—¿A dónde vas? —preguntó Mia a la mañana siguiente, cuando se encontró en la escalera con Lou y vio que se ponía la chaqueta y guardaba el monedero en un bolsillo.
—A la farmacia —contestó escuetamente.
No parecía dispuesta a dar más detalles, pero Mia adivinó su propósito enseguida.
—¿Hoy es el gran día del test del embarazo? —preguntó, sonriendo burlona.
—¡Cállate! —masculló Lou—. ¡No hace falta que se entere todo el mundo!
—Pero si ya lo sabe todo el mundo —replicó Mia, sin bajar la voz.
—¿También Jo?
—No, tranquila. Y no puede oírnos porque está en la ducha. —Mia esperaba un comentario picante, pero su tía no dijo nada. Por lo visto, pensaba en otras cosas. Se limitó a asentir, distraída, y se calzó los botines.
Mia se puso el anorak.
—¿Puedo ir contigo?
—¿A la farmacia? ¿Para qué?
—Necesito… eh… hilo dental.
—Como quieras.
Salieron juntas de la casa y se dirigieron al pueblo.
—Hace frío esta mañana. —Mia escondió las manos en las mangas del anorak—. ¿Habéis hecho las paces, mamá y tú?
—No.
—Lástima.
—No te preocupes, ya se arreglará. Nunca nos dura el enfado más de veinticuatro horas. Es el tiempo que tu madre necesita estar de morros, pero al final me perdona. Siempre lo ha hecho.
—Me alegro —dijo Mia, contenta—. Claro que, comparados con la historia de Johann y Marie, nuestros problemas me parecen ridículos —añadió pensativa.
—A mí me pasa lo mismo.
Mia esperaba que dijera algo más, pero Lou se quedó callada. Siguieron caminando un rato en silencio. Luego, al doblar por la calle principal, Mia retomó la palabra:
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Pues claro.
—¿Qué resultado te gustaría que diera el test?
—¡Ni idea! —Lou se detuvo tan bruscamente que Mia chocó con ella—. Hace días que no paro de darle vueltas, pero no lo sé.
—Mmm… —Mia se colgó del brazo de Lou y continuaron paseando juntas—. Tal vez sea mejor no tenerlo claro —dijo prudentemente—. De ese modo no tendrás una decepción si el test da el resultado que no querías.
—¡Vaya con la sabihonda de mi sobrinita! Pero es posible que tengas razón —murmuró Lou.
—¿Se lo has dicho ya a Christoph?
—No.
—Hoy no estás muy habladora que digamos.
—¿Y qué? Yo no te he pedido que me acompañaras.
—De acuerdo, pero ¿puedo hacerte otra pregunta?
—¿Qué quieres saber ahora?
—Es un poco… eh… privado —dijo Mia, dubitativa.
—Pues habla con tu madre. No quiero que piense que la ninguneas y se enfade.
—No creo que sea una buena idea.
—Bueno, dime, ¿de qué se trata?
—Sí, bueno… Digamos que… Mmm…, eh… Protección —balbuceó Mia.
—¿Protección? —repitió Lou, y se detuvo por segunda vez.
—¡No grites tanto! —la reprendió Mia—. La señora Hösle va por la otra acera.
Lou miró un instante a la acera de enfrente y se refugió con Mia en la marquesina de una parada de autobús.
—¿Protección? —repitió—. ¿Crees que soy la más indicada para aconsejarte en ese tema?
—¿Por qué no?, ¿porque a lo mejor estás embarazada?
Lou asintió.
—Pero no se lo puedo preguntar a nadie más. —Mia suspiró.
—¿Y a tu madre?
—Tiene otros problemas. Además, está muy tirante con esta relación. Tú, en cambio…
—De acuerdo, dispara.
—Jo y yo… Bueno…, nosotros todavía no… Al menos no hasta…, eh… —balbuceó Mia.
—Está bien —la interrumpió Lou, sonriendo—. No hace falta que me cuentes los detalles.
—Bueno, el caso es que… —Mia tomó aire—. Me gustaría estar preparada por si acaso.
—Eso es muy sensato.
—Pero ¿cómo?
—¿Cómo? Espero no tener que darte una pequeña charla ahora sobre las ventajas y los inconvenientes de los distintos métodos anticonceptivos.
—¡No! Ya sé cómo hay que protegerse.
—Bien. —Lou examinó a su sobrina con la mirada—. ¿Es la primera vez que te lo planteas?
—Quieres decir que si nunca…, eh…
—Exacto.
—No. —Mia bajó los ojos—. Nunca me había importado tanto como ahora.
Lou la miró con ternura.
—O sea que no necesitas hilo dental de la farmacia, sino preservativos.
Mia se puso colorada.
—Pero no sé qué pensará Jo si me encargo yo de comprarlos.
—¿Eso es lo que te preocupa?
Mia asintió. Lou le pasó el brazo por los hombros y siguieron andando.
—Pensará que eres una chica responsable —dijo, después de meditarlo un poco.
—¿Tú crees?
—¡Pues claro! Y seguro que él también está preparado. Los hombres siempre son un poco más rápidos en esas cosas.
Mia sonrió con timidez.
—Ya veremos.
Llegaron a la farmacia. Las saludó el mismo farmacéutico que había recomendado a Lou los caramelos para la tos.
—Buenos días —dijo amablemente—. ¿Qué desean?
—Tú primero —animó Lou a Mia.
—Preservativos —murmuró Mia tímidamente.
—Bien —dijo el farmacéutico, y se fue a la trastienda sin decir nada más.
—¿Ves cómo ha sido fácil? —constató Lou, satisfecha.
El farmacéutico volvió enseguida con una cajita y la dejó en el mostrador, delante de Mia.
—Tenga. Preservativos extra lubricantes transparentes, sin textura, finos y sin sabor.
Mientras hablaba, se abrió la puerta de la farmacia. Un débil olor a ajo inundó el espacio.
Lou suspiró. No le hizo falta volverse para saber quién había entrado. Esperaba oír en cualquier momento el típico saludo alegre de la señora Hösle: «¡Noss díass!». Pero, al parecer, estaba tan distraída mirando el producto que recomendaba el farmacéutico que se olvidó de saludar.
—¿Quieren algo más? —preguntó el hombre mientras ponía el paquete de condones en una bolsa de plástico.
—Eh —murmuró Lou indecisa, y se encogió de hombros. No le apetecía nada pedir un test de embarazo en presencia de la señora Hösle—. No, gracias.
—¿Cómo que no? —replicó Mia, y le dio un codazo suave a su tía—. ¡Vamos, Lou!
Lou siguió callada, así que Mia decidió tomar la palabra.
—Queremos un test de embarazo.
La petición pareció desconcertar al farmacéutico. Confuso, miró la bolsa de plástico con los condones y, acto seguido, de nuevo a Mia.
—¿Está segura? —preguntó.
—No, por eso necesitamos el test —contestó Mia amablemente.
Lou miró con disimulo por encima del hombro. La señora Hösle estaba al lado de una estantería de hierbas medicinales, boquiabierta y con los ojos como platos. Daba la impresión de que tendría que comprarse un paquete de tila o algo más fuerte.
—¿Lo quieren digital? —preguntó el farmacéutico.
Mia volvió a darle un codazo a Lou, que se limitó a ladear un poco la cabeza y a señalar discretamente hacia atrás con los ojos. Mia le siguió la mirada y asintió con un gesto. Luego volvió a dirigirse al farmacéutico.
—¿Qué tipos tiene? —preguntó.
—Tenemos un test nuevo ultrasensible, que detecta de manera infalible un embarazo solo siete días después de la concepción. Y otro que le indica en qué semana del embarazo se encuentra.
—Me quedo el ultrasensible —decidió Mia, y, con una gran sonrisa, añadió—: Puede ponerlo con los preservativos.
Oyeron a la señora Hösle respirar hondo. Lou sonrió tímidamente cuando pasó por su lado después de pagar. Salió de la farmacia tirando de Mia.
Después de recorrer unos pocos metros, se paró detrás de una cabina telefónica y se echó a reír a carcajadas.
—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó Mia.
—¿Le has visto la cara? —preguntó Lou, tronchándose de risa—. ¡Cree que todo es para ti!
—¡Oh, no! —se lamentó Mia—. ¡Pensará que soy una fresca!
—Eso probablemente encaja con la imagen que se hizo de ti cuando te vio bailar medio desnuda delante de Jo.
Mia también se echó a reír.
—Espero que no se lo cuente a mamá.
—¡No te preocupes! Habla en un dialecto tan cerrado que, aunque se lo contara, tu madre no entendería nada. ¿Me das el test?
Mia lo sacó discretamente de la bolsa, que se guardó en el bolsillo de los pantalones.
—Toma. No hace falta que lo vea todo el mundo.
—¡Exacto! —confirmó Lou, y guardó la cajita del test en el bolso.
—¿Cuándo vas a hacértelo?
—¡No seas tan curiosa! Yo no te pregunto cuándo vas a usar los condones.
—No es lo mismo.
—Puede —admitió Lou—. Pero no pienso anunciarlo antes. Solo me faltaría tener a toda la familia mirando cómo orino en el recipiente del test.
Para que no la molestara nadie, Lou puso esa noche el despertador a las seis. Fue al cuarto de baño sin hacer ruido y cerró la puerta. Nerviosa, rompió el envoltorio y leyó las instrucciones. Eran sencillas y había imágenes para ilustrarlas. Lou las siguió paso a paso. Después se quitó el reloj de pulsera y programó el cronómetro para que la avisara en cinco minutos.
Se sentó a esperar en una vieja silla de madera y, con la cabeza ausente, alcanzó una revista femenina que Lisa-Marie había dejado encima del armario.
En la portada salía una chica con un bebé en brazos. El título, escrito en letras gruesas de color rosa, decía: «Padres de repente: ¿y ahora qué?». Lou se preguntó, extrañada, por qué aquella fotografía la conmovía tanto. Después suspiró y dejó la revista.
—¿Ahora qué? Ni idea —murmuró, y trató de analizar lo que sentía: emoción, impaciencia y una pizca de pánico. ¿Les pasaba lo mismo a todas las mujeres cuando se hacían la prueba del embarazo? Recordó lo que la abuela Marie había escrito al saber que estaba embarazada:
«No es el momento ni el lugar para traer a un hijo al mundo. Y si he de ser sincera, nosotros tampoco somos los padres perfectos».
—Christoph y yo seguramente tampoco —murmuró.
Con todo, sus abuelos se arriesgaron. Pensó en la respuesta de Johann, en su alegría por tener un hijo y en su fe inquebrantable en que todo saldría bien. Una actitud admirable.
«La vida te enfrenta en ocasiones a hechos consumados. Pero depende de nosotros sacarles partido».
Un embarazo era un hecho consumado. Y le daba miedo.
¿Y si no se atrevía? Hasta entonces, nunca había rehuido los retos, y un hijo no era lo peor que podía pasar, aunque lo pusiera todo patas arriba. Aun así…
El pitido del cronómetro la apartó de sus pensamientos. Muy despacio, casi como a cámara lenta, se levantó y se acercó al lavabo. Respiró hondo y sacó la tira del recipiente de plástico. Dos líneas azules resplandecientes.
Estaba embarazada.
Sin embargo, lo que más la asombró en ese momento no fue el resultado, sino su cara reflejada en el espejo.
Comprobó con asombro que estaba sonriendo.
—¿Por qué estás tan risueña? —le preguntó Lisa-Marie por la tarde. Estaban las dos delante de la antigua ferretería del pueblo, esperando al propietario.
—No es verdad —replicó Lou, y se esforzó por ponerse seria. No lo consiguió: estaba muy contenta con el resultado positivo de la prueba. Sin embargo, había decidido guardarse la noticia al menos hasta la noche. Miró la hora, impaciente—. ¿Cuándo va a venir el señor Lampertinger?
—Llegará de un momento a otro. —Lisa-Marie se volvió hacia los escaparates—. ¿Y bien? ¿Qué te parece a simple vista?
Lou miró hacia el interior.
—Es muy luminoso y la construcción parece sólida. Tiene posibilidades.
—Las estanterías son perfectas para los libros.
—Sí, es verdad. ¿Qué había antes?
—Un comercio de material de construcción y ferretería: tornillos, herramientas, tacos, pintura, cola, papel pintado y esas cosas —enumeró Lisa-Marie—. Una parte del patio está vallada, la usaban de almacén. Quedará muy bien como jardín de té.
—Vaya, ya veo que lo tienes todo muy claro —dijo Lou, asombrada.
—Cierto. Tiendo a ser positiva.
—Eso puede ser muy útil. Ya me gustaría a mí.
—Las cosas se aprenden.
—Mmm… —Lou miró a lo lejos, pensativa—. ¿En serio?
—Si hace falta, sí. —Lisa-Marie se dio la vuelta—. Algovia me gusta mucho. Es hora de cambiar.
Lou sonrió enigmáticamente.
—¡Bien dicho! Podría ser el lema del día.
Lisa-Marie la miró sorprendida, pero antes de que tuviera tiempo de decir nada, un Golf blanco entró en el patio.
—Ahí viene el señor Lampertinger —cuchicheó nerviosa.
Un hombre alto y un poco rollizo, con el pelo negro y las sienes canas, se bajó del coche. Las buscó con la mirada y fue directo hacia ellas.
—¡No me lo puedo creer! —exclamó, y se paró de repente. En su cara bronceada se dibujó una sonrisa de sorpresa.
—¡Oh, no! —exclamó Lisa-Marie.
—¡La simpática señora de la leña y el Escarabajo rojo! —dijo extrañado.
—El vendedor de leña antipático de Füssen —murmuró Lisa-Marie en voz baja para que solo Lou pudiera oírla. Luego, dijo en voz alta—: ¡Qué casualidad!
—Una feliz casualidad —replicó el hombre cordialmente, y le estrechó la mano—. Pensaba que no volvería a verla. Cada vez que aparece su coche, lo lleva una persona distinta.
—Sí, bueno, somos una gran familia. —Lisa-Marie le soltó la mano y señaló a Lou—. Esta es mi prima Lou.
—Marie-Luise Sonntag —se presentó.
—Encantado —dijo, y señaló la tienda—. ¡Entremos!
Mientras abría la puerta les explicó que el comercio era de sus padres.
—Vendieron material de construcción y ferretería hasta el año pasado; se les hacía muy cuesta arriba. Ahora disfrutan de la jubilación.
—¿Por qué no siguió usted con la tienda? —preguntó Lisa-Marie.
—Era muy pequeña. Quería vender otras cosas, además de material de construcción: comestibles y productos de jardinería. Ahora tengo el centro comercial más grande de Füssen —dijo con orgullo.
—Su tienda está muy bien, se puede comprar de todo. —Lisa-Marie le guiñó un ojo—. Hasta leña.
El señor Lampertinger se rio.
—¿Podemos empezar ya? —preguntó Lou.
—¡Pues claro! Échenle un vistazo tranquilamente.
—¿Qué te parece? —preguntó Lisa-Marie cuando el señor Lampertinger desapareció por una de las salas de la parte trasera.
—Es muy simpático.
—¡Lou! ¿No puedes hablar nunca en serio?
—Por diversas razones, hoy me cuesta mucho. Pero lo intentaré.
—¿Qué te parece la tienda?
—Hasta ahora, muy bien, pero dame un poco más de tiempo.
Deambularon sin prisas por los distintos espacios. El comercio estaba compuesto por cuatro salas luminosas, unidas entre sí por puertas anchas de dos alas. Los techos estaban revestidos de madera, y en uno de los espacios, la antigua sala de estar de la casa, una gran chimenea destacaba en un rincón. Al lado había una puerta que daba a una cocina moderna, equipada con los electrodomésticos y utensilios necesarios.
—Ideal para hacer café y té —dijo Lou, satisfecha. Le gustaba el ambiente acogedor que se respiraba en la tienda, a pesar de su gran tamaño—. Es muy agradable. Invita a curiosear y a rebuscar. La gente se sentirá a gusto comprando.
—Entonces, ¿te gusta? —preguntó Lisa-Marie. Tenía las mejillas sonrosadas de emoción.
—Sí, me gusta. ¡Y mucho! —dijo Lou, entusiasmada—. No tendrás que cambiar casi nada. Las estanterías son ideales. Evidentemente, le hace falta una iluminación adecuada, pero eso no supone ningún problema. Yo miraría en la casita de retiro, puede que allí encuentres algún sillón antiguo que sea cómodo. Si conseguimos crear un ambiente de sala de estar, te sobrarán los clientes.
—¿Es del oficio? —preguntó Lampertinger—. Habla como una decoradora profesional.
—Soy interiorista.
Lampertinger pareció impresionado.
—Me vendría bien alguien como usted. No se puede imaginar la cantidad de clientes que me piden una solución global para sus proyectos de reformas.
—Lo siento —lamentó Lou—, pero tengo la agenda llena de encargos.
—Bueno, quizá más adelante. Nunca se sabe.
—¿Has visto el patio? —Lisa-Marie señaló una puerta de vidrio alta que daba al exterior.
—Un sitio ideal para instalar una terraza. Con unas cuantas plantas, sombrillas, sillas cómodas y mesitas, quedará estupendo. —Lou pegó la frente al cristal y observó el patio interior. Con los contenedores y las cajas todavía allí almacenados parecía un poco inhóspito. Pero ella ya se imaginaba con todo detalle un jardín de té—. En verano, yo lo decoraría todo de color amarillo limón: las sombrillas, los manteles de las mesas y los cojines de las sillas. Quedará muy acogedor y agradable. Aunque no vengan a comprar libros, aquí se sentirán muy bien. —Siguió observando con calma—. ¡Hasta se puede aparcar delante del edificio!
—Y gratis —añadió el señor Lampertinger. Estaba en la puerta de la cocina, con unos papeles en la mano—. Tengo mucho interés en que aquí se abra un comercio serio. Por lo tanto, le daría facilidades en el pago del alquiler.
Lou sonrió burlona. A juzgar por la forma en que Lampertinger miraba a Lisa-Marie, estaba dispuesto a «darle facilidades» también en otras cuestiones. Pero seguro que eran imaginaciones suyas. En su estado, descubría buenas vibraciones por todas partes. Tenía que esforzarse por ser objetiva: Lisa-Marie se jugaba mucho en esa cita.
Señaló con curiosidad una escalera de caracol.
—¿Hay más salas arriba?
—Sí, un aseo y dos habitaciones pequeñas, que pueden servirles de almacén. El resto de la planta y la buhardilla son mi casa.
—¡Ah! —Lisa-Marie frunció el ceño. ¿Era conveniente que el casero viviera tan cerca?
—No se preocupe. —El señor Lampertinger sonrió como si le hubiera leído el pensamiento—. Me paso el día en Füssen, en el supermercado. No nos veremos casi nunca. —Casi parecía apenado—. A no ser que necesite un buen libro. Me encanta leer.
—¿Qué tipo de literatura prefiere? —preguntó Lisa-Marie.
—Fantasía. Soy un fan incondicional de Tolkien.
—¿De verdad? Las novelas de El señor de los anillos son mis favoritas.
Lisa-Marie lo miró por primera vez con verdadero interés. A lo largo de los años había comprobado a menudo que las personas que tenían gustos literarios similares solían llevarse bien. Y no estaría de más tener una buena relación con el dueño de la finca. Además, sin el horroroso delantal verde del supermercado, parecía menos impersonal y mucho más simpático.
El señor Lampertinger se sonrojó al notar la mirada escrutadora de Lisa-Marie.
—¿Me… daría sus… datos de contacto? —tartamudeó, y sacó una estilográfica del bolsillo de la chaqueta.
Lisa-Marie le dio de buen grado su nombre, dirección y número de teléfono.
—Pero ahora estoy pasando unos días en Pfronten, en la granja de Horst Zabel.
—¿Horst Zabel? —Extrañado, el señor Lampertinger levantó la vista de los papeles—. ¿Eran familia?
—Sí, somos sus nie… —empezó a decir Lisa-Marie, pero Lou le dio un ligero codazo en el costado.
—¡Sobrinas! —masculló.
—Sí, claro. Somos sus sobrinas —se corrigió rápidamente Lisa-Marie.
—Mi más sentido pésame. —El señor Lampertinger parecía apenado—. Era un buen cliente de mis padres. Un hombre muy distinguido.
—Gracias.
—¿Saben ya cuándo se celebrará el funeral?
—No, todavía no.
—Pues les pido que me avisen cuando lo sepan. Quiero asistir con mis padres. —Le puso el tapón a la estilográfica y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta—. ¿Van a seguir con la granja?
—Por supuesto —se oyó decir Lou a sí misma, sorprendida.
—¿Qué has dicho? —Lisa-Marie la miraba con asombro—. ¿Cuándo lo hemos decidido?
—Ahora mismo, supongo. Espontáneamente.
—Espontáneamente —repitió Lisa-Marie. Le costaba asimilar lo que había oído—. ¿Desde cuándo eres espontánea?
—Bueno —contestó Lou—, es la mejor solución para todas. Si tú te quedas aquí, necesitarás vivir en algún sitio.
—Puedo buscar un piso.
—¿Para qué? Todas le tenemos mucho cariño a la granja. ¿Por qué íbamos a venderla?
—Creo que es lo que Horst habría querido, que la granja siguiera siendo de toda la familia —dijo Lisa-Marie, sin disimular cierta emoción.
—Opino lo mismo.
—Me alegro de que pienses así.
Siguió un momento de silencio. El señor Lampertinger, que observaba atentamente a las dos mujeres, tuvo la impresión de que a Lisa-Marie se le humedecían los ojos. Carraspeó entonces discretamente.
—Y… eh… ¿cómo se las arreglan con el trabajo de la granja? —preguntó para desviar la conversación hacia asuntos más prácticos.
Lou le sonrió, agradecida por el cambio de tema.
—Estupendamente.
—¿Se quedarán con los animales?
—Creo que sí, pero eso lo decidirá Lisa-Marie.
—Pues claro que nos los quedaremos.
—Entonces tengo que pedirles un gran favor —dijo el señor Lampertinger—. No quisiera hacerme pesado, pero… Yo también soy un gran amante de los animales. Lo había hablado con Horst hace un par de semanas. Se trata de un cerdo.
—¿Un cerdo? —repitió Lou, jovialmente.
—Sí. Es de un amigo mío, un granjero que ya no lo quiere. Horst me dijo que se lo quedaría.
—¿Por qué quiere su amigo deshacerse del cerdo?
—Es un verraco demasiado viejo para la cría. Horst quería darle una buena vejez.
—Tenemos sitio de sobra —dijo Lisa-Marie.
—Y un corazón muy blando —añadió Lou—. Tráigalo cuando quiera.
—¿Qué te pasa hoy? —Lisa-Marie miró desconcertada a Lou—. Nunca pensé que precisamente tú quisieras un cerdo.
—Ya te he dicho antes que hoy es un día muy raro —dijo Lou, suspirando—. Y ahora voy a hacer las paces con mi hermana y todo tendrá un final feliz. Hasta el cerdo.
Anne se frotó las manos con crema hidratante y le dio una palmadita en el flanco a Mette-Marit. Con ese gesto le indicaba que iba a empezar a ordeñarla: un pequeño consejo de sor Bonaventura que le había ayudado mucho al principio. Ahora ya era una auténtica experta en el ordeño y se las arreglaba sin dificultades.
Aunque contaran con la ayuda de Jo, Anne no renunció a ordeñar a Mette-Marit todos los días. Disfrutaba de esos minutos tranquilos por la mañana y al anochecer, cuando en el establo solo se oía el cacareo adormecido de las gallinas o algún que otro mugido de una vaca.
Esa noche, también reinaba una quietud muy agradable, solo el sonido lejano de las campanas de la iglesia se colaba en el establo por una ventana abierta. Contenta, Anne apoyó la frente en la barriga blanda de la vaca y respiró el aroma, una mezcla de hierba fresca, leche caliente y un ligero olor a excrementos. Agarró una tetilla con delicadeza y empezó a tirar de ella lo más uniformemente posible. Enseguida cayó un chorro de leche en el cubo. Anne sonrió satisfecha. En las dos semanas que llevaba allí, había perfeccionado la técnica.
Cuando ya tenía el cubo lleno, se abrió la puerta del establo y entró Lou. Miró por todas partes y luego, titubeando un poco, se acercó al compartimento de Mette-Marit.
—¿Está suelto el gallo?
—No.
—Bien.
—¿Qué haces aquí?
—Tengo que hablar contigo. —Lou se apoyó en la pared y se cruzó de brazos—. Hoy hemos conseguido evitarnos todo el día.
—Correcto —contestó Anne con frialdad.
—¿Sigues enfadada?
—¿Tú qué crees? —Anne empezó a frotarle lentamente las ubres a Mette-Marit con crema hidratante. Se tomó su tiempo a propósito porque sabía que, tarde o temprano, Lou perdería la paciencia.
—¿Qué haces ahí tanto rato? —se apresuró a preguntar su hermana.
—Hay que cuidarle las ubres.
—¿Cuánto vas a tardar?
—Lo que haga falta.
—Tengo que hablar contigo.
—Ya me lo has dicho. —Anne sacó un poco más de crema hidratante del bote.
—¿No puedes dejar de masajearle los pechos a la vaca?
—A esos pechos se les llama ubres. Y solo pararé si de verdad tienes algo importante que contarme.
—Lo tengo.
—De acuerdo. —Anne se levantó y se limpió las manos en los pantalones de trabajo—. Dispara.
—Eh…
Daba la impresión de que Lou tenía que hacer acopio de todo su valor para empezar a hablar, una actitud que Anne nunca le había visto. Se preguntó qué podía causarle a su hermana tanta inseguridad.
—Yo… voy a tener… Vamos a tener un cerdo —balbuceó finalmente Lou.
—¿Qué has dicho? —Anne miraba perpleja a su hermana—. ¿Puedes repetirlo, por favor?
—Vamos a tener un cerdo. —Lou se frotó la nariz, un poco avergonzada. Tenía la intención de empezar con otra noticia, pero todavía le costaba pronunciar frases en las que aparecieran las palabras «hijo» o «embarazo».
Anne hizo un gesto de contrariedad.
—¿Y esa era la cosa tan importante que tenías que decirme?
—Bueno, era la primera de varias —murmuró Lou.
Anne puso cara de enfado. Pero, finalmente, se impuso el sentido del humor y se echó a reír a carcajadas.
—¡Un cerdo!
—Un verraco —especificó Lou, y también se rio.
—¿Dónde os lo han endilgado?
—En el pueblo, cuando fuimos a ver el local de Lisa-Marie. Su futuro casero nos lo va a traer la semana que viene.
—¿Su futuro casero? ¿Significa eso que se queda con la tienda?
—Sí —confirmó Lou—. Le he aconsejado que lo consultara con la almohada, pero ya la conoces. Está decidida.
—¡Cuánto me alegro! —Anne cerró con cuidado el bote de crema hidratante—. Pero entonces necesitará un sitio para vivir…
—Y eso nos lleva otra vez a la conversación sobre la granja y el cerdo. Creo que le gustaría quedarse a vivir aquí y dejarlo todo como está ahora, incluidos los animales.
—Eso estaría muy bien. Tenía la esperanza de que tomáramos esa decisión. Y más después de lo que descubrimos anoche.
—Fue increíble, ¿verdad?
—¡Sí! Desde entonces, aún le tengo más cariño a la granja. Venderla me parecería una traición.
—A mí también.
—Seguro que Lisa-Marie se alegra mucho de haber encontrado esa solución.
Lou asintió.
—Sí, la he visto muy contenta.
Anne escrutó a su hermana con la mirada.
—¡Qué curioso! Antes no te habrías ni fijado.
—Antes me miraba mucho el ombligo. Ahora me preocupo por la gente que me importa.
—Ja, ja, ja —dijo Anne con sarcasmo—. Pues ayer tuviste un modo muy extraño de demostrarlo.
—Pero tenía razón. —Lou se apartó de la pared y dio unos pasos hacia su hermana. Probablemente esperaba una disculpa—. Todas sabemos que tienes mucha personalidad y que puedes solucionar los problemas tú sola.
—¡Exacto!
—Pero ¿te has parado a pensar alguna vez que te queremos y que por eso nos gustaría ayudarte?
—¿Esa es tu disculpa?, ¿que me quieres?
—Sí.
—No me lo habías dicho nunca.
—Pues marca la fecha en rojo en el calendario porque no lo voy a repetir en mucho tiempo.
—Mmm… —Anne frunció el ceño. Las palabras de Lou la habían conmovido. Además, estaba bien saber que no la dejaría sola con sus problemas.
Sonrió y abrió los brazos.
—No sé qué te pasa hoy, pero te perdono. ¡Ven aquí!
Aliviada, Lou dejó que su hermana la abrazara.
—Gracias a Dios —dijo Lisa-Marie en la puerta del establo—. Ya pensaba que tendría que chivarme a vuestra madre.
—No hace falta —contestó Lou alegremente—. Siempre lo hemos arreglado solas.
—¿Puedo sumarme a vuestra reconciliación?
—¡Pues claro!
Mette-Marit miró con asombro a las tres mujeres, que se abrazaban sonriendo.
Anne fue la primera en separarse.
—Si lo he entendido bien, esta tarde habéis decidido conservar la granja.
—¿Estás enfadada por no habértelo consultado? —dijo Lisa-Marie.
—No, claro que no. Al fin y al cabo, habéis decidido lo que yo quería proponeros desde hacía tiempo.
—¡Qué suerte! Detesto que discutamos.
—Yo también.
—Pues vamos a casa a tomar una copa de champán.
—¡Un momento! —interrumpió Lou—. Tengo que deciros otra cosa.
—¿Más cerdos? —preguntó Anne.
—No —dijo Lou, sonriendo—. Un bebé. Esta mañana me he hecho la prueba del embarazo.
—Y… ¿te alegras o no? —preguntó Lisa-Marie con cautela.
—Pues claro que se alegra, ¡mírala! —exclamó Anne.
Lou asintió.
—No me lo creo ni yo, pero estoy muy contenta.
—¡Fantástico!
—¿Qué ha dicho Christoph? —preguntó Anne—. ¿Se lo has contado?
—No, vosotras sois las primeras.
—¿Y cuándo piensas hablar con él?
—Se lo diré. —Lou puso cara de picarona—. Pero no por teléfono. Cuando estemos en casa. Justo después de que hables tú con Stefan.
—Eso es chantaje.
—¿Y funciona?
—De acuerdo —suspiró Anne—. Hablaré con Stefan.
—Bien.
—Pero me gustaría posponerlo un poco. Esto es muy tranquilo y relajado y no tengo ganas de estresarme, ni de pasar nervios ni de tener discusiones.
—¡Anne! —la reprendió Lou—. Las cosas no mejorarán por mucho que esperes.
—Tampoco empeorarán. —Anne les suplicó con la mirada—. Me gustaría disfrutar un poco más de la paz y la tranquilidad que hay aquí, en la granja. Un pedazo de paraíso, solo unos días.
—La verdad es que nos lo hemos ganado —dijo Lisa-Marie—. Hemos hecho muchas cosas estas dos semanas.
—¡Por favor, Lou! —suplicó Anne.
—De acuerdo. Todavía me queda una semana de vacaciones antes de tener que volver al trabajo.
Lisa-Marie las miró, contenta.
—¡Perfecto! Así no me quedaré sola.
En ese momento se abrió la puerta del establo y entraron Mia y Jo precipitadamente. Ella se dirigió hacia el gallinero, riendo y sin mirar a ningún lado, y Jo solo tenía ojos para ella. La alcanzó junto a los sacos de pienso, la abrazó y se tiró con ella sobre el heno.
—¡Ya te tengo! —La besó varias veces en la boca, cariñosamente—. Y no pienso soltarte nunca.
—¿Tampoco esta noche?
—¡Solo si tienes a mano el hilo dental! —la advirtió Lou, saliendo del compartimento de Mette-Marit.
Jo y Mia, sobresaltados, se separaron.
—¿Qué haces tú aquí?
—Estaba charlando con tu madre y Lisa-Marie.
—¿También están aquí?
—Pues claro. —Las otras dos mujeres aparecieron por detrás de Lou.
—¿A qué viene lo del hilo dental? —preguntó Anne con desconfianza.
—Bah, no tiene importancia —dijo Lou, reforzando las palabras con un gesto de la mano.
—Aquí es imposible estar tranquila —murmuró Mia, enfadada. La cara se le ensombreció aún más cuando sor Bonaventura llamó a la puerta del establo.
—¿Molesto? —preguntó la monja discretamente, mientras los miraba a todos con curiosidad.
—No, no —le aseguró Anne cordialmente—. Mia y Jo iban a ponerse a trabajar, ¿verdad que sí?
—Sí, claro —murmuró Jo, y se levantó.
Mia también se puso en pie y, avergonzada, se sacudió la paja del pelo.
A sor Bonaventura le hizo gracia y sonrió.
—Venía por la leche —dijo—. ¿Hoy han ordeñado los cinco?
—No. Pero hemos hablado de cosas importantes —se le escapó a Lisa-Marie, que nunca había sabido callarse las noticias importantes—. Figúrese, Lou va a tener…
—Un cerdo —se apresuró a interrumpirla Anne—. Vamos a tener un cerdo. —Enojada, le dio un codazo a su prima y movió la cabeza para indicarle que no siguiera. Lisa-Marie comprendió en el acto y se disculpó con una sonrisa de arrepentimiento.
Si sor Bonaventura entendió ese diálogo mudo, lo disimuló muy bien.
—¿Es el verraco de la granja de los Schmidt? —preguntó—. Su tío me lo contó hace unas semanas, pero pensaba que no querrían quedárselo.
—¿Y por qué no? —preguntó Lou—. Era lo acordado.
—Pero entonces su tío aún vivía y nadie se planteaba el futuro de la granja.
Lisa-Marie miró a sus primas en busca de ayuda. No quería volver a desvelar un secreto. Pero las dos asintieron y la animaron a hablar.
—El futuro de la granja está decidido —dijo con orgullo—. Intentaremos conservarla.
—¿De verdad? —exclamó sorprendida sor Bonaventura—. Me alegro mucho.
—Yo también —intervino Mia—. Pero ¿a qué se debe esta decisión repentina?
—Lisa-Marie va a cambiar su lugar de trabajo y se va a instalar en Pfronten —dijo Lou—. Es una larga historia.
La monja sonrió.
—Tengo tiempo.
—Quédese a cenar con nosotros y se lo contamos todo.
—Con mucho gusto.
—¿Nosotros también podemos? —preguntó Mia.
—Claro —contestó Lou—. Pero antes acabáis con esto.
—Se refiere al trabajo —puntualizó rápidamente Anne—. No a otras cosas.
—Descuida. —Jo sonrió y agarró el rastrillo—. Después llevamos nosotros la leche.
Mientras iban hacia la cocina, Anne se colgó del brazo de su hermana.
—Vas a explicarme lo del hilo dental.
—Ni hablar. No pienso traicionar la confianza de mi sobrina.
—Como quieras —murmuró Anne, y sonrió con malicia—. Pero no olvides que yo también seré tía muy pronto, ¡y podré vengarme!
A Lisa-Marie le gustaban las historias con final feliz, por muy cursi que este fuera. No se hartaba de leer novelas de amor ni de ver películas románticas. Creía que incluso la vida real se componía de pequeños finales felices y comparaba constantemente la realidad con argumentos literarios o series de televisión.
Por ejemplo, cuando Anne se casó con Stefan le pareció estar viendo un episodio de Hospital: enfermera guapa conoce a médico atractivo. Lou y Christoph, en cambio, le recordaban a Sexo en Nueva York: una mujer independiente y triunfadora pesca a su Mister Big. Mientras que el romance de Mia con Jo se desarrollaba con la ternura de las películas americanas de adolescentes, por las que tenía una debilidad secreta.
Para ella siempre había soñado con una trama como la de Tienes un e-mail: un desconocido envía correos electrónicos maravillosos, el amor se presenta online y todo acaba bien. Por desgracia, y a pesar de sus esfuerzos, ese final feliz aún no había llegado. Pero Lisa-Marie era optimista, siempre pensaba en positivo y confiaba en su suerte. El gran amor no aparecía, pero su vida familiar y profesional era muy satisfactoria en esos momentos, y las perspectivas, muy prometedoras.
Esa noche, mientras preparaba la masa para los spätzle, constató que tenía muchos motivos para contemplar el futuro con alegría: Lou iba a tener un hijo y había hecho las paces con Anne; Mia y Jo se llevaban de maravilla, y ella había encontrado, de la noche a la mañana, un desafío emocionante y un nuevo lugar donde vivir. Y todo aquí, pensó, en nuestra granja. La casa se había convertido realmente en un hogar para la familia. ¿Quién lo habría dicho hacía dos semanas?
Mientras doraba unos aros de cebolla en la sartén, oyó las voces de Anne, Lou y sor Bonaventura, que estaban poniendo la mesa en el comedor. Jo y Mia habían vuelto del establo hacía un cuarto de hora y cuchicheaban en el pasillo.
—Perfecto —murmuró Lisa-Marie, y no se refería a la cocción de la cebolla.
Después volvió a concentrarse en los spätzle. Ralló la masa directamente sobre una olla grande con agua hirviendo, y los trocitos pronto empezaron a flotar a borbotones en la superficie del agua.
Sor Bonaventura asomó la cabeza por la puerta de la cocina.
—Huele muy bien. ¿La ayudo en algo?
—Si quiere puede lavar la escarola. —Lisa-Marie tenía las dos manos ocupadas y señaló con un movimiento de cabeza el fregadero, donde una escarola grande esperaba a que hicieran algo con ella.
—Con mucho gusto. —Sor Bonaventura se remangó y abrió el grifo—. Sus primas me han dicho que va a abrir una librería aquí. Es una idea muy buena.
—¡Gracias!
—Seré clienta habitual.
—Eso espero.
—Me alegro de que la familia conserve la granja. Es lo que su tío habría querido.
—Bueno, la mesa ya está puesta. —Lou y Anne entraron juntas en la cocina y, por encima del hombro de Lisa-Marie, miraron con curiosidad la olla.
—¿Cenaremos pronto? —preguntó Lou—. ¡Me muero de hambre!
—Ah, ¿ya se encuentra mejor? —preguntó sor Bonaventura.
—Eh… sí, podríamos decir que sí —murmuró Lou.
—Seguro que era una pequeña indigestión, ¿no?
—Es posible. —Lou le dio un mordisco a una hoja de escarola. Con la boca llena, no tendría que contestar más preguntas.
Por suerte, Anne también quería cambiar de tema.
—Dígame, sor Bonaventura —dijo—, ¿sabe cómo se gestó la relación entre su orden y nuestro tío? Hace tiempo que nos lo preguntamos.
—No. Lo siento, pero no lo sé —lamentó la monja.
—¿Nunca le contó nada?
—No. Siempre me dio la impresión de que no quería hablar del tema.
—Pero en el convento debían de correr rumores, ¿no? —preguntó Lou.
Sor Bonaventura se echó a reír.
—¿En qué clase de habladurías está pensando? Horst tenía más de ochenta años y era bastante más viejo que la mayoría de las hermanas.
—¿Conoció a sor Katharina? —preguntó Lisa-Marie. Estaba junto a la mesa de la cocina, poniendo capas alternativas de pasta y queso rallado en una fuente de horno.
—¿La hermana de la que tanto hablaba Horst? No, no la conocí personalmente. Murió hace muchos años. Pero sé que era muy amiga de su familia.
Anne asintió, satisfecha. Al parecer, sor Katharina se llevó el secreto de Horst a la tumba.
—¿Lou? —Mia abrió la puerta de la cocina—. Te llaman al móvil. —A modo de confirmación, el teléfono que llevaba en la mano emitió una melodía.
—Gracias. —Lou miró la pantalla—. Es mamá —dijo, y contestó—. ¡Hola, mamá! ¿Cómo estás? ¿Sigues pasándotelo bien?
Por lo visto, Helene le contaba sus actividades con todo lujo de detalles, porque Lou se quedó callada. Al cabo de un rato, empezó a pasear de un lado a otro de la cocina. De vez en cuando decía «¿Ah, sí?» o «¡No! ¿En serio?».
—Parece que el tratamiento en el balneario ha sido todo un éxito —le susurró Anne a su prima—. Nunca he visto a mamá tan habladora.
—Sí, la mía también me dice en todos sus mails que se está recuperando de maravilla.
—Estamos todas bien —contestó Lou al mismo tiempo—. ¿Cómo?… Ah, ya… Lisa-Marie está preparando pasta típica de Algovia con queso, y Anne y yo le ayudamos… Sí, Mia sigue aquí… ¿Cuánto tiempo? Bueno, nos quedaremos unos días más… Sí, exacto… ¿Qué? ¿Por qué? ¿Vais a venir…? ¿El viernes? ¿Este viernes? —Lou levantó la cabeza, alarmada.
—¿El viernes? —repitió Anne con pasmo.
—¿Ya ha acabado la terapia? —Lisa-Marie también estaba asombrada.
Mia calculó.
—Sí, claro que sí, el viernes que viene habrán pasado ya tres semanas.
—¡Qué deprisa han pasado! —Anne suspiró y miró a su hermana, que estaba delante de la ventana y se había llevado una mano a la frente. Daba la impresión de que tuviera mucho dolor de cabeza.
—¿Y dices que queréis venir enseguida? —preguntó—. ¿Estáis seguras…? ¿Con quién…? ¿Quién es? Sí, claro, si ese tal Friedhelm os puede llevar en coche hasta Kempten…
Anne se sorprendió.
—¿Friedhelm?
—¿No te acuerdas? Su sombra en el balneario —le explicó Lisa-Marie sonriendo—. Tiene que ser muy buen bailarín.
—Una de nosotras irá a buscaros a Kempten… Sí, exacto, llamadnos cuando estéis en camino. Entendido. ¡Que os divirtáis! —Lou terminó la conversación y se desplomó en una silla—. Vienen el viernes —anunció.
—Eso está bien —dijo sor Bonaventura—. Así podrán contarles a sus madres las novedades en persona.
—Sí, claro —murmuró Anne—. Me muero de ganas.
—¿Y el tiempo tranquilo y apacible que queríamos pasar a partir de ahora? —preguntó Lisa-Marie.
—Bueno, todavía nos quedan unos días de gracia —dijo Lou, suspirando—. Vamos a disfrutarlos.