El viernes a mediodía, Lisa-Marie dobló unas servilletas rojas de papel en forma de cisne y las colocó, una a una, en los platos de postre. Después retrocedió un paso y contempló la obra.
Para celebrar el reencuentro había puesto la mesa de la sala de estar y la había decorado con colores primaverales: el mantel y las servilletas, de rojo; las velas y los portavelas, de verde chillón; y un enorme ramo de tulipanes amarillos al lado de la tarta de queso que ella misma había preparado.
—Solo falta un poco de azul —murmuró.
—Podemos envolver con papel de regalo azul la caja de las cartas de amor —propuso Lou. Estaba junto a la ventana, observando el camino que llevaba a la granja. Hacía dos horas que Anne había ido a buscar a Helene y a Katharina a Kempten. Llegarían en cualquier momento—. O todas nos ponemos algo azul. Aunque yo no tengo mucho donde escoger.
—¡Lou! —exclamó Lisa-Marie, sonriendo—. ¿Qué te pasa hoy?
—Soy muy feliz.
—Lo entiendo.
Desde que había hablado con Christoph el día antes, Lou parecía otra.
—Yo no —dijo Mia—. Esa sonrisa eterna me tiene frita.
—¡Ay, hija! —Lou se apartó de la ventana y se sentó en el sofá al lado de su sobrina—. Tú también volverás a reír algún día.
—No sé de qué.
—¡Espera y verás!
—¡Ya están aquí! —Lisa-Marie señaló fuera, muy emocionada. Anne pasaba justo por delante de la ventana conduciendo el Escarabajo rojo.
—¡Tranquila! —advirtió Lou—. O notarán enseguida que pasa algo. Hemos quedado en que no iremos directamente al grano. Déjalas respirar un poco.
—Es muy fácil decirlo —susurró Lisa-Marie, mientras saludaba con la mano a las recién llegadas—. Tú siempre has sabido controlarte, yo no soy capaz.
La preocupación de Lisa-Marie, sin embargo, resultó ser infundada.
En las dos horas siguientes, prácticamente las únicas que hablaron fueron Helene y Katharina. Después de dar una vuelta de inspección minuciosa por la granja, se sentaron a la mesa de la sala de estar y saborearon la tarta y el café. Al principio, el ambiente no fue muy alegre porque era la primera vez que las hermanas iban a la granja desde la muerte de Horst, y no les resultó fácil. No obstante, el buen humor se impuso poco a poco, sobre todo cuando empezaron a hablar del balneario.
—Estoy como nueva —dijo Helene, radiante—. ¿Habéis notado que he ido a la peluquería?
—Pues claro, se ve a la legua —contestó Mia—. ¿Cómo se llama ese color de pelo?
—Cobre. Es la nueva moda de este año.
—Hemos conocido a gente muy simpática —dijo Katharina con entusiasmo.
—Ese tal Friedhelm os hace tilín, ¿verdad? —preguntó Anne—. Os ha costado mucho separaros de él en Kempten.
Helene se ruborizó.
—Es un hombre muy distinguido.
—¡Sí, señora! Por cierto, tienes su número de teléfono, ¿no? —pregunto Katharina.
—Por supuesto. —Helene revolvió en el bolso y sacó un trozo de papel—. ¡Mira!
—¿Vais a compartirlo? —bromeó Mia.
—¡Mia! —la reprendió Anne.
—Es una pregunta justificada —dijo Lou, saliendo en favor de su sobrina.
—A nuestra edad, podemos quedar con un hombre de dos en dos —dijo Helene—. No hay necesidad de liarse enseguida.
—¡Y mira que me gustaría! —dijo Katharina, risueña—. Aunque tenga diez años menos que nosotras.
—¿Y eso qué importa? —Helene sonrió, ensimismada.
—Nada —confirmó Anne—. Si hay amor…
Dirigió una mirada elocuente a su prima y a su hermana. ¡El tema daba pie para introducir las cartas de Horst!
Lou entendió y fue a buscar las dos cajas.
—En el legado de Horst, hemos encontrado una cosa que tenéis que ver sin falta.
—¿Zapatos? —Helene se inclinó con interés hacia las cajas.
—No, no son zapatos —replicó Anne—. En las cajas hay cartas y fotografías antiguas.
Lou apartó la tarta y puso las cajas en la mesa, delante de Katharina y Helene. Abrió una caja y sacó las fotos.
—¡Mirad! Esta es vuestra madre —dijo con voz suave, y les enseñó la fotografía de Marie.
Desconcertada, Helene se llevó la mano a la boca, mientras que Katharina hacía un gesto de incredulidad.
—Pero… Horst siempre dijo que no había fotos de nuestra madre.
—Sí, bueno, Horst decía muchas cosas —murmuró Lou—. Será mejor que vayamos paso a paso.
—Era muy guapa. —Helene recuperó por fin el habla. Contemplaba la foto con mucho cariño.
—Siempre me la había imaginado así —dijo Katharina, y se puso bien las gafas—. ¿Hay más?
Sin decir nada, Lou les acercó las dos fotos de la boda.
—¡Es nuestro padre! —exclamó Katharina, emocionada—. Mira, Helene.
—Se parece mucho a Horst.
A Lisa-Marie, que hasta entonces se había mantenido al margen de la conversación, se le escapó una risa histérica. Katharina miró a su hija con asombro.
—¿Qué te pasa?
—Creo que ha llegado el momento de aclararos una cosa —dijo Anne, auxiliando a su prima—. Pero no será fácil.
—Hija mía, me estás asustando —gimió Helene, y se llevó las manos al pecho—. Espero que no sea nada grave.
—No, en realidad, no —la tranquilizó Lou—. Más bien, raro. Es mejor que leáis las cartas.
En la hora siguiente, el tictac del reloj de pared fue el único ruido que perturbó el silencio. Lisa-Marie, Lou, Anne y Mia miraban expectantes cómo las dos mujeres iban abriendo sobres. Se tomaban su tiempo, leían las cartas una a una con sumo cuidado y asentían con la cabeza para indicarse mutuamente que habían acabado y podían abrir la siguiente.
Al final, le tocó el turno al último escrito: la carta de despedida de Horst. Cuando terminaron de leerla, la dejaron sobre la mesa y las dos levantaron la vista casi al mismo tiempo. La expresión de sus caras hacía imposible adivinar sus sentimientos. Helene tomó de la mano a Katharina sin decir nada y se la estrechó.
—¿Y bien? —Lou no soportaba aquel silencio.
Lisa-Marie se levantó de golpe.
—¿Queréis una copita? —preguntó, y fue a buscar la botella de licor de hierbas al armario de la sala.
—¿Mamá? —dijo Anne con cautela—. ¿Tía Katharina?
Mia fue la única que siguió callada.
Finalmente, Lou no pudo más.
—¡Decid algo de una vez! —las inquirió.
—Ay… —gimió Helene, y Katharina también se limitó a lanzar un suspiro.
—¿No podéis ser más explícitas?
Katharina asintió a cámara lenta.
—Creo que, en el fondo, lo sospechábamos —dijo.
—Horst siempre fue algo más que un hermano mayor —añadió Helene, pensativa—. ¿Cómo lo explicaría? Nos unía un lazo emocional muy fuerte.
—Desde el principio fue un padre para nosotras. Y si ahora se demuestra que realmente era nuestro padre, en cierto modo me parece… —Katharina buscó la palabra adecuada— lógico.
—Pero no cambia nada —dijo Helene.
—Sí —la contradijo Katharina—. Si lo hubiera sabido antes, no le habría contado ciertas cosas.
—¿Como qué? —preguntó Lisa-Marie con curiosidad.
Katharina sonrió, ensimismada.
—Le conté con todo detalle mi primera noche de amor.
—¡No!
—¡Qué corte! —exclamó Mia.
—Yo también —dijo Helene, sonriendo—. Ay, Dios, me imagino lo que sentiría cuando…
—Y lo de la intoxicación etílica, ¿te acuerdas? —Katharina puso cara de vergüenza—. A mi padre no se lo habría contado jamás.
—No, de eso no me acuerdo. Pero me admira que nunca perdiera la calma.
—Horst era así. Siempre tuve la impresión de que podía acudir a él con mis preocupaciones.
—Pues consiguió mucho más que muchos padres —murmuró Anne—. Tal vez esa fue una de las razones por las que guardó el secreto hasta el final.
—Es posible. —Katharina volvió a observar las fotos—. Son lo más precioso que ha podido dejarnos en herencia. ¡Mirad! Nuestro padre y nuestra madre… —Se le quebró la voz.
—Tranquila. —Helene abrazó a su hermana para consolarla—. ¿Os importaría dejarnos un momento a solas? —preguntó.
—Eh… no, claro que no.
Todas las aludidas se levantaron.
—Bueno, pues… nos vamos a la cocina —decidió Lisa-Marie, y recogió los platos sucios de la mesa.
Katharina se secó las lágrimas.
—Deja el licor —le pidió a su hija—. Nos va a hacer falta.
—Hace más de una hora que están solas. —Lou miraba con impaciencia el reloj de la cocina. Estaba sentada a la mesa de la cocina con Mia, y acababa de abrir el periódico—. ¿Qué hacen tanto rato ahí dentro?
—Hablar, supongo —dijo Lisa-Marie. Apoyada en el fregadero, rellenaba hojas de col con carne picada especiada. Después, le pasaba los paquetitos de col a Anne, que se dedicaba a atarlos con hilo de cocina.
—¿Cuánto licor quedaba en la botella?
—¡Lou! —la reprendió Anne—. Se te ocurren unas cosas…
—¿Por qué lo dices? Nos vendría bien saber lo que nos espera.
—Seguro que no hay bastante para emborracharse —dijo Lisa-Marie.
—Eso está bien.
—Me asombra que estén tan tranquilas —señaló Mia—. Casi diría que me inquieta.
Anne asintió.
—Los arrebatos emocionales no son lo suyo. En eso se parecen mucho.
—Sí —confirmó Lisa-Marie—. Sobre todo cuando están juntas. Siempre parecen fuertes y muy serenas cuando están juntas.
—Se apoyan mutuamente. Tal vez es típico de los gemelos. En su caso, quizá la pena compartida sí sea realmente media pena. —Suspirando, Lou cerró el periódico.
—No solo les pasa a los gemelos —replicó Lisa-Marie—. Creo que nosotras cuatro también vamos por buen camino.
—Los buenos caminos a veces son pedregosos —razonó Lou, y volvió a mirar la hora—. Sea como sea, creo que ya es hora de poner fin a tanta intimidad.
Lou tuvo que esperar media hora más, y entonces, por fin, se abrió la puerta de la cocina. Helene y Katharina entraron agarradas del brazo. Se notaba que habían llorado porque tenían los ojos enrojecidos. No obstante, intentaron sonreír al sentarse a la mesa con Lou y Mia.
—¿Qué? —preguntó Anne con cautela—. ¿Os vais haciendo a la idea?
—No —dijo Helene—. Creo que nos va a hacer falta mucho tiempo para asimilarlo. Pero, de momento, hemos hecho las paces con Johann y Marie, ¿verdad?
—Sí —confirmó su hermana—. Me gustaría que nos lo hubiera contado en vida, pero eso ya no puede cambiarse.
—No —suspiró Lisa-Marie. Se limpió las manos con el delantal y se acercó a la mesa.
Katharina miró a su hija con desconfianza.
—Hay más noticias, ¿verdad?
—¿Qué? —Helene levantó la cabeza, alarmada—. ¿Más noticias del mismo estilo?
Lou le acarició la espalda para tranquilizarla.
—No tengas miedo, mamá, no hay más bombazos como la confesión de Horst.
—¿No podemos dejarlo para más tarde? —preguntó Anne—. Creo que por hoy ya ha sido suficiente.
Helene y Katharina se miraron.
—No. Preferimos saberlo todo enseguida. ¡Vamos!
—Como queráis —dijo Lou, y, mirando a su hermana y a su prima, añadió—: ¿Quién empieza?
—Yo. —Lisa-Marie se puso un mechón de pelo con mucha calma detrás de la oreja—. Se trata de la granja. Nos gustaría conservarla. Porque yo…
—¡Gracias a Dios! —la interrumpió su madre—. Nosotras también queríamos conservarla. Aunque sea difícil al no vivir en Pfronten. Pero ya encontraremos alguna solución, estoy segura.
—Creo que ya la hemos encontrado —dijo Lisa-Marie sonriendo—. Me quedo a vivir aquí.
—¿En Pfronten? —exclamó Helene, sorprendida.
—Sí, en la granja.
—¿Y la librería? ¿De qué vas a vivir? —preguntó Katharina, preocupada.
—Cierro la tienda de Dortmund y empiezo de nuevo aquí.
—¿Estás segura de que es una buena idea?
—Sí, mamá, segurísima. —Lisa-Marie les resumió su situación económica—. Como puedes ver, lo tengo todo bien pensado —concluyó.
—Bueno, es toda una sorpresa —murmuró Katharina.
—Pero no la única —dijo Anne, suspirando—. Yo también tengo que deciros algo. Tarde o temprano, os enteraríais de todos modos.
—¿Tú también te quedas? —preguntó Helene.
—No —contestó Anne—. Lo mío aún no ha llegado a ese punto. Todavía creo que las cosas pueden arreglarse.
—¿De qué estás hablando? No te entiendo.
—Stefan y yo tenemos problemas —dijo Anne, sobriamente—. Hasta ahora me lo había callado.
Katharina frunció el ceño.
—Espero que no sea porque hay otra mujer —dijo, indignada.
—No. Pero no me hace ningún caso y vive únicamente para el trabajo.
—¡Te lo dije! —Helene miró un momento a su hermana—. Yo sé cuándo le pasa algo a mi hija. ¿Y qué vas a hacer?
—El domingo vuelvo a casa y hablaré con él. Así de sencillo.
—¡Ojalá! —Helene la miró con preocupación—. Pero si necesitas ayuda, la pides.
—Claro.
—Ven aquí. —Helene se apartó un poco, a la vez que tiraba de su hija para que se sentara a su lado en el banco. Después la abrazó con ternura—. Pase lo que pase, puedes contar conmigo.
—Lo sé. —Anne se estrechó contra su madre en busca de consuelo.
—¿Y yo qué? —intervino Lou, un poco celosa.
—¿Qué quieres? —le preguntó Helene, sonriendo—. Tú siempre has sido la fuerte.
—Pero las cosas han cambiado.
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
—Estoy embarazada.
—¿En serio? —Helene miró a su hija con incredulidad—. ¿Tú? Pero si nunca has querido tener hijos.
—Cosas que pasan.
Su madre parecía desconcertada, pero pronto comprendió lo que eso significaba.
—¡Seré abuela otra vez! ¡No me lo puedo creer!
—Yo tampoco.
—Mi pequeña va a tener un hijo… ¡Es fantástico! ¿Qué dice Christoph?
—Muchas cosas. —Lou sonrió al recordar la tarde anterior—. Cuando llegue, se lo preguntáis vosotras mismas.
—¿Está aquí? —Helene miró a todas partes, como buscándolo.
—Está en Múnich, pero vuelve para la cena.
—¡Vaya, menuda sorpresa!
—Y que lo digas.
Pensativa, Katharina miró a cada una de las tres mujeres.
—O sea, Lou está embarazada, Anne tiene que solucionar sus problemas matrimoniales y Lisa-Marie se muda —resumió—. ¿Hay algo más?
—¿Tú no tienes nada que contarnos, cariño? —le preguntó Helene a su nieta.
—¿Yo? —Mia se ruborizó—. Yo… estaba… O sea… yo… —balbuceó, incapaz de hablar de sus penas amorosas—. No —contestó finalmente, y bajó la mirada—. Todo estupendo.
—¿De verdad?
—Sí, de verdad —confirmó, y sonrió con entereza.
—Bien. —Helene no parecía muy convencida, pero la dejó tranquila. Ya encontraría más tarde el momento para hablar con su nieta—. Os dejamos tres semanas solas… ¡y la que armáis! —exclamó, riéndose.
—Me duele la garganta de tanto hablar —se lamentó Lisa-Marie por la noche, cuando ya estaban acostadas.
Tardaron un poco en ponerse de acuerdo en la distribución de las camas. Katharina y Helene querían renunciar a ocupar sus habitaciones respectivas, pero sus hijas no aceptaron.
Así pues, Anne, Mia, Lou y Lisa-Marie compartieron la habitación grande de invitados, en la que había cuatro camas, y las dos mujeres mayores se instalaron en sus dormitorios. Christoph, que volvió tarde de las entrevistas en Múnich, se quedó en el cuartito de la planta baja.
Lou lo dejó marchar muy a su pesar y pensando con aprensión en la noche que le esperaba. No estaba acostumbrada a dormir con tanta gente en la misma habitación.
Probablemente no pegaría ojo.
Sin embargo, tras reflexionar un rato, no le pareció tan mala idea. Al fin y al cabo, era la última oportunidad, por el momento, de estar a solas con su hermana, su prima y su sobrina. Un final digno para las tres semanas que habían pasado juntas.
—Yo también estoy afónica —dijo Anne en la oscuridad—. ¿Alguien tiene pastillas para el dolor de garganta?
—A mí todavía me quedan caramelos para la tos de los que me regaló Lou —contestó Lisa-Marie—. ¿Quieres uno?
—Sí, gracias.
Se oyó un crujido.
Después se hizo el silencio, hasta que Anne volvió a hablar.
—¿Os importa que abra los postigos?
—A mí sí —susurró Lou—. Nunca se sabe cuándo va a cantar el gallo. Además, llueve mucho.
—Llueve fuera, no en la habitación.
—Me entra frío cuando oigo la lluvia.
—Y yo ronco si no duermo con la ventana abierta.
—Pues ábrela y que sea lo que Dios quiera.
—Yo suelo leer un poco antes de dormir —dijo Lisa-Marie—. ¿Os molesta si enciendo la luz?
—A mí, sí.
—Siempre a ti.
—Por lo visto, soy la única que no tiene manías para dormir.
—¡Por favor! Aunque sea un audiolibro… Y así no hace falta que encienda la luz.
—¿Sigues con el portugués?
—No, ahora aprendo ruso.
Anne se rio.
—¡Silencio! —dijo Lou—. Me parece que Mia se ha dormido.
—No, estoy despierta.
—Pues ya que estamos todas despiertas, ¿por qué no hablamos un rato? —propuso Lisa-Marie—. Me encanta charlar a oscuras. Es casi mejor que leer.
—Por mí, de acuerdo —gruñó Lou.
—¿Qué te ha dicho Christoph? ¿Qué tal las entrevistas en la Asociación de la Prensa?
—Muy bien. Ha hecho unos cuantos contactos importantes. Si se lo propone, no creo que tarde en encontrar un buen trabajo en Múnich.
—¿Y qué? —preguntó Anne—. ¿Se lo propondrá?
—Creo que sí.
—Y vendréis a vivir aquí, conmigo. —Lisa-Marie parecía muy contenta.
—En la casita de retiro —puntualizó Lou.
—Aquí o allá, qué más da. Nos haremos cargo de la granja juntos.
—¡Quién lo habría dicho hace tres semanas!
—Ay, sí…
Suspiraron y se quedaron absortas en sus pensamientos.
De nuevo fue Anne la que rompió el silencio.
—Tengo que buscar en Internet los horarios de tren para el domingo.
—¿Dónde tienes el portátil, Lisa-Marie? —preguntó Lou—. Siempre estaba en la sala de estar, pero hace unos días que no lo veo.
—Lo he guardado.
—¿Por qué?
—No me apetece entrar en los chats.
—Prefieres ir a Füssen a comprar, ¿no? —Casi se oyó cómo sonreía.
—No tiene nada que ver lo uno con lo otro.
—¡Suerte con el número de lotería!
—No entiendo lo que decís —intervino Anne.
—No importa. Basta con que lo entienda Lisa-Marie.
—¿Podemos cambiar de tema? —pidió esta.
—De acuerdo —dijo Anne—. A ver… ¿A quién le enseño a ordeñar las vacas? Mia y yo volvemos a casa el domingo, y una de vosotras tiene que hacerse cargo.
—Yo misma —se ofreció Lisa-Marie.
—En cuanto haga el examen de mates, vuelvo y me encargo del establo —añadió Mia—. Soy toda una profesional.
He ayudado muchas veces a Jo a hacerlo, se dijo, y le extrañó no echarse a llorar como de costumbre al pensar en él. Parpadeó, pero no se le humedecieron los ojos. Debía de estar demasiado cansada para llorar.
—Vais a necesitar ayuda los próximos meses —dijo Anne—. Hay muchos temas pendientes: la mudanza, las reformas en la casita de retiro, la inauguración de la tienda, la llegada del bebé… Toda ayuda será de agradecer.
—Podemos preguntarles a los Hösle si quieren venir de vez en cuando —propuso Lisa-Marie.
Lou se rio.
—A la menor insinuación, la señora Hösle se te mete en la cocina. Se muere de ganas de saber lo que pasa en esta casa.
—Bueno, ya le hemos ofrecido algún que otro espectáculo —comentó Anne, risueña—. Acordaos de cuando llegó Mia.
—O del día del sujetador —dijo Lisa-Marie con una risita.
—Esa mujer siempre es igual de inoportuna —opinó Lou, recordando con una sonrisa la mañana en que se la encontró en la farmacia.
—Seguro que le haría gracia cuidar a tu hijo, Lou —aventuró Anne.
—¿Te has vuelto loca? No aprendería alemán y me haría falta un intérprete para entenderme con él.
—Hoy en día no está de más aprender idiomas —bromeó Lisa-Marie—. Ya os lo dije hace un par de semanas.
Anne y Lou también se rieron.
Y entonces ocurrió: Mia se rio con ellas. Cuando se dio cuenta, cerró la boca y tragó saliva. ¿Cómo podía estar tan contenta? ¡Solo hacía dos días que Jo se había ido! Pensativa, miró en la oscuridad. Se alegró de que las otras no pudieran verla reflexionando.
¿Superaría finalmente la pena? ¿Volvería a ser feliz como antes?
En realidad, se había propuesto hundirse en la tristeza y no volver a ser feliz nunca más. Pero allí, en esa casa ahora tan llena de gente, no había sitio para estar triste a solas. Allí lloraban y reían, charlaban y se contaban secretos, discutían y hacían las paces.
Allí estaba la familia.
Un chasquido fuerte la sacó de sus pensamientos.
—¿Quién muerde el caramelo para la tos? —preguntó Lou en tono severo.
—Yo —confesó Lisa-Marie.
—Es malo para los dientes. Ahora mismo te levantas y te los vuelves a cepillar.
—De acuerdo.
—¡Tú también, Anne!
—Yo no lo muerdo, solo lo chupo.
—Da igual. ¿Sabes cuánto azúcar hay en un caramelo?
—No. —Anne encendió la luz—. Pero voy al cuarto de baño antes de que me sueltes un discurso.
—Así me gusta —aprobó Lou, y se incorporó en la cama—. Pongo el cronómetro. ¡Os cepilláis los dientes al menos tres minutos!
Cuando Anne y Lisa-Marie salieron de la habitación, Lou le guiñó un ojo a su sobrina.
—Si nos damos prisa, seguro que nos dormimos antes de que vuelvan —murmuró, y apagó la luz—. ¡Que duermas bien, cariño!
—Buenas noches —susurró Mia. Se dio la vuelta, se tapó bien con la colcha y cerró los ojos.
Amodorrada, prestó oídos a la noche. La lluvia golpeaba todavía los cristales de las ventanas. En algún sitio ladró un perro. En el cuarto de baño se oía el zumbido de los cepillos eléctricos, interrumpido de vez en cuando por un cuchicheo. El reloj de pared de la sala de estar dio las once y una viga de madera crujió en la buhardilla.
Ruidos familiares.
Reconfortantes y tranquilizadores.
Y de repente supo que no había ningún otro lugar en el mundo en el que quisiera estar en esos momentos.