En la actualidad.
HAY muchos ojos femeninos clavados en Jairo. Sandra se afana por observar a todas esas chicas, sin dejarse a ninguna. Altas, bajas, delgadas, rellenitas, morenas, rubias, alguna que podría ser su madre… ¿Qué coño es esto?
—Señorita… ¡Señorita!
Sandra no se da cuenta de que la reclaman hasta que Jairo no le da un golpe en el hombro que la hace tambalearse.
—¿Qu—qué?
La fila ha avanzado y se encuentran frente al mostrador del McDonald’s. El chico de la gorra verde la mira con resignación. Si por él fuera, no estaría ahí esperando a que aquella distraída volviese en sí. Pero de alguna manera tiene que pagarse los estudios.
—Te pregunta que qué quieres. —Le repite Jairo como si fuera tonta.
—Eh… un BigMac. —Responde sin pensar, leyendo el nombre de la primera hamburguesa que ve en el panel.
—Eres imbécil. —Murmura ella, pasando por su lado, y se dirige a una mesa vacía. Que Jairo espere solo a que les preparen la comida. Sí. Y que pague. Y que le lleve la bandeja a la mesa. Se lo tiene merecido. Es idiota, completamente idiota. El vendedor se ha debido de pensar que le faltaba algún hervor, y todo por su culpa.
“Bueno, venga. A lo que estás” se dice a sí misma. Veamos. ¿Cómo reconocer a una receptora entre tanta chica? Es más, ¿acaso hay algo que a simple vista le haga suponer que se encuentra ante una? Uff… qué lío. Es muy difícil. Y más aún con el estómago vacío. Así no puede pensar con claridad. Qué hambre… ¿Por qué tardan tanto en servirles?
Mira hacia la fila, pero Jairo no está allí. Se incorpora ligeramente, intentando ver por encima de las cabezas de la gente. No lo ve. ¿Dónde se ha metido? ¡No lo puede creer! El muy capullo la saluda con la mano, sentado en una mesa en la otra punta del local. No quiere arrastrarse. Quiere mantener su orgullo intacto. Pero tiene en su poder su ansiada hamburguesa.
Rechina los dientes. Es un reclamo demasiado grande para ella. Tiene que ir a buscarla.
Pisando con fuerza se dirige hasta allí. Los pasos decididos. La mandíbula apretada. La mirada clavada en esos ojos celestes que le dedican una mueca burlona. Sí, la mirada tan fija en esos ojos que la pobre Sandra no ve el charco de salsa especial para patatas que hay en el suelo. Lo pisa de lleno. ¿Qué sucede? Se resbala. El suelo falla bajo sus pies. No puede sujetarse en ningún sitio… Rehace el silencio en el McDonalds. Oh no. Catástrofe.
Ha impactado de lleno contra una niña y su bandeja.
La niña no se ha caído, pero sí le ha tirado la bandeja. No, más bien ha caído Sandra en primer lugar y la bandeja ha volado por los aires hasta estamparse contra su cabeza. Se levanta a duras penas, ayudada por una señora mayor, y sintiendo dolor en todos los sitios de su cuerpo.
La niña empieza a hacer pucheros, pero ella no se da cuenta. Bastante tiene con comprobar que hay patatas fritas pegadas en su pelo y ketchup en su jersey.
—¿Qué te pasa, princesa? —La voz de Jairo suena amable a sus espaldas.
Se gira totalmente estupefacta. ¿Es a ella? Ah, no. Se está dirigiendo a la niña. Se ha agachado a su lado.
—Esta chica me ha tirado el HappyMeal. —Dice la renacuaja mientras la señala con un dedo acusador. No está segura, pero cree que algunas personas cercanas han exclamado un “ohh” reprobatorio.
—No te preocupes, yo te compro otro. —Dice Jairo incorporándose y cogiendo a la niña de la mano.
Tampoco puede asegurarlo, pero cree que acaba de oír varios “ohh” emocionados. Es más, cree que la madre de la criaturita ha optado por no acercarse y dejar la escena en manos de aquel salvador. ¿Qué es esto? ¿Una película? Sí, eso parece. Y ella es la mala malísima que ha tirado la comida de la niña.
—Eres tonta. —Le dice la pequeña al pasar por su lado, para su completo asombro.
Su nuevo amigo parece totalmente de acuerdo.
—Sí, es tonta. —Confirma Jairo al pasar al lado de Sandra camino de la fila, lo suficientemente alto para que ella lo escuche.
La ceja de Sandra se mueve repetidamente, descontrolada. Ya está. Ya le ha crispado los nervios. Ya tiene otra vez el tic en el ojo.
Localiza los servicios. Se escabulle hasta ellos andando deprisa, pero poniendo mucho cuidado de mirar por dónde pisa.
Hace un año y medio, en la fiesta de Clara, un rato antes de la muerte de Sandra.
El poder de convocatoria de la anfitriona ha superado con creces todas las expectativas. Hay gente por todas partes: en el salón, en el recibidor, en la cocina…
Pero Clara no sufre por la integridad de su casa. Ni siquiera se plantea la posibilidad de que alguno de sus casi cien invitados rompa algo. Es momento de divertirse. Ya no se acuerda de que existen unos propietarios, que casualmente resulta que son sus padres. Todo se le ha olvidado, incluso las normas que un par de horas antes impuso ella misma. Apura su cigarro y lo apaga en un improvisado cenicero hecho con una litrona vacía.
—¡Es la mejor fiesta del año! —Grita Julia en el oído de Sandra, intentando hacerse oír por encima de Tik Tok, de Ke$ha—. The party don’t stoooop! —Canturrea, poniendo en evidencia su suspenso en lengua extranjera.
—¿Me acompañas al baño?
—¡Espera! Que acaba de llegar Pablo. —Su amiga le hace un gesto de súplica con las manos—. No te vayas. Estoy de vuelta en un minuto—. Y corre hacia el gentío, que en seguida la engulle.
Sandra resopla. No está muy de acuerdo con lo de que esta sea la mejor fiesta del año. Se siente incómoda. Todo el mundo parece estar pasándoselo en grande. Todo el mundo menos ella, que está apoyada en una enorme mesa llena de vasos y de poncheras con Agua de Valencia. Vuelve a suspirar. Cambia el peso de una pierna a otra, pero trastabilla al hacerlo. No está acostumbrada a llevar tacones, y además esos zapatos que le ha dejado Clara son totalmente inestables. ¡Si hasta cuando los dejó en el suelo para ponérselos se tambaleaban como un tententieso! ¿Cómo no va a perder el equilibrio?
Además no hay rastro de Álex, y eso es lo que más le fastidia de todo. Si por algo está en esa fiesta (y dicho sea de paso, si por algo está enfundada en ese vestidito rosa palo) es precisamente por él. ¿Dónde se ha metido?
Localiza a Patri en uno de los sofás de la esquina. Lo que queda de ella está siendo absorbido por Juan, que parece una ventosa. ¿Estará ahogando a su amiga? ¿Debería correr a auxiliarla? No parece que esté sufriendo, precisamente.
De Clara hace rato que no sabe nada. En cuanto aparece algún tío sus amigas desaparecen.
En ese momento vuelve Julia, con las mejillas sonrojadas y una gran sonrisa.
—¡Me ha dicho que por qué no vamos a dar una vuelta con su coche! —Intenta controlar su alegría pero los pequeños saltitos la delatan. Pablo es uno de los chicos más guapos de segundo de bachiller. Después de Álex, claro está.
Sandra hace una mueca de disgusto.
—¿Entonces te vas?
—Sí, pero estaré de vuelta en breve. Te lo prometo.
Julia ve en sus ojos que su amiga no se cree ni una palabra.
—Que sí, confía en mí. Volveremos juntas a casa, ¿de acuerdo? ¡Y no te enfades, que estás muy guapa!
—Ya… Pero es que estoy aquí de segundo plato de todas… ¡Qué digo segundo! De tercero, más bien.
Julia ríe. Qué exagerada que es Sandra.
—¡Qué tonta eres! Si tú eres mi postre, ¡bombón! —Y tras darle un inesperado pellizco en el culo se va correteando al encuentro de su Pablo.
La chica vuelve a resoplar y se recoloca la ropa, teniendo cuidado de no perder la escasa estabilidad que tiene encima de doce centímetros de tacón. Aunque según decía Clara, al ser Peep toes no son doce centímetros, son sólo la mitad. Ya, seguro que sí.
¡Si al menos llevase las gafas podría saber con más claridad qué está pasando a su alrededor! En fin, son cosas que pasan. Suspira y se rellena el vaso. No le gusta beber, pero el Agua de Valencia está buenísima.
Sí, son cosas que pasan. Pero si no llevas gafas raramente las podrás ver pasar. Y si Sandra no hubiese dejado las suyas en la mesilla de Clara, hubiese podido ver quién acababa de llegar a la fiesta.
Esa misma noche, hace un año y medio, en un pueblo cercano a la ciudad.
—“…Y nada de esto hubiese sido posible sin vuestra inestimable colaboración. Cristo Jesús está presente en todas y cada una de vuestras acciones.”
El cura arranca una treintena de sonrisas con sus palabras. Lleva un rato explicando cómo marcha la escuela que están construyendo en una región muy pobre del Tercer Mundo, gracias a las donaciones de los parroquianos. Pero María lleva toda la cena preocupada. A penas ha escuchado un par de palabras de lo que les ha contado don Matías, ni ha estado tan charlatana con sus antiguas vecinas como de costumbre. ¡Y eso que ella fue una de las principales impulsoras del proyecto!
—¿Quieres dejar de preocuparte? —Le susurra Ernesto, mientras le rellena la copa de vino, sabiendo por dónde van los tiros.
—¿Te refieres a que tengo que hacer como tú? ¿Pasar olímpicamente? —El hombre suspira, resignado. Sólo intentaba tranquilizar a su mujer y todo lo que ha conseguido ha sido llevarse una puñalada. Pero como está acostumbrado, no se da por vencido tan fácilmente.
—Vamos a ver, María. ¿Para qué la vas a llamar? Deja a la niña tranquila. ¿No te ha dicho que se iba a acostar?
—Tú te has desentendido desde que hemos llegado. —La buena cristiana vuelve a la carga.
—¿Pero es que acaso hay motivo de preocupación? ¡Por Dios, María! ¡La hemos dejado en casa estudiando! ¿Por qué tendría que preocuparme?
—No utilices el nombre de nuestro señor en vano. —Le recrimina la mujer como única respuesta.
Aunque en realidad las palabras de su marido han conseguido tranquilizarla, y gracias a ellas pasará el resto de la velada felizmente. Pero si supiera lo que le va a ocurrir esa noche a su hija, no estaría precisamente tranquila.