CAPITULO 22

En la actualidad.

SANDRA está echada en la cama del motel. Hace zapping con el mando, ajena a su compañero de habitación, que acaba de salir de la ducha.

A Jairo le gustaría decirle que, pese al rato que ha gastado en ducharse a conciencia, continúa llevando ketchup en la oreja. Pero si lo hace puede que le muerda, en el sentido más literal de la palabra.

La chica cambia de postura. Bosteza escandalosamente. Vuelve a cambiar de canal y se recoloca. Ahora se estira, exhalando un largo suspiro. Bueno, más bien estira un solo brazo, pues la esposa no le permite hacerlo en condiciones. Parpadea repetidas veces, intentando mantener los ojos abiertos. Pero poco a poco se le van cerrando más y más, y finalmente sucumbe a la tranquilidad del sueño.

Jairo no ha perdido detalle, pero ella no se ha dado cuenta. Después de dormida, continúa mirándola. Es preciosa. Ojalá no le hubiese traicionado aquella noche. Ojalá, por una vez en su vida, hubiese depositado su confianza en alguien digno de ella. Pero no, Sandra no resultó ser lo que parecía. Ya no se fía de ella. Tampoco la culpa. La gente es egoísta por naturaleza. Pero le hubiese gustado que todo fuera… “diferente”. Ahora ya no puede ser. El daño está hecho, otro que añadir a su larga lista. Total, uno más, ¿qué más da? Aunque en ocasiones este daño parece ser más doloroso que los anteriores.

Si antes nunca mostraba sus sentimientos ni se abría a nadie, ahora directamente ha echado el candado. Y ya se está encargando él de acabar con los sentimientos que un día despertó aquella chica de ojos marrones y decenas de pecas. Quizás esté costando más de lo que esperaba. Llevarla pegada al culo no ayuda precisamente. Pero lo conseguirá. Él siempre consigue lo que se propone.

Hace cuatro años.

Jairo se despide de Andrés cerrando el puño en torno a su mano. Andrés es de las pocas personas que sabe dónde vive. Es más, sus casas son muy parecidas. Al menos exteriormente, porque nadie sabe lo que se cuece dentro de los muros de la casa de Jairo.

El chico de las gafas Rayban se adentra por las callejuelas del casco viejo de la ciudad. Atrás quedaron las grandes avenidas y los pisos nuevos.

Entra en el portal de un edificio de viviendas de renta limitada construido hace casi 60 años por la Obra Sindical del Hogar de Franco. No necesita las llaves para abrir la puerta. Hace años que no tiene cerradura.

Sube de tres en tres las escaleras, pasando por los diferentes rellanos. La puerta del primero B está abierta, y se oye discutir a la pareja a gritos. Una cinta de policía cubre la entrada del segundo A. Finalmente cogieron a José, el camello que pasaba de todo, y todo malo. Mira la cinta como si de una advertencia se tratase. Él también debe tener cuidado. Claro que José no tenía muchas luces precisamente, y dejó a la pasma las pruebas preparadas. Frente a la puerta del cuarto A hay una bombona de butano que lleva allí desde tiempos inmemorables, y cuatro enormes bolsas de basura que apestan.

Llega al quinto B, y abre la puerta. En casa sólo está su madre. Entra en la cocina y le da un beso en la mejilla. La mujer sonríe al ver a su hijo, aunque la alegría no le llega a los ojos. Unos ojos que están siempre tristes. Los ojos de una mujer que no debería conocer el dolor, y que parece haber nacido sólo para sufrir.

Se encierra en su cuarto. Todas las ventanas, excepto la del salón, dan al patio interior. Por él suben los gritos de la vecina del primero, que discute con su pareja.

En ese momento suena un mensaje de texto.

Lo abre, es de Alicia.

“Hola wapo. Soy Alicia. Nos conocimos el sabado, te acuerdas? Tu y yo dejamos algo a medias, no?? M gustaría acabarlo. Cuando kieras y donde kieras. Un bsito bombon.”

Jairo arroja el móvil a la cama de Raúl. La chica no se da por vencida. Es pesada, pero está muy buena. Ya decidirá si queda con ella. Seguro que si Andrés estuviera allí se estaría tirando de los pelos por su indiferencia.

Pero es que a un chico como Andrés le resulta difícil comprender que Jairo puede tener a todas las Alicias que quiera, y cuando quiera, como dice el mensaje.

Los gritos de la vecina se cuelan por su ventana. Lleva un rato insultando a su novio a grito pelado, con bastante ocurrencia. “Bastardo hijo de tu madre” es, cuanto menos, un calificativo curioso.

El argelino del segundo se ha asomado y les grita algo en su lengua. La pareja parece haberse reconciliado repentinamente, pues unen fuerzas para insultar juntos a su vecino.