CAPITULO 24

En la actualidad.

JAIRO parpadea repetidamente, intentado focalizar la vista para apagar la alarma del móvil. ¿Ya es hora de levantarse? ¿Tan pronto? A penas ha dormido una hora. Está reventado, no puede con su alma.

Desde que uno de los rastreadores de la orden les informó de que había movimientos anormales por la zona de Andalucía, no han parado de viajar, a la espera de nuevos datos. Sólo les queda eso, esperar pacientemente a que decidan actuar, y hacer todo lo posible por llegar al lugar cuanto antes y evitar que se queden con la energía de la víctima.

A diferencia de él, Sandra ha dormido de un tirón. Se despereza y espera a que su compañero la desate del cabecero. Cuando lo hace, se dirige al cuarto de baño ignorando deliberadamente el “buenos días” que le ha dedicado él, y se asea.

Aunque parezca increíble todavía tiene restos de ketchup en los lugares más inesperados. Eso le recuerda el bochorno vivido el día anterior, y sus mejillas se encienden. ¿Existe alguien que haya hecho el ridículo más que ella? En ese restaurante no, de eso está segura.

Cuando sale ni siquiera mira al chico. Lo sigue escaleras abajo para dejar la llave en la cutre recepción, y después hasta una cafetería cercana. La esperanza de la chica se desvanece en cuanto ve la fachada. Es incluso más destartalada que las anteriores que han visitado, si es que eso es posible.

Jairo está especialmente callado, tanto que empieza a inquietarla. Aunque en realidad no debería de importarle lo que le ocurra, ya que sigue enfadada.

Desayunan en silencio. Jairo se ha bebido de un trago el café muy cargado que le pidió a la camarera, y espera a que Sandra se decida a tragar el trocito de cruasán que lleva siglos masticando. Cuando finalmente termina, se ponen en marcha.

Salen disparados hacia la carretera, gracias a los 500 caballos del R8.

Sandra lo observa minuciosamente, pero con disimulo. Jairo parece cansado, incluso puede que se le adivinen unas pequeñas ojeras bajo sus ojos azules, pero enseguida se pone las Rayban, y no puede cerciorarse.

Un miedo olvidado desde la tarde anterior vuelve a aparecer en ella. ¿Qué más poderes le habrá ocultado? Debe contener sus pensamientos, no vaya a ser que sea capaz de leerlos, tal y como hace Samuel.

Pero no, Jairo no posee ese don. Sin embargo tiene un poder que aún no le ha revelado.

Lo que no se imagina es que el chico utiliza a diario ese poder, todas las noches que pasa en vela. Está cogiendo práctica y lo domina a las mil maravillas. Tanto, que la pobre Sandra ni siquiera se ha dado cuenta de que Jairo utiliza precisamente ese poder sobre ella.

Hace diez meses, en la Fortaleza.

Sandra ha intentado encontrar una forma de escaparse, pero no da con ella. Parece que está en una especie de búnker. No hay ventanas, la luz es artificial y resulta imposible salir. Está desesperada, ya no sabe qué hacer.

En ese momento oye un zumbido eléctrico. El que siempre anuncia la visita de la misma persona.

Desde el día que despertó, en el cual vio a un hombre canoso y a una señora rubia regordeta, sólo él va a su habitación.

Según él mismo le ha dicho en un par de ocasiones, es su responsable o algo así, y tiene que ponerla al día de una sarta de mentiras que rayan lo demencial.

Se echa el edredón de plumas blanco, como todo lo demás en esa habitación, sobre la cabeza, antes de que él aparezca por la puerta.

—Hola, Sandra. —Unos segundos después, la voz grave del chico se escucha a través de la tela.

Como suele hacer habitualmente, permanece junto a la puerta, observándola en silencio. Quizás esperando a que algún día decida asomar la cabeza por entre las sábanas.

—No te has levantado muy habladora, ¿eh? —Dice con ironía, dejando la bandeja de comida en el pequeño escritorio.

Parece que ese día tampoco tendrá suerte. Ni tampoco esperaba tenerla, la verdad. Ya está acostumbrado al silencio como única respuesta.

Echa un último vistazo a la habitación de la chica. Es de tamaño considerablemente inferior a la suya. Después gira sobre sus talones y se dirige hacia la puerta. Pero para su tremenda sorpresa, una vocecilla débil sale de debajo del edredón.

—¿Para qué voy a hablarte? ¿Para que me cuentes más mentiras? —Parece que ha dicho esa vocecilla.

Jairo parpadea repetidamente. Después de dos meses no esperaba que le hablase, y no tiene muy claro cómo reaccionar.

—No son mentiras, Sandra. Estoy seguro de que tú también te has dado cuenta de que te suceden cosas que no puedes explicar. —Es lo único que atina a decir.

Sandra aprieta la mandíbula con fuerza para no contestarle. Sí, claro que le pasan cosas que no puede explicar. Para empezar, no puede explicarse por qué esos dementes la mantienen secuestrada con el único fin de causarle algún daño psicológico severo.

Jairo observa el bulto inmóvil que perfila la cocha blanca. Permanece esperando la respuesta de ella durante más de diez minutos. Finalmente se da por vencido y abandona la habitación.

Sandra escucha aliviada el zumbido que anuncia que el visitante se ha marchado. Sale de debajo de las mantas y exhala un lastimero suspiro. Después se seca las lágrimas con el dorso de la mano.

Aunque no quiera ni pensar en las palabras del chico, esa misma mañana le ha ocurrido algo que no puede explicar. Es decir, algo más a parte de su inesperada y repentina mejoría de la visión.

Se estaba retorciendo las manos con ansiedad, repitiendo esa especie de estereotipia motora que ha desarrollado en las últimas semanas. Lo hacía tan ensimismada y con tanta brusquedad, que se ha arañado la mano derecha. No ha sido nada alarmante, sólo un arañazo profundo y de largura considerable. Sin embargo, y en menos de una hora, ya no había ni rastro de él. Ya no tiene claro si se ha arañado de verdad. ¿Se está volviendo loca? ¿O es eso a lo que se refería el chico?

Se mira la mano otra vez. Sólo hay una manera de comprobarlo. Apartando la vista, utiliza la derecha para hacerse una herida en la izquierda. Nada, no ha sido capaz. Sólo se ha dado un pequeño pellizco. Ni siquiera ha conseguido enrojecerse la piel. Le da miedo hacerse daño. Pero tiene que salir de dudas, saber la verdad. Suspira.

Mira alrededor y repara en la bandeja de comida. Los platos, los cubiertos y hasta el vaso son de plástico, seguramente como medida cautelar.

Vacía sobre la bandeja la ensalada que hay en el plato, y parte este por la mitad. Coge una parte y se sienta con ella en la cama. El corte es recto, y el borde de plástico afiladísimo. Respira hondo. Tiene que hacerlo, tiene que ser fuerte. Coloca el filo sobre el espacio que queda entre el dedo pulgar y el índice de su mano izquierda. Después, retira la mirada, y mueve la derecha con fuerza. No puede evitar gritar de dolor.

Mira horrorizada la carnicería que ella misma se ha hecho. La zona sangra a borbotones, y ha llenado el nórdico de enormes manchas rojas. Le duele un montón, pero es la única forma de saber. Ahora sólo queda esperar.