—¿Te ha llamado Christoph? —preguntó Lisa-Marie mientras merendaban.
Lou hizo una mueca de tristeza y se le humedecieron los ojos.
—No. Y no consigo hablar con él.
—Todos los hombres son iguales —murmuró Mia—. Primero se divierten y luego nos dejan tiradas.
—O no se preocupan por nosotras —añadió Anne, meditabunda.
Mia asintió.
—Es lo mismo.
—No, no lo es —replicó Anne—. Porque contra eso hay remedio.
—¿Ah, sí? —Lou levantó la cabeza con asombro—. ¿Y cuál es?
—He pedido hora de visita en la consulta de Stefan. Oficialmente. No podrá salir corriendo. —Anne sonrió. Por primera vez en muchos días, parecía relajada y tranquila—. El lunes que viene.
—¿El lunes? —preguntó Mia, consternada—. ¿Tan pronto vuelves a casa? ¿Tengo que ir contigo?
—Pues claro. Al fin y al cabo, falta poco para el examen.
—No quiero irme —se lamentó Mia—. A pesar del fastidio con…, con… —Le costaba pronunciar el nombre—. Con Jo —dijo al fin—. Me gusta esto. Además, Lisa-Marie necesita ayuda en la granja y en la tienda nueva.
—¿Y qué pasa con la universidad?
—No empieza hasta octubre. Tranquila, me ocuparé de todo.
—A mí me gustaría que te quedaras —dijo Lisa-Marie—. Me da un poco de miedo pensar que me dejaréis sola tan pronto.
—No creo que eso pase —intervino Lou, con un hilo de voz que no era habitual en ella—. Yo… también estoy pensando en empezar de nuevo.
Tres pares de ojos la miraron con sorpresa.
—¿Empezar de nuevo?
—Sin Christoph —dijo, tragando saliva.
—¿No te estás precipitando un poco? —preguntó Anne.
—¿Se te ocurre algo mejor?
—No —admitió Anne—. Pero ¿por qué precisamente en Pfronten?
—Lo que sea antes que tropezarme constantemente con él. Así que, ¿por qué no aquí? Es mucho más bonito criar a un hijo en el campo. ¿Qué tiene de malo?
—Casi todo —contestó su hermana con determinación.
—¿Por ejemplo?
—Tu trabajo. ¿Qué harás con la oficina de Dortmund?
—Puedo delegar el trabajo y abrir una sucursal aquí. Pregúntaselo a Lisa-Marie, su casero me garantizó que me pasaría encargos.
—No sé —dijo Lisa-Marie tímidamente—. ¿Crees que hablaba en serio?
—Tanto da. Un negocio bien planteado siempre sale adelante.
—¿Y tus amigas de Dortmund?
—Todas mis amigas son profesionales sin hijos. Tendré que olvidarme de ellas en cuanto nazca el niño.
—Pero ¿dónde vivirás?, ¿aquí, con Lisa-Marie?
—Puedo reformar la casita de retiro.
—¿Estás segura? Eso requerirá mucho trabajo.
—Lo sé, pero me las apañaré. —Lou sonrió un poco forzada—. Hasta ahora, siempre he conseguido lo que me he propuesto.
Anne escrutó a su hermana con la mirada. La conocía y sabía que acostumbraba a emprender la huida hacia delante cuando tenía problemas.
—¿No hay sitio para Christoph en tus planes? —preguntó con cautela.
—No. Por lo que parece, tampoco hay sitio para mí en su vida.
—No lo sabes con certeza.
—Pues ya me dirás tú por qué no me llama.
—Ni idea. —Anne se encogió de hombros sin saber qué contestar—. Pero algún día tendrás que hablar con él, ¿no?
—Si quiere algo, que venga —dijo Lou, y levantó la barbilla en un gesto de obstinación.
—Te duele que te deje en la estacada precisamente ahora.
—¡Sí! —exclamó Lou, y se levantó bruscamente—. Pero no quiero seguir hablando del tema. Y ahora, perdonadme, voy a echar un vistazo con calma a la casita.
En cuanto Lou entró en la casita, intentó olvidar los pensamientos negativos. Estaba decepcionada, disgustada y furiosa, y se sentía terriblemente desvalida. Pero no servía de nada seguir pensando en el comportamiento de Christoph.
Por lo visto, a partir de ahora tendría que arreglárselas sin él. Aunque, en el fondo, no estaba sola. Tenía a su hijo. Y también a Lisa-Marie, Anne y Mia: su pequeña familia, con la que se había encariñado mucho las últimas semanas. Podía confiar en esas mujeres.
Naturalmente, no eran como sus amigas. Podían ser enervantes, ruidosas y a veces bastante raras. Y, sin embargo, sabía que su familia no la dejaría en la estacada nunca, pasara lo que pasara.
La idea de instalarse en Pfronten le había estado rondando por la cabeza todo el día, pero solo al sacar a relucir el tema a la hora de la merienda había comprendido que iba realmente en serio.
Allí podía crear un nuevo hogar.
Mientras deambulaba por la casita, intentó observar los distintos espacios con la mirada profesional de una interiorista. La sala de lectura se quedaría como estaba. Evidentemente, habría que desechar algunos de los volúmenes que llenaban las estanterías. En su lugar pondría sus propios libros, y, con el tiempo, seguro que se añadirían unas cuantas obras infantiles: Pipi Calzaslargas, La pequeña oruga glotona o Winnie the Pooh.
Esbozó una sonrisa al imaginarlo.
El suelo de madera del pasillo parecía en buen estado, solo hacía falta pulirlo y encerarlo. La cocina era vieja y habría que reformarla entera, pero ya tenía en la cabeza una imagen clara de cómo sería: utilizaría muebles de estilo rústico. La tercera estancia de la planta baja era lo bastante grande como para hacer las veces de salón y de sala de juegos.
Con curiosidad, subió al piso de arriba. Tuvo que abrirse paso entre muebles antiguos y cojines para llegar a los tres dormitorios.
Al abrir la puerta del primero, se quedó boquiabierta. En medio del cuarto estaba la cuna pintada de blanco que Johann había construido para sus nietos. Lou no sabía que aún existía. Acarició cariñosamente la madera lacada y echó un vistazo al interior de la cuna. Era más que probable que pronto hubiera un recién nacido en ella.
¡Su hijo!
—Hola, Lou. —La voz de Christoph no sonó tan firme como de costumbre, y Lou se estremeció, asustada.
Le dio un mareo y se agarró al borde de la cuna en busca de apoyo. La cuna empezó a balancearse y no la sostuvo. Christoph llegó enseguida a su lado y la sujetó.
—¡Cuidado! —susurró, y la estrechó en sus brazos.
—Pero… ¿Qué…? ¿Por qué…? ¿Qué haces aquí? —balbuceó Lou, intentando reprimir las lágrimas que le asomaban a los ojos. En vano: la silueta de Christoph se desdibujó ante sus ojos.
—Ya está, no ha pasado nada —dijo, y le acarició la mejilla para tranquilizarla.
Sollozando, Lou apoyó la cara en el cuello de Christoph, que la estrechó entre sus brazos aún con más fuerza y la meció con cariño.
—¿Te encuentras mejor? —preguntó en voz baja.
—No sé —contestó ella, gimoteando. La repentina aparición de Christoph la había trastornado, y los sentimientos que tanto se había esforzado por reprimir afloraban ahora sin control. Asustada, confusa y, aun así, loca de alegría, lloraba con grandes lagrimones que caían en el cuello de la camisa de él. Al cabo de unos instantes, levantó la cabeza—. ¡Perdona!
Christoph le puso un dedo en los labios.
—No tienes que pedir perdón por nada.
—Es que… yo… pensaba que… no vendrías… y que…
—¡Un momento! —la interrumpió bruscamente—. ¿De verdad creías que te iba a dejar colgada?
Lou asintió y se secó las lágrimas de las mejillas. El cariño y la cercanía de Christoph empezaban a tranquilizarla.
—¡Lou Sonntag! —La apartó con suavidad un poco para poder mirarla a los ojos—. Creía que me conocías mejor.
—Estaba muy confusa —se defendió Lou, y se llevó la mano inconscientemente a la barriga—. Ha sido tan inesperado… ¡No entraba en nuestros planes!
—Sí, eso es cierto. —Christoph sonrió tímidamente, y puso la mano encima de la suya—. Pero ese «cambio de planes», como tú lo llamas, no significa que vaya a salir corriendo. Al fin y al cabo, yo te quiero… Os quiero —añadió con voz cariñosa. Y con la mano libre la atrajo de nuevo hacia sí y la besó.
A Lou volvió a darle un mareo. Pero esta vez disfrutó de la sensación, porque Christoph estaba con ella.
Y todo estaba bien.
—Te he mojado la camisa —dijo Lou, mirando el cuello con lástima.
—No importa —contestó Christoph con una sonrisa.
Lou estiró la tela para alisarla y pasó la mano por la mancha de humedad. Entonces se dio cuenta de que Christoph no llevaba chaqueta.
—¿Dónde están tus cosas?
—En la casa, se las he dejado a Lisa-Marie.
—¿Quieres que vayamos y te cambias?
—No, antes me gustaría estar un rato contigo sin que nadie nos moleste.
Lou se le arrimó.
—Fantástico.
—La reacción que has tenido… —dijo, y titubeó—. ¿De verdad pensabas que iba a dejarte tirada?
—Bueno, ni yo sé exactamente lo que pensaba. Pero ten en cuenta que no he sabido nada de ti desde anoche. Cualquiera habría pensado disparates.
—Anoche se nos hizo tarde en la redacción. Y está mañana he tenido que solucionar un par de asuntos antes de subirme al coche y venir lo antes posible.
—¿Por qué no me has llamado?
—No se puede hablar por teléfono de algo tan importante.
—Podíamos haberlo intentado.
—¿Igual que la conversación de ayer? ¡Eso sí que no! —exclamó—. Fue como un mazazo en la cabeza. Después me pasé toda la reunión en estado de coma.
—Lo siento.
Christoph tocó la cuna.
—Me quedé conmocionado.
—Lo siento —murmuró de nuevo Lou.
—No tienes por qué. Después de todo, no eres la única responsable, ¿no? Yo he participado al cincuenta por ciento. —Sonrió para animarla.
Lou asintió.
—Pero luego, entrada la noche, estuve reflexionando —prosiguió— y llegué a la conclusión de que soy un burro.
—¿Un burro?
—Sí. Un burro malcriado de cuarenta y tres años al que le gustan la comodidad y el lujo. Me cuesta imaginar mi vida patas arriba por tener un hijo. —Suspiró y se dio unos golpecitos en el pecho con la mano—. Pero, en lo más hondo de su corazón, algo le dice al viejo burro que quizá esta sea la última oportunidad de fundar su propia manada.
—¿Una manada entera?
—¡Tranquila! Tres ejemplares también forman una manada: el padre burro, la madre burra y un borriquito.
—Entonces, quieres fundar la manada conmigo. —Lou intentó hablar con objetividad, pero no pudo evitar que la voz le fallara de emoción.
—Sí, quiero.
—¡Gracias a Dios! Pensaba que tendría que criar sola al borriquito.
—De ninguna manera. —La abrazó de nuevo y la besó con ternura—. No sé lo que nos espera, pero creo que va a ser la mayor aventura de nuestra vida.
—Yo también lo creo.
—Nuestra vida cambiará radicalmente.
—Lo sé.
—Habrá que hacer reformas en el piso, no es apropiado para un niño.
—También podemos mudarnos.
—Por mí, de acuerdo. ¿Qué te gustaría?, ¿una casita con jardín en el sur de Dortmund?
Lou titubeó.
—Algo parecido. Pero quizá un poco más al sur…
—Ya tienes algo pensado, ¿verdad?
—Bueno…
—¡Suéltalo!
—De acuerdo. —Lou respiró hondo—. ¿Qué te parece esta casa?
—Preciosa. —Echó un vistazo alrededor sin dejar de abrazarla—. Siempre me ha gustado. Pero está un poco lejos de Dortmund, ¿no crees?
—Tú siempre dices que podrías vivir en cualquier sitio.
—Sí, claro. Pero… ¿y el trabajo?
—Seguro que hay un modo de arreglarlo.
—Mmm… —Christoph frunció el ceño.
—Ahora ya trabajas mucho en casa.
—Mmm…
—Y, para un niño, seguro que es mejor el campo que la ciudad.
Lou lo miró expectante. Las arrugas que se le habían formado en la frente empezaron a desaparecer y en sus labios se dibujó una sonrisa burlona.
—Veo que has pensado en todo. ¿Cuándo has decidido instalarte aquí?
—Esta tarde —admitió Lou, sin mucho aplomo.
—Pues has llegado muy lejos con tus reflexiones.
—¿Te parece que voy muy deprisa?
—Bueno, estos días he tenido que acostumbrarme a los acontecimientos sorprendentes.
—¿Significa eso que pensarás en mi propuesta?
—Sí, por supuesto. —La besó en la frente—. Además, yo también he hecho planes.
—¿De verdad?
—He tenido tiempo de sobra: el viaje dura seis horas.
—Si te aburrías, ¡podías haberme llamado! —Lou le dio un cachete cariñoso en la espalda.
—No. Está prohibido hablar por teléfono mientras se conduce —dijo, fingiendo severidad—. Es muy peligroso. Y ya no soy responsable únicamente de mí mismo, sino también de mi familia.
—«Tu familia» —repitió Lou en un susurro. En boca de Christoph, esas palabras sonaban un poco raras, pero ya se iría acostumbrando.
—Volviendo a mis planes —siguió él—: no se limitan a un coche nuevo y tal vez una casita en el campo, ya sea aquí, en Algovia, o en otro sitio. Eso da igual.
—No da igual —lo contradijo Lou—. Esta casa es de mi familia y significa mucho para mí.
Christoph la miró con asombro, pero Lou le indicó con un gesto que lo dejara correr.
—Es una larga historia, después te la cuento.
Christoph asintió.
—Si tanto significa para ti vivir aquí, habrá que planearlo seriamente. Hay que hacer algunas reformas.
—Lo sé.
—Hablaré con la redacción, a ver hasta qué punto es necesaria mi presencia —siguió reflexionando en voz alta.
—¡Buena idea!
—Y mañana iré a la Asociación de la Prensa de Múnich. No estará de más tener un par de contactos en la prensa local.
—¡Caramba, qué deprisa vas!
—No tenemos mucho tiempo, ¿no? —dijo, y su mirada se posó en el vientre de Lou—. ¿Cuándo nacerá… nuestro hijo?
Esas últimas palabras la emocionaron. ¡Había dicho «nuestro hijo»! Una expresión a la que aún tenía que acostumbrarse.
—Ni idea —confesó—. Todavía no he ido al médico.
—Pues hay que darse prisa —constató Christoph—. Ya conoces la vieja regla del periodismo: ¡nunca llegues tarde al cierre de edición!