Hace un año y medio, en casa de Clara, media hora antes de la fiesta.
—ESOS zapatos no te pegan nada. —Comenta Julia al ver lo que se ha puesto Patri.
—Es que como le peguen les doy una paliza. —Dice Clara haciendo aspavientos, y provocando la risa de las presentes.
—¡Jopé, Clara! Me has metido el pincel en el ojo… —Se queja Sandra, sin poder parar de parpadear.
Julia se atraganta con la cerveza.
—¡Jopé! Ha dicho jopé. Jajajajaja. —Esa noche cualquier tontería les hace gracia. Y Sandra, con tal de no decir palabras malsonantes, dice muchas tonterías.
—¿Cuántos sinónimos tienes para no decir “joder”, bonita?
—Y dale… —Suspira la aludida—. ¡Trae! —Arranca el pincel de las manos de su amiga—. Que a este paso me vas a desgraciar…
Coge la paleta de sombras que hay sobre la encimera. Tiene decenas de colores. Desde morado luminoso hasta azul eléctrico. Sus amigas han desechado sus sombras de tonos nude entre carcajadas. Tienen razón, parecen sacadas del neceser de una ancianita de noventa años. Lo más atrevido que ha traído Sandra es un color rosa palo, que tampoco ha pasado la criba que han hecho las tres chicas.
Vuelve a mirar la paleta de Clara. Más de la mitad de los colores son inservibles. ¿Existe alguien que elegiría el verde pistacho para sus párpados? Quizás sólo si le dieran a escoger entre ese y el rosa chicle fosforito, que tiene una tonalidad tan estridente que hace daño a la vista si lo miras fijamente. Si su madre estuviese ante aquel despliegue de color se escandalizaría sólo de verlo. Y, bueno, como mínimo pondría en duda la decencia de su propietaria. Mira de reojo a la susodicha, que acaba de ponerse a saltar encima de la cama al son de Poker face, de Lady Gaga, y a hacer gestos circulares con la mano frente a su cara. No, definitivamente no es su mejor momento.
—Vas borracha. —Le informa, por si acaso no se ha dado cuenta.
—¡Síii! Y tú también deberías probarlo.
—¡Joder! ¿Cuánto hace que no brindamos?
—Exactamente desde que se acabó el Peché.
—¡No! —Patri se tapa la boca con las manos, escandalizada ante la tragedia—. ¿Ya se ha acabado? —Parece la viva imagen de “El grito”, de Munch.
—¿Te extrañas? ¡Sois como esponjas!
—Si, ¿no te jode? ¡Y vivo en una piña en el fondo del mar…! —Julia empieza a tararear, pero un cojín lanzado por Patri le estampa de lleno en la cara, interrumpiendo su serenata.
Y otra vez la risa tonta.
—¡Venga Sandra! ¡Date vida! ¡Que más que a una fiesta parece que vas a tu boda! —Dice Patri esquivando hábilmente el contraataque de Julia.
—Coño, ¡si ni siquiera se ha vestido…! —Clara acaba de salir del curioso estado de ensimismamiento en el que llevaba rato metida. Ella sola y la música. Pero ahora mira al reloj, evalúa la situación que hay a su alrededor y no le gusta. No le gusta nada.
—¡Queda media hora! ¡Y tú aún llevas ese horrible jersey de cachemir!
—¿Qué me pongo? —Pregunta ella, que se deja aconsejar. Bueno, más bien se deja mandar.
—Yo había pensado en este top. —Clara le lanza un pedacito de tela negra que no serviría ni para tapar un descosido.
—No. Ni pensarlo.
—Yo te he traído esto. —Julia coge una bolsa y le enseña un vestido. Qué suerte que tengan todas la misma talla, y sobre todo, qué suerte tener un plan b.
Es rosa palo, muy corto, y con una cinta de raso negra bajo el pecho.
—¿Seguro que es un vestido? Más bien parece una camiseta…
—Tú calla y póntelo. Que nos tienes a todas contemplándote. —Se queja Patri, que se muere de ganas de que empiece la fiesta, y por lo tanto, de que llegue Juan.
Va al baño a cambiarse. Hay confianza con sus amigas, pero su pudor es mayor.
Regresa de nuevo a la habitación. Camina incómoda. Le da la impresión de que el vestido se sube a cada paso que da.
Las chicas están sentadas en la cama, como si fueran miembros de un jurado.
—¡Guau! —Exclama Julia, y después le silva.
—¿Quién es este pibonazo y qué ha hecho con nuestra beata?
—No sé chicas, no me veo…
—Prueba a ponerte las gafas.
Más risas.
—¿Qué es lo que no te ves? —Dice Clara levantándose.
—No sé… es demasiado corto…
—Bueno, eso tiene fácil solución. —Responde con picardía, y le baja el vestido. El escote se ha bajado proporcionalmente.
—¡Madreeeee!
—¡Así está perfecto!
—Así parezco una fulana.
—Dilo sin miedo. Así pareces un poco guarra. Ya está.
—Y entonces… ¿qué parece Patri?
Todas se giran a mirar el escote de la aludida.
—¡Envidiosas! —Responde ella sacando pecho.
Sandra se vuelve a subir el vestido. Casi prefiere enseñar más pierna que escote.
—Que no, joder. Ahora en serio. Estás preciosa. —Le dice Julia, y la empuja hasta colocarla frente al espejo de Clara—. Mírate.
Sandra se evalúa de arriba abajo. El vestido tampoco es tan corto, la verdad. Y menos comparándolo con los trapitos que se han puesto sus amigas. Si lo mira bien es incluso elegante. Lo que pasa es que ella no está acostumbrada a vestirse así, y le da vergüenza que la vean sus compañeros de instituto. Y, sobre todo, que la vea Álex. No, en realidad va perfectamente vestida para que él la vea. Está guapa.
—Lo que te pasa es que te sobran complejos y te falta confianza. —Le dice Patri, acertando de lleno, y dándole un cachete en el culo—. Y ahora vámonos de una maldita vez.
—Estás perfecta.
—¡No! Hay algo que le sobra para estar perfecta. —Todas miran a Clara, que le quita las gafas a Sandra.
—¡Pero que no veo! —Se las arrebata y se las vuelve a poner.
—Veredicto popular. —Dice su amiga, y expone su curiosa defensa, colocándole y quitándole las gafas repetidamente, mientras canturrea—. Ojos grandes, ojos pequeños, tía buena, miope…
A Julia le ha entrado hipo de tanto reír.
—Es verdad. Tus ojos parecen el doble sin esos cristales de culo de vaso.
—¡Aprobado por unanimidad!
—Está bien. —Cede Sandra, dejando las gafas en la mesilla de Clara—. Pero por favor, estad pendientes de mí en todo momento, que ya sabéis lo ciega que estoy…
—Por supuesto. —Dicen todas con solemnidad.
Pero hay promesas que, tras varios tragos de alcohol, pierden su validez. Y otras que, formuladas ya con varios chupitos de peché encima, no tienen ninguna credibilidad.
Un año y dos meses antes, cuatro meses después de la muerte de Sandra, en la Fortaleza.
Las cámaras de seguridad, en el subsuelo 3, no tienen lectores dactilares. El acceso está restringido, así que no son necesarios. Pero las puertas se abren una tras otra para dejarle paso, seguramente siguiendo alguna orden de Samuel.
Los pasillos de esa planta son totalmente metálicos, lo que les da un aspecto irreal, todavía peor que el infinito blanco del piso principal.
La señora de la cámara dos lleva siete años sin despertar. Lo máximo que se conocía, hasta ese momento, eran seis. El joven que la semana pasada ocupaba la cámara siete se encuentra ahora en una cámara acolchada. Despertó, sí, pero todavía es pronto para aceptar lo que le ha pasado, para aceptar su nueva “vida”. Y, a diferencia de otros, temen que este receptor pueda dañarse a sí mismo como consecuencia de su desesperación.
Recuerda cómo fue su despertar y siente un ligero escalofrío. Ciertas cosas son difíciles de aceptar, si no imposibles. No importa que dispongas de toda la eternidad para hacerte a la idea. Son difíciles y punto.
Aunque él asumió rápido su nueva situación. ¿Cómo no iba a hacerlo? Lo que le deparaba esa nueva vida no podía ser peor que la que acababa de dejar atrás. Pero, como tantas veces le ha repetido Samuel, él es una extraña excepción.
Se sorprende al ver frente al número nueve un mono similar a los que utilizan los científicos de las películas para tocar cosas radiactivas. Peces de tres ojos y cosas por el estilo. O como el que a veces lleva Homer Simpson. Sonríe. Samuel lo ha dejado para él. Seguro que el viejo no se pone ningún tipo de protección.
Retira el mono y se coloca frente a la puerta. No se abre. Se mueve ligeramente, como hacía en su vida anterior cuando los sensores de las puertas de algún centro comercial se resistían a dejarle pasar. No, tampoco funciona. Mira de reojo el traje que ha tirado al suelo. Suspira con resignación. Puede que su maestro haya previsto cómo iba a reaccionar.
Lo agarra de mala gana. El tejido con el que está hecha la prenda le resulta desconocido. Irradia un frío gélido, como si fuese un traje hecho con cubitos de hielo.
En cuanto termina de ajustarse la máscara, la puerta se abre. “¡Qué capullo!”.
Samuel, que es el único de la fortaleza que ha entrado en una de esas cámaras, le explicó en su día cómo eran. Pero verlo es mucho más espectacular.
En el centro de la sala hay una camilla, metálica, al igual que todo lo demás. Encima de ella está la chica, protegida por una inmensa urna de cristal blindado. Pero no importa lo duro que sea ese cristal: la energía de sus familiares atravesaría cualquier material. Si ha sido capaz de llegar hasta allí, a cientos de kilómetros de su casa, y descender las decenas de metros que los separan de la superficie… ¿un cristalito la va a detener?
Los halos azulados fluctúan por la habitación proyectando su luz irisada en las paredes metálicas. Los hay más gruesos y más finos. Pero todos ellos transportan el dolor de los seres queridos de la chica. Es una conexión directa, que viene desde muy lejos. Los halos están por toda la cámara, pero se juntan en uno sólo, más denso, sobre del pecho de ella.
Resultaría difícil contarlos, pero no le hace falta hacerlo. Sabe que hay veintinueve. Ni uno más ni uno menos. Y veintinueve fuentes de energía fluyendo a su alrededor son muchas para no sentirlas. Especialmente si entre ellas hay, ni más ni menos, que cinco puras. Se estremece. El dolor de esas personas debe ser desgarrador. Puede sentirlo. Puede sentir la pureza de esa energía.
Desde que la puerta se cerró tras él, ha notado la electricidad bajo su piel, en sus músculos, en sus venas. Tiene el vello de todo el cuerpo erizado, y una sensación de náusea permanente. Pero lo lleva bien, mejor incluso de lo que pensaba. Sabe que un receptor débil podría morir si permaneciera tan solo un par de segundos allí dentro. La energía, si no está controlada, puede ocasionar serios daños. Y esa energía no tiene ningún control. Espera que la chica, cuando finalmente despierte, sea capaz de dominarla.
Se acerca un poco a la urna, y uno de los halos más finos ondea y le roza.
“¡Joder!” Ha traspasado el mono y le ha provocado una intensa quemazón en el hombro. Una quemazón fría. ¿Es eso posible? Debe tener más cuidado.
Ahora puede verle la cara. Serena, en paz. Ajena a todos esos halos que se introducen en ella, y que la transformarán para siempre. Pero en eso consiste ser un receptor.
Es más guapa de lo que Jairo recordaba. No sabe su nombre. No sabe cuántos años tiene. Ni siquiera sabe de qué color son esos ojos de forma felina. Continúan cubiertos por sus férreos párpados. Un pensamiento fugaz atraviesa su mente. ¿Y si justo se despertase en ese momento? Resultaría gracioso que lo viera de esa guisa. Debe de estar ridículo con el mono.
La fría quemazón del hombro cada vez es más dolorosa, al igual que sus náuseas. No sabe cuánto tiempo lleva allí, pero seguro que ha rebasado el límite fijado por Samuel. Obligado por las circunstancias más que por propia voluntad, el receptor abandona la cámara de seguridad.