A finales de agosto, el verano empezó a languidecer.
Por la mañana y por la noche, una niebla espesa cubría los prados, pero el sol brillaba durante el día tan cálido y radiante como en los últimos meses. Las familias de veraneantes se despedían de Pfronten y cargaban a sus hijos y el equipaje en los coches. Dejaban paso a grupos de excursionistas, jubilados y parejas sin hijos, que llenaban ahora las calles del pueblo.
Un miércoles por la tarde, Mia pasó por la animada calle principal en el Escarabajo rojo y entró en el aparcamiento de la estación de tren. Se dirigió al andén a toda prisa porque acababan de anunciar por megafonía la llegada del tren procedente de Kempten.
—¡Nass tarrrdess!
Tenía a la señora Hösle delante. Llevaba una cesta de la compra en la mano derecha y una gran bolsa de plástico en la izquierda, con lo que representaba un obstáculo difícil de superar.
—Buenas tardes, señora Hösle. —Mia saludó con amabilidad a su vecina con la esperanza de que no le hiciera ninguna pregunta.
Inútilmente.
—¿Vass a tomarr’l trren a Kempt’n? —preguntó.
Mia llevaba el suficiente tiempo en Pfronten como para entender la pregunta. Negó con la cabeza.
—No, no voy a Kempten. Vengo a recoger un envío de libros para mi tía.
—H’oído d’cirr que la t’enda va muy b’en.
—Sí, no podemos quejarnos, la tienda funciona.
Decir que funcionaba era poco. En realidad, la librería-café de Lisa-Marie iba viento en popa. Durante las vacaciones escolares vendieron sobre todo libros infantiles y juveniles, y ahora los clientes compraban novelas históricas y policíacas. Además, la cafetería se había convertido en un lugar de encuentro muy frecuentado, tanto por los vecinos como por los turistas.
—M’alegrrro. —La señora Hösle asintió, satisfecha. Pero el interrogatorio no había terminado todavía—. A veces veo a tu tía con Max Lampertinger —murmuró, y entrecerró el ojo derecho con aire conspirador.
Mia sonrió. En un pueblo tan pequeño como Pfronten era imposible mantener las cosas mucho tiempo en secreto, aunque el romance entre Lisa-Marie y Max no acababa de arrancar. Los dos tenían mucho trabajo, pero Max Lampertinger la había invitado a cenar hacía poco.
—Sí, a veces salen juntos —contestó Mia.
La señora Hösle la miró expectante, por si añadía algo más. Al comprender que no le daría más información, pasó a la siguiente pregunta.
—Y tú, ¿qu‘tal?
—Muy bien —contestó Mia parcamente.
No era mentira. Poco a poco iba superando las penas de amor y hacía planes para el futuro. En octubre empezaría a estudiar Medicina en Múnich. Ya tenía habitación en la residencia de estudiantes. Los fines de semana seguiría yendo a Pfronten, pues la familia necesitaba su ayuda y, además, se había hecho amiga de Anne, Florian y Phillip, los chicos de Füssen.
Aun así, el dolor todavía regresaba de vez en cuando. Y la nostalgia. Y un ligero arrepentimiento por haber reaccionado con tanta vehemencia y no haberle dado a Jo la menor oportunidad. Sin embargo, estaba firmemente decidida a no dejarse dominar por esos sentimientos.
La señora Hösle se dio por satisfecha con la escueta respuesta y cambió de tema.
—Tu tía y su marrrido ’cen rreforrrm’s en la cas’ta de rrret’rro —afirmó, y miró a Mia con la esperanza de que le contara detalles.
Mia suspiró. El tren no llegaba y se vería obligada a explicarle la marcha de las obras. De todos modos, el matrimonio Hösle iba a ayudar a Lisa-Marie en el establo a partir de octubre, así que, tarde o temprano, se acabarían enterando de todo.
—Mi tía y su pa-re-ja —dijo, remarcado la palabra— se instalarán en la casita antes de que empiece el invierno. El bebé nacerá en diciembre.
Lo que no le dijo fue que esperaban gemelas. Lou se había tronchado de risa al saber que tendrían dos niñas y había dicho algo acerca de una «gran manada». Christoph, por su parte, se puso enseguida manos a la obra para construir otra cuna. Los dos estaban muy contentos con su nueva vida.
Mia estaba tan absorta en sus pensamientos que no oyó la siguiente pregunta de la señora Hösle.
—¿Y tus p’drres? —repitió la señora Hösle más alto.
—Muy bien.
Anne había aprovechado la hora de visita en la consulta de Stefan. A Mia le habría encantado ver la cara de asombro de su padre. Al parecer, una vez superada la sorpresa inicial, había escuchado atentamente las «quejas» de su mujer. Y lo que era más importante: se las había tomado en serio.
Después, Anne y Stefan habían pasado las vacaciones de verano con sus hijos en Algovia. Helene, Katharina y Mia se encargaron de que el matrimonio pudiera pasar mucho tiempo a solas. Y enseguida todos comprobaron lo bien que les sentaba estar juntos. Anne estaba verdaderamente radiante. Además, la abuela Helene se ofreció para hacerse cargo de la casa tres días a la semana, lo que permitió que su hija retomara el trabajo de enfermera. Desde que Anne había vuelto al hospital, parecía mucho más contenta y satisfecha.
Sí, mis padres van por buen camino, pensó Mia con alivio.
En ese preciso instante, el tren entró en la estación en medio de un ruido atronador. Mia señaló el andén con un gesto de disculpa y se despidió de la señora Hösle. Después intentó abrirse paso entre los pasajeros que acababan de llegar. Lisa-Marie le había dicho que el paquete de libros estaría en el último vagón y que se lo entregaría un empleado del ferrocarril.
Pero el último vagón era el coche de primera clase. Y no había ningún empleado del ferrocarril.
—Hola, Mia —dijo una voz detrás de ella.
Mia cerró un momento los ojos. Habría reconocido esa voz entre miles. Se volvió muy despacio.
Jo estaba a tan solo un metro de distancia.
Como siempre, llevaba unos vaqueros, una camiseta y zapatillas de deporte. Y la vieja mochila a la espalda. Tenía una guitarra en una mano, y con la otra se echó las gafas de sol a la cabeza, dejando al descubierto los ojos, que no miraban el mundo con tanta vivacidad como de costumbre. En realidad, la escrutaban con un poco de miedo.
Mia se preguntó cómo se podía sentir a la vez una alegría tan grande y un dolor tan agudo. Era como…, como un dolor de muelas en Nochebuena.
Pero más intenso.
Tuvo que esforzarse para fingir cierta normalidad.
—¿Qué haces aquí?
—Bueno —dijo Jo, aliviado al ver que al menos le dirigía la palabra—. No es fácil de explicar, y menos aún en un andén.
—Inténtalo.
—¿Ahora? ¿Aquí? Esperaba que…
—Tienes exactamente sesenta segundos —lo interrumpió. Sabía que no aguantaría su mirada más de un minuto sin echarse a llorar.
Jo suspiró.
—¿No podríamos pasar de esa tontería de contar?
—Cincuenta y nueve segundos. —Mia miró explícitamente el reloj.
—Para empezar, supongo que tengo que pedirte perdón. No estuvo bien que no te dijera quién soy.
—Si solo fuera eso…
—Aún no he terminado. Tengo muchas cosas que decirte. —Dio la impresión de que estaba haciendo acopio de valor—. Las he pasado canutas estos últimos meses. Lo he intentado todo para olvidarte: he ido a fiestas, me he emborrachado y he conocido a algunas chicas. —Miró al suelo, avergonzado—. No estoy precisamente orgulloso.
—Cuarenta segundos —murmuró Mia, y se corrigió en silencio: no era un dolor de muelas, era una operación a corazón abierto.
Sin anestesia.
Jo levantó los ojos.
—Pero también he hecho cosas sensatas. Me he ocupado de que el banco de la familia refuerce su compromiso con las ONG.
Mia asintió.
—Lo leí en no sé qué revista. —Era mentira. En realidad, había recortado el artículo de cinco revistas distintas—. Treinta segundos.
—Y he convencido a mis padres de que quiero hacer algo por mi cuenta. Está por ver si algún día me haré cargo del banco. Mi padre se atragantó al conocer mis planes de futuro, pero al final los ha aceptado.
—Veinte segundos —dijo Mia, y, después de dudarlo un momento, añadió—: Veinticinco si me dices en qué consisten esos planes. —Se maldijo por su curiosidad, pero ¡qué más daba!
Jo se atrevió a esbozar por primera vez una sonrisa tímida.
—Voy a estudiar Música en Múnich. Empiezo en octubre.
—¡En Múnich! —exclamó Mia, sorprendida—. Yo también voy a estudiar allí.
—Lo sé.
—¿Y eso?
—Lisa-Marie ha estado en contacto conmigo.
—¿En serio?
Jo dio un paso hacia ella, con mucha cautela.
—Te has olvidado de seguir contando.
—Da igual. —Mia se encogió de hombros—. No me hace falta para saber cuándo se acaba el minuto. Además, tengo que recoger un paquete de libros. ¡Me alegro de haberte visto! —Dio media vuelta para marcharse, pero Jo la agarró de la mano para retenerla.
—Olvida el paquete. No ha llegado.
—¿Y tú qué sabes?
—Era una excusa para que vinieras.
—¡Desde luego…! —Lisa-Marie se iba a enterar cuando volviera a casa.
—Por favor, Mia…
Mia se dio cuenta con asombro de que Jo aún seguía agarrándola de la mano. Y todavía le asombró más darse cuenta de que se lo permitía. Carraspeó para disimular la inseguridad que la embargaba.
—Estás desaprovechando los últimos segundos —gruñó, intentando parecer lo más antipática posible.
—Te equivocas —contestó él, muy serio—. Nunca he aprovechado el tiempo más intensamente que ahora.
—¿Ah, sí?
Jo se acercó la mano de Mia a la boca y se la rozó cariñosamente con los labios. La inseguridad había desaparecido de sus ojos.
—Creo que te quiero, Mia.
A Mia le dio un vuelco el corazón, pero su cabeza seguía resistiéndose a los sentimientos.
—¿Qué? ¿Estás casi cuatro meses sin dar señales de vida y ahora apareces sin más y me dices que me quieres?
—¡No es eso! No me han hecho falta cuatro meses para saber cuánto me importas. Lo supe desde el primer momento. —Le puso las manos en las mejillas y la obligó a mirarlo—. Pero antes tenía que poner orden en mi vida.
—¿Y ahora qué?
—Ahora he venido a buscar lo que me faltaba para ser feliz: ¡tú!
A Mia se le llenaron los ojos de lágrimas. Jo había vuelto por ella y acababa de pronunciar las palabras con las que soñaba casi todas las noches.
La quería.
Estaba allí y se quedaría con ella.
¿Y ella que hacía?
¡Llorar!
Avergonzada, parpadeó para ahuyentar las lágrimas e intentó disimular su estado con una broma.
—Lo siento, Jo —dijo, suspirando, y se esforzó por poner cara seria.
—¿Por qué lo dices? —preguntó él, con voz queda y mirándola preocupado—. ¿Ya no me quieres?
—Claro que te quiero —contestó, y se puso de puntillas para poder susurrarle al oído—: Pero se te ha acabado el tiempo de hablar.
—¡No importa! —La abrazó—. El resto lo solucionaremos sin palabras.
Y la besó en pleno andén, en plena boca y en un momento de plena felicidad. Abrazados delante del vagón de primera clase, no los distrajo ni el ruido ni el ajetreo de la gente. Lo único que contaba era la sensación de volver a estar por fin juntos.
Cuando la voz metálica de megafonía anunció la salida del tren, Mia se separó de Jo.
—¿Puedo llamarte Jonathan o insistes en que te llamen Jo? —preguntó, casi sin aliento.
—Puedes llamarme como quieras, mientras no sea un mote cursi como «tesorito». —Le apartó un mechón de pelo de la cara con ternura.
—Pues, entonces, Jonathan.
—Por mí, de acuerdo —dijo con una sonrisa—. Y ya que hablamos de nombres: ¿cómo se llama el cerdo?
—Le pusimos Ernesto Augusto.
—¡Glups! Como se entere Ernesto de Hannover, os denuncia.
—¡Tranquilo! —dijo Mia—. Buscamos en Internet y al menos hay otros cinco aristócratas con ese nombre en la historia de Alemania.
—Eso me tranquiliza. —Jo le pasó el brazo por los hombros y agarró sus bártulos—. Por cierto, yo también he buscado tu nombre en Internet. ¿Sabías que Mia es María en sueco?
—Pues claro. Y estoy muy orgullosa.
—Creía que no soportabas ese nombre.
—Yo también lo creía. Pero ahora sé unas cuantas cosas de mi bisabuela Marie de las que estoy muy orgullosa.
—¿Por ejemplo?
—Era una mujer fantástica. Una maestra de pueblo que un día se enamoró locamente —dijo Mia mientras iban hacia el Escarabajo rojo, sin prisas y abrazados—. Un día te contaré la historia. Todo empezó hace muchos, muchos años en Masuria…