El descanso duró exactamente cuatro días. Después, los acontecimientos se precipitaron.
Todo empezó de la manera más inocente.
El miércoles por la tarde, Max Lampertinger llegó con el cerdo en su furgoneta verde. Mia y Jo habían acondicionado con sor Bonaventura la parte de atrás del establo para instalar al viejo verraco. Ahora, los dos jóvenes, expectantes delante del cercado, observaban la llegada del nuevo habitante de la granja. Y Lisa-Marie, Anne y sor Bonaventura, que estaban cómodamente sentadas en el jardín tomando una taza de té, se levantaron para recibir a los recién llegados.
—El verde de la furgoneta es tan feo como el del delantal que siempre lleva puesto —le dijo Lou en voz baja a su hermana—. ¿Es que ese hombre no tiene buen gusto para los colores?
Anne sonrió.
—A mí me parece simpático.
—A ti todo el mundo te parece simpático.
—Bueno, ¿y qué? Una persona que pasea voluntariamente a un cerdo viejo por media región tiene que ser simpática.
—O está coladito por nuestra prima —cuchicheó Lou, con cierta excitación—. Fíjate en cómo mira a Lisa-Marie.
Anne se llevó el dedo a los labios en señal de advertencia.
—¡Chist!
Entretanto, habían llegado a la furgoneta.
—Buenas tardes —dijo Max Lampertinger cordialmente, y cerró la puerta delantera.
—Hola, señor Lampertinger —contestó Lisa-Marie, sonriendo—. ¿Me permite que le presente a mi prima Anne y a sor Bonaventura? A Lou ya la conoce. Y estos son mi sobrina, Mia, y su novio, Jo.
Después de saludar a todos, el señor Lampertinger abrió con cuidado la puerta trasera de la furgoneta y echó un vistazo al interior.
—Ya casi lo ha conseguido.
—El pobre animal estará asustado —conjeturó sor Bonaventura—. Tenemos que sacarlo lo antes posible de la caja.
—¿Quiere que lo ayude? —preguntó Lisa-Marie.
—No, gracias, no es trabajo para mujeres —contestó Lampertinger—. Que me ayude el chico. —Miró en dirección a Jo, requiriéndolo.
Jo le echó una mano de buena gana y, al cabo de unos minutos, el verraco estaba en su nuevo establo, olisqueando la paja con curiosidad.
—¡Bienvenido! —Mia le dio unas palmaditas cautelosas en el lomo—. Aquí vas a estar muy a gusto.
—¿Cómo se llama? —preguntó Lou.
—Que yo sepa, no tiene nombre —dijo el señor Lampertinger, encogiéndose de hombros.
—Pues habrá que buscarle uno —decidió Mia.
—Un nombre de la realeza —señaló Jo—. O las vacas se creerán superiores.
Mia se rio.
—¡Eso sí que no!
—Lo que más le conviene ahora al cerdo es que lo dejemos tranquilo, para que se acostumbre al nuevo entorno —dijo sor Bonaventura.
—Hay té recién hecho y pastel de cerezas en el jardín. No tiene prisa, ¿verdad? —le preguntó Lisa-Marie al señor Lampertinger.
—¡No, qué va! —dijo, encantado con la invitación—. Y de paso podemos echarle un vistazo al contrato de alquiler. He traído los papeles.
—De acuerdo. ¡Venga conmigo!
Lou le dio un codazo suave a Anne en el costado.
—El señor Lampertinger no deja pasar una —susurró.
Anne reprendió medio en broma a su hermana con la mirada y la empujó fuera del establo.
—¡Por fin solos! —En cuanto se cerró la puerta, Jo rodeó a Mia con los brazos.
—¡Ay! —Mia fingió defenderse—. No estamos solos, te olvidas del cerdo.
—Seguro que sabe tener la boca cerrada.
—Le hace falta un nombre.
—Hay tiempo. ¿O acaso hemos de presentárselo a alguien?
Mia soltó una risita y trató de librarse del abrazo.
—¿Por qué no vamos con los demás? ¿No tienes hambre?
—No.
—Pues yo, sí. Hay tarta. La ha hecho Lisa-Marie.
—Da igual —le susurró Jo al oído—. ¿Has hecho alguna vez el amor sobre la paja? —Le acercó lentamente los labios a la boca. Después de un beso apasionado y que parecía interminable, Mia consiguió por fin apartarse un poco.
—Jo, sé razonable. ¿En serio quieres que nos revolquemos en el heno sabiendo que en cualquier momento puede entrar alguien?
—Está bien —se lamentó Jo—. Puede que tengas razón.
—Además, el cerdo parece aterrorizado.
—¿Tú crees? Yo lo veo muy contento.
—No será feliz hasta que tenga nombre.
Jo sonrió y le tiró de un rizo.
—Eres muy cabezota.
—Lo sé. —Mia sonrió—. ¿Y qué?, ¿tú qué propones? ¿Se te ocurre un nombre de la realeza apropiado?
—No.
—A mí tampoco. Pero en la sala de estar, al lado de la chimenea, hay revistas viejas. Seguro que encontramos algún artículo sobre las Casas Reales. ¿Vienes?
Jo negó con la cabeza.
—¡Tráelas aquí! Nos ponemos cómodos en la paja y lo pensamos con calma.
—Al revés: primero lo pensamos y luego nos ponemos cómodos en la paja.
—No sé si puedo esperar tanto.
—Yo tampoco. —Mia le tiró un beso con la mano.
—¡Mia!
—¿Sí?
—¡Trae un trozo de tarta!
En el jardín, Lisa-Marie servía la tarta y Anne abría la sombrilla, mientras los otros acercaban las sillas a la mesa y se disponían a sentarse.
Nadie se fijó en Mia cuando cruzó en dirección a la casa. Entró en la cocina, vio un trozo de tarta, puso dos porciones en un plato y se dirigió a la sala de estar. Allí, junto a la chimenea, había un montón de publicaciones viejas en una cesta de mimbre. «Así murió el rey del pop», ponía en grandes letras satinadas de color rojo sangre en la portada de la primera revista. Los demás titulares anunciaban la revelación de la historia secreta de una estrella del tenis y una exclusiva sobre la maternidad subrogada de una actriz famosa.
Mia sonrió divertida. Le gustaba esa clase de revistas, aunque nunca lo habría reconocido en público. Hojeó el ejemplar.
—¿«Carlos Gustavo»? —murmuró—. No, ese nombre ya está ocupado. ¿«Olav»? Poco ocurrente. ¿«Daniel»? Muy alemán. Mmm, va a ser más difícil de lo que creía.
Cuando iba a dejar la revista para alcanzar otra del cesto, su mirada se posó en una foto de la sección VIP. Noticias breves.
Era de una mujer guapa, de pelo castaño, vestida con un traje de noche negro. Todo en ella era perfecto: el collar brillante sobre su precioso escote, el maquillaje discreto, su esbelta figura, incluso su sonrisa radiante. Iba con naturalidad del brazo de su acompañante, un chico muy elegante vestido con un esmoquin negro.
Mia se llevó un susto tan grande que se cayó de espaldas en el sillón. Aquel chico era… ¡Jo! Llevaba el pelo más corto, iba bien afeitado y era la primera vez que lo veía con traje, pero aun así no cabía ninguna duda: ¡era él!
Se quedó mirando la fotografía, perpleja. Después, al cabo de una eternidad, leyó el pie de foto.
«Hamburgo. Durante el baile benéfico organizado por el Banco Bremthal, el director júnior, Jonathan Bremthal (20, derecha), no se separó del lado de su joven prometida, Cosima von Meyselsteyn (22, izquierda), heredera de la fábrica de porcelana que lleva su mismo apellido. No es de extrañar, ¡estaba impresionante!».
Mia tragó saliva. Los ojos se le llenaron de lágrimas y la fotografía se desdibujó hasta convertirse en una gran mancha oscura.
Solo podía pensar en que Jo le había mentido. No era simplemente Jo. Era Jonathan Bremthal, el heredero del banco de inversión más conocido de Alemania.
¡No! Se corrigió en el acto. Eso no era lo único que había leído. Otra información se abrió paso en su cerebro.
Jo estaba prometido.
No solo le había ocultado su origen, también había omitido que estaba prometido. ¡Con una muñeca de porcelana con el ridículo nombre de Cosima! Furiosa, estrujó la revista y la tiró en un rincón, pero la recogió al momento y salió hecha una furia por la puerta en dirección al establo.
Al salir al jardín, la llamaron.
—¿Adónde vas con tanta prisa? —dijo Lou, sorprendida.
—A ningún sitio.
—¿Qué te pasa? —insistió—. Te veo rara. ¿Has llorado?
—No.
—¿Y qué haces con esa revista vieja? —intervino Lisa-Marie.
—Nada —masculló Mia, haciendo esfuerzos por controlarse. Otra pregunta y perdería la calma.
Por suerte, allí estaba su madre. A Anne, que era buena observadora, no se le escapó que Mia estaba a punto de deshacerse en lágrimas.
—Siéntate —le dijo.
Tiró con suavidad de su hija para que se sentara en una silla libre y echó un vistazo general al grupo. Mientras el señor Lampertinger estuviera allí, Mia seguramente no diría nada. Así pues, se dirigió sin vacilar a Lisa-Marie.
—¿Qué te parece si empiezas a mirar los papeles del contrato con el señor Lampertinger? En la cocina estaréis más tranquilos. Y, de paso, puedes aprovechar para hacer un poco más de té. No tiene prisa, ¿verdad, señor Lampertinger?
—No, ninguna —contestó el aludido, y siguió a Lisa-Marie de buena gana a la cocina.
En cuanto se cerró la puerta, Mia exclamó:
—¡Es un cabrón!
—¿Quién? —preguntó Lou—, ¿el señor Lampertinger? Pero si no lo conoces.
—No me refiero a él, sino a ese mentiroso hij…
—¡Mia! —Anne hizo un gesto con la cabeza, señalando a sor Bonaventura.
Pero la monja sonrió con indulgencia y se dispuso a levantarse.
—Creo que es hora de irse.
—Puede quedarse —dijo Mia—. De hecho, a usted también la ha engañado. ¡Nos ha engañado a todas!
—¿Quién?
Mia tiró la revista encima de la mesa, sin decir nada. Lou vio el titular de la portada.
—¿Michael Jackson?
—No digas tonterías. —Mia se rio un momento con amargura—. Página cuarenta y tres, en la sección VIP. Noticias breves.
Anne y sor Bonaventura se inclinaron con curiosidad sobre la revista mientras Lou la abría por la página indicada.
—¡No me lo puedo creer! —Lou fue la primera en recuperar el habla—. Nuestro Jo no es un pobre vagabundo, sino un rico heredero.
—Enseguida supe que no era trigo limpio —murmuró Anne.
—Ahora entiendo que conociera nuestra historia —dijo sor Bonaventura—. El Banco Bremthal hace generosas donaciones a nuestra orden.
—¿Qué historia? —preguntó Mia, y se echó a llorar—. Bah, da igual —sollozó.
Anne la abrazó para consolarla.
—¡Me ha mentido! —gimoteó Mia.
—Nos ha mentido a todas —constató Anne con rabia.
—No puedo creer que esté prometido. —Sor Bonaventura miraba la fotografía, pensativa—. Es muy joven todavía.
—¿Quién?
Jo estaba junto a la mesa. Las mujeres, que no lo habían oído llegar, se separaron sobresaltadas. Mia se deshizo del abrazo de su madre y se secó rápidamente las lágrimas.
—¿Qué te pasa, Mia? —preguntó Jo, preocupado—. ¿Te encuentras mal?
—¿Que si me encuentro mal? —repitió Mia, y se levantó muy despacio, casi a cámara lenta—. ¿Que si me encuentro mal? —dijo de nuevo, pero esta vez le falló la voz.
—¡Mia! —Jo dio un paso hacia ella con cautela, pero Mia retrocedió.
—No te atrevas a tocarme.
—¿Puede alguien explicarme lo que pasa? —Miró confuso a las mujeres, una a una—. Mia ha ido a buscar una revista. Y ahora me la encuentro aquí, con vosotras, y parece…
—¡Ja! —lo interrumpió Mia—. Ya sé qué nombre vamos a ponerle al cerdo. ¿Qué te parece «Cosima»?
—No puede ser, es nombre de chica. —Seguía sin entender ni sospechar nada.
—Pues, entonces, ¿qué te parece «señor Meyselsteyn»? Queda muy aristocrático con esas dos íes griegas. —Mia agarró la revista y se la tiró a los pies.
—¡Oh! —Jo recogió la revista del suelo y lanzó un gemido al leer el artículo—. Supongo que no lo crees, ¿verdad?
—¿Qué?, ¿que eres Jonathan Bremthal? —Mia soltó una carcajada nerviosa—. Pues claro que no, tranquilo. Seguro que no eres más que un doble mal afeitado que ha tenido que huir de su familia y refugiarse con nosotras.
—Mia, por favor, puedo explicártelo.
—No hace falta. En la revista dicen todo lo que tenía que saber.
—¡Pero la mitad no es cierto!
—¡Me has mentido! —gritó Mia—. No me dijiste quién eras.
—Tenía mis motivos.
—¿Y cuáles son esos motivos? ¿Estás en misión secreta? ¿Querías probar qué se siente al ligarse a un par de plebeyas ingenuas?
—¡No, maldita sea! —Jo estaba desesperado.
—¿Pues qué?
—Mia, por favor, ¿no podemos hablarlo con calma en otro sitio?
—No. Que se enteren también ellas de que eres un mentiroso infame.
—Yo no he mentido —se defendió—. Lo único que he hecho es no contar toda la verdad.
—Eso es igual de malo. Confiaba en ti. Tenías que haberme contado la verdad.
—Pero si tú misma dijiste el otro día que no querías saber nada de secretos en una temporada.
—¡Esa es una excusa barata! Una cosa no tiene nada que ver con la otra.
Jo estuvo a punto de contestar desabridamente, pero lo pensó mejor.
—De acuerdo. ¿Qué quieres saber? —preguntó al fin.
—La verdad. Ni más ni menos.
Sor Bonaventura, Anne y Lou se levantaron casi al unísono.
—Esto no nos atañe a nosotras —dijo Anne cariñosamente, y le acarició el pelo a su hija.
—Nos vamos a la cocina —añadió Lou—. Llámanos si nos necesitas.
—Y yo tengo que irme a casa. —Sor Bonaventura fue la única que también miró a Jo con compasión.
—¡Bueno! —Mia levantó la cabeza cuando se quedaron solos y lo miró directamente a los ojos—. Ya puedes empezar.
—Mi verdadero nombre es Jonathan Bremthal —dijo con voz insegura—. Tienes razón, en ese punto no te he dicho la verdad.
—¿Por qué no?
—Quería pasar desapercibido. La gente reacciona de un modo diferente cuando saben quién soy.
—¡Tonterías!
—Me he tomado un año sabático para pensar con calma qué quiero hacer en la vida.
—¿Qué tienes que pensar? Eres un rico heredero.
—¿Lo ves? Ya no me hablas como antes. —Jo suspiró con tristeza—. No quiero hacerme cargo del banco, al menos de momento. Antes quiero hacer algo por mi cuenta.
—¿Vagar sin rumbo y partir el corazón a las chicas? ¿Cuántas han caído antes que yo?
—Ninguna —aseguró con énfasis—. Créeme, enamorarme no entraba en mis planes. Pero tú… Bueno, ocurrió.
—¿Ocurrió? —repitió Mia, muy enfadada—. ¿Tú lo ves así? Es posible que los accidentes «ocurran», pero los sentimientos no. ¡Los sentimientos surgen y crecen!
—De acuerdo, dilo como quieras.
—¿Ah, sí? ¿A ti no te importa lo que sientes? ¿Nunca te has parado a pensarlo?
—¿De qué va esto? ¿Es una discusión de principios?
—Estamos metidos de lleno en una. —Mia señaló la fotografía y continuó con el interrogatorio—. ¿Qué pasa con la tal Cosima?
—Salimos una temporada. —Jo se encogió de hombros.
—Tampoco me lo dijiste.
—No me preguntaste por mis antiguas novias.
—Una prometida es algo más que una novia.
—No estábamos prometidos, eso es mentira.
—Lo dicen en la revista.
—No pretenderás discutir conmigo lo que hay de verdad en ese pie de foto, ¿no? —Jo también empezaba a enfadarse.
—No —dijo Mia—. Está visto que tu relación con la verdad es muy curiosa.
—Mi único delito es no haberte dicho quién era.
—Para mí, es un delito capital. Si no me dices quién eres, ¿cómo voy a creerte en otras cosas?
—Tienes que hacerlo.
—No tengo por qué. —Mia levantó la cabeza, en un gesto de obstinación.
Jo frunció el ceño.
—¿Y qué hacemos ahora?
—Na-da —dijo Mia con mucho énfasis.
—No te entiendo.
—Sí, me entiendes muy bien. Tienes que irte. No puedo seguir contigo.
—¡Pero, Mia! —Intentó agarrarle la mano, pero Mia se apartó.
—Te lo repito: ¡vete!
—No puedes decirlo en serio.
—Lo digo muy en serio.
Unos lagrimones empezaron a deslizarse por sus mejillas. Jo quiso acercarse a ella, pero Mia lo detuvo con un gesto y corrió a refugiarse en la casa. La siguió, pero Lou y Anne lo detuvieron en las escaleras.
—Ya conoces las normas —le dijo Anne fríamente—. El piso de arriba es tabú para ti.
—Pero… —Jo miró desesperado a Mia, que en ese momento desaparecía en el primer piso—. Por favor, ¡tengo que hablar con ella!
—Haberlo pensado antes —replicó Lou—. Y, sobre todo, haberle dicho la verdad.
—Todos los acusados tienen derecho a una defensa.
—La mayoría siguen mintiendo alegremente.
—Eso no es justo.
—Tampoco ha sido justo que nos engañaras.
—Lo siento.
—Eso me lo creo.
Jo miró al suelo.
—Quiere que me vaya —murmuró, desvalido.
—Has abusado de su confianza —dijo Anne—. No esperes que siga contigo como si nada hubiera pasado.
—¡Pero puedo convencerla!
—No. La conozco mejor que tú.
—Pero…
—No te escuchará.
—Pero, a lo mejor, cuando pase un tiempo…
—¡Nunca! —bramó Mia en el piso de arriba—. ¡Lárgate de una vez!
—¡Mia! —Desesperado, Jo miró hacia las escaleras y después a las dos mujeres que le bloqueaban el paso. Al final, asintió con resignación—. Entendido, voy a recoger mis cosas.
—¿Ahora? —preguntó Lou.
—Sí, cuanto antes me largue, mejor para todos.
—¿Adónde vas a ir?
—Ni idea. A lo mejor el señor Lampertinger puede llevarme a Füssen.
El aludido, que salía justo en ese momento con Lisa-Marie de la cocina, se detuvo en el umbral de la puerta.
—Eh… Sí, claro, puede venir conmigo —dijo, observando con asombro la pequeña reunión que se había formado al pie de las escaleras.
Lisa-Marie comprendió rápidamente la situación. Había ocurrido algo grave. Pero, fuera lo que fuera, le dio la impresión de que Jo necesitaba ayuda urgentemente.
—Ven —le dijo, y le tiró suavemente de la manga. Se lo llevó a su cuarto y cerró la puerta—. Te ayudaré a recoger tus cosas. Y, mientras tanto, cuéntame con calma lo que ha pasado —añadió—. Tal vez juntos encontremos una solución.
Lou corrió las cortinas de color azul oscuro y encendió la lamparilla de la mesita de noche. Después se metió en la cama y, suspirando, hundió la cabeza en la almohada. Solo eran las ocho de la tarde, pero estaba hecha polvo.
Hacía cuatro horas que Jo se había marchado precipitadamente. Cuatro horas que las tres habían dedicado a intentar calmar a Mia, a analizar minuciosamente los últimos acontecimientos y a cenar sin ganas. Tras esas cuatro horas, sin embargo, habían tenido que aceptar, agotadas, que no podían ayudarle y que solo les quedaba confiar en que el tiempo le curase la herida.
Lou se tapó hasta la barbilla y respiró hondo unas cuantas veces. Mia superaría lo de Jo, naturalmente. No era la primera chica que lloraba por su gran amor. Sin embargo, la desdicha de su sobrina la afectaba mucho. Tanto que, de repente, añoró a Christoph: necesitaba cariño y consuelo. Y, con cierto remordimiento, reconoció también que necesitaba saber, de una vez por todas, lo que opinaba él de tener un hijo.
¡Pero antes tenía qué decirle que estaba embarazada! Aunque fuera por teléfono…
Totalmente decidida, agarró el móvil y marcó su número. Christoph contestó al quinto tono. Eso era una mala señal, seguramente estaba en plena reunión.
—Hola, Lou —la saludó parcamente y ahogando la voz. Al parecer, se había retirado a un rincón de la sala de redacción para no molestar a sus compañeros.
Lou suspiró. No eran unas condiciones muy favorables para mantener una conversación sincera. A pesar de todo, intentó que la voz le sonara alegre y confiada.
—¡Hola, Christoph! ¿Qué estás haciendo?
—Ya lo sabes —contestó, pasmado.
Lo sabía, por supuesto. Los miércoles a esa hora siempre estaba reunido. Y también sabía que no quería que lo molestaran durante la reunión. Tenía que ir al grano lo antes posible o perdería el valor.
—Eh… bueno —empezó, y se interrumpió, dubitativa. Debería haber pensado antes lo que iba a decirle.
—¿Ha pasado algo?
—No —lo tranquilizó, para añadir acto seguido—: Es decir, sí.
—¿En qué quedamos: sí o no?
—¿Chris? —dijo una voz femenina en la sala de redacción—. ¿Vienes? ¡Te necesitamos aquí!
—¡Ya voy! —contestó Christoph con voz apagada, probablemente porque había tapado el teléfono con la mano. Después habló de nuevo con voz firme y clara—. ¿Lou? Espero que sea importante.
Estaba claro que no se mostraba muy comprensivo con la llamada. De repente, ni ella misma entendía por qué tenía que contarle la noticia justo en ese momento. Seguramente era por culpa de la discusión que habían tenido Mia y Jo. Acababa de aprender lo que puede pasar cuando se oculta la verdad durante demasiado tiempo.
Había llegado el momento de aclarar las cosas.
—Sí, es importante —contestó con voz firme—. Estoy embarazada.
Se hizo un silencio al otro lado del teléfono.
—¿Christoph? —preguntó cautelosamente.
—Sigo aquí —contestó con voz ronca, y carraspeó.
—Voy a tenerlo —añadió rápidamente—. Digas lo que digas.
No dijo nada.
—¿Chris? —dijo de nuevo una voz al fondo—. ¿Vienes?
—Un momento…, ya voy… Yo… —balbuceó Christoph. La situación parecía superarlo.
—¡Lo siento! —se disculpó Lou.
—Está bien, yo… yo estoy… es… ¡Vaya!
—Es mejor que colguemos ahora, llámame tú más tarde —propuso Lou.
—Eh… sí. —A Christoph pareció aliviarlo que Lou decidiera por él.
—Bueno, pues ¡hasta luego!
Lou colgó, pero se quedó un rato mirando pensativa la pantalla. En ella tenía una fotografía de Christoph en la playa de Saint Tropez. Llevaba gafas de sol, el pelo desgreñado por el viento y tenía una pequeña quemadura en la nariz. De buen humor y muy relajado, totalmente distinto del periodista agobiado con el que acababa de hablar.
Pero ¿qué esperaba? ¿De verdad creía que iba a recibir la noticia dando saltos de alegría?