A la mañana siguiente, Lou se despertó fatal: en cuanto se incorporó en la cama, se le nubló la vista. Además, le entraron náuseas y tuvo que esforzarse por no pensar en comida.
Se levantó con cautela, descorrió las cortinas y abrió una ventana. Enseguida notó el aire puro y fresco de la mañana en la cara. Respiró aliviada y dejó vagar la mirada por la granja. Llegaban las primeras luces del sol y todo estaba tranquilo. Solo vio al gato, que parecía volver de una cacería nocturna; cruzó muy decidido el jardín y se subió al banco. ¿Era un ratón lo que llevaba en la boca?
Lou puso cara de asco. Ya se ocuparía Anne, a ella le daban arcadas solo de pensar en el ratón muerto.
Fue al cuarto de baño arrastrando los pies. Al verse tan pálida en el espejo, esbozó una sonrisa irónica cargada de compasión. No, no se encontraba bien, sobre todo por las mañanas.
Pero ¿por eso había que concluir que estaba embarazada? ¿Anne no se había precipitado un poco? Al fin y al cabo, los síntomas del embarazo se parecían mucho a los de la menopausia. Hizo una mueca:
—O nos hacemos viejas o somos madres —le dijo a la imagen que se reflejaba en el espejo. Ninguna de las dos opciones era muy halagüeña.
Un bebé echaría por tierra su forma de vida. Christoph y ella estaban de acuerdo en no tener hijos: en su convivencia perfecta no había sitio para nadie más. Recordó con un escalofrío la época en que nacieron los hijos de Anne. Los malos bichos no hacían más que exigir y daban muy poco a cambio. Su hermana pronto empezó a parecer un zombi. Incluso ahora resultaba difícil verla totalmente tranquila y despreocupada. Cuando sus sobrinos eran pequeños, Lou siempre disfrutaba de las horas que pasaba con ellos, pero también se sentía aliviada cuando los perdía de vista. ¿Y si no hubiera podido perderlos de vista? ¿Y si ahora tuviera que criar a un hijo?
—¡Horroroso! —murmuró.
Se acabarían las noches tranquilas y el sexo salvaje en el suelo de la cocina, y los muebles elegantes y relucientes pronto quedarían irreconocibles. Por no hablar de los fantásticos viajes alrededor del mundo que había planeado con Christoph. Tendrían que programar las vacaciones pensando en la criatura, y seguro que acabarían montados en una de esas furgonetas familiares, rumbo a un chalé en el Mar del Norte. La perspectiva le puso la piel de gallina.
Sin embargo, enseguida vio una imagen distinta: un recién nacido durmiendo apaciblemente en la cunita blanca de madera que el tío Horst había tallado para sus sobrinas, y Christoph y ella, abrazados delante de la cuna, contemplándolo con ternura. Instintivamente, se llevó las manos a la barriga. Y si…
—¡Ay, perdona! —Mia entró de repente en el cuarto de baño. Llevaba un pijama a rayas y bostezaba, aún medio dormida—. No habías cerrado —dijo, y se fijó, extrañada, en las manos de Lou—. ¿Te duele la barriga?
—No, estoy bien —murmuró Lou, y agarró el cepillo de dientes—. Pero yo he llegado primero. ¡Largo de aquí!
Obediente, Mia emprendió la retirada.
Lou puso un poco de dentífrico en el cepillo y abrió el grifo. Mientras se cepillaba los dientes a conciencia, tomó una decisión: esperaría una semana y, después, compraría un test de embarazo.
—Seguro que es la menopausia —se dijo, mirándose en el espejo—. Pero tenemos que asegurarnos.
—¡Aaah! ¡Hay un ratón muerto en el banco! —El grito de espanto que Lisa-Marie profirió en el jardín se oyó en la cocina, donde Anne y Mia aún estaban desayunando.
—¡Pues quítalo de ahí! —gritó a su vez Anne, y sonrió divertida.
—¡Imposible! Soy incapaz de tratar con un bicho muerto.
—Tranquila, ahora lo quito yo. —Por lo visto, Jo también estaba en el jardín y se encargó del asunto, porque Lisa-Marie volvió a entrar enseguida en la cocina.
—Ese chico es fantástico.
—¿Porque ha enterrado un ratón muerto? —preguntó Mia en tono de burla.
—No, no solo por eso.
—¡No me digas que te pone!
—Pues claro que le pone. —Anne sonrió—. Igual que a Lou.
—¿Qué pasa conmigo? —Lou apareció en la puerta de la cocina.
—No importa —le dijo Mia—. Mamá exagera, como siempre.
—Tú espera y verás.
—Además, tenemos problemas más interesantes. —Mia se metió en la boca el último trozo de un bollo—. Mientras desayunábamos, mamá me ha contado lo de las cartas —añadió, sin dejar de masticar—. Opino como vosotras. Si Johann y Marie se conocieron en 1944, Horst no podía ser hijo de Johann.
—Probablemente no era nuestro tío biológico —afirmó Anne.
—¿Y qué tiene eso de malo?
—Nada. Pero queremos saber lo que ocurrió.
—Seguro que hay una explicación lógica.
—Pues claro. —Lisa-Marie recogió los platos del desayuno—. La cuestión es dónde la encontramos.
—Hay que proceder sistemáticamente —propuso Mia—. Habitación por habitación.
—¡Qué eficiente es mi sobrina! —la elogió Lou. Se apoyó en el fregadero a beber un vaso de agua y echó un vistazo por la ventana—. La señora Hösle está otra vez en el camino, y mira hacia aquí.
—¿De verdad? —Lisa-Marie dejó los platos en el fregadero y levantó el visillo—. ¡Es verdad! Y va otra vez con el perro.
Anne se rio.
—¡Dejadla que disfrute! Seguro que espera que le montemos un espectáculo como el de ayer.
—Creo que no somos nosotras las que le interesamos. ¡No le quita ojo a Jo! —murmuró Lisa-Marie con asombro.
Lou lanzó un silbido de aprobación.
—Tiene buen gusto la señora.
Anne se sumó a su hermana y a su prima.
—¿Qué hace? —preguntó, mirando por la ventana, y entornó los ojos para ver mejor.
—Apila la leña que trajo del supermercado. Parece un trabajo muy pesado —susurró Lisa-Marie sin apartar la mirada de la ventana.
Movida por la curiosidad, Mia se acercó y se puso a mirar detrás de las tres mujeres. El sol brillaba con intensidad en el jardín, y podía verse a Jo colocando la leña junto a la pared de la casa. Se había quitado la camiseta y trabajaba con el torso desnudo.
—¡No me lo puedo creer! —exclamó Mia, indignada.
—Sí, tienes razón, es increíble —la secundó Lou—. He visto pocos hombres con ese cuerpazo.
—Y tan joven —suspiró Lisa-Marie.
—¿Os habéis vuelto locas? ¿Qué narices estáis haciendo? —gritó Mia, enfadada.
—Nada —se defendió Lisa-Marie.
—No seas mal pensada —dijo Lou con una sonrisa maliciosa—. Solo estamos fregando los platos.
—¿De verdad? ¡Pero si el grifo está cerrado!
Lisa-Marie lo abrió sin dejar de mirar a Jo.
—Ahora sí.
Mia se abrió paso entre las tres mujeres y puso el tapón en el desagüe.
—Ahora ya podéis fregar los platos. Si me perdonáis, tengo cosas que hacer fuera.
Jo se secó por enésima vez el sudor de la frente y le dio un trago a una botella de agua. Con el rabillo del ojo vio un movimiento en el camino y, cuando reconoció a la señora Hösle, la saludó con la mano. Después volvió a concentrarse en la leña.
De repente, Mia salió corriendo de la casa.
—¡Tápate ahora mismo! —le gritó desde lejos.
Sorprendido, pero también contento de verla, Jo interrumpió el trabajo.
—No hace frío.
—Ya lo sé. —Mia llegó a su altura—. Pero tápate de todas formas.
—Eres muy amable preocupándote por mi salud, pero te lo repito: no tengo frío. —Jo se agachó a recoger un par de troncos del suelo.
—No me preocupa tanto tu salud como la salud mental de mi familia.
—No lo entiendo.
—Ni falta que hace. Pero haz el favor de ponerte la camiseta.
—No —contestó Jo, y se levantó con parsimonia.
—¡Por favor, Jo!
—Pero ¿por qué?
—Porque… —Mia se mordió los labios—. ¡Porque tu torso desnudo atrae visitas!
Jo sonrió burlón.
—¿En serio?
Mia asintió y señaló con la cabeza a la señora Hösle.
Jo siguió su mirada.
—¿La conoces?
—¿A la señora Hösle? No.
—Entonces, ¿por qué te molesta que mire?
—Porque no es la única —masculló Mia, dirigiendo la vista hacia la ventana de la cocina.
—Bueno, ¿y qué? ¿Qué tiene de malo que miren? —Jo se rio sin malicia.
Entonces Mia se enfadó de verdad.
—¡Ahora verás lo que tiene de malo!
Se quitó la rebeca y también la camiseta. Al hacerlo, se le deshizo la trenza y la melena le cayó sobre los hombros.
—¿Qué hace? —gritó Anne en la cocina.
—Se quita la ropa —constató Lou, sonriendo animada.
—¿Dónde narices se ha comprado ese sujetador? —Anne se echó las manos a la cara.
—Se lo compré yo —contestó Lou—. Han abierto una tienda de lencería en la Kirchenplatz y fuimos juntas.
—Es muy bonito —comentó Lisa-Marie—. Encaje y volantes negros. Casi no parece que sea ropa interior.
—Iba con un tanga a juego. Es de la colección Black Bunny.
Anne suspiró.
—¡Tranquila! —dijo Lou para calmar a su hermana—. El tanga no lo quiso.
—Ya basta. —Anne se dirigió a la puerta—. Voy a buscarla.
—¡No! —Lou retuvo a su hermana—. Déjala, sabe lo que hace.
—¡Bonito torso! —exclamó Jo, moviendo la cabeza en señal de reconocimiento.
—Gracias. —Mia se apartó el pelo de la cara, dejó la ropa en el banco del jardín y se volvió hacia Jo—. ¿En qué te ayudo?
—¿En serio quieres echarme una mano?
—¿Y qué creías?
—No sé. Vístete, anda.
—No.
—No puedes pasearte por aquí con ese modelito. ¡A la señora Hösle le va a dar un infarto!
—Y seguro que a mi madre también. Pero no pienso vestirme hasta que te pongas la camiseta.
—Mi torso desnudo es mucho más inocente que esa… ¡esa cosa negra!
—¿Tú crees?
—Por ahí viene el cartero. ¡Vístete!
—¿Por qué? Seguro que el cartero ya ha visto a muchas mujeres medio desnudas.
—De acuerdo, tú lo has querido. —Jo dejó caer la leña que tenía en las manos y, con un movimiento rápido, agarró a Mia. Se la cargó sin esfuerzo al hombro y la llevó al establo—. Aquí dentro puedes trabajar desnuda si quieres —dijo, ignorando las protestas de la chica. Después la dejó en el suelo, al lado de Mette-Marit, que levantó la cabeza del comedero y los miró con expresión sorprendida.
—Si no te pones de una vez la camiseta, lo haré.
—Estás chiflada.
—De acuerdo. —Mia sonrió con picardía y empezó a moverse sensualmente delante de la vaca—. Bueno, Mette-Marit, seguro que nunca has visto un sujetador tan bonito, ¿verdad? No va con corchetes, sino con un cierre a presión. Un tironcito y ya está desabrochado.
—¡Mia! —la advirtió Jo.
—¿Quieres verlo? A la cinco. Uno…, dos…
—¿Por qué tienes la manía de contar siempre?
—Porque me divierte. Tres…
—¡Mia!
—Cuatro…
—Está bien. —Jo levantó las manos, resignado—. Me pongo la camiseta.
—Ya podías haberlo hecho antes. —Mia se tapó el pecho con los brazos, un poco avergonzada—. ¿Me traes la ropa, por favor? Tengo un poco de frío.
—De acuerdo —dijo Jo, y abrió la puerta del establo.
—Jo.
—¿Sí?
—¿Qué habrías hecho si llego al «cinco»?
—Cerrar los ojos. ¿Y tú?
—Me habría escondido detrás de Mette-Marit.
—Está bien saberlo.
—¿Por qué?
—Habría parpadeado. Una vez, al menos.
—¡Ya sale! —exclamó Lisa-Marie, señalando la puerta del establo.
—Sin Mia —constató Lou.
—Gracias a Dios —dijo Anne, mirando al cartero, que en ese preciso momento llegaba a la altura de la casa y echaba el correo en el buzón.
Jo lo saludó con la mano. Se puso la camiseta y volvió al establo con la ropa de Mia.
—¡Ha vuelto a entrar! —dijo Lou, un poco decepcionada—. ¿Se quedarán en el establo?
—¡Lou! —Anne hizo un gesto de desaprobación—. No me imaginaba que el primer día de Mia sería así. ¿En qué piensa esa chica?
—En que Jo está como un tren. Con eso se suma a la mayoría de esta casa, ¿verdad, Lisa-Marie?
—Eh…, sí —asintió su prima a regañadientes.
—Aunque también puede ser que solo quisiera dejarnos bien claro que Jo es de su edad y no de la nuestra —prosiguió Lou.
—¿Y para eso tenía que pasearse medio desnuda por el jardín y luego encerrarse en el establo? —preguntó Anne, enfadada.
—Tiene diecinueve años.
—Ya lo sé. ¡A saber qué estarán haciendo esos dos ahí dentro!
—Nada. —Lou volvió a señalar la puerta del establo—. Ya salen, y los dos van vestidos.
Jo y Mia cruzaron el patio y se pusieron a apilar la leña.
—Lo siento por la señora Hösle, ya no hay mucho que ver… —dijo Lou con una sonrisa picarona.