A la mañana siguiente, en la ciudad.
MARÍA está de los nervios. Hace ya más de dos horas que han llegado del pueblo, y no hay rastro de su hija. Ernesto ha intentado tranquilizarla sin éxito. Quizás sea debido a que tampoco se puede serenar a sí mismo, como para conseguirlo con su mujer.
María razona mentalmente, explicándose que es una tontería de la que dentro de un rato (y después de poner un castigo ejemplar, claro está) se reirán. Pero en esos momentos los argumentos no le valen, y hasta que no vea a su pequeña sana y salva no podrá calmarse. Se toma la tercera cápsula de valeriana junto con una tila, y vuelve a intentar localizarla en el móvil. No se les ocurre telefonear a sus amigas, porque ni se plantean la posibilidad de que la niña no haya pasado la tarde y la noche en casa, estudiando.
Desde que llegaron, la han llamado una treintena de veces, y las tres últimas saltaba el mensaje de apagado o fuera de cobertura, lo que ha puesto a la mujer aún más de los nervios.
Y no sólo a la mujer, también a Clara, que harta de tantas llamadas ha optado por desconectar el móvil que su amiga olvidó en su habitación. Bueno, el de su amiga, el suyo propio, e incluso ha soltado el cable del fijo de casa. Tiene una resaca tan grande que no se tiene en pie, y cada vez que uno de esos aparatitos del demonio comienza a sonar, es como si le martillearan la cabeza. Lo que no sabe Clara es que todas esas llamadas que suenan en el móvil de su amiga, en realidad tenían como destinatarios a sus padres, pues Sandra desvió las llamadas de su casa al móvil, y está poniendo a la Policía muy difícil la tarea de localizar a sus familiares.
Suena el timbre. Elisa corre a abrir la puerta, pero se le adelanta María en una frenética carrera. No sólo no se trata de su hija, sino que la visión de los visitantes hace que la sangre de la mujer se le baje a los pies. Ernesto ya está junto a ella, y también ha perdido el color al ver a la pareja de policías acompañados por una chica joven. Se trata de la psicóloga que ayuda en la comunicación de los fallecimientos más traumáticos. Pese a lo agonizante de la situación, el hombre aún conserva la sangre fría de ordenar a la niña que se vaya a su cuarto.
Elisa sale del campo de visión de sus padres, pero a mitad de camino hacia su habitación se detiene, y se sienta en las escaleras a escuchar. Qué raro, no se oye nada. Es todo silencio. En ese momento un grito agónico, desgarrador, cruza toda la casa, asustando a la niña. Le ha parecido la voz de su madre, pero era tan primitivo que no está segura. Baja corriendo el tramo de escaleras, y desde la puerta del salón la ve arrodillada en el suelo. Las piernas no han podido sostenerla. Su padre se agarra al marco de la puerta, intentando encontrar algo a lo que aferrarse. Elisa no sabe que el mundo se acaba de derrumbar bajo sus pies, y que han caído en un abismo del que nunca saldrán.