bueno, decir que está tranquilo es sólo eso, un decir.

Da vueltas en la cama, incapaz de conciliar el sueño. Lleva meses enteros sin salir a la superficie, y ya le están empezando a pasar factura, junto con su cometido fracasado.

Pidió a Lola que se encargase de llevarle la comida a Sandra el mismo día que le dejó la carpeta, y desde entonces no ha vuelto a verla. De eso hace ya dos meses, y los resultados siguen sin aparecer. Claro, que hay determinadas cosas que son muy complicadas de asumir. ¿Pero es que cuatro meses no son tiempo más que suficiente? ¡Joder! ¡A él apenas le llevó varias semanas aceptar su nueva situación!

Suspira e intenta serenarse. No tiene que perder los nervios de esa manera. De nada sirve que compare el caso de Sandra con el suyo propio. Y, puestos a comparar, también puede hacerlo con el receptor al que aún no han podido sacar de la cámara acolchada. Sí, definitivamente ese hombre se lo está tomando incluso peor que su compañera.

El reloj de la mesilla marca las tres de la madrugada. Jairo se pone en pie y sale de la habitación, en dirección a la piscina olímpica. Es lo único que puede hacer para matar el tiempo que ella tarde en reaccionar, y lo único que lo ayuda a alejar momentáneamente los pensamientos que lo atormentan.

Se sumerge en el agua, y empieza a nadar, a una velocidad muy superior a la que lo haría una persona normal. Pero él no es una persona normal. Sin embargo, en esta ocasión ni siquiera el deporte calma su mente. ¿Cómo estará ella ahora? ¿Estará bien? ¿Necesitará algo? Claro que lo que la chica necesita es precisamente lo que no le puede proporcionar. ¡Ya vale! ¿Por qué no puede dejar de pensar en Sandra? ¿Acaso está preocupado por ella? ¿Quién, él? ¿Jairo preocupado por alguien que no sea él mismo? No, eso es imposible. Sólo se preocupó en la vida por dos personas, y salió muy mal parado. ¡Tanto que ni siquiera vivió para contarlo!

Hace cuatro años.

Iñaki se retuerce las manos, nervioso. No quería que Jairo se metiera en ese asunto. Agradece que se preocupe por él, pero se siente como un crío al que su amigo tiene que defender. Iñaki nunca saca las castañas del fuego, de eso se encarga Jairo. Él ya tiene la mano llena de callos, y no le importa que quemen o estén ardiendo. Jairo, simplemente, las saca. Y si algo hay que reconocerle a su amigo es que todo lo difícil lo hace fácil. Los problemas que le quitarían el sueño a cualquiera, él los maneja con resolución y contundencia. Sí, contundencia, esa es la palabra. Para Jairo no hay medias tintas que valgan. Sin duda la fama que se ha creado le sirve de ayuda. Con sólo oír su nombre te haces a la idea de ciertas cosas, no hacen falta más explicaciones.

Pero esta vez es diferente. El Kato no es un cualquiera. El Kato es de los peligrosos, de los veteranos, de los que tienen el culo pelado, de los que tienen la vida gastada de tanto usarla. Y no precisamente la “buena” vida.

Suena el timbre del chalet, y se apresura a abrir.

—¡Coño! ¿Qué te ha pasado? —Dice Andrés pasando dentro de la casa.

Iñaki lo sigue hasta el salón. El recién llegado se tumba en el sofá, manchando con las zapatillas la funda de cuero. Si su madre lo viera le daría un patatús. Por suerte está en el balneario.

Iñaki se sienta en una esquina del sofá, el único huequecito que queda libre.

—Tío, te han dejado hecho un trapo. —Murmura con despreocupación, como si las moraduras que tiene alrededor no de uno, sino de los dos ojos, fueran lo más normal del mundo.

—Por eso te he llamado. —Iñaki no puede ocultar su nerviosismo.

—¿Para que te ponga pomadita en las pupas? —Andrés le dedica una mueca burlona.

—Joder, que ha sido el Kato.

Ahora sí, Andrés se incorpora de golpe, dejando todo el hueco del mundo en el sofá.

—¿Qué? —Lo mira con ojos desorbitados—. ¿¿Qué?? —Repite, sin dar crédito, con voz ahogada—. ¡Ya sabes que Jairo no quiere que hagas tratos con ese tío!

Comienza a caminar inquieto sobre la alfombra persa del salón, intentando pensar.

¿Cómo puede ser su amigo tan estúpido? Jairo se lo ha dicho cientos de veces. “Esa mierda no es para ellos. Ellos sólo se ocupan de vendérselo a los idiotas que quieren metérsela.” Y ahí está Iñaki, el más idiota entre los idiotas, replegado sobre sí mismo en la esquina de un caro sofá. ¡Qué coño! ¡Si hasta la alfombra que está pisando cuesta más que su piso y el de Jairo juntos! Más motivos tendrían cualquiera de los dos para evadirse del desastre de realidad en el que viven utilizando las drogas. Pero no, es precisamente el que mejor porvenir tiene de los tres el que parece más empeñado en arruinarse la vida. Claro, que la de Jairo y la de Andrés ya venía arruinada de serie. Aunque gracias a la inteligencia de su amigo sus expectativas han mejorado considerablemente.

—¿De cuánto es el pufo? —Pregunta, suponiendo que por ahí van los tiros.

—De seiscientos euros. —Confiesa Iñaki, sin levantar la vista.

—¡Joder! —Se lleva una mano a la frente. Es mucho dinero. Pero no para una familia como la de su amigo.

Son de clase alta, aunque buena gente. Son de ese tipo de personas que lo hacen todo con mesura, comedidos. De esa clase de gente que se acerca el día anterior a la estación a comprar un billete de tren para no ir con prisas, y aún así acuden al día siguiente con dos horas de antelación a la partida. De ese tipo de gente que, como diría Fito, caminan despacito porque las prisas no son buenas, y llevan en el brazo dobladita con cuidado la chaqueta. Queda claro, ¿no? No le negarían el auxilio a su hijo. Claro, que tampoco sospechan cómo es su retoño en realidad.

En innumerables ocasiones le han instado a que busque otros amigos, pues ni Andrés ni Jairo les parecen compañías recomendables. No hay más que ver la chulería con la que caminan y las chupas de cuero con las que visten. Si ellos supieran la cantidad de veces que han intentado reconducir el torcido camino que su hijo está empeñado en tomar, se lo pensarían dos veces antes de sugerirle nuevas amistades.

—Seguro que podías conseguir el dinero de alguna forma.

—¿Crees que me gusta que me peguen? ¡Si hubiese podido conseguirlo, lo habría hecho!

Andrés lo fulmina con la mirada. A veces parece tonto. Hay que explicárselo todo.

—Por una de estas te darían un buen pellizco. —Dice sopesando con la mano una de las figuritas de cristal Swarovski.

Parece que al tocar la pieza ha activado automáticamente un resorte, pues Iñaki se ha puesto en pie con un extraño espasmo. Le arrebata de las manos el cisne transparente y lo coloca con cuidado en la vitrina, en su lugar original, junto a decenas de animales.

—¡Claro que no! Son de la colección de mi madre.

Andrés parece no entenderlo. Ahora es Iñaki el que le habla como si le tuviese que explicar algo evidente.

—Quiere a estas figuritas más que a mí. —Sólo hay que ver cómo las mira. Es más, ella misma se encarga de su limpieza, en vez de dejárselo al servicio, como todo lo demás.

—Seguro que sí. —Andrés le dedica una mueca, y continúa mirando la vitrina. Más que una colección parece un zoológico en miniatura. Un extraño zoológico que no para de refulgir brillantes destellos. Algunos lo considerarían una obra de arte, una auténtica belleza. Pero Andrés ahí sólo ve una gran suma de dinero en potencia.

—Lo que está claro es que no se lo puedes contar a Jairo. —Dice muy serio pasado un rato, tras haber llegado a la misma conclusión a la que Iñaki ya había llegado antes.

—Ese es el problema. Que ya lo sabe.

—¡¿Se lo has contado?!

—¡Claro que no! ¡No soy tan estúpido!

Por la forma en la que Andrés lo mira, no parece estar muy de acuerdo.

—Se presentó aquí, y me vio.

—Claro, y tú desembuchaste.

—¿Cómo no iba a hacerlo? Ya conoces a Jairo. No ha parado hasta saber quién ha sido.

—¿Y cómo se lo ha tomado? —Pregunta inútilmente Andrés, que no sólo sabe cómo se lo habrá tomado, sino que puede adivinar con exactitud dónde estará ahora.

—Ha ido a por él. —Dice, confirmando sus sospechas.

—¿Y lo has dejado ir solo? —Si a Iñaki le quedase un ojo sano, el mismo Andrés se lo estropearía, por cobarde y egoísta. Pero no es momento de enfrentarse a él. No cuando Jairo ha ido sólo derechito hacia su muerte.