13

Jo aún dormía cuando Mia se levantó furtivamente de su cama a la mañana siguiente. Seguía en la misma postura en la que se había dormido: boca arriba y con el brazo en el que ella se había acurrucado toda la noche todavía estirado. Se puso los pantalones deprisa, salió de la habitación sin hacer ruido y fue a la cocina. Necesitaba urgentemente beber algo y tomarse un analgésico para el dolor de cabeza. Después, cuando fuera capaz de pensar con claridad, analizaría los acontecimientos de la noche anterior.

Pero, por desgracia, la cocina no estaba tan vacía como esperaba.

—¡Buenos días! —Su madre estaba sentada a la mesa, con una taza de café.

Mia suspiró. Era la última persona con la que le apetecía hablar.

—Buenos días —contestó escuetamente, y alcanzó una caja de analgésicos del armario.

—¿Quieres un café?

El deseo imperioso de tomarse un café cargado superó el miedo al sermón maternal. Así pues, asintió tímidamente, se tragó la pastilla con un vaso de agua y se sentó al lado de Anne en el banco rinconero.

—¡Ponte algo, hace frío!

—Antes quiero ducharme.

Anne le acercó la taza de café.

—¡Toma! Pero ten cuidado, quema.

—Gracias. —Bebió un sorbito y se dispuso a recibir la bronca, que sin duda iba a estallar en cualquier momento. Pero su madre siguió callada. Finalmente, Mia no pudo soportarlo más—. ¡Empieza ya!

—¿A qué?

—¿No vas a regañarme?

—¿Por qué?

—Esta noche no he dormido en mi cama.

—Ya lo sé, dormimos en la misma habitación.

—¿Quieres saber dónde estaba?

—También lo sé. Imposible no oírte anoche.

—¿De verdad? —Mia se tapó la cara con las manos—. ¡Iba muy borracha!

Anne sonrió y Mia tomó nota con alivio.

—Cierto. Pero eres mayor de edad. En teoría, no tienes que pedirme permiso para pasar la noche en la cama de un desconocido.

—No era un desconocido, era Jo. —Mia se alegró de tener la cara tapada con las manos, porque se puso colorada como un tomate al pronunciar ese nombre.

La sonrisa desapareció de la cara de Anne.

—Espero que sepas lo que haces.

—En estos momentos no estoy muy segura —murmuró Mia con voz soñadora—. Pero…

—Pero estás locamente enamorada. —Anne completó la frase y le acarició el pelo cariñosamente.

—Sí —admitió Mia en voz baja—. Más que nunca en la vida.

Anne asintió, comprensiva, y prefirió no opinar. No quería estropearle la mañana.

Madre e hija estuvieron un rato calladas, tomando café tranquilamente. Luego, Mia se levantó.

—Voy a ver si Jo se ha despertado —dijo—. ¿Queda café? Le llevaré uno.

Mia se fue al cuarto de Jo con dos tazas llenas. Anne la siguió con la mirada, pensativa. Merecía disfrutar de la felicidad del primer amor. Pero ¿Jo era de fiar? ¿Y cuánto duraría la relación? Mia iría pronto a la universidad y Jo parecía vivir al día, sin hacer planes. ¿Cambiaría de vida por amor a Mia?

Sacudió la cabeza para apartar esos pensamientos. Volvía a las andadas, ¡se preocupaba demasiado!

En ese momento sonó el móvil.

¡Caray! ¿Stefan había tomado la iniciativa de llamarla?

—¡Hola, Stefan!

—Hola, Anne. ¿Qué tal estáis Mia y tú?

—Bien. —Optó a propósito por una respuesta breve: no pensaba discutir por teléfono sobre la relación entre Mia y Jo—. ¿Y qué tal vosotros?

—Genial, de maravilla.

—¿De verdad?

—Sí, figúrate: ¡he encontrado la solución a todos nuestros problemas!

—¿Y cuál es? —Anne puso cara de desconfianza. Esperaba que no hubiera contratado una au-pair.

Pero todavía era peor.

—Va a venir mi madre y se quedará hasta que volváis.

—¡Tú madre! —exclamó. Se llevaba bien con su suegra, sobre todo porque Dagmar vivía en la costa del Mar del Norte, a casi cuatrocientos kilómetros de Dortmund—. ¿Tu madre? —repitió airada—. ¿Cómo puedes hacerme esto?

—¿Por qué no? Así nos libramos de todos los problemas de una vez: yo puedo ir a trabajar, los niños tienen a alguien que los cuide y tú puedes quedarte en Pfronten el tiempo que quieras.

—Estupendo —celebró Anne sin un ápice de entusiasmo, y pensó si no le convendría también a ella tomarse una pastilla para el dolor de cabeza.

—¿A que sí? —Stefan no captó la ironía—. Llegará esta tarde.

—¡Estarás contento!

—Ahora voy a limpiar un poco. ¿Qué sábanas le pongo?

—Las de las florecitas azules son para los invitados —contestó Anne mecánicamente.

—¿Hay jabón para los invitados?

—En el armario del cuarto de baño.

—¿Y dónde está el café descafeinado?

—En la despensa.

—Perfecto. Si se me ocurre algo más, te llamo. Ahora tengo que pasar la aspiradora por su habitación.

¿La aspiradora? No había visto nunca a Stefan con la aspiradora en las manos. Tampoco recordaba haberlo visto interesado por el jabón, las sábanas de florecitas o el café descafeinado. Por lo visto, por su madre hacía cosas que nunca haría por ella. Le dio rabia, mucha rabia, y, a la vez, tuvo la extraña sensación de estar a punto de troncharse de risa.

Colgó y se quedó un momento mirando la taza de café vacía, intentando aclarar las ideas. No lo consiguió. No obstante, al final el buen humor se impuso a la ira. Así que echó la cabeza hacia atrás y empezó a reír hasta que se le saltaron las lágrimas.

Entretanto, Mia entró en el cuarto de Jo. Dejó las tazas con delicadeza en la mesita de noche y se sentó en el borde de la cama. Él aún dormía. Contempló su cara con ternura y se preguntó si se arriesgaba a despertarlo con un beso.

Pero ¿y si no era lo que él deseaba? Esa noche habían intimado mucho, pero el mundo parecía otra cosa por la mañana. Y, sobre todo, ella ya no estaba borracha y no se atrevía a hacer ciertas cosas. Suspiró y agarró la taza de café.

Entonces, él decidió por ella. De pronto, Mia notó que los dedos de Jo le acariciaban cariñosamente las manos.

—Buenos días —susurró.

—Hola —contestó con timidez, y le alcanzó el café.

Se deslizó entre las sábanas con su taza en la mano y apoyó la espalda en la pared. Jo se incorporó y se le acercó. Estuvieron callados un momento.

—¿Has dormido bien?

—¿Está bueno el café?

Hablaron los dos a la vez y se rieron, un poco cortados.

—Tú primero —dijo Jo.

—He dormido bien.

—Y el café está bueno, gracias por preguntar.

—Lo ha hecho mi madre.

—¡Ah! O sea que ya la has visto.

—Sí.

—¿Y?, ¿te ha arrancado la cabeza?

—¿Por qué iba a hacerlo? No pasó nada.

—Mmm…

—¿O sí? —Mia lo miró con cara de susto.

—No, no pasó nada —la tranquilizó Jo—. Estabas muy borracha y yo…

—¿Sí?

—Yo soy muy buena persona y no me aprovecho de esas cosas. Aunque me costó lo mío.

—¿De verdad?

—¿Tú qué crees? Desde el striptease en el establo no pienso en otra cosa —dijo con una sonrisa burlona.

Mia le dio un codazo cariñoso en el costado.

—Además, soy un anticuado. Las cosas se hacen por orden.

—No irás a pedirme que me case contigo, ¿verdad?

—No —dijo Jo, y dejó la taza—. Pero antes… —señaló la cama con un gesto tímido— tenemos que besarnos al menos una vez.

—Eh… vale… —A Mia le dio un vuelco el corazón.

—A la de tres —susurró Jo, y se acercó lentamente a ella—. Una…

Le quitó la taza de las manos y la dejó al lado de la cama.

—Dos…

Al notar su aliento cálido en la oreja, a Mia se le puso la piel de gallina.

—Y tres…

A continuación, Mia notó los labios de Jo en su boca. Primero con suavidad y ternura, pero después con ansia y pasión. Oyó que alguien se reía en la cocina, pero le dio igual: cuando Jo la atrajo hacia él y le acarició el pelo, fue como si el mundo desapareciese a su alrededor y ya solo existiera aquel beso.

—¿Anne?

Lisa-Marie y Lou entraron juntas en la cocina.

—¿Por qué te has levantado tan pronto?

—¿Y qué es lo que te hace tanta gracia?

Anne se secó las lágrimas, que se le saltaban de tanto reírse.

—Mi marido ha encontrado la solución a todos sus problemas.

—¿Y cuál es? —preguntó Lou.

—¡Daggi!

—¿Tu suegra?

—Sí. Llega hoy para hacerse cargo de la casa.

—Pues no le veo la gracia.

—Pues es evidente: Daggi cocina, Daggi limpia, Daggi les hace la comida a los chicos y Daggi lo espera por la noche. —Anne hablaba tan alterada que incluso soltó un gallo—. La mujer perfecta.

Lisa-Marie y Lou se miraron alarmadas y se sentaron con Anne a la mesa.

—Dagmar no se quedará para siempre —dijo Lou, en un intento por consolarla.

—No es eso. —Anne hizo un gesto de resignación—. Al contrario: me alegro por ella. Sí, incluso la envidio un poco.

—¿Los echas de menos? ¿Quieres volver a casa? —preguntó Lisa-Marie con cautela.

—¡No! —contestó Anne enérgicamente, y luego se explicó—: Envidio a Daggi porque es independiente y libre. Jugará unos días a hacer de madre y abuela cariñosa y luego se irá. Y lo hará a tiempo, antes de comprobar que esa vida, a la larga, no puede llenar a nadie.

—¿Eso es lo que te pasa a ti? —preguntó Lou, sorprendida.

—Sí, un poco —reconoció Anne a regañadientes—. Quiero a mi familia y me gusta cuidar de ella —añadió, levantando la cabeza con cierto despecho—. Pero quiero ser algo más que ama de casa y madre. Tengo derecho a algo más. Al fin y al cabo, también soy su mujer.

—Pues claro que sí.

—¡Eso díselo a Stefan!

—Seguro que ya lo sabe.

Anne se rio con sarcasmo y negó con un gesto de la mano.

—Stefan está demasiado ocupado desde que es médico jefe —señaló Lisa-Marie.

—Sí, claro, es un cirujano fantástico, salva vidas, es el hombre de los casos perdidos…

—Un verdadero dios con bata blanca —añadió Lou con ironía.

Anne asintió.

—Por eso me cuesta tanto leerle la cartilla. ¿Qué puedo decirle?, ¿algo así como «o los trasplantes de corazón o yo»?

—No siempre está en el quirófano, también tiene días libres.

—Pero entonces necesita descanso, no una mujer que lo incordie.

—Eso, encima defiéndelo —dijo Lou—. No te entiendo.

—Ya ves, estoy hecha un lío.

—¿Quieres que hable con él?

—Ni se te ocurra —murmuró Anne. Stefan y Lou nunca se habían llevado demasiado bien—. Ya hablaré yo con él.

—¿Cuándo?

—Ya veremos. Cuando se presente la ocasión. —Anne fulminó a su hermana con la mirada. Empezaba a lamentar haber sacado el tema. Prefería resolverlo ella sola, a su ritmo—. Me las arreglaré —les aseguró.

—Sí, claro —asintió Lou—. Tú siempre lo arreglas todo sola.

—¿Te molesta?

—No, me molesta la cara que tenías cuando hemos entrado en la cocina.

—Me han sorprendido las novedades, eso es todo —se defendió Anne, y sonrió con forzado optimismo—. Pero ahora ya estoy mucho mejor.

—¿De verdad? —Lisa-Marie miró a su prima con escepticismo. Anne parecía cualquier cosa menos relajada.

—Por supuesto.

—Lo que tú digas. —Lou frunció el ceño, descontenta. Era evidente que el pequeño momento de debilidad de Anne había pasado. No tenía sentido intentar sacarla ahora de su mutismo: no contestaría a las preguntas y haría caso omiso de los consejos que, con buena intención, pudieran darle. Pero si actuaba con habilidad, podría volver a plantear la cuestión en los próximos días.

—Cambiemos de tema. —Anne desenroscó la tapa del termo—. ¿Quién hace más café?

—Yo. —Lisa-Marie se levantó.

—¿Te has bebido una cafetera entera tú sola? —preguntó Lou, sorprendida—. No me extraña que estés tan nerviosa.

—Mia y Jo también se han tomado una taza.

—¿Están fuera? —Lisa-Marie miró con curiosidad por la ventana—. Os habéis levantado muy temprano todos.

—No, están en casa, supongo.

—¿Los dos? —preguntó.

Anne se encogió de hombros sin decir nada. No era cosa suya hacer pública la relación. Ya lo haría su hija más tarde. Seguramente vendría pronto a desayunar, porque Jo debía de estar ya en el establo.

Media hora más tarde, Mia apareció en la cocina recién duchada.

—¡Buenos días! —Se sentó al lado de Lou y, hambrienta, se llevó a la boca un trozo de bizcocho de chocolate casero.

—¿Se te ha pasado el dolor de cabeza? —preguntó Anne.

Mia asintió.

—¿Qué tal anoche? —preguntó Lisa-Marie.

—Bien.

—¿Trajiste a Jo a casa?

—Eh… Sí, en cierto modo.

—Entonces habéis hecho las paces, ¿no?

—Es una manera de decirlo —murmuró Anne, reprimiendo la risa.

Lou miró pensativa a su sobrina.

—¿Te noto cambiada?

—Imposible.

—¡Ya lo tengo! Te brillan los ojos. Y aquí… —señaló un punto en el cuello—, aquí tienes… ¿un chupetón?

Mia se subió el cuello de la rebeca al instante.

—¡No seas tan cotilla!

—O sea que es un chupetón —dijo Lou con guasa—. A ver si lo adivino… ¿Jo?

Mia se puso más roja que un tomate.

—¡Mia se ha enrollado con Jo!

—¡Qué pena! Lo reservábamos para nosotras.

—¡Sois de lo que no hay! —Mia se levantó bruscamente—. Con vosotras no se puede hablar en serio.

—Pues vete con Jo —propuso Lisa-Marie—. Seguro que él sabe hablar bien…

—… y besa todavía mejor —concluyó la frase Lou.

—Por cierto, se te sigue viendo el chupetón —señaló Anne.

Cuando las tres se echaron a reír, Mia se sirvió otro trozo de bizcocho sin decir palabra y se dirigió a la puerta.

—¿Qué haces?

—Me voy a desayunar a la sala de estar, aunque esté el gato; al menos él no hace chistes malos.

—¿Puedo abrir los ojos ya? —preguntó Jo cuando, a última hora de la tarde, Mia le hizo subir las escaleras de la casita de retiro.

—Enseguida. —Abrió la puerta de la entrada y lo llevó por el pasillo hasta una salita—. ¡Ya puedes!

Jo abrió los ojos y miró con interés. Hasta entonces no le había prestado demasiada atención a la vieja casita. Una tontería, por lo que pudo comprobar, ya que parecía muy cómoda y acogedora.

Lo primero que le llamó la atención fue el fuego que crepitaba en la pequeña chimenea, instalada en un rincón. En una de las paredes había una estantería llena de libros que llegaba hasta el techo. Delante de la estantería, en el suelo, había libros de fotografía abiertos, y los alféizares de las dos ventanas también hacían las veces de anaqueles. Al pie de las ventanas había un sofá viejo con cojines estampados. En la mesita de al lado, una lámpara de lectura emitía una luz cálida.

Mia acercó a la lámpara un sillón tapizado que estaba en el centro de la sala.

—¿Qué te parece? —preguntó.

—Muy bonito.

—Es la única habitación amueblada de la casa.

—Pues es una lástima. La casa tiene muchas posibilidades.

—Sí, pero no hay calefacción ni agua caliente. El tío Horst tenía sitio de sobra en la casa principal y por eso no reformó esta. No venía mucho, solo cuando necesitaba un «cambio de perspectiva», como decía él.

Jo miró por la ventana.

—Es verdad, la granja se ve muy diferente desde aquí.

—Nos solía traer para leernos libros. Me acuerdo muy bien. Los niños nos sentábamos en el sofá y él se ponía cómodo en la butaca, encendía su pipa y nos leía fragmentos de un montón de historias.

—¿Infantiles?

—No solo infantiles. Decía que no pasaba nada por exigir a los niños lecturas más complicadas. A los catorce años, yo me había leído ya el Fausto de Goethe.

Jo lanzó un silbido de admiración.

—¡Vaya!

—Era un hombre fantástico. —Mia sonrió con tristeza—. Para mí era más un abuelo que un tío.

Jo le dio la mano.

—Lo querías mucho, ¿verdad?

—Sí, mucho.

—¿Y por qué me has traído aquí?

—Quería enseñarte esta sala. Y también quería estar a solas contigo.

—Para eso también podríamos haber ido a mi cuarto.

—¿Con mi familia espiando al otro lado de la puerta? —Mia hizo un gesto de contrariedad con la cabeza—. Esta mañana, las tres me han puesto de los nervios con sus comentarios tontos.

—Pobrecita. —Jo le rodeó los hombros—. Pero tienes razón, esto es perfecto. Bonito y solitario —murmuró, y le dio un beso.

—¡Espera! —Mia se libró del abrazo—. Antes quiero leerte una cosa. —Se sentó en el sillón y señaló el sofá—. Ponte cómodo.

—¿Sin ti?

—De momento, sí. ¿Preparado? —Mia alcanzó de la estantería un librito encuadernado en cuero verde.

—¿Eichendorff? —preguntó Jo, sorprendido.

—Eran los poemas preferidos de mi tío. Este, por ejemplo…

Mia empezó a leer con voz clara y suave.

Inmerso en mi dicha,

¡Mi alma jubilosa

canta dentro de mí!

No puedo ocultar

que soy muy feliz.

La gente murmura

y se vuelve a mirar.

Inmerso en mi dicha,

no sé qué dirán.

Jo la contempló con ternura. Mia estaba absorta en el mundo de sensaciones que transmitía el poeta y leía los versos casi con devoción. Tenía las mejillas sonrosadas, probablemente por el calor del fuego y quizá también porque él estaba cerca. Se le había soltado el pasador y el pelo le caía sobre la cara. Con un gesto de impaciencia, muy típico de ella, se lo apartaba detrás de la oreja y seguía leyendo, imperturbable.

—Es una maravilla —dijo, cuando Mia acabó de leer el poema y levantó la vista.

—¿Quieres que te lea otro?

—Sí, claro. —Se levantó, se acercó al sillón y se inclinó hacia ella. Le apartó suavemente el pelo y le dio un beso en la mejilla—. Pero en el sofá, conmigo.

—De acuerdo.

Mia le echó los brazos al cuello, y Jo la levantó y la llevó al sofá, donde los dos se hundieron en los blandos cojines.

—Creía que ibas a seguir leyendo —le recordó Mia, jadeando ligeramente.

—Después. Tenemos mucho tiempo.

Mia se arrimó a Jo, contenta y relajada. Cuando fue a mover un cojín para ponerse más cómoda, tocó un objeto duro. Lo palpó, primero con indiferencia, pero después con curiosidad.

Parecía… ¡una caja de cartón!

Jo, que no se había percatado del hallazgo de Mia, empezó a desabrocharle la blusa. Después de cada botón, la besaba suavemente en el cuello, y ella se distrajo un momento; suspiró feliz, cerró los ojos y se abandonó a los besos.

Sin embargo, al final pudo más la curiosidad.

—¡Perdona! —Apartó un poco a Jo y se incorporó.

—¿Qué te pasa?

—Aquí hay algo. —Mia echó la mano hacia atrás y de debajo del cojín sacó una caja de zapatos. Levantó la tapa y vio varias cartas—. ¡No me lo puedo creer!

—¿Qué es?

—Creo que son cartas de amor. —Examinó a toda prisa el interior de la caja y levantó la vista, triunfal—. ¡Sí, son más cartas!

—No lo entiendo. ¿Más cartas? ¿Hay otras?

—No puedo explicártelo. Antes tengo que hablarlo con mi madre y mis tías.

Jo asintió.

—¿Es parte del secreto familiar del que habló Lou el otro día?

—Sí.

—Otra vieja caja de zapatos —constató sonriendo—. Tú familia tendría que pensar en otro escondite para las cosas de valor.

Mia se echó a reír.

—Preferiría quedarme contigo, pero tengo que enseñárselo enseguida. ¿Podemos vernos más tarde?

—¡Qué remedio! —Jo la estrechó en sus brazos.

—Yo tampoco tengo ganas de dejarte solo —susurró Mia después de otro beso—. Pero esto es muy importante para mi familia.

—De acuerdo —dijo, y la soltó a regañadientes—. ¿Puedo quedarme a leer un rato?

—Pues claro, todo el tiempo que quieras. —Se levantó y lo miró con cara de pena—. Lástima, empezaba a gustarme.

—Y a mí más todavía. —Jo sonrió burlón y le tiró un beso con la mano.