Un año y un mes antes, cinco meses después de la muerte de Sandra, en la Fortaleza.
LLEVA varios días sin salir de su cámara. Se encuentra mal. A decir verdad, se encuentra muy mal, peor que nunca.
Sabía que era peligroso, pero no hizo caso a Samuel. Quizá permaneció demasiado tiempo en la cámara de seguridad número nueve. Así lo atestigua su dolor muscular, su dolor de cabeza, sus vómitos y, sobre todo, esa horrible marca blanca que le ha quedado en el hombro. Es irisada, y duele de solo mirarla. ¿Es que nunca va a mejorar?
Mete la cabeza bajo el almohadón y se retuerce dentro de las sábanas. “¡Joder!” Lo peor es que allí encerrado, con sus males como única compañía, todavía piensa más en esa chica. Si decidió ir a la cámara para poner un poco de cordura en sus dementes pensamientos, lo único que ha conseguido es aumentarlos. Multiplicarlos por cien. ¡Qué digo por cien! ¡Por mil!
Si al menos ese malestar que lo desgarra por dentro cesara… Pero no, no va a pedirle ayuda a Samuel. Él se lo buscó. Él lo encontró. Y ahora, él tiene que hacerse cargo de la situación.
Jairo no sabe que todavía tendrá que continuar así un par de semanas más, hasta que su cuerpo inmortal se recupere de la sobredosis de energía pura que soportó aquel día, en la cámara número nueve.
En la actualidad.
Sandra alcanza los servicios, lamentando no haber desarrollado el poder de la invisibilidad. La señora que se ha cruzado en la puerta la ha mirado con miedo. ¡Cómo no! ¡Si hasta ella se ha asustado al verse en el espejo! Aunque sepas que llevas patatas fritas en el pelo, nunca estás preparada para verte de esa guisa. Parece una vagabunda. No, ni siquiera eso. Tiene peor aspecto que una copa de vino a la que han utilizado como cenicero. Peor aspecto que un chicle masticado al que han rebozado por un suelo lleno de porquería. No hay símiles que definan bien su aspecto en ese momento.
Rechina los dientes. Se echa agua en la nuca. Respira hondo. Empieza a calmarse. Por lo menos ese estúpido tic que le provoca Jairo ha desaparecido. Un tic que desarrolló después de muerta, manda huevos, y que tiene un único culpable. Es como un efecto externo de la alergia que le provoca el chico.
Ahora que ya se ha relajado, puede empezar a desprenderse de toda la mugre que ha cogido en el suelo del McDonald’s. Se ha quitado de encima la cantidad similar a un menú completo. ¡Incluso tenía una servilleta pegada al codo! ¡Qué vergüenza!
Y Jairo ni siquiera la ha ayudado a levantarse. Menos mal que esa señora se ha ofrecido, y ella no le ha dado ni las gracias, de tan abochornada que estaba.
Por primera vez se plantea algo que no se le había ocurrido antes. ¿Puede ser que Jairo se la esté devolviendo? ¿Y si le hizo daño aquella noche y ahora se está vengando…? En seguida desecha esos pensamientos. No, claro que no. ¿La insignificante Sandra causándole dolor al altivo Jairo? Eso habría que verlo.
No. Simplemente ha resultado ser un capullo, y no el chico amable y divertido que creyó conocer los primeros meses de su nueva vida como receptora.
Entra de nuevo al restaurante. Espera que muchos de los que han presenciado la escena ya se hayan marchado. Y si no lo han hecho, que al menos la hayan olvidado. Sin embargo, no puede evitar ponerse roja como un tomate. ¿Por qué le pasa todo a ella? ¿El rubor no tendría que ser cosa de los vivos?
Jairo está sentado a la mesa. No ha probado ni un bocado de su CBO. La mira con expresión seria, preocupada.
—¿Estás bien? —Parece sincero al preguntar, pero ella no le concede el beneficio de la duda. Se la tiene jurada.
Sin decir una palabra, agarra su BigMac y se dirige a otra mesa, intentando mantener intacta su dignidad. Bueno, al menos lo poco que queda de ella. Y por eso, no va a sentarse con él.
Comienza a comerse la hamburguesa. Ya está fría, y el pan parece de goma. ¡Puag!
Entonces recuerda el nuevo poder que ha desarrollado. ¡Y ella tan pendiente de otras tonterías tan mundanas! Tiene que encontrar a la otra receptora. Si es que no se ha marchado ya, claro.
Justo cuando se dispone a buscar a chicas interesadas en Jairo, alguien ocupa el asiento vacío que tiene en frente.
Frunce el ceño, dando por hecho que se trata de él. Pero no. Es un chico rubio, de ojos marrones. De ojos extremadamente simpáticos, para ser exactos. Lo que Sandra no sabe es que ese chico ha estado esperando pacientemente a que ella saliera del baño, para así poder acercarse.
—Vaya caída más tonta. —Le dice el extraño.
Ella vuelve a ruborizarse. Su color no tiene nada que envidiar al que esta adquiriendo la piel de Jairo, varias mesas más allá pero totalmente inmerso en la conversación que acaban de iniciar.
—No me lo recuerdes… —Murmura, y el chico ríe.
—Soy Ángel. —Se presenta, tendiéndole la mano. Sandra no está acostumbrada a que le den la mano, pero se la estrecha con una sonrisa.
—Sandra.
—Un bonito nombre para una bonita chica. —Dice, provocando que a Jairo se le vaya la Cocacola por otro lado.
¿Ha oído bien? ¿Ese capullo le está metiendo fichas? Aprieta los puños con fuerza, tanto que sus nudillos emblanquecen. No puede levantarse y estamparlo contra la mesa por su atrevimiento, pese a que es lo que más desea hacer en ese momento. Tampoco puede acercarse, pasar el brazo posesivamente sobre los hombros de Sandra y llevársela de allí. ¿Y si utiliza sus poderes? Podría hacer que le crecieran los pelos de la nariz, o provocarle una gastroenteritis aguda… No. No puede hacer eso. Él raramente los utiliza, y cuando lo hace es porque la situación realmente lo requiere. “¿Y que sea un capullo no lo justifica?” Piensa una parte de su mente, que se resiste a aceptar que ese rubito esté cortejándola precisamente a ella. El tal Angelito parece haber puesto el modo “caza y pesca”, por la sugerente forma en la que se dirige a la chica. Eso no es nada. Jairo está a punto de poner el modo “caníbal”.
Suspira con resignación. Tiene que calmarse antes de que sea demasiado tarde. Y para ello sólo puede hacer una cosa: dejar de escuchar. Disminuye el sentido de la audición hasta alcanzar los parámetros normales. Ya está. Ahora sólo tiene que esperar a que el rubio decida irse. Y si no lo hace, él mismo le dará una patada en el culo.
Sandra observa a Ángel. Si una situación como esa le hubiese sucedido un par de años antes, estaría anonadada. Normalmente no llamaba la atención de los chicos del instituto. Sin embargo, desde que salió a la superficie se dio cuenta de que arrancaba más de una mirada a su paso. Es curioso, ya que siempre deseó saber qué se sentía al ser el centro de atención y, siendo sinceros, desde que murió esas tonterías ya le dan exactamente igual. Mucho más si las miradas provienen de completos desconocidos con los que se cruza por la calle, y no de cierta persona, cuya mirada sí podría significar algo para ella.
Ángel continúa hablando, pero a duras penas lo escucha. Es bastante guapo, sí. Pero lo que a Sandra realmente le interesa es encontrar a la otra receptora, y con ese chico dándole conversación no puede concentrarse. Sin ser demasiado descortés, lo despacha. Ángel le dice que le ha encantado conocerla, y le da dos besos a modo de despedida.
Unas mesas más allá, Jairo cuenta mentalmente hasta cincuenta. No, no es suficiente. Mejor vuelve a empezar y cuenta hasta cien. Ya que está, hasta doscientos. Que haya dejado de escucharlos no significa que esté ciego. No sólo ha visto los dos besos que se han dado, también ve la estúpida sonrisa que ha aparecido en la cara de Sandra.
La chica está eufórica. Ya la ha visto. Es ella. ¡Está segura! Bueno, o casi segura. Es una chica rubia, de pelo rizado, de unos veinte años, que no le quita el ojo de encima a Jairo. No sabe decir por qué es ella, pero lo sabe. Hay algo en su mirada… o eso le parece a Sandra. No puede disimular su alegría.
Se tiene que morder la lengua para no gritárselo a su compañero. Se muere de ganas de ponerlo al corriente de las novedades respecto a su nuevo poder. Pero no, no se merece que se lo diga. ¡Aún así le cuesta tanto resistirse…! Ni siquiera se plantea que el siguiente paso es ir a presentarse ante la nueva receptora y averiguar si pertenecen a la misma orden.
No puede contenerse. Sus piernas ya la están llevando hacia los servicios. Jairo sigue todo su recorrido con la mirada, sin perder detalle. Anda con gracia, moviéndose como un pavo real, henchida de orgullo. Pasa a su lado y canturrea, con voz melosa.
—Sé algo que tú no sabes.
Y continúa su marcha hacia el cuarto de baño contoneando las caderas.
Jairo está enormemente crispado. Observa la puerta de los servicios tras la que acaba de desaparecer Sandra, que se balancea en un rítmico movimiento. Si hace lo que tiene en mente, se arrepentirá. Lo sabe. Pero aún así, no puede evitar hacerlo.