—Llevamos dos días buscando en el sótano —dijo Lou, suspirando, el miércoles al atardecer—. Y lo único que hemos descubierto es que el gato tiene tres escondites donde guarda los ratones muertos.
Lisa-Marie levantó la vista de la novela policíaca que estaba leyendo y se estremeció.
—¡No me lo recuerdes!
Estaban sentadas cómodamente en el gran sofá de la sala de estar. Lisa-Marie se había tumbado en un extremo y Lou ocupaba el opuesto, con las piernas encogidas y bebiendo té a sorbitos. Compartían pacíficamente una manta de lana verde y un paquete de galletas de mantequilla.
—¿Anne todavía está hablando con Stefan? —preguntó Lisa-Marie.
Lou asintió.
—La verdad es que tenemos que agradecérselo a Mia. Desde que se fue de Dortmund, Anne y Stefan hablan varias veces al día.
—¿Sabes cómo están los chicos?
—Sí, Christoph fue a verlos ayer. Jan y Tom se las apañan muy bien. Pero Stefan se ahoga en el caos.
—Espero que no la convenza para que vuelva a casa.
—Lo ha intentado, pero Anne le ha dicho que no.
—¿No? —preguntó Lisa-Marie con asombro, y se incorporó—. ¿Por qué no?
—Creo que quiere darle una lección —conjeturó Lou—. Con su ausencia, lo obliga a cuidar por fin de la familia.
—Querrás decir del «resto» de la familia —la corrigió Lisa-Marie—. La única a la que tendría que cuidar está aquí…
—… revolviendo desesperada toda la casa en busca de cartas de amor —concluyó Lou, sonriendo—. Y seguro que no se quedará tranquila hasta que las encuentre.
—Pues Stefan tendrá que esperar —dijo Lisa-Marie—. ¡Le está bien empleado!
—¿Mamá? —Mia asomó la cabeza por la puerta y echó un vistazo a la sala.
—Está arriba, hablando con tu padre.
—¡Mejor! —Mia entró y se detuvo frente al sofá.
Solícita, Lisa-Marie se apartó un poco para dejarle sitio.
—¿Quieres sentarte un rato con nosotras?
—No, la verdad es que venía a preguntarte si me prestas el coche.
—Sí, claro.
—¡Espera, no corras tanto! —exclamó Lou—. ¿Adónde vas?
Mia puso cara de fastidio.
—A Füssen, a un concierto.
—¿Al mismo que Jo? —preguntó Lisa-Marie.
—Puede.
—Qué lástima que ya se haya ido. Podías haberlo llevado en coche y no habría tenido que ir en autobús.
—¡Pobrecito! —Por la cara que puso, no le daba mucha pena.
—Creía que habíais discutido.
—No hemos discutido —dijo Mia.
—Pero no os habláis desde el lunes por la mañana, eso está más que claro.
—Si no hablas, no discutes.
—¡Curiosa lógica!
—Has pasado dos días enteros sin levantar la cabeza del libro de matemáticas —afirmó Lou.
—Mamá me dijo que tenía que estudiar.
—Sí, ya, seguro que es por eso. —Lou esbozó una sonrisa muy elocuente.
—Y ya he terminado —insistió Mia—. Ahora quiero divertirme un poco, para variar.
—Pues no parece que te haga mucha ilusión.
—Ya veremos —contestó Mia sin entrar en más detalles, y volvió la cabeza hacia la puerta—. ¿Le decís a mamá que hoy llegaré tarde?
—Las llaves del coche están colgadas en el pasillo.
—¡Conduce con cuidado!
Cuando Mia cerró la puerta, las dos mujeres se miraron con extrañeza.
—¿Tú entiendes por qué tiene tanta necesidad de ir al concierto?
Lou asintió.
—Creo que está enamorada de Jo y va detrás de él como un perrito.
—¿Les funcionará? —preguntó Lou, pensativa.
—¿Quién sabe? —Lou alcanzó una galleta—. El amor es una lotería. Unos aciertan y a otros no les toca nada.
Lisa-Marie miró con desconfianza a su prima. ¿Se estaba riendo de ella? Sin embargo, no le dio la impresión de que Lou lo hubiera dicho en tono de mofa. Mordisqueaba la galleta y miraba al vacío, pensativa. Se quedaron un rato en silencio, solo se oía el tictac del gran reloj de pie.
—Supongo que Christoph es un acierto —dijo finalmente Lisa-Marie.
Lou suspiró con añoranza.
—Aún no sé por qué he tenido tanta suerte. Quiero decir que yo vivía casi únicamente para el trabajo, nunca me había propuesto tener pareja.
—No la buscaste, pero la encontraste —constató Lisa-Marie con un poco de envidia.
—Bueno, sí que busqué, y esperaba encontrarla. Como te he dicho, el amor es como la lotería: si no compras un décimo, no puede tocarte el gordo.
—No está de más jugar, ¿verdad?
—No, pero sin pasarse, los que juegan en exceso no deberían extrañarse si, ofuscados entre tantos boletos, acaban perdiendo el que estaba premiado.
—¿Puedes traducírmelo a un lenguaje normal?
—Con mucho gusto. —Lou sonrió ampliamente—. Dicho de manera sencilla: menos amistades en Internet y más vida auténtica.
—Gracias por el consejo.
—De nada.
—No conocía tu faceta filosófica.
—Bah, no me hagas caso. Estoy muy rara desde hace unos días.
—A mí me gusta la nueva Lou.
—Pues a mí me da miedo.
Sonriendo, Lisa-Marie volvió a abrir el libro y se puso a leer. Presintió que la conversación había llegado a un punto en el que era mejor callar y disfrutar de la armonía que se había creado.
Lou agradeció la discreción de Lisa-Marie. Se acurrucó en el sofá y se tapó hasta la barbilla con la manta. Casi automáticamente se puso las manos en la barriga, como solía hacer tantas veces en los últimos días.
La idea de un posible embarazo ya no la asustaba, aunque le seguía generando sentimientos contradictorios.
Por un lado, se iba haciendo a la idea de que quizá había una nueva vida en sus entrañas. Un ser que sería solo suyo y de Christoph. Pero, por otro lado, seguía sin saber cómo podía ser compatible un hijo con su estilo de vida independiente.
Y sobre todo: ¿qué diría Christoph? Le daba un miedo atroz su reacción. ¿Y si al final resultaba que no le había tocado el gordo, sino la pedrea?
Mia llegó con veinte minutos de retraso al local en el que se celebraba el concierto. Se perdió por Füssen buscando sitio para el coche y al final lo dejó en el aparcamiento de un supermercado. Un dependiente con delantal verde la miró con mucha curiosidad mientras cerraba la puerta del Escarabajo.
—¿Necesitas más leña? —preguntó.
—No. —Mia se marchó a toda prisa.
—¡No se puede aparcar aquí si no se compra nada! —gritó el hombre.
Mia se detuvo, respiró hondo y se tragó la respuesta impertinente que tenía en la punta de la lengua. El hombre solo cumplía con su deber y no tenía la culpa de que Jo fuera un idiota y la hiciera enfadar.
Intentó sonreír, dio media vuelta y entró en el supermercado detrás del dependiente. Resuelta, se dirigió a los frigoríficos y se llevó un benjamín de champán. En la caja le pedirían la documentación, pero iba preparada.
—¿Puedo dejarlo más rato ahora? —le preguntó al hombre con el delantal verde, que empujaba un carrito hacia la salida.
—Por mí, sí —contestó, y miró la hora—. Ya son casi las ocho, cerraremos enseguida.
—¡Gracias!
—Además, el Escarabajo rojo casi es un cliente fijo —dijo, con una sonrisa burlona—. Aunque siempre cambia de conductor.
—Gracias —repitió Mia, y salió a toda prisa de la tienda.
De camino al concierto, se bebió el champán, calculando que pasadas unas horas volvería a estar en condiciones de conducir. ¡No permitiría que Jo tuviera que llevarla a casa! ¡Se iba a enterar de lo que vale un peine! Pensaba pasárselo en grande y demostrarle que era capaz de disfrutar de la vida.
Jo había ignorado su silencio ofendido. Desde hacía dos días, pasaba todo el tiempo fuera y solo entraba en casa a la hora de las comidas. Por la noche se retiraba pronto a su habitación, teóricamente a leer.
—¡Ja! —exclamó Mia mientras tiraba la botella vacía a un cubo de la basura.
¿Y qué narices leía? Un libro erudito seguro que no, porque la literatura seria no suele hacer reír. Y, por lo visto, la diversión era importantísima para él… No, probablemente se tumbaba a hojear tebeos tontos.
Varias veces tuvo la tentación de entrar en su cuarto a cantarle las cuarenta. Pero no se atrevió porque su madre y sus tías se pasaban el día buscando papeles por toda la casa y nunca se sabía cuándo ni dónde aparecerían.
Al final, había dejado de pensar en Jo y se había concentrado en el libro de matemáticas. Gracias a él y a su conducta inadmisible, al menos estaba preparadísima para el examen.
Llegó al local del concierto. En la entrada había unos cuantos hombres fumando, que la miraron con curiosidad. Ella se pasó la mano por el pelo, esa noche lo llevaba suelto. Se había puesto unos vaqueros ceñidos, botas y una cazadora de cuero negra. Resumiendo: estaba despampanante, y lo sabía.
Por eso la recibieron con comentarios alegres.
—Eh, tú eres nueva —dijo uno de los fumadores, un flacucho con la cara llena de espinillas.
—¡Guapa! —dijo su amigo, un gordito de baja estatura y con el pelo negro.
Mia iba a pasar de largo sin decirles nada, pero cambió de opinión. No estaría de más hacer amigos. Y seguro que impresionaría más a Jo si entraba acompañada.
—Hola —dijo, y se echó hacia atrás la melena rizada—. ¿Ha empezado el concierto?
El gordo y el de las espinillas la miraron perplejos. No se creían que tuvieran tanta suerte, porque no contaban con que Mia se parase a hablar con ellos.
—Eh, que si ya han empezado —volvió a preguntar.
El gordo fue el primero en reaccionar.
—No —dijo, y tragó saliva—. Tienen problemas con la acústica.
—Genial, entonces no me he perdido nada. ¡Ah, me llamo Mia!
—Yo, Florian —se presentó el gordo, y, señalando al de las espinillas, dijo—: Este es Phillip.
—Encantada.
Mia mostró una sonrisa cordial a sus nuevos conocidos, esperando que no les pareciese muy seductora. Al fin y al cabo, estaba allí para impresionar a Jo, no para ligar con un tío de la zona.
Sin embargo, al cabo de unos minutos constató con alivio que los dos chicos eran inofensivos y muy majos. Phillip y Florian entraron en el local escoltándola con orgullo y la acompañaron a una mesa en la que había unos amigos. Desde allí se veía bien el escenario. Después, compitieron por invitarla a una copa. Mia leyó la carta de cócteles y, lamentándolo mucho, se decidió por un refresco de cola: tenía que conducir.
El grupo subió al escenario con tres cuartos de hora de retraso.
—¡Son chicas! —exclamó Mia, sorprendida.
—La de atrás, la de la guitarra, es Anna, mi hermana —dijo Florian, orgulloso.
—No os parecéis —contestó Mia, mirando con curiosidad a la chica morena y guapa, que en ese momento se colgó la guitarra y se inclinó hacia su acompañante para susurrarle algo al oído.
A Mia casi le dio un patatús. ¡Era Jo! Estaba tan tranquilo en el escenario, con barba de tres días como siempre, pero guapísimo. Se había recogido el pelo en una pequeña trenza, y la tal Anna seguía sin apartarle de la oreja los labios pintados de negro. ¿Le estaba contando su vida o qué? ¿Por qué duraba tanto la conversación?
—¿Es su novio? —le preguntó Mia a Florian, señalando a Jo.
—No. Lo conoció hace muy poco. Creo que en una tienda de música, cuando fue a comprar la guitarra nueva.
—¡Ajá! —Mia observó con desconfianza que Jo se reía y le tocaba ligeramente el hombro a Anna. Luego, poco antes de que apagaran las luces, se retiró al fondo del escenario y el grupo empezó a tocar.
Las chicas tocaban bien, eso había que reconocerlo. Y Anna tenía una voz tan fantástica que Mia se olvidó de dónde estaba y a qué había ido. Durante noventa minutos, el grupo tocó una mezcla de temas de rock y baladas suaves. Después, las luces se encendieron. Las chicas se acercaron al borde del escenario y se inclinaron ante el público, que las aplaudía a rabiar. Mia se irritó al ver que Anna volvía la cabeza hacia Jo y le hacía un gesto para que se acercara. Jo se rio, avanzó por el escenario y miró al público. Mia se escondió rápidamente detrás de Florian para que no la viera.
—Hoy, en vez de un bis, tenemos algo muy especial para vosotros —gritó Anna al micrófono—. ¡Mi amigo Jo!
Las componentes del grupo se apartaron para hacerle sitio. Mia se quedó de una pieza. ¿Amigo? ¡Conque amigo, eh! Miró por encima del hombro de Florian con cautela y vio que Jo agarraba la guitarra de Anna, se sentaba en un taburete y se ponía a tocar.
¡Y cómo tocaba!
A Mia no le interesaba demasiado la música. Una canción podía gustarle más o menos, pero nunca se paraba a pensar si los músicos dominaban o no sus instrumentos.
Sin embargo, al oír tocar a Jo, supo enseguida que era lo más hermoso que jamás había oído. Las notas, tenues y suaves, se le metían en la piel, y la melodía era única. Jo parecía absorto en la interpretación, movía hábilmente los dedos por las cuerdas de la guitarra y mantenía los ojos cerrados.
Al acabar la canción, el público aplaudió de nuevo a rabiar. Mia se levantó sin pensarlo y se abrió paso entre el gentío. Se detuvo delante del escenario.
Jo la vio justo en el momento en que le devolvía la guitarra a Anna. Si su presencia lo sorprendió, no dejó que se le notara. Le susurró algo al oído a la guitarrista y bajó del escenario de un salto.
—Al final has venido —la saludó.
—Sí.
—Y veo que ya vuelves a hablarme.
—Sí.
—¿No sabes decir nada más? ¿Y por qué has venido?
—Bueno…
En esos momentos, ni Mia lo sabía. Al principio quería demostrarle que no era una «apalancada» y que ella también sabía divertirse. Pero, después de ver su increíble actuación, y teniéndolo tan cerca, tuvo que reconocer que no era verdad del todo. Simplemente, lo había seguido… como una adolescente tonta y enamorada…
—Ya vale. —Jo volvió a subir al escenario—. Si se te ocurre alguna otra palabra, ya sabes dónde encontrarme.
—¿Con Anna? —se le escapó a Mia.
—Sí.
—Yo estoy con dos chicos, Florian y Phillip.
—Muy bien. ¡Que te diviertas!
—Igualmente. —Mia lo miró furiosa mientras se iba—. Y no esperes que luego te lleve en coche a casa —añadió en voz baja.
Dos horas después estaba tan borracha que era impensable que pudiera conducir el coche. Y no paraba de decirse que la culpa era de Jo.
Estaba frustrada y aceptó que Florian y Phillip la invitaran a unos cuantos cócteles. Los dos conocían a mucha gente en el local y pronto se formaron corros y charlaron animadamente. Mia empezó a tontear con todos los chicos de la mesa, procurando que Jo la viera. Pero Jo hacía como si no le importase… ¿O quizá no le importaba de verdad? Estaba con Anna y su grupo y parecía pasárselo en grande.
Después del quinto cóctel, a Mia empezó a traerle sin cuidado. Disfrutaba de la atención de los chicos y se dejaba invitar gustosamente a más copas.
—¡Me toca a mí! —exclamó Florian—: ¿Qué quieres tomar?
—Noo ssé —dijo Mia con voz pastosa—. Tee accoompaño.
Se levantó y siguió a Florian tambaleándose. En medio del jaleo que había en la barra, un hombre barbudo vestido de cuero la agarró de repente.
—¿Qué tenemos aquí? —gritó—. ¡Carne fresca!
—¡Ay! —exclamó Mia, y trató de librarse de aquel tío.
—¡Suéltala! —protestó Florian.
—¡Cierra el pico, bola de sebo!
—Ya lo has oído. —La voz amenazadora de Jo resonó justo detrás de ella—. ¡Suéltala!
El hombre vestido de cuero sonrió con chulería y miró a Jo y a Florian. Parecía calcular sus posibilidades en una pelea con los dos.
—Vale, vale —murmuró finalmente. Soltó a Mia y se largó.
—¡Gracias, tío! —Florian parecía muy aliviado.
—Sí, graaciaas, tío —repitió Mia, que se esforzaba por mantenerse erguida—. Y aahoora neecessito beeber aalgo.
Jo frunció el ceño.
—¿No crees que ya has bebido bastante?
—Noo.
—Pues yo creo que sí.
—¡Y aati quéé tee impoortaa! —Mia se colgó del brazo de Florian—. Esstee ees Floo.
—Soy el hermano de Anna —dijo Flo, de nuevo con orgullo—. Y tu actuación me ha parecido genial.
—¿Cómo piensas volver a casa? —preguntó Jo, sin contestar al comentario de Flo.
Mia rebuscó en los bolsillos y sacó las llaves del coche. Antes de que pudiera reaccionar, Jo se las quitó de la mano.
—Tú hoy no conduces más. ¡Conduzco yo! —Luego se dirigió a Florian—: Vete a pedir un café, por favor.
—¡Eh! —protestó Mia.
—¿Os conocéis? —preguntó Florian—. Te comportas como si fueras su hermano o su padre.
—Vivimos juntos.
—Noo eess verdad… Él vivee aarriibaa y yoo aabaajoo —puntualizó Mia—. Y noo pueedee ssuubiir.
—¡Mia!
—¿Sí?
—Tómate un café, vuelvo enseguida. —Jo desapareció entre el gentío.
Florian se ocupó de llevar a Mia hasta la barra, y una vez allí la insistió para que se tomara un café y comiera una chocolatina.
—Noo ees mi novio —le aseguró Mia mientras masticaba.
—No pasa nada. —Florian sonrió—. Tampoco me moriría si lo fuera.
En ese momento llegó Jo con Anna. A Mia se le ensombreció la cara. ¿Qué quería esa tipeja?
—Esta es Mia —la presentó Jo—. Normalmente es una chica muy inteligente, pero hoy se ha empeñado en demostrarnos lo contrario.
—¡Hola! —Anna le dedicó una sonrisa franca—. Yo soy Anna. Veo que ya conoces a mi hermano. Me alegro de que os entendáis tan bien.
—Noo creeaass que aahoora ssaaldreemoos loos cuaaatroo juuntoos pooorquee eees looo que haaaceeen muuchaaas paareeejaas —replicó Mia, malhumorada—. Poorque nii Joo ees tuuyo nii Flooo eees mío y…
—No te entiendo. —Anna miró a Mia y después a Jo.
—Seguro que no se entiende ni ella. —Jo esbozó una sonrisa de disculpa.
—Lo eeentieendoo tooodo. ¡Peero noo vaaa assiií! A laaa dee treees lee quiitaaas laaas maaanoos de… eeenciimaa a Jo —la amenazó Mia—. Unooo… hips…
—Será mejor que nos vayamos. ¡Venga, Mia!
—Doos…
Florian sonrió y miró a su hermana.
—Cuando está sobria es un encanto. Pero borracha es una pasada.
—A mí no me lo parece —replicó Anna, y apretó los labios pintados de negro, enfadada. Esa chica borracha que acababa de gritar «tres» le había estropeado los planes de la noche.
—Tranquila —murmuró Jo, después de evitar que Mia se abalanzara contra Anna. Le levantó la barbilla con cuidado y la miró a los ojos—. Nos vamos a casa, ¿entendido?
—Noo sooy toontaa. Peeroo coonduucees tú.
—Hecho.
—¿Me llamarás? —preguntó Anna a Jo.
—¡Sí, seguro!
—¡Yoo taambién! —le dijo Mia a Florian, y le tiró un beso.
Jo le pasó un brazo por los hombros y la llevó con delicadeza hasta la salida.
Fuera del bar reinaba la calma y hacía un frío agradable. Mia respiró con ansia el aire fresco. Mientras recorría la calle en silencio con Jo, se le despejó un poco la cabeza. No recordaba todos los detalles de la velada, pero, a pesar de la borrachera, sí algunas cosas.
Por ejemplo: Jo tocaba la guitarra de maravilla.
O bien: las chicas parecían caer rendidas a sus pies, pero había dejado plantada a Anna por ella.
Y también: ahora se preocupaba por llevarla sana y salva a casa.
Y lo más importante: ¡todavía la abrazaba!
—¿Vas bien? —le preguntó Jo, volviendo la cabeza hacia ella. Ella hizo lo mismo y sus caras casi se tocaron.
Mia se apartó, avergonzada, y contestó que sí. Seguro que el aliento le apestaba a alcohol. Además, tenía miedo de decir una tontería y que Jo le quitara el brazo del hombro.
Se calló y él dejó el brazo en su sitio hasta que llegaron al coche. Mia se dejó caer, aliviada, en el asiento del acompañante y se durmió enseguida.
—¿Mia? —Jo intentó despertarla con un par de zarandeos—. Ya hemos llegado.
—Déjame —gruñó Mia, y se encogió en el asiento.
—No puedes dormir en el coche.
En vez de una respuesta, Jo solo oyó un ronquido suave.
Suspiró, se inclinó hacia ella y la sacó con cuidado del coche. Cuando la levantó en brazos, Mia murmuró satisfecha:
—Mmm, ¡qué bien hueles!
Cerró la puerta del coche con el pie y, al llegar a la entrada, dejó a Mia en el suelo.
—Tenemos que entrar sin hacer ruido o despertaremos a todo el mundo —la advirtió.
—¡Dios mío, mi madre me mata si me ve así! —exclamó Mia, y se llevó las manos a la cara.
—¡Chist!
Jo abrió la puerta con mucho cuidado y tiró de Mia para que entrara. Al llegar a la escalera que subía al primer piso, se detuvo.
—¿Crees que encontrarás sola la cama?
—¿Quieres subir conmigo?
—¡Mia!
—Lo decía en broma. —Se sentó en el primer peldaño y se apoyó en la barandilla.
—¿Qué haces?
—Dormiré aquí. Subir es agotador.
—No puedes quedarte aquí. Al menos túmbate en la sala de estar.
—No quiero. Ahí duerme el gato. Seguro que ha vuelto a matar un ratón.
—De acuerdo —dijo Jo, y la levantó—. Te vienes conmigo.
—¿A tu cuarto? —preguntó Mia, elevando el tono de voz.
—¡Chist!
—Pero yo no quiero…
—Tranquila, ¡yo tampoco!
La llevó a su cuarto y señaló la cama.
—Caben dos personas. Puedes dormir vestida, pero quítate al menos los zapatos.
Obediente, Mia se sentó en la cama y se desabrochó las botas. Al cabo de unos minutos, cuando Jo volvió del cuarto de baño contiguo, Mia ya se había metido entre las sábanas y había cerrado los ojos. Había dejado la cazadora, los vaqueros y los calcetines bien doblados encima de una silla.
Jo se metió en la cama intentando mantenerse a cierta distancia de ella. Después, apagó la luz.
—Jo.
—Creía que dormías.
—Tengo que decirte una cosa.
—¿Qué?
—Tengo frío.
—¿Quieres los calcetines?
—¿No puedes acercarte un poco?
—No.
—Entonces me acerco yo.
De repente, Jo notó el cuerpo de Mia más cerca de lo que le parecía conveniente. Incluso le apartó el brazo para poder apoyar la cabeza en su hombro.
—Así está mejor —ronroneó Mia.
Jo tragó saliva.
—Jo.
—¿Sí?
—¿Cómo es que tocas tan bien la guitarra?
—La toco desde los seis años. Adoro la música.
—¡Genial! No me lo habría imaginado nunca.
—Gracias.
—Hoy me has sorprendido. —El aliento de Mia le acariciaba suavemente el hombro—. ¿Hay algo más que deba saber de ti?
—Eh…, no.
—O sea que solo eres un chico que hizo prácticas en un banco y que toca superbién la guitarra —resumió.
Jo titubeó un momento.
—Más o menos —dijo finalmente.
—De acuerdo. —Mia pareció darse por satisfecha con la respuesta.
—Buenas noches, Mia.
Se le arrimó un poco más aún. Hubo un silencio, hasta que Mia retomó la palabra.
—Jo.
—¿Y ahora qué pasa?
—Creo que estoy borracha.
—Yo también lo creo.
—Y por eso voy a decirte una cosa muy importante.
—¿No puedes esperar a mañana?
—No. —De repente, Mia le rodeó el pecho con el brazo—. Mañana estaré sobria y no me atreveré.
—¿Y qué es eso tan importante que solo puedes decir si estás borracha?
—Yo… yo… —balbuceó, como si intentara armarse de valor—. Bueno, yo… eh… me he enamorado un poquito de ti. ¿No es gracioso?
Mia soltó una risita, respiró hondo y se durmió.
—A mí no me lo parece —murmuró Jo, y hundió la cara en el pelo de Mia.
Yo también me he enamorado de ti, añadió mentalmente. Y no solo un poquito, sino hasta el fondo.
Y eso le desbarataba todos los planes.