Un año y medio antes del momento presente, en la ciudad.
EL hombre carraspea y después continúa.
—Varios asistentes han asegurado que estabas buscándola media hora antes del crimen.
—Sí, puede ser… —Responde Álex, intentado hacer memoria. Es cierto, preguntó a varias parejas por ella después de que saliera corriendo del jardín, pero ni siquiera recuerda a quiénes.
—Y dos personas han confirmado que os vieron discutir en el jardín, y que ella estaba tan enfadada que incluso te golpeó.
—Sí, eso es verdad… —Dice el chico, muy nervioso. Ha visto decenas de salas de interrogatorios en las películas, exactamente igual a esa en la que lo han metido. Pero no es lo mismo verlo en la tele que vivirlo en tus propias carnes. Siente tal angustia y tal sensación de claustrofobia que cree que si permanece un minuto más allí dentro se va a ahogar.
Las miradas que le dirige uno de los dos policías no lo ayudan en nada.
Se convence a sí mismo de la urgente necesidad de serenarse. Seguro que así su versión de los hechos resulta más creíble.
—¿Y por qué discutíais?
El chico enrojece. Aún así intenta no apartar la mirada.
—Por que le toqué el culo.
—Ya veo. —La voz del interrogador es gélida.
—Pero después de eso no volví a verla. Salí de la fiesta con Julián, y he pasado la noche en su casa.
—Y ese Julián, ¿quién es?
—Julián Casado López, un amigo de toda la vida.
Uno de ellos garabatea el nombre en una libreta. Después se miran. Son perros viejos, y no es la primera vez que se encuentran en una situación similar. La versión del chico no les convence en absoluto, y menos con el aspecto que trae.
—Y esas marcas —le señala el rostro con un movimiento de mano— ¿cómo te las hiciste?
Con el susto Álex ya se había olvidado de ellas, y cae con horror en la cuenta de que no van a ayudar a que su siguiente respuesta resulte convincente.
—Me las hizo Julián.
—¿El mismo Julián con el que has pasado la noche? —Pregunta, con ironía.
El chico afirma contundentemente.
El policía más mayor parece haber perdido la paciencia. Da un sonoro puñetazo en la mesa que hace que el chico de un brinco en la silla. Se pone de pie y le habla desde escasa distancia.
—Te diré lo que en realidad ocurrió. —Empieza a pasear por la pequeña habitación mientras habla, pero no le quita el ojo de encima—. Discutiste con la chica, ella se enfadó contigo y te golpeó. Estabas desesperado por encontrarla, tanto que cometiste la imprudencia de ir preguntando por ella a todo el que te encontrabas. Después la seguiste a casa. Con varios cómplices la arrinconásteis en un callejón, y la violasteis. La chica se resistió con todas sus fuerzas, desesperada, de ahí tus heridas. Y después, la matasteis para que no pudiese inculpaos.
Álex está horrorizado. Tiembla de pies a cabeza, y no puede parar de llorar.
—¡No! ¡No! ¡Claro que no! ¡Yo no hice nada de eso! ¡Lo juro!
Los policías se dirigen miradas cargadas de significado entre ellos.
—Preguntadle a Julián, él os confirmará que estuve con él. —Suplica entre sollozos.
Hace diez meses, en la Fortaleza.
Jairo avanza por los pasillos con decisión. Tiene un brillo de delirio en los ojos. Está fuera de sí.
Mauricio acaba de avisarle de que la chica que está bajo su supervisión ha intentado suicidarse, y él ha perdido completamente los papeles.
Irrumpe con brusquedad en la habitación, sin ni siquiera dar tiempo a Sandra de esconderse bajo las mantas. Ella lo mira sorprendida.
—¡¿Qué coño es esto?! —Grita él, señalando las enormes manchas de sangre que destacan sobre la colcha blanca.
Sandra contiene la respiración, asustada. Normalmente no parece tan peligroso como ahora. Tiene la expresión pétrea y está muy enfadado.
—¡¿Qué pretendías?! —Él se acerca y la zarandea por los hombros con fuerza, a la vez que le grita. Le sorprende que justo en ese momento no esté llorando, pese a la gravedad de la situación.
Después Jairo la suelta, y desaparece como una exhalación de la cámara, dejándola totalmente desconcertada.
Entonces Sandra comprende la mala interpretación de la situación. Por supuesto que no intentaba suicidarse. Es demasiado miedosa, incluso para quitarse la vida. Claro que a ella no termina de entrarle en la cabeza que ya está muerta, y que de ninguna forma puede acabar con su vida. Es decir, de ninguna forma que a ella se le ocurra, porque haberlas las hay.
Se sienta en la cama. Ha sido temeroso por su parte, pero ha conseguido disipar su duda. Más bien, a raíz de disiparla han surgido muchas más. Pero ahora, al menos, sabe que se haga la herida que se haga, en un par de horas se cura, como por arte de magia.
En el ala B, Jairo abre con fuerza el armario de su habitación. Saca de dentro una carpeta azul y lo vuelve a cerrar de un portazo. Todos sus buenos intentos han fallado con la chica. Han fallado estrepitosamente, viendo lo que ha intentado hacer. Ya no tiene nada que perder. Es su último intento desesperado. Una terapia de choque con la que Samuel no estaría de acuerdo. Pero el viejo no está ahí para impedirle hacer nada.
Deshace el camino que acaba de realizar con decisión, y vuelve a irrumpir en la cámara de la chica. Esta vez no la ha pillado desprevenida: ya se ha escondido bajo ese espeluznante edredón lleno de sangre.
Arroja con fuerza la carpeta sobre el escritorio, provocando un ruido sordo que retumba en las paredes.
—Ahí te dejo una sorpresa, a ver si abres los ojos de una maldita vez. —Le dice al bulto que se adivina bajo las mantas, con voz ronca.
Y después, desaparece de la habitación para no volver durante un largo tiempo. Al menos, durante el tiempo que le cueste a la chica asimilar el contenido de esa carpeta.