17

A la mañana siguiente, Anne salió de la habitación sin hacer ruido. Cerró la puerta con cuidado y bajó a la cocina.

Como era de esperar, Lisa-Marie ya estaba sentada a la mesa del desayuno, leyendo el periódico. El aroma a café recién hecho colmaba el aire, y en la mesa había una bolsa de panecillos y un trozo de tarta que había sobrado del día anterior.

—Buenos días. —Anne alcanzó una taza del armario y se sentó a la mesa con su prima.

Lisa-Marie le acercó la cafetera y Anne se sirvió. Bebió un sorbo y se reclinó en el asiento, emitiendo un suspiro de alivio.

—¡Qué bien sienta!

—¿Cómo está Mia?

—Sigue durmiendo.

—¿Qué tal la noche?

—Las he tenido mejores.

—¡Yo también! —Lou entró en la cocina arrastrando los pies y se detuvo delante de la mesa—. ¿Por qué no te has vestido, Anne? Son casi las nueve y media.

—No me apetecía ducharme. Además, tampoco es que tú vayas muy elegante.

Lou se había puesto los vaqueros y un jersey, pero iba despeinada y parecía medio dormida.

—¿Y qué más da? Ya no hay nadie en la casa por el que tengamos que ponernos guapas.

—Sí —dijo Lisa-Marie suspirando—. Jo se ha ido.

—Ni se te ocurra mencionarlo cuando baje Mia —la advirtió Anne—. O se echará a llorar otra vez.

—¡Pobrecita!

—Necesito un té. —Lou enchufó el hervidor de agua. Al hacerlo, miró por la ventana y vio el establo—. ¿Se ha encargado alguien de los animales?

—Les he dado de comer, pero después hay que hacer el resto —contestó Lisa-Marie.

—Yo te ayudo —prometió Anne—. Y a Mia no le vendría mal tomar un poco el aire.

—Yo también voy —dijo Lou—. Si trabajo, al menos no tengo que pensar.

—¿En qué?

—En Christoph. —Suspiró con tristeza—. Anoche lo llamé por teléfono y le dije que estoy embarazada.

—¿Y?

—Nada. Estaba en plena reunión y quedamos en que me llamaría más tarde. Pero todavía no lo ha hecho.

—A lo mejor está ocupado —insinuó Lisa-Marie.

—¿Tan ocupado que no tiene tiempo para llamar a su pareja, que acaba de decirle que está embarazada? —objetó Anne.

—Tienes razón, no tiene mucho sentido.

—Esta mañana he intentado hablar con él un par de veces. Pero no contesta —dijo Lou, mientras se servía un té con movimientos que denotaban cansancio y apatía.

—Seguro que hay un buen motivo para que se comporte así —dijo Lisa-Marie—. No es propio de él no decirte nada.

—No, no lo es —confirmó Anne.

—Pero ¿y si lo es? —preguntó Lou en voz baja—. ¿Qué hago yo entonces?

—Te daremos la bienvenida al club de los corazones rotos —dijo Mia con voz ronca en la puerta. Tenía la cara llorosa, pero consiguió esbozar una sonrisa. Anne y Lisa-Marie se echaron a un lado para hacerle sitio en el banco rinconero.

—¿Quieres un té? —le preguntó Lou.

—¿Cuál me ofreces?

—«Té para el buen humor, con jengibre y hierba luisa» —leyó Lou en el paquete, y esbozó una sonrisa de disculpa—. Es lo que pone aquí.

—Pues ponme una jarra entera —murmuró Mia—. A lo mejor funciona.

—¡Por los hombres que no valen la pena! —Lou brindó chocando su taza de té con la de Mia.

Mia asintió, enfadada.

—¡Por todos los hombres que nos mienten y nos engañan!

—¡Exacto! Sin ellos se está mucho mejor.

—¿Quién los necesita?

En ese momento sonó un teléfono. Lou y Mia dejaron en el acto las tazas y sacaron el móvil, pero volvieron a guardarlo cuando Anne dijo alegremente:

—Es el fijo, ¿no lo oís?

El teléfono estaba en la sala de estar, encima de una mesita auxiliar.

—¿Diga? —contestó Anne.

—¿Anne?, ¿eres tú? —preguntó una voz aguda de mujer, que respiraba entrecortadamente.

—¿Daggi?

—Sí, ¿quién quieres que sea? ¡Me alegro de encontrarte en casa! No me aclaro con esos números de móvil tan largos, por eso he probado con el fijo.

—¿Ha pasado algo?

—No, tranquila. Los chicos están bien. —Hizo una pausa teatral, algo muy típico en ella y que solían poner a Anne de los nervios—. Pero no pienso aguantar más esta situación.

—¿Por qué? —Anne se temió lo peor: ¿la asistenta no hacía bien su trabajo?, ¿el frigorífico se había estropeado?, ¿los niños se habían vuelto descarados?

—«¿Por qué?» —repitió Daggi, y se rio con amargura—. Simplemente, porque la conducta de Stefan me parece muy desconsiderada.

—¿Cómo? —Anne pensó que lo había oído mal.

—Desconsiderada y egoísta. —De nuevo una pequeña pausa—. Solo piensa en el trabajo. Sus hijos y su madre no le importan nada.

También tiene mujer y una hija, pensó Anne, pero se guardó el comentario.

—¿Hablamos del mismo Stefan, de tu hijo? —preguntó para asegurarse.

—Exacto.

—Es un médico de renombre y tiene muchos compromisos. Es lo que tú me dices.

—Es que no tenía ni idea del poco tiempo que pasa con su familia. ¿Cómo lo soportas?

—No siempre es fácil —admitió Anne. No quiso decir nada más porque la inquietaba que su suegra hubiera cambiado de bando sin previo aviso.

—¡Tenéis que cambiar algunas cosas! —Anne contó hasta tres, y Daggi prosiguió—: De lo contrario, ya puedes pedir el divorcio ahora mismo. Seguro que tu vida será más sencilla si no tienes que estar siempre esperándolo.

—Sí, tal vez —murmuró Anne. ¿Su suegra acababa de recomendarle que se divorciara?

—Me quedo hasta el domingo. —Hizo una pausa—. Después, vuelvo a casa. Ya se lo he dicho a Stefan. Te llamará hoy a alguna hora.

—Volveré el domingo.

—Y yo procuraré cantarle las cuarenta a mi hijo —prometió Daggi—. Tiene una familia maravillosa y no la cuida.

Anne tragó saliva. No sabía qué era peor: que su suegra tomara partido por ella o que dijera las verdades tan crudamente.

—Anne, ¿me has oído?

—Sí —respondió tras unos instantes—. Nos vemos el domingo.

—¿Qué pasa? —preguntó Lou cuando Anne volvió a la cocina.

—Era Dagmar. El domingo se va a su casa. —Distraída, alcanzó un trozo de tarta—. Creo que me vuelvo a la cama y me taparé hasta la cabeza.

—No te entiendo —dijo Lisa-Marie—. ¿No te alegrabas siempre cuando se iba?

—Esta vez, no —aclaró Anne con la boca llena—. En primer lugar, porque no estoy allí; en segundo, porque eso significa que, como muy tarde, tengo que volver a casa el domingo, y en tercero… —Dudó antes de proseguir.

—¿Sí? —insistió Lou.

—En tercero, porque digamos que emprende la huida por no aguantar más tiempo en mi casa.

—Seguro que es por culpa de Jan y de Tom —conjeturó Mia enseguida—. Conozco a mis hermanos.

—Error —dijo Anne, negando con la cabeza—. Es por papá.

—¿Ha discutido con él?

—No. Pero ahora ve cómo es de verdad su hijo. Y dice que se preocupa muy poco de su familia.

—Esa mujer es una pesada, pero es más lista de lo que creía —murmuró Lou.

—Sí. —Anne se tragó el bocado de tarta con la ayuda de un sorbo de café—. Me temo que, para mí, se acabó el tiempo idílico en Algovia. Tengo que volver a casa.

—¡Tienes que hablar con papá!

—Ya lo sé. Y me da pánico.

—¿Quieres un poco de té para el buen humor? A lo mejor te ayuda.

—Bueno, en ocasiones, la vida te enfrenta a hechos consumados —dijo Lou, citando al abuelo Johann.

—Pero depende de nosotros sacarles partido —completó Anne.

Se quedaron un rato en silencio, hasta que Mia se levantó.

—¡Somos unas aburridas! ¡Hala, vamos al establo! Trabajar no le hace daño a nadie.

Salió de la cocina con Lou y Lisa-Marie.

Anne se quedó sola.

Recogió las tazas, dobló el periódico, le puso comida al gato y sacudió los cojines del banco.

Lamentablemente, después no encontró ninguna otra actividad que le impidiera llamar a Stefan. Así pues, agarró el móvil y marcó el número. La secretaria contestó al segundo tono.

—Lo siento mucho, señora Wassermann, pero el doctor está en el quirófano.

—¿Y cuándo saldrá?

—No sabría decirle.

—¿Tiene algo por la tarde?

—Sí, la reunión semanal de los médicos jefes. Empieza a las dos, y esas reuniones siempre se alargan.

—Lástima —dijo Anne en voz baja.

—¿Quiere que le dé algún recado?

—No, gracias. Ya llamaré más tarde.

Colgó y se comió otro trozo de tarta. Enseguida se le hizo un nudo en la garganta, y supo que no era por culpa del bizcocho.

Gimiendo, se sentó en la silla que tenía más cerca. ¡No conseguía hablar con Stefan! Siempre estaba ocupado. ¿Cuánto tiempo más aguantaría esa situación?

—No mucho —murmuró, con la voz ahogada por las lágrimas, y apoyó la cabeza en las manos.

Así la encontró sor Bonaventura cuando entró en la cocina, cinco minutos después.

—¿Anne? —dijo con cautela.

La aludida levantó la cabeza.

—¿No se encuentra bien?

—Sí, sí. —Anne se apresuró a secarse las lágrimas.

—Se lo preguntaba porque aún va en camisón.

—Así van hoy las cosas.

—¿Dónde están los demás?

—En el establo.

—¿Todos? ¿Mia ha hecho las paces con Jo?

—No —dijo Anne, y, después de una breve pausa, añadió—: Jo se ha ido.

—¡Cuánto lo siento! —Sor Bonaventura se dejó caer en una silla, suspirando—. Pero ya me lo imaginaba. ¿Se las arreglarán sin él?

—No lo sé.

La monja la miró, pensativa. Nunca la había visto tan parca en palabras.

—Le preocupa algo, ¿verdad? Y no es solo el asunto de Jo.

—No —reconoció Anne de mala gana.

—¿Puedo ayudarle de alguna forma?

—Creo que no.

—Déjeme intentarlo.

—¿Qué sabe usted de problemas matrimoniales?

—Algo sé.

—No está casada.

—Estrictamente hablando, sí —replicó sor Bonaventura, guiñándole un ojo—. Pero dejemos eso.

Anne sonrió.

—¿Lo ve? Así me gusta más. Y ahora, ¡cuénteme! ¿Por qué está tan angustiada?

—En realidad, solo es un problema ridículo de horarios —admitió Anne, después de pensarlo un poco. No tenía intención de explayarse con sor Bonaventura contándole sus problemas matrimoniales. Sin embargo, tampoco le perjudicaría oír su consejo—. Mi marido nunca tiene tiempo para hablar conmigo tranquilamente.

—Es un médico muy bueno y de mucho prestigio, ¿no es cierto?

—Sí, un santo, por así decirlo. —Anne sonrió con la comparación—. Y a usted, ¿qué tal le va? ¿Dios puede dedicarle tiempo?

—¿A qué se refiere?

—Bueno, Dios tiene que salvar constantemente al mundo y no puede estar siempre con usted.

Sor Bonaventura comprendió y asintió.

—Cuando quiero hablar con él, voy a verlo.

—Buena idea —murmuró Anne, intentando imaginarse cómo reaccionaría Stefan si ella entrara de repente en el quirófano.

—No, en serio, a veces hay que seguirlo, si hace falta hasta la iglesia.

—¿Y si hay mucha más gente que necesita su ayuda?

—Espero a que tenga una hora de visita libre. Si atiende a los demás, también me atenderá a mí. —Sor Bonaventura volvió a guiñarle un ojo—. ¡Haga la prueba!

—A lo mejor lo intento —dijo Anne, pensativa—. ¡Gracias por el consejo!

—De nada. —Sor Bonaventura se levantó—. Y ahora voy a ver si me necesitan en el establo.

—Yo voy enseguida. Pero antes tengo que solucionar una cosa.

Anne se quedó mirando a sor Bonaventura, asombrada y pensativa. El sencillo consejo que le había dado, pedir hora de visita con Stefan, era fácil de poner en práctica. Y si le reservaba una hora en su agenda, ¡tendría que prestarle atención!

La secretaria de Stefan contestó de nuevo al segundo tono.

—Quería pedir hora con el doctor Wassermann —dijo Anne, disimulando la voz.

—¿Tiene el volante del médico de cabecera?

—Sí —mintió Anne.

—¿Es urgente? —preguntó la secretaria—. ¿Tiene molestias?

—Sí, muy fuertes —le aseguró Anne—. No admiten demora.

—Tiene suerte. Acaban de anular una visita para este lunes. ¿A las diez?

—De acuerdo, me lo apunto.

—¿Cómo se llama?

—Thune —contestó Anne sin dudarlo—. Marie Thune.

—De acuerdo, señora Thune. El doctor Wassermann la recibirá el lunes a las diez.