—¡Las he encontrado! —gritó Mia dos minutos después, entrando precipitadamente en la sala de estar de la casa principal con la caja en las manos. La puerta se cerró de un portazo detrás de ella.
Su entrada repentina produjo una pequeña conmoción. Lou, Anne y Lisa-Marie, que estaban viendo la tele en el sofá, se sobresaltaron, y el gato se escondió debajo de la mesa, asustado. Lou bajó el volumen del televisor y le lanzó una mirada asesina a su sobrina.
—La próxima vez llama antes de entrar.
—¿Y esa pinta? —Anne meneó la cabeza, contrariada.
Mia se abrochó rápidamente la blusa y se pasó la mano varias veces por el pelo.
Lisa-Marie fue la única que la recibió con cordialidad.
—¿Qué has encontrado? —preguntó con interés.
—Más cartas —dijo Mia, señalando la caja de zapatos.
—¿De verdad?
—¡Creo que sí!
Las tres mujeres se levantaron de un salto e intentaron arrebatarle la caja. Pero Mia retrocedió y las miró con una sonrisa burlona.
—No tan deprisa. Primero quiero un recibimiento más amable. O que me digáis: «Gracias, Mia, por haber encontrado lo que nosotras hemos estado buscando en vano».
—Olvídate del recibimiento amable —dijo Anne.
—Pero te damos las gracias —añadió Lou—. ¡Y ahora enséñanos las cartas!
—¿Dónde las has encontrado? —preguntó Anne.
—En la casa de retiro, en el cuarto de lectura.
—¿Cómo has dado con ellas?
—Por casualidad. —Mia miró al suelo, un poco avergonzada—. Estaba con Jo y… estábamos en el sofá y… y la caja ha aparecido de repente entre dos cojines.
—¡No me digas! —Lou se rio, mientras Anne hacía un gesto de contrariedad.
—¡Sentaos de una vez! —Emocionada, Lisa-Marie tiró de ellas para que volvieran al sofá.
Mia colocó la caja con delicadeza sobre la mesa, entre una botella de vino, una lata de coca-cola, varios vasos, una cajita de bombones y un paquete de cacahuetes.
Lisa-Marie sacó las cartas de la caja.
—La primera está cerrada —dijo, sorprendida.
—¡Es para nosotras! —exclamó Lou, emocionada—. Mirad: «Katharina, Helene, Anne, Lou y Lisa-Marie».
—¡Vamos, ábrela!
—Es la letra del tío Horst. —Lisa-Marie abrió el sobre y echó una ojeada al contenido, escrito con letra de imprenta meticulosa y un poco puntiaguda—. Tal vez sea una carta de despedida.
—O el testamento.
Sábado, 3 de junio de 2000
Queridas:
Cuando leáis estas líneas habré muerto. ¡Qué palabras tan dramáticas! En la literatura y en la televisión, a menudo aparecen al principio de una desgarradora carta de despedida.
Jamás pensé que escribiría algo así. Y creo que todavía viviré un tiempo, pero la muerte del marido de Helene la semana pasada me ha hecho comprender que ya no soy joven y que puedo morir en cualquier momento.
¡Y aún no os he dicho lo que tenía que haberos dicho hace mucho tiempo!
Tampoco ahora tengo el valor de contároslo en persona. He preferido buscar unas cuantas fotografías antiguas que han sobrevivido a las últimas décadas. Después de mi muerte, os relevarán poco a poco lo que ocurrió hace casi sesenta años.
Esa es la primera mentira por la que tengo que pediros perdón (¡y este es el lance más fácil!). Creíais que no había papeles ni cartas ni fotografías de esa época. Os dije que todo se había perdido al huir de Masuria. No es cierto. Todo eso existe, pero me falta coraje para enseñároslo. Prefiero hacerlo de esta forma…
Leedlo vosotras mismas. Y no lo olvidéis: ¡fue todo por amor! Prometedme que no juzgaréis hasta haber leído todas las cartas.
Vuestro, Horst
—Escribió la carta poco después de que papá muriera —dijo Anne, pensativa—. Recuerdo que le afectó mucho.
Lisa-Marie asintió.
—Sí, yo también me acuerdo.
—Y parece que realmente había un misterio.
—Ya os lo dije —replicó Lou, satisfecha.
Anne tomó en brazos al gato, que se había acurrucado a sus pies, y se lo puso en el regazo.
—¿Qué puede ser tan grave para que no quisiera hablar de ello?
—Ni idea.
—La siguiente carta parece mucho más antigua. —Mia la desdobló y miró la fecha—. Es de septiembre de 1944. Poco antes del final de la guerra.
Lunes, 11 de septiembre de 1944
Querido Johann:
Perdona que no te haya escrito últimamente. Sé lo importantes que son mis cartas para ti. ¡Pero esta terrible gripe ha podido conmigo!
Por suerte me encuentro mejor, no te preocupes por mí.
Y tú, ¿cómo estás? ¿Te gusta el trabajo en el hospital militar de Königsberg? Gracias a Dios que hiciste el curso de enfermería y te han destinado al cuerpo sanitario. ¡En el hospital, al menos estás a salvo!
Por desgracia, no puedo darte buenas noticias de Peterstal. Mi abuela Helene murió de gripe la semana pasada. Han reclutado a mi padre y a mi hermano, y ahora mi madre, mi abuelo y yo estamos solos.
¿Llegará esta terrible guerra también a Masuria? ¿Por qué esta región no puede seguir tranquila y en paz? ¿Por qué tuvo que separarnos la guerra después del verano que pasamos juntos?
Te echo muchísimo de menos, a ti y a tu fe inquebrantable en que todo acabará bien. Te mando todo mi amor y te lo ruego encarecidamente: ¡cuídate mucho!
Con todo mi amor, Marie
—Ya no parece un idilio bucólico. —Anne miró la carta con consternación—. Se acabó el verano de las mariquitas.
—¡Pobre Marie! ¡Pobre Johann!
—La carta siguiente es de Johann.
Lunes, 16 de octubre de 1944
Queridísima Marie:
¡Tenemos que considerarnos afortunados de que el destino nos haya reunido en Königsberg! Ayer, cuando te vi sana y salva en el hospital, no cabía en mí de dicha. La preocupación apenas me había permitido dormir desde que me enteré de que el Ejército Rojo había atacado los pueblos de Masuria.
Tu amor te ha conducido a mí, y yo te ayudaré a olvidar el sufrimiento. Tu pena debe de ser infinita. Lloras por tu familia y por tu tierra. Te lo ruego, deja que yo sea tu nueva familia. Deja que te demuestre que soy un hombre maduro. ¡Cásate conmigo!
No me preocupa lo que piense la gente. Tampoco me preocupa lo que nos deparará el futuro. Lo único que importa es que nos amamos.
Con amor, Johann
Lisa-Marie frunció el ceño.
—No entiendo eso que dice del «hombre maduro».
—Yo tampoco —dijo Anne.
—Pero tiene muy buenas maneras para dar consuelo —elogió Mia.
—En las primeras cartas ya nos dimos cuenta de que escribía con mucho romanticismo —señaló Lou—. Incluso citaba a Eichendorff.
Mia suspiró y miró con nostalgia por la ventana, hacia la casita de retiro. Todavía se veía luz en la sala de lectura.
—¿Quieres volver? —preguntó Anne, que se había dado cuenta de adónde miraba.
—No. Esto es muy emocionante.
Miércoles, 18 de octubre de 1944
Mi querido Johann:
Tienes razón: lo he perdido todo. Casi todo. ¡Porque te tengo a ti y tu amor! Aunque solo pueda verte unas horas en un hotel sencillo, esos momentos son los más maravillosos que he pasado desde hace mucho. Estar contigo es lo único que me mantiene con vida. La realidad fuera de la habitación del hotel es despiadada. Cuesta creer todo el sufrimiento que vi en el viaje a Königsberg. Antes podía pasar por alto la realidad atroz, pero ahora no. Tuve que dejar a mi familia en Peterstal y he visto morir a gente, muchos eran niños y ancianos. ¿No es curioso que, ahora que hay tantas cosas que sería mejor no ver, lleve siempre las gafas puestas?
A pesar de todo, estoy dispuesta a creer en la vida porque te tengo a ti y tu amor.
Además, estar con las hermanas ursulinas me ayuda a volver un poco a la normalidad. Sor Katharina es muy buena conmigo. Enseñar a los niños refugiados es un primer paso en la buena dirección. Estoy segura de que vendrán otros, contigo a mi lado.
Tuya,
Marie
—¡Las hermanas ursulinas! —exclamó Lou—. ¡Por fin salen a relucir! ¡Cuánto han tardado! Empezaba a creer en la amistad inocente de la que Bonnie siempre nos habla.
—Sor Bonaventura no puede saber nada de esa época. Es muy joven para haberla vivido —replicó Anne con escepticismo.
—A lo mejor se lo contó la tal sor Katharina.
—No creo. Probablemente ni la conoció. Hace poco que está en Pfronten.
—De todos modos, tendríamos que preguntárselo.
—¡Dejad de discutir y sigamos! —Lisa-Marie señaló el siguiente sobre—. Esta carta vuelve a ser de Marie.
Viernes, 24 de noviembre de 1944
Querido Johann:
No te asustes por recibir esta carta de un modo tan extraño. Quien te la entrega, sor Katharina, es de absoluta confianza.
Sé que nos veremos dentro de dos días. Pero mi ruego no admite espera y enseguida sabrás por qué.
Espero un hijo.
Al pensar en ello, me embargan sentimientos encontrados: temor por la responsabilidad, preocupación por la guerra, miedo a tu reacción. No es el momento ni el lugar para traer a un hijo al mundo. Y si he de ser sincera, nosotros tampoco somos los padres perfectos. Pero también siento orgullo y alegría. Llevo en mis entrañas una parte de ti que nadie puede quitarme. Transmitiré una parte de los dos a un nuevo ser. ¡Seguiremos viviendo en él!
Queridísimo Johann, hasta que nos veamos, tienes tiempo de hacerte a la idea de la nueva situación. Yo he tomado ya una decisión sobre mí y el niño: teniendo en cuenta mi estado, haré todo lo posible por irme pronto de aquí. Me gustaría que vinieras tú también. Ya encontraremos la manera de sacarte de aquí.
No obstante, no quiero que te sientas obligado. Respetaré tu decisión, sea cual sea.
Con amor, Marie
—¡Va a tener un hijo! —A Lou se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Pues menuda sorpresa —replicó Mia, mirándola con asombro. No estaba acostumbrada a ver a Lou tan emotiva—. Algún día tenían que nacer la abuela y la tía Katharina.
—¡Pero lo describe de una manera tan conmovedora! —Lou suspiró—. ¡Qué bien la entiendo!
—Siempre da miedo tener un hijo —dijo Anne—. Pero no quiero ni pensar en cómo sería durante la guerra.
—¿Podemos dejar eso para más tarde? —Mia empezaba a impacientarse—. Si hablamos menos y leemos más, pronto sabremos más cosas.
Viernes, 24 de noviembre de 1944
Queridísima Marie:
¿Qué tengo que pensar? Soy el padre de ese niño y quizá ahora aceptes por fin que nos casemos. ¿Me permites que te pida la mano por enésima vez?
Era cuestión de tiempo que nuestro amor culminara en una nueva vida, y soy incapaz de describirte cuánto me alegro. ¡Pregúntaselo a sor Katharina! Cuando he leído tu carta, la he abrazado, he bailado con ella y le he dado un beso en la mejilla. Me extraña que después no se haya negado a esperar mi respuesta para llevártela.
¡Ardo en deseos de verte! Tuyo para siempre,
Johann
—¡Cuánta dulzura! —murmuró Lou.
—¡Shhh!
—Vale, me callo…
Sábado, 25 de noviembre de 1944
Querido:
La respuesta es: ¡sí, sí y otra vez sí! Me casaré contigo, ¡aunque sea una locura! Sor Katharina se ocupará de preparar la ceremonia de la boda. Es un tesoro: no hace preguntas, solo actúa. Y es también gracias a ella que no he perdido la fe en un futuro tranquilo para nosotros dos.
Reúne enseguida todos tus papeles para que podamos encargar las amonestaciones.
Con amor,
tu futura esposa
—¿Puedo hacer una pregunta? —dijo tímidamente Lisa-Marie.
—Si no hay más remedio… —gruñó Mia.
—¿Dónde está Horst? No hay ni una sola palabra sobre él.
—Sí, es extrañó —la secundó Lou—. No creo que Marie pudiera ocultarlo después de huir del pueblo.
—Seguro que Johann ya lo sabe —conjeturó Anne.
—Pero me extraña que no hable de él en sus planes.
—Las dos cartas siguientes son muy largas. A lo mejor contienen la solución al enigma.
Viernes, 12 de enero de 1945
Queridísimo Johann:
Han surgido complicaciones porque los acontecimientos se han precipitado. Esta mañana ha llegado al convento la orden de iniciar los preparativos para la evacuación. Tenemos que preparar a los huérfanos y a los heridos para el viaje. Mañana a primera hora nos trasladarán en tren a la costa del Báltico y nos embarcarán en Pillau.
¡El asunto no admite dilación!
Si queremos seguir juntos, tienes que hacer lo siguiente sin pérdida de tiempo: dile al médico de turno que estás enfermo, recoge rápidamente lo indispensable y ven al convento al anochecer. Sor Katharina te ha buscado una plaza de acompañante.
El problema es que a los hombres no se les permite ir de acompañantes en el viaje y por eso tendremos que recurrir a una argucia. Por favor, ¡no te enfades conmigo cuando la leas!
Fingiremos que eres hijo mío y menor de edad, cosa que podría ser cierta: nos llevamos diecisiete años. Así pues, para que la mentira funcione es necesario decir que tienes dos años menos. A partir de ahora, tu año de nacimiento será 1927 y no 1925.
Destruiremos tu documentación y diremos que la has perdido en la evacuación. Antes de zarpar, recibirás la documentación que sor Katharina ha arreglado para ti. No me preguntes cómo lo ha conseguido. ¡Esa mujer es un ángel!
Créeme, la tapadera es perfecta.
Me repugna tanto como a ti fingir que eres mi hijo. Pero los malos tiempos exigen a veces ideas imaginativas si se quiere sobrevivir. Y nosotros tenemos que seguir viviendo, aunque solo sea por amor al hijo que esperamos. ¡Compréndelo, por favor! Sor Katharina esperará tu respuesta.
La aguardo, temerosa. Tuya,
Marie
—Es… —Lou no tenía palabras—. Es increíble.
—No lo entiendo —murmuró Lisa-Marie—. Horst no era su hijo, era su marido…
—… ¡y diecisiete años menor que ella! —añadió Anne con incredulidad—. Marie tenía treinta y seis años y Horst diecinueve.
—Casi se enamora de un adolescente.
—¡Caramba!
—Horst era nuestro abuelo. ¡Es increíble!
—Nuestro abuelo —murmuró Lisa-Marie—. Y nunca nos lo dijo. —De repente, la voz sonó furiosa—: ¿Por qué?
—¡Eh! —Mia miraba impaciente a su madre y a sus tías—. ¿No podéis contener la emoción hasta terminar de leer todas las cartas? A lo mejor se aclara algún detalle.
Las tres asintieron.
Viernes, 12 de enero de 1945 Querida Marie:
No te preocupes: participaré en el juego del escondite. No puedo hacer otra cosa, puesto que quiero estar contigo y con nuestro hijo.
No obstante, no me hace ninguna gracia tener que llamarte madre. Si eso es inevitable, me gustaría que al menos tú no me contestaras llamándome Johann. «Johann» y «madre» no son una pareja: ¡solo Johann y Marie van de la mano!
Tendrás que llamarme por mi segundo nombre de pila. Es Horst.
A partir de hoy, seremos «Horst» y «madre». Sor Katharina ya lo sabe y ha dado su bendición. Tenías razón: ¡es un ángel! Le pondremos su nombre a nuestra primera hija.
¡Hasta pronto! Y por última vez en mucho tiempo: tuyo, Johann
A partir de ahora: tuyo,
Horst
Todas levantaron la vista al unísono.
—«Tuyo, Horst» —repitió Lisa-Marie con acritud—. Nuestro abuelo.
—Sí. —Anne se encogió de hombros, sin saber qué decir.
—Nuestro abuelo… Mi abuelo. —Lisa-Marie se levantó bruscamente—. ¡Tenía abuelo!
—Pues claro, todo el mundo tiene abuelos.
—Pero yo no conocí a los míos. Murieron antes de que naciera. Al menos, eso creía…
—¿Y cambia algo saberlo ahora?
—Estoy furiosa. Johann no me dio la oportunidad de tener abuelo.
—Pero fue como un abuelo para nosotras —replicó Lou—. ¿Dónde está la diferencia?
—No lo entiendes. —Lisa-Marie ponía cara de enfadada—. Anne y tú teníais un abuelo fantástico que siempre estaba con vosotras. ¿Y qué tenía yo? Un abuelo teóricamente desaparecido en Rusia, y el otro, en una tumba bien cuidada en el cementerio de Dortmund. Y ahora resulta que no estaba tan muerto como creíamos…
—Pero eso…
—¡Ni pero ni nada! No sabéis cuánto os envidiaba por tener un abuelo.
—Eres muy injusta —replicó Lou—. Horst siempre nos trató con mucho cariño.
—¿Yo soy injusta? ¡Diría que el injusto fue Horst! Injusto y mentiroso.
—¡Lisa-Marie!
—Creo que nos conviene beber algo para que se nos pase el susto —dijo Anne, intentando poner paz—. A ser posible, con muchos grados de alcohol.
Lisa-Marie respiró hondo.
—Me parece bien —dijo, un poco más calmada—. Nuestras madres dijeron que había licor de hierbas en el armario. —Nada más decirlo, se llevó la mano a la boca con espanto—. ¡Oh, Dios, estaba tan enfadada que se me han olvidado nuestras madres! ¡Les va a dar algo!
Anne suspiró.
—¿Cómo se lo vamos a decir?
—Muy fácil: les enseñáis las cartas —dijo Mia, mirándolas con asombro—. ¿Qué tiene de malo esta historia?
—Su hermano era en realidad su padre —le contestó Anne—. ¿Cómo reaccionarías tú?
Mia se encogió de hombros.
—No me gustaría nada tener a Jan o a Tom por padre, pero, aparte de eso, en cierto modo todo queda en familia, ¿no? Seguro que actualmente hay relaciones más extrañas.
—¡Menudo consuelo!
—¡Se llevaban diecisiete años!
—¿Y qué? ¿Desde cuándo sois tan carcas? —se asombró Mia—. Se querían, y eso es lo único que cuenta.
—Pero ¿por qué no nos lo dijo nunca? —A Lisa-Marie seguía sin entrarle en la cabeza.
—No lo sé —contestó Mia, y abrió la última carta que quedaba en la mesa—. Esta carta es muy gruesa —constató, y se sorprendió al ver el contenido.
Además de una hoja de papel con letra muy apretada, también había tres fotos antiguas. Eran las típicas imágenes en blanco y negro de la época de la Segunda Guerra Mundial. La primera fotografía era el retrato de una mujer rubia que sonreía a la cámara con timidez.
—Tiene que ser Marie —dijo Lisa-Marie, que contempló con veneración la foto de su abuela—. Era muy guapa.
—Te pareces mucho a ella —le dijo Anne a Mia—. ¡No me extraña que Horst te mimara tanto!
—Se llamaba Johann —la corrigió Lou.
—Para mí será siempre el tío Horst.
—Mirad, parece la foto de la boda.
Emocionada, Lisa-Marie señalaba la siguiente fotografía, en la que aparecían Johann y Marie de la mano y con cara solemne. Marie, que parecía una mujer muy frágil, iba elegantísima, con un vestido claro de corte sencillo, y llevaba también un chal de seda y una corona de flores en el pelo. Johann vestía de uniforme.
—¡Es el chal de seda que encontramos en la primera caja de zapatos! —exclamó Anne—. Ya sabía yo que era un recuerdo.
—Johann parece muy maduro para su edad —constató Lou—. Nadie diría que es un adolescente.
—Hay otra foto de la boda —dijo Mia.
En esa otra fotografía, entre Johann y Marie había una monja de cara arrugada que sonreía afablemente.
—Seguro que es sor Katharina —intervino Lisa-Marie.
—Da la impresión de que ya era muy vieja en esa época.
—Me la imaginaba más joven.
—¿Os leo la última carta? —preguntó Mia—. Es de Horst. O de Johann. O como quiera que se llame.
Queridas mías:
Ahora ya sabéis lo que teníais que haber sabido hace tiempo.
Mi verdadero nombre es Johann y no soy el hermano de Katharina y Helene, sino su padre. Tuve la dicha de ser el marido de Marie cinco meses. ¡Muy poco tiempo para una mujer tan maravillosa!
Cuando nos conocimos en Masuria, ella tenía treinta y seis años y yo diecinueve. Al principio, se defendió con todas sus fuerzas contra sus sentimientos porque yo era mucho más joven que ella. Pero a veces en la vida hay que enfrentarse a los hechos y sacarles el mejor partido. Marie y yo lo intentamos…
Seguramente, ahora os preguntaréis por qué no os he contado nunca quién soy realmente. He pensado mucho en cómo explicaros el porqué de mi silencio. La respuesta que me parece más acertada es la siguiente: nunca llegó el momento oportuno para una confesión. Después de huir de Masuria, nos alojamos con las hermanas ursulinas en Dortmund. El embarazo de Marie no fue fácil y a mí me tranquilizaba que allí le ofrecieran los cuidados que necesitaba. Al acabar la guerra, encontré enseguida trabajo en una acería, y sor Katharina y las demás hermanas cuidaban de mi Marie mientras yo iba trabajar. En ese momento era impensable que hiciera el esfuerzo de desplazarse para poder arreglar los papeles, así que tuvimos que seguir guardando las apariencias.
Después llegó el día más hermoso y a la vez más terrible de mi vida: el nacimiento de Helene y Katharina. ¡No puedo describir la sensación maravillosa que se tiene al oír gritar por primera vez a un hijo!
Mi querida Marie, mi vida, mi sol, mi todo… luchó muchísimo, pero al final perdió. Murió poco después de que pusiera en sus brazos a las niñas. Había perdido mucha sangre.
La pena me enloqueció.
Si recuperé la normalidad fue únicamente gracias a sor Katharina. Fue ella la que cuidó a mis niñas al principio y la que me propuso seguir la vía más fácil, pedir la tutela fraternal en vez de hacer oficial mi paternidad. Eso habría alargado innecesariamente el proceso.
La solicitud de tutela se resolvió sin problemas. Aunque era falsa, tenía la documentación necesaria. Gracias al apoyo y la intercesión de las monjas, las autoridades se convencieron enseguida de que sería un buen tutor para mis «hermanas» pequeñas. Y así empezó mi vida de hermano que criaba solo a dos niñas.
Al principio guardé silencio porque sor Katharina aún vivía y no quería implicarla. Murió en 1975, a la avanzada edad de noventa y seis años, y por aquel entonces mis dos hijas ya habían cumplido los treinta, estaban casadas, eran madres y tenían sus propias preocupaciones. ¿Qué derecho tenía yo a remover el pasado y dejarlas perplejas con semejante confesión?
Las cosas estaban bien como estaban. Siempre he tenido una relación magnífica con mis hijas. Una relación de cariño y amistad, más que paternal. Me hace muy feliz que mis hijas, nietas y biznietos vengan a verme y pasemos unos días maravillosos en familia, y espero que todavía podamos pasar muchos más.
Como ya he dicho, la vida te enfrenta en ocasiones a hechos consumados. Pero depende de nosotros sacarles partido. Creo y espero haber actuado de la mejor manera, teniendo en cuenta la situación.
Os quiero y estoy muy orgulloso de vosotras. Eso es lo único que cuenta, no lo olvidéis.
Johann
PD: Si encontráis primero esta caja en la casita de retiro, mirad en el armario de mi habitación. Ahí hay otra caja con cartas que también podéis leer. Narran los comienzos de nuestro amor.
Quería guardarlas todas juntas, pero a veces me embarga la nostalgia por mi Marie, y por eso la caja con las fotografías está en la casita de retiro, donde me gusta deleitarme con mis recuerdos.
Cuando Mia acabó de leer la carta, Anne, Lou y Lisa-Marie tenían los ojos llenos de lágrimas.
—¡Unas palabras preciosas y conmovedoras! —dijo Lisa-Marie sollozando, y se sonó ruidosamente—. ¡Y qué historia tan triste!
—Nuestros abuelos pasaron muchas calamidades —dijo Anne—. Primero, una relación amorosa poco corriente; después, la guerra y la huida, y, para acabar, un final repentino por la muerte prematura de Marie.
—Al tío Horst no le gustaba hablar de la guerra ni de la huida —añadió Lou en voz baja. Carraspeó y luego habló con voz un poco más firme—. En cambio, le encantaba hablar de Marie. ¡No me extraña!
Lisa-Marie asintió con melancolía.
—Él era así, prefería hablar de los recuerdos bonitos que de los horrores que había vivido.
—¿Significa eso que lo perdonas por habernos mentido?
—Creo que sí.
—Me gustaría poder hablar con él —dijo Lou, y se secó disimuladamente las lágrimas de los ojos—. Tengo un nudo enorme en la garganta…
—Voy a buscar el aguardiente. —Lisa-Marie abrió el armario y volvió a la mesa con una botella y cuatro copas. Las llenó de licor de hierbas y levantó la suya—. Brindemos por la historia más increíble que he oído en mi vida. ¡Por nuestro abuelo, Johann Zabel!
—¡Por Johann! —Las otras tres mujeres siguieron su ejemplo y también brindaron.
—Esto no hay quién se lo beba, ¡es repugnante! —Mia hizo una mueca de asco nada más probarlo y Lou se limitó a mojarse los labios.
—A mí me gusta. —Lisa-Marie sirvió otra ronda para Anne y para ella—. ¡Salud!
Mientras levantaban las copas y las vaciaban de un trago, Lou volvió a mirar las fotografías de la boda.
—Parecen muy felices.
—Creo que en ese momento lo eran —dijo Lisa-Marie—. A pesar de la guerra y de la huida.
—Siempre me extrañó que el tío Horst no se hubiera casado. Ahora ya sé el motivo: solo quiso a una mujer, incluso más allá de la muerte.
—No entiendo cómo pudo esconder la verdad toda su vida. Yo no podría —dijo Anne.
—Yo tampoco —coincidió Lisa-Marie.
Lou sonrió burlona.
—Eso es por el cerebro femenino. Las mujeres no pueden guardar un secreto eternamente, siempre acaban contándolo. Los hombres en eso son diferentes.
—Pues, al parecer, sor Katharina pudo —señaló Lisa-Marie—. Y era una mujer.
—Una monja —la corrigió Lou—. Podía hablar a todas horas con Dios.
—Y fijo que él no se lo contó a nadie. —Mia sonrió con ironía.
—Pero ¿qué hacemos ahora con el secreto de Horst? —Anne frunció el ceño—. ¿Lo contamos o nos lo callamos?
—Nos lo callamos —contestó Lou, sin dudarlo un instante—. No creo que Horst quisiera que se enterara todo el mundo. De lo contrario, no habría escondido tan bien las cartas.
—Seguramente tienes razón —coincidió Lisa-Marie—. Además, no le importa a nadie, aparte de nosotras.
—¿Y qué pasa con papá, mis hermanos y Christoph? —señaló Mia.
—Son de la familia y pueden saberlo —decidió Lou.
—¿Y Jo?
—Lo siento, pero no. —Anne le dirigió una sonrisa de disculpa a su hija.
—Está bien —murmuró Mia—. Aunque odio tener secretos con él.
—Supongo que tenéis temas de conversación de sobra, ¿no? Si es que os queda tiempo para hablar —dijo Lou, sonriendo burlona.
Mia se puso roja y asintió avergonzada.
—Pero antes tenemos que contárselo a nuestras madres. Tienen derecho a ser las primeras en saberlo. —Lisa-Marie suspiró—. No va a ser fácil.
—Se van a caer de culo —aventuró Mia.
—Por decirlo de una forma suave —replicó Anne—. Es muy probable que tengamos que mandarlas de vuelta al balneario.
—¿Y si les escribimos un correo electrónico? —propuso Lisa-Marie—. A veces, esas cosas se formulan mejor por escrito.
—¡Buena idea! —proclamó Lou en broma—. Se lo decimos con pocas palabras: «No os pongáis nerviosas, pero tenemos que contaros un secreto: Horst no era vuestro hermano, era vuestro padre».
—Parece sencillo, ¿no? —Lisa-Marie no captó la ironía de Lou—. Quizá también pueda añadir que tengo que cerrar la librería de Dortmund.
—¡Excelente! Así les daremos todas las malas noticias de golpe. —Lou se echó a reír y Lisa-Marie también sonrió al darse cuenta de lo que acababa de proponer.
—Perdón, era una idea tonta —admitió.
—¿Por qué? —replicó Lou—. Ojalá pudiéramos enviarles una lista con las novedades más importantes. Primera: Horst es vuestro padre. Segunda: Lisa-Marie está arruinada. Tercera: es muy probable que Lou esté embarazada y…
—¿De verdad? —la interrumpió Mia, sorprendida—. ¿Estás embarazada, Lou?
—Es posible.
—Es casi seguro —replicó Anne—. Mañana mismo vas a la farmacia a comprar un test. Tenías que haberlo hecho hace días.
—Ya veremos. —Lou le lanzó una mirada envenenada, pero Anne hizo caso omiso.
—No sirve de nada cerrar los ojos a la realidad —dijo con una sonrisa indulgente.
—Muchas gracias por el consejo. A ver si te lo aplicas.
—¿Yo? No sé por qué lo dices.
—Tú también pospones los temas desagradables.
—¡De eso nada! Yo controlo mis problemas.
—¿Ah, sí? —A Lou se le ensombreció la cara—. Entonces, el correo electrónico seguirá así: «Anne controla los problemas matrimoniales».
—¿Problemas matrimoniales? —repitió Mia, horrorizada—. Yo no sé nada.
—Y… —prosiguió Lou— como remate final: «Mia le ha echado el guante a un tío que habíamos contratado de pasatiempo».
—Yo no le he echado el guante a nadie —protestó Mia—. Y Jo es muy joven para vosotras.
—Antes has dicho que pensar eso era de carcas —dijo Lou.
—Porque eso era amor verdadero, no tiene nada que ver con vuestra segunda juventud. Además, si estás embarazada, ¡no tendrías que beber! —Mia le quitó la copa—. ¡Y ahora tú! —dijo, dirigiéndose a su madre—. ¿Papá y tú tenéis problemas?
—Solo a veces.
—Pues esta mañana parecía otra cosa —la contradijo Lou.
—Esta mañana he tenido un momento de debilidad. Pero, visto con perspectiva, no es tan grave —afirmó Anne.
—¿Por qué no me has dicho nada? —Mia parecía dolida—. A lo mejor puedo hacer algo por vosotros.
—No hace falta.
—¡Típico de Anne! —refunfuñó Lou—. Se preocupa por todos, pero no deja que nadie le ayude.
—Sé arreglármelas sola.
—Nosotras también —objetó Lisa-Marie—. Pero las preocupaciones son más llevaderas cuando se comparten. Tú misma lo dijiste hace poco.
—Por lo visto, no se aplica sus propias normas —intervino Lou.
—Claro, y tú siempre sigues mis consejos, ¿no? —se defendió Anne—. ¿Por qué discutimos sobre insignificancias en vez de hablar de las cartas?
—Tus problemas matrimoniales no son una insignificancia.
—Pero tampoco es para pregonarlo a los cuatro vientos. —Anne puso cara de enfadada—. Y ya que estamos: ¿qué sabrás tú de matrimonios y problemas matrimoniales?
—Vivo en pareja.
—Sí, claro. Vives con Christoph en tu piso maravillosamente decorado. ¡Cuánto me alegro por ti!
—¿Envidia?
—No, ni mucho menos —aseguró Anne, enojada—. Prefiero mil veces a mi familia. Una decoración de diseño dista mucho de ser un verdadero hogar.
—También dista mucho de serlo un desastre de familia, sobre todo si el marido casi nunca está en casa, los hijos hacen lo que quieren y la mujer se pasa el día sola y abandonada en la cocina. Muy bucólico.
—¡Ya basta! —gritó Anne, y se levantó bruscamente. Por segunda vez esa noche, el gato se refugió debajo de la mesa—. No permito que me hablen así, y menos aún mi propia hermana.
—¿Y quién quieres que te lo diga?
—Nadie. Yo ya sé lo que me conviene.
—Pero es posible que nosotras lo sepamos mejor.
—Sí, seguro. ¡Tú siempre lo sabes todo! —Anne fulminó a su hermana con la mirada—. No pienso seguir escuchándoos. Me voy a la cama.
—Pues yo también me voy a la cama —masculló Lou, y se levantó.
—¡Dejad de discutir ahora mismo! —gritó Lisa-Marie, pero ninguna le hizo caso.
Anne fue la primera en salir por la puerta, ofendida, y Lou la siguió. Al cabo de unos instantes, se oyeron dos portazos en el primer piso.
Mia, que había seguido la discusión sin decir nada, se estremeció.
—¿A qué venía eso?
Lisa-Marie suspiró.
—Ha sido desagradable, pero era necesario. Tu madre llevaba demasiado tiempo posponiéndolo. Lou ha conseguido al menos que saliera un poco de su hermetismo.
—¿Crees que mis padres están pasando de verdad una crisis matrimonial?
—No lo sé. —Lisa-Marie le rodeó los hombros con el brazo—. Tú padre diría que todo va de maravilla. Y probablemente lo cree de verdad. Pero tu madre sufre. Se siente muy abandonada por él.
—La comprendo.
—Se acaba de apagar la luz de la casita —dijo Lisa-Marie señalando por la ventana—. Si te das prisa, aún encontrarás a Jo.
—¿No sería mejor que fuera a consolar a mamá?
—No, no vayas. Déjala tranquila, tiene que reflexionar. Si estás con ella, volverá a tener motivos para distraerse de sus propios pesares.
—Puede que tengas razón.
—¡Anda, vete! —Lisa-Marie se quedó pensativa mientras veía cómo Mia salía corriendo.
La velada no había transcurrido precisamente en armonía. Primero, las confidencias del abuelo, que todavía no había asimilado. Y después la discusión entre Anne y Lou. Lisa-Marie pensó en irse también a dormir. Pero, entonces, el gato saltó al sofá y se acurrucó a su lado. Cuando le acarició la cabeza, empezó a ronronear.
—Al menos tú y yo estamos a gusto —le susurró al oído, y se echó una manta de lana encima de los pies. Vio las cartas y las fotos antiguas. Después de dudar un momento, se sirvió otra copa de licor de hierbas y empezó a releerlas.
Mia encontró a Jo en la escalera. Se echó en sus brazos sin decir nada.
—¿Qué te pasa? —preguntó Jo, sorprendido.
—Mujeres —murmuró Mia, y hundió la cara en su pecho.
Jo se rio.
—Eso me tocaría decirlo a mí, ¿no?
—Hoy, no. Hoy también puedo decirlo yo.
—¿Qué ha pasado?
—De todo, mejor no preguntes. Me he enterado de cosas que me han dejado perpleja.
—¡Ah!
—Estoy saturada de confidencias para unos cuantos días.
—Mmm…
—¿Puedo dormir contigo esta noche?
—¿Otra vez?
Mia levantó la cabeza. A Jo le hizo gracia ver que se había puesto colorada.
—No te haré nada, en serio —dijo Mia.
—Eso también me tocaría decirlo a mí, ¿no?
—¿Es eso un sí?
—Por supuesto —dijo Jo, y la besó—. Pero no puedo garantizarte que yo no te haga nada a ti…