—¿Puedes hacerme un favor? —le preguntó Lou a Christoph el domingo por la noche. Como siempre antes de irse a la cama, hablaba con él por teléfono.
—Claro. ¿De qué se trata?
—Pásate un día a ver a Stefan y los chicos. Stefan ha pedido unos días de vacaciones y ahora hace de amo de casa. Anne necesita urgentemente un informe neutral de la situación.
—Pues nadie mejor que yo para eso, por algo soy periodista. ¿Lo quiere por escrito?
—No, basta con que me lo cuentes a mí. Después ya filtraré yo la información relevante y se la daré a Anne.
Christoph se rio.
—En otras palabras: le contarás lo que quieras.
—Sí, no me gustaría alarmarla innecesariamente. Empieza a levantar cabeza y está espléndida.
—Mejor, le hacía falta.
—¿Sabes qué es lo más curioso?
—¿Qué?
—Se desentiende de las tareas de casa, y eso que es la única que está acostumbrada a cocinar para tanta gente.
—Vaya, espero que no seas tú la encargada. ¿O sí?
—¿Tienes miedo de que me estrese?
—No, más bien compasión por los demás.
—Ya sabes que cocino bien y hago unas tartas…
—… muy ricas y sofisticadas cuando se trata de cocinar para poca gente. Pero la comida casera nunca ha sido tu fuerte.
—Tranquilo. De momento, ni me acerco a los fogones.
—¿Todavía te encuentras mal?
Lou suspiró.
—Sí, por desgracia.
—¡Tienes que ir al médico!
Antes me haré el test del embarazo, pensó Lou. Pero no iba a decírselo a Christoph, no quería preocuparlo sin necesidad. Por eso se limitó a reír.
—Voy mejorando —mintió.
—Eso espero.
Seguro que Christoph tuvo la impresión de que le ocultaba algo, porque se produjo un silencio. ¿Esperaba que ella le dijera algo más?, ¿o eran imaginaciones suyas?
—Lisa-Marie se encarga de la cocina —siguió contando Lou, sin darle más vueltas, y se esforzó por hablar en un tono alegre y despreocupado—. Eso también es una novedad. La única que habitualmente solo tiene que cuidar de sí misma, ahora cocina para toda la familia. ¡Y disfruta!
—Parece que, poco a poco, habéis creado unos hábitos de convivencia, ¿no? Me temo que he perdido una botella de champán.
—¿Una botella de champán?
—Apostamos a que no aguantarías ni una semana.
—¡Ah, no me acordaba!
Y en estos momentos, el champán no me apetece nada, añadió para sí.
—¡Me decepcionas!
—Sí, ya sé que puede parecerte extraño en mí, pero, en cierto modo, tengo la sensación de que no se trata únicamente de resolver los trámites que acarrea una defunción o de una apuesta tonta —intentó explicarse Lou.
—¿De qué se trata?
—De unir a la familia.
—Mmm…
—Ya sé que suena ridículo, sobre todo si lo digo yo.
—Tu nueva faceta familiar me parece muy interesante.
—Gracias. —Lou sonrió—. De todos modos, te echo muchísimo de menos.
—Y yo a ti.
—Buenas noches, que descanses.
—Y tú también.
El lunes por la mañana, Lisa-Marie salió pronto de casa. De buen humor, y disfrutando de la vista de las montañas, se dirigió a la panadería del pueblo. El cielo estaba despejado, otra vez haría bueno. A esas horas, la calle estaba vacía, solo se cruzó con unos niños camino de la escuela y con un señor mayor que paseaba a un perro salchicha.
Los últimos días, Lisa-Marie se había acostumbrado a levantarse antes que sus primas: odiaba charlar y tener que dar explicaciones a primeras horas de la mañana. Si Lou se levantaba pronto, no hablaba mucho, pero no paraba de quejarse: que si el agua estaba fría, que si dónde estaba su toalla, que si alguien había usado su carísima loción corporal sin pedirle permiso… Lo cierto era que Lisa-Marie la había probado el primer día, pero le salió una pequeña erupción —por suerte fue en el muslo y Lou no lo vio— y decidió no volver a ponerse.
En cambio, Anne empezaba a darle a la lengua nada más abrir los ojos. Seguramente porque estaba acostumbrada a ver gente al levantarse. No necesitaba calentamiento, enseguida se la veía despierta y contenta.
Y ahora que también estaba Mia, en el cuarto de baño común había mucho jaleo. Por eso Lisa-Marie se ponía el despertador media hora antes, desayunaba sola en la cocina y se tomaba tranquilamente la primera taza de café del día. El resto del café lo vertía en un pequeño termo y se lo tomaba de camino a la panadería.
Como todas las mañanas, compró panecillos y unos cuantos brezel. Al salir de la panadería, los guardó en la mochila y emprendió el camino de vuelta a casa. Pero esta vez, como aún era muy temprano, decidió dar una vuelta por el parque. Al llegar detrás de la iglesia, torció a la derecha y recorrió un trecho de la calle principal. Pasó por delante de una floristería, una gasolinera y una carnicería.
Una dependienta acababa de colocar una pizarra con las ofertas del día: «Hoy, albóndigas», leyó Lisa-Marie. Entró sin pensarlo dos veces y compró diez albóndigas grandes. Para comer haría caldo, y lo serviría con unos brezel untados con mantequilla.
Continuó paseando y se fijó en un edificio de la acera de enfrente. Era una casa de labranza típica de Algovia, con revestimiento de madera, balcón y jardineras en las ventanas. La planta baja estaba reformada y acogía una tienda moderna. A ambos lados de la puerta había un escaparate grande que permitía ver el interior, un espacio amplio y luminoso.
El comercio estaba vacío. Picada por la curiosidad, Lisa-Marie cruzó la calle y pegó la nariz al cristal. Las paredes estaban forradas de estanterías de madera que llegaban hasta el techo, que también era de madera, como el suelo. Al fondo había una puerta ancha que daba a otra sala, perteneciente también a la tienda. Lisa-Marie rodeó una parte del edificio, hasta encontrarse con una valla que separaba el patio de la calle. Un rosal exuberante trepaba por la valla y por la pared de la casa, y encima de la verja de entrada vio un cartel de madera con adornos florales y letras verdes: «Ferretería Andreas Lampertinger».
—¿Busca algo? —preguntó una voz detrás de ella.
Lisa-Marie se volvió, sobresaltada. Una señora mayor se había parado con la bicicleta en la calle y la miraba con curiosidad.
—No —dijo Lisa-Marie.
—La tienda de los Lampertinger ya no existe. Cerraron a finales de año.
—¡Ah!
—Si necesita algo, tiene que ir a Füssen. El joven Lampertinger ha abierto allí una tienda más grande. Por lo visto, hay más clientela que aquí. —Se notaba que el cambio no le hacía mucha gracia.
Lisa-Marie negó repetidamente con la cabeza.
—Gracias, pero no necesito nada.
—¿Está interesada en el local? Es de los Lampertinger. Está en alquiler. En la puerta tiene que haber un cartel con el número de teléfono.
—No me interesa… —contestó Lisa-Marie, pero la mujer volvió a subirse a la bicicleta y se despidió sin esperar a que terminara de hablar.
—¡Adiós! —dijo, y se marchó pedaleando.
—No me interesa —repitió Lisa-Marie en voz baja, y se quedó mirando a la mujer. Después volvió la cabeza hacia el edificio y observó el local vacío, pensativa—. ¿O sí?
—¿Os habéis fijado en que no hay ninguna librería en Pfronten? —preguntó Lisa-Marie poco después, cuando estaban todos sentados a la mesa del desayuno.
—En la papelería hay una pequeña estantería con libros de bolsillo y en la gasolinera tienen unas cuantas novelas policíacas. —Anne abrió un panecillo y lo untó con una capa gruesa de mantequilla—. Pero tienes razón, no hay nada más.
—¿No creéis que es una lástima? Seguro que una librería funcionaría muy bien aquí.
—Sobre todo en vacaciones; esto se llena de turistas —dijo Mia—. Es cuando se tiene más tiempo para leer y rebuscar en las librerías, ¿no?
—Siempre traíamos una bolsa llena de libros para ti —dijo Anne, y sonrió al recordar las vacaciones familiares, cuando los niños eran pequeños.
—¿Historias de internados o Las gallinas locas? —preguntó Jo.
—Los chicos locos —contestó Mia—. Los otros eran para princesitas.
—Yo me leí toda la colección de Los tres detectives. Y luego, de mayor, la de Harry Potter, claro.
—¡Ah, sí!, ¡me encanta Harry Potter!
—Hasta yo he leído los libros de Harry Potter —intervino Lou. Tenía la cara pálida y se la notaba cansada, pero se esforzaba por estar de buen humor—. Y hace poco acabé la saga de Crepúsculo que me prestó Mia.
Jo miró a Mia sonriendo burlón.
—¿Has leído Crepúsculo?
Mia le lanzó una mirada asesina a su tía.
—Sí.
—Está loca por Jacob, el hombre lobo —dijo Lou, ignorando la mirada fulminante de Mia—. Un torso musculoso, pelo castaño largo y piel morena… —Le guiñó un ojo a Jo.
—Eh…, sí… —De repente, Jo parecía cortado.
—Lou, ¡basta ya! —Anne salió en ayuda del chico. No se le escapaba que Jo y Mia se entendían cada vez mejor y pasaban juntos los ratos libres.
—¿Alguien quiere más café? —preguntó Mia, y se levantó rápidamente, roja como un tomate—. ¿Lisa-Marie?
—¿Eh? —La aludida se sobresaltó.
—Que si quieres más café.
—Sí, gracias. —Lisa-Marie, con la mirada ausente, le acercó la taza.
—Yo también quiero un poco más. —Jo levantó la taza hacia Mia, pero evitó mirarla.
Se produjo un silencio, hasta que Lisa-Marie retomó la conversación anterior.
—¿Creéis que una librería tiene posibilidades en Pfronten?
—Pues sí que te preocupa el tema —señaló Lou, sorprendida—. ¿Quieres cambiar de lugar de trabajo?
—No estoy segura. Es posible.
Mia y Anne se miraron elocuentemente, pero no abrieron la boca. A Lou, que no sabía nada de los problemas de Lisa-Marie con el negocio, parecía gustarle la idea y empezó a hacer planes con alegría.
—Pues claro que tiene posibilidades, aunque solo sea por los turistas. Pero te hace falta mucho espacio, una ubicación adecuada y unas cuantas ideas nuevas.
—¿Por ejemplo?
—Una pequeña cafetería. —Lou mordió un brezel con precaución. No se fiaba de su estómago—. Los clientes podrían sentarse a tomar café mientras hojean un libro tranquilamente.
—En verano, en el patio, y en invierno, dentro. A lo mejor hasta hay una chimenea. —Lisa-Marie suspiró—. ¡Suena muy bien!
—¿Chimenea?, ¿patio? Da la impresión de que lo has estado pensado mucho —constató Lou, asombrada—. ¿No te gusta Dortmund?
—Pues claro que me gusta, es mi ciudad. Pero a veces no se trata de que te guste o no, sino de lo que tienes que hacer.
—Y tú tienes que enfrentarte a una dura competencia, ¿verdad? —dijo Anne para sacar el tema.
Lisa-Marie miró sorprendida a su prima.
—¿Cómo lo sabes?
—Se lo dije yo —contestó Mia—. Salió la semana pasada en el periódico.
—¿Ya empiezan a hacer publicidad?
—Sí, había una página entera con ofertas y promociones.
—¿Hola? —Lou frunció el ceño—. ¿Alguien me explica de qué estáis hablando?
—Van a abrir una librería justo al lado de la de Lisa-Marie —le dijo Mia a su tía—. Una sucursal de una gran cadena. No tiene nada que hacer con esa competencia.
—¡Vaya, pobrecita! —Lou le pasó el brazo por los hombros a su prima y Lisa-Marie puso cara de sorpresa—. ¿Por qué no nos has dicho nada?
—¿De qué habría servido?
—Te habríamos escuchado y te habríamos consolado.
—Sobre todo tú, ¿no?
—Por algo somos una familia.
—¿Y desde cuándo hace esas cosas nuestra familia?
—Sí, bueno… —Lou lo pensó—. Desde que murió el tío Horst.
—Pero eso es una novedad. Normalmente, nos reunimos una vez al mes y nos hinchamos de tartas por puro aburrimiento.
—De acuerdo, tienes razón. Hasta ahora pasábamos bastante de la familia —admitió Lou—. Pero nunca es tarde para recordar que somos una gran familia. Y ya sabes que la sangre tira.
—Y eso lo dices precisamente tú, que hizo falta que un volcán entrara en erupción para que te apuntaras —murmuró Anne en tono de incredulidad.
—¡Uf, no sé qué me pasa! —se defendió Lou—. Seguro que es por culpa de vuestra influencia.
O de las hormonas, pensó Anne, pero no lo dijo. La «menopausia» de Lou pronto daría mucho que hablar, pero lo que importaba ahora era ayudar a su prima.
Lisa-Marie parecía más tranquila después de hablar abiertamente de sus problemas. ¿Desde cuándo los arrastraba?
—O sea que tendrás que cerrar la tienda de Dortmund —prosiguió Anne.
Lisa-Marie asintió.
—Mientras me paguen la indemnización por las obras, aguantaré. Después, el futuro está muy negro.
—¿Y cómo se te ha ocurrido ahora abrir una librería aquí, en Pfronten? —preguntó Lou.
—Me gusta esto. Además, estoy convencida de que podría tener éxito.
—Pero no será fácil encontrar un local adecuado.
—Sí lo será, creo que ya lo tengo. —Lisa-Marie sacó un papel arrugado del bolsillo de los pantalones—. Casi enfrente de la carnicería hay un local vacío que parece hecho a medida para una librería. He apuntado el número de teléfono del propietario. No se pierde nada por ir a echarle un vistazo.
—¿Me dejas ir contigo? —preguntó Lou—. A lo mejor se me ocurre alguna idea para la decoración.
—Pues claro. Llamaré este mediodía y quedaré para verlo.
—Antes de seguir adelante con tus planes, ¿no tendrías que preguntar en el banco si dispones de suficiente capital para empezar de nuevo? —señaló Anne.
—Eso no tiene por qué ser un obstáculo —intervino Jo inesperadamente. Cuatro cabezas se volvieron, extrañadas, a mirarlo.
—No me acordaba de que estabas aquí —murmuró Anne.
—Ya me lo parecía. —Jo sonrió—. Si queréis, me levanto y me voy.
—No —dijo Lou—. Dinos por qué crees que el dinero no tiene por qué ser un obstáculo.
—Casi todos los bancos dan créditos a los emprendedores —dijo Jo—. La mayoría incluso sin exigir fondos propios y ofreciendo plazos de amortización largos.
—Dicho así, parece sencillo.
—Y lo es. Solo hace falta un proyecto y un plan de negocio convincente. Si quieres, te ayudo con el papeleo.
—¿Y tú cómo sabes de esas cosas? —preguntó Mia con recelo.
Jo se encogió de hombros.
—Lo sabe todo el mundo, ¿no?
—No, o sea que explícate.
—¡No seas tan curiosa!
Mia apretó los labios y se calló.
—Va siendo hora de ponerse a trabajar. —Anne se levantó y empezó a recoger los platos del desayuno—. Hay mucho que hacer.
Jo se metió el último trozo de brezel en la boca y miró la hora.
—Nosotros también tenemos que irnos. Sor Bonaventura llegará enseguida para ir a echar un vistazo a las colmenas. —Le dio un golpe cariñoso a Mia en el costado—. ¡Vamos!
—¡Ay! —Mia le lanzó una mirada asesina mientras salían de la cocina, pero no dijo nada.
Lou se quedó mirándolos, preocupada.
—¿Por qué está Mia de mal humor?
—¡Hombres! —suspiró Anne—. ¿No os habéis dado cuenta de que le gusta Jo?
—¡Pues claro! Y diría que él está loco por ella. —Lisa-Marie sonrió, soñadora—. ¡Qué romántico!
—Pero si Mia sigue haciendo el tonto, no llegarán a nada —objetó Lou.
—Mejor.
—¡Oh, vamos, Anne! Sabías que tarde o temprano se enamoraría.
—Pero no del primer cachas lleno de secretos que conociera. —Anne frunció el entrecejo, pensativa—. Hay algo en Jo que no cuadra, y Mia también lo nota. No nos ha dicho toda la verdad, ¿no os dais cuenta?
—¿Y por qué iba a hacerlo? Hasta hace poco, nosotras tampoco hemos sido sinceras con la familia.
—Aun así. —Anne volvió a suspirar, inquieta.
—Mia sabe lo que hace —tranquilizó Lisa-Marie a su prima—. Yo no me preocuparía.
—Yo tampoco —dijo Lou sonriendo—. Te diría incluso que quien me da un poco de pena es el pobre Jo. Seguro que en estos momentos los insectos con aguijones no son el peor de sus males.
—Lo primero que vamos a hacer es comprobar si hay suficiente comida en los panales —explicó sor Bonaventura mientras cruzaban el prado que rodeaba la vieja casita de retiro.
Los tres llevaban puesto el equipo de protección, formado por un sombrero, un velo y unos guantes, y se acercaban cautelosamente a las colmenas.
Jo sonrió.
—Parecemos astronautas. Solo nos falta la bandera para plantarla en algún sitio. —Miró contento a Mia, pero ella se limitó a encogerse de hombros.
—¡Empecemos! —Sor Bonaventura sacó el primer cuadro de la primera colmena con precaución y examinó el estado del panal. Las abejas que se movían por el cuadro no se inmutaron—. Mirad, ¿lo veis? En el panal todavía queda mucho alimento —afirmó—. Eso es bueno, porque las abejas están en plena época de reproducción y necesitan alimentarse a menudo. Ahora ya podéis comprobar los demás panales como lo he hecho yo. ¡Pero siempre con mucha calma!
Jo y Mia obedecieron: sacaron dos cuadros más y examinaron el contenido. De repente sonó un teléfono. Mia miró a Jo, inquisitiva, y él negó con la cabeza.
—Es mi móvil, perdonad —dijo sor Bonaventura. Se apartó lentamente de las abejas y buscó en los bolsillos del hábito. Sacó el teléfono y contestó en voz muy alta.
—Buenos días, padre.
—El cura, esto va para largo —dijo Jo, y sacó otro cuadro de la colmena—. Este también está lleno —confirmó, y volvió a ponerlo en su sitio con cuidado.
Mia asintió y siguió trabajando en silencio.
—¿Qué te pasa? —preguntó Jo pasado un rato.
—¿Por qué? —contestó Mia en tono respondón.
—Estás muy callada.
—Pensaba.
—¿En qué?
—Me preguntaba de dónde has sacado toda esa información sobre créditos bancarios.
—Leo mucho.
—¿Libros técnicos? ¡No te lo crees ni tú! —Mia volvió a poner el cuadro en su sitio con más fuerza de la necesaria.
—¡Ten cuidado! —la amonestó Jo—. Estos bichejos no aguantan las bromas.
—Ni yo.
—¿Por qué lo dices?
—No soporto que no me digan la verdad.
—¡Oh, vamos! Yo tampoco sé casi nada de ti. Aparte de que llevas ropa interior increíblemente sexy y que te gustan los tíos como yo.
—¡No te hagas ilusiones!
—¿Quieres ir el miércoles por la noche a Füssen? —preguntó Jo, haciendo caso omiso de su mal humor—. Un grupo de aquí actúa en un bar de Füssen.
—¡Es increíble!
—¿Qué?, ¿que en el pueblo haya un grupo?
—No. —Mia retrocedió un poco y se quitó el velo—. Estoy cabreada contigo porque no me dices la verdad. ¡Y no solo no te das cuenta sino que encima me invitas a un concierto!
—No te he invitado, solo te he preguntado si querías ir. —Jo volvió a ponerle el velo por encima del sombrero y tiró suavemente de él para taparle la cara.
—Y todo por no querer decirme por qué entiendes de finanzas.
—¿Eso es un «sí» con una condición?
—Tú sabrás…
—De acuerdo —aceptó Jo, suspirando—. Si tanta importancia tiene para ti… Hice prácticas en un banco.
—¿En serio?
Jo asintió.
—No pareces el típico empleado de banca.
—Porque no lo soy. Si lo fuera, no estaría aquí, ¿no?
—¿Y por qué estás aquí? ¿Por qué no estás en un banco abriendo cartillas de ahorro?
—Porque no es lo que quiero hacer toda la vida.
—¿Y qué quieres hacer?
—Primero, pasármelo bien. —Jo le enderezó el velo y le puso las manos en los hombros con delicadeza—. Luego, ya veremos.
—Odio a la gente que no hace planes —gruñó Mia.
—¿Ah, sí? ¿Tú ya has hecho planes?
—Por supuesto.
—¿Y qué planes son?
—Estudiar medicina y después trabajar en el Tercer Mundo.
—¡Suena tremendamente concreto!
—Menos ironía, por favor —replicó Mia, y le apartó las manos—. ¿Qué tiene de malo mi idea?
—Nada. Al contrario, me gusta. Mientras tú salvas el mundo, yo pasaré una temporada vagabundeando por aquí sin tener mala conciencia.
—Pero llegará un día en que ya no serás joven y no podrás seguir vagabundeando. ¿Y qué harás entonces?
—Hablas como mi padre.
—Tu padre es una persona inteligente.
—Es muy aburrido.
—Y tú tienes la mentalidad de mi hermano pequeño.
—No todo el mundo aspira a vivir apalancado.
—¿Apalancado? ¿Has dicho «apalancado»? Eres…, ¡eres un idiota!
Mia se quitó el sombrero y se fue sin decir nada más. Pasó por delante de sor Bonaventura, que había acabado de hablar por teléfono y volvía a las colmenas.
—¿Qué le pasa? —preguntó.
—Está de mal humor —contestó Jo parcamente.
—Eso va y viene. —Sor Bonaventura sonrió conciliadora—. ¡Gracias a Dios no se lo ha transmitido a las abejas!