Jo fue en el coche de Lisa-Marie a Füssen para buscar la última carga de leña del supermercado.
La apiló cuidadosamente en el maletero y devolvió el carrito a su sitio. Luego pidió un capuchino en la cafetería y volvió al coche. A pesar del ruido y el ajetreo que había en el aparcamiento, se respiraba un ambiente primaveral. Incluso el sol se había atrevido a salir de detrás de las nubes e irradiaba un calor agradable.
Contento, bebió un sorbo largo de café y buscó las llaves del coche. Estaba tan concentrado revolviendo en los bolsillos del pantalón que al principio no vio a la chica que estaba apoyada en el Escarabajo de Lisa-Marie, con la nariz apuntando al sol.
Se detuvo.
—Hola.
La chica levantó la cabeza y se puso las gafas de sol por encima de los rizos rubios. Jo comprobó que era guapa. Muy guapa. Eso sí, no parecía de muy buen humor. Sus ojos verdes lo miraban hurañamente.
—¿Nos conocemos?
—Ahora que lo dices, me recuerdas a alguien. —Eso era cierto: sus ademanes y su forma de moverse le resultaban familiares. Con todo, enseguida comprendió que la frase sonaba a topicazo.
Seguramente por eso ella reaccionó con frialdad.
—¿En serio? Me han dicho cosas mucho más ocurrentes para ligar. —Volvió a ponerse las gafas de sol y apoyó la cabeza en el techo del coche—. Me tapas el sol.
—Y tú estás apoyada en mi coche.
La chica volvió a quitarse las gafas. Esta vez le dirigió una mirada aún más hostil.
—Este coche no es tuyo.
—Sí.
—¡No!
—¿Y tú qué sabes?
—Conozco a la propietaria.
—¿Ah, sí?
—Sí, es mi tía. —Se puso con los brazos en jarras, desafiante—. Querías robárselo, ¿no? Pues mala suerte. Eso sí, seré buena y te daré una oportunidad: voy a contar hasta diez y después llamaré a la Policía. ¿Vale? ¡Pues lárgate! Uno…
—Eh, tú, espera… —Jo comprendió quién era la chica.
—Dos…, tres…, cuatro…
—¡Ya sé quién eres!
—Cinco… No hace falta ser un lince para adivinarlo: la sobrina de la propietaria. Seis…
—¡Eres Mia, la hija de Anne!
Sorprendida, dejó de contar.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Muy fácil: la única que tiene hijos es Anne. Además, si Lisa-Marie es tu tía, no quedaban muchas posibilidades, ¿no crees?
—¿Por qué sabes tantas cosas de mi familia? ¿Y de qué conoces a Lisa-Marie? —Mia lo miró con recelo—. Espero que no sea de Internet.
—¿Internet?
—Bah, dejémoslo.
—Trabajo en la granja de Lisa-Marie, Anne y Lou desde el sábado.
—¿Tú? ¿Tú eres el ayudante? ¡Te imaginaba distinto!
—¿De verdad? ¿Y qué tengo de malo? —Jo se echó un vistazo. Los pantalones de trabajo, color verde oliva, estaban recién lavados y llevaba una camiseta blanca, como siempre.
Mia le siguió la mirada.
—Bueeeenoooo —contestó, alargando las vocales—, pensaba que eras más viejo. Y más fuerte. Y que no estarías tan… —Se interrumpió al instante—. Dejémoslo correr. ¿Puedes llevarme a la granja?
—Claro.
Jo se acercó a ella para abrir la puerta del acompañante. Mia colocó la bolsa de viaje en los asientos de atrás y subió.
El chico puso en marcha el coche y salieron del aparcamiento.
—Por cierto, me llamo Jo —dijo, después de un silencio.
—¿Jo? ¿Solo dos letras?
Jo sonrió.
—Mia solo tiene tres, ¿no?
—Pero es un nombre de verdad, igual que Tom y Jan.
—¿Tus hermanos?
—Sí.
—Tus padres no son de muchas letras.
—Más bien creo que la elección de nuestros nombres fue una sutil protesta de mi madre contra los nombres horribles que les pusieron a ella, a su hermana y a su prima.
—¿Qué tienen de malo Lou, Anne y Lisa-Marie?
—Sus verdaderos nombres. Lisa-Marie es la única que tuvo un poco de suerte. Nació poco después que Lisa-Marie Presley, la hija de Elvis. Y como mi tía era una fan incondicional, le puso el mismo nombre a su hija.
—¿Y Lou y Anne no tuvieron tanta suerte?
—No —contestó Mia—. También las bautizaron con el nombre de su abuela, Marie. Es fácil imaginar cómo se llaman realmente.
—Marie-Luise y Anne-Marie.
—Exacto. Pero no les digas que te lo he contado. —Mia sonrió por primera vez.
—Ni una palabra, te lo prometo. —Jo la miraba con disimulo con el rabillo del ojo—. ¿Sabe tu madre que has venido? En la comida no ha dicho nada.
—No, no lo sabe. Me he escapado de casa. He llegado a Füssen en tren y, cuando buscaba la parada de autobús, he visto el coche de Lisa-Marie.
—Si tienes más de dieciocho años, eres mayor de edad. Y si encima vas a ver a tu madre, no puede decirse que te hayas escapado de casa.
—Pregúntaselo a mi padre y a mis hermanos —contestó airada, y miró la hora en el reloj de pulsera—. A estas horas se habrán dado cuenta de que nadie ha metido la pizza en el horno.
—Mmm… —Jo no supo qué contestar.
De todos modos, Mia no esperaba ninguna respuesta.
—Pero dejemos el tema —prosiguió—. Ya tengo bastante con la discusión que me espera ahora con mi madre. Mejor cuéntame qué tal van las cosas en la granja.
—Muy bien. Yo me encargo del establo y ellas ponen en orden el legado de tu tío. Aunque la verdad es que desde ayer están un poco raras.
—¿Qué quieres decir?
—Anoche, cuando llegué a casa, me las encontré en la cocina bebiendo vino y mirando ensimismadas una caja de zapatos.
—¿Una caja de zapatos? —Mia se echó a reír—. ¡Serían unos zapatos fantásticos!
—Eso es lo más extraño: en la caja solo había papeles y un pañuelo.
—Pues sí, qué raro.
—Hoy tu madre y Lisa-Marie han revuelto toda la casa como si buscaran algo.
—¿Y Lou?
—Se ha quedado en la cama. Dice que el vino le sentó mal. Pero nadie se lo ha creído.
—¡Suena a guerra de mujeres! ¡Lo que tendrás que aguantar!
—No, no creas. Tu madre, por ejemplo, es un encanto, aunque no para de darme lecciones de educación.
—Típico de mamá.
—Y Lou y Lisa-Marie también se portan muy bien conmigo.
—¿Ah, sí? —Mia enarcó las cejas—. Por lo que dices, parece que reina la armonía.
—No te veo muy convencida.
—Las conozco mejor que tú.
—Bueno, ahora tendrás la oportunidad de comprobarlo por ti misma. Ya hemos llegado.
El coche se adentró en la granja. Un par de gallinas, espantadas, se refugiaron en los pastos para el ganado, donde las vacas podían pacer por primera vez esa tarde. Se las veía tranquilas en el prado, disfrutando del sol primaveral. El ternero era el único que correteaba por todas partes, curioseando y levantando el morro para olfatear la brisa cálida.
Mia no prestó atención a la idílica estampa. Respiró hondo y abrió la puerta del coche.
—¡Al ataque!
—¡Mia! —Anne se asomó, sorprendida, por el balcón de la buhardilla—. ¿Qué haces aquí?
—¿Mia? —Lisa-Marie apareció al lado de Anne—. ¿Qué haces tú en Pfronten?
—Se me ocurrió venir a haceros una visita. —Mia miró a su madre y a su tía e intentó esbozar una sonrisa de alegría, aunque más bien pareció una mueca—. ¡Y aquí estoy!
—No ha pasado nada en casa, ¿verdad? —preguntó Anne, preocupada.
—No, tranquila.
Se abrió una ventana del primer piso y Lou asomó la cabeza.
—¿A qué viene tanto ruido? ¿No era esa la voz de Mia?
—Sí —confirmó Anne.
—¡Hola, tía Lou!
—¡Mia!
—¿Te encuentras mejor? —preguntó Lisa-Marie, mirando hacia el piso de abajo.
—Un poco. —Lou asintió débilmente con la cabeza y se volvió hacia su sobrina—. ¿Qué haces aquí?
Mia suspiró.
—Me he ido de casa —dijo en voz baja.
—¿Qué? —exclamó Anne desde la buhardilla.
—¡Dice que se ha ido de casa! —repitió Lou, gritando de forma exagerada.
—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
—He discutido con papá.
—Te dije que hablaras conmigo si pasaba algo —la reprendió Anne.
—Pero no dijiste que tuviera que ser por teléfono —se defendió su hija—. He venido, así que ahora podemos hablar.
—De acuerdo —gimió Anne—. ¡Dispara!
—Papá… eh… bueno… —balbuceó Mia.
—¡Espera! —gritó Lou—. Mejor lo hablamos con calma en otro sitio. Aquí puede oírnos cualquiera.
Anne y Lisa-Marie miraron hacia donde Lou tenía puesta la mirada, y Mia también se volvió. Jo seguía en el coche, pero con la puerta abierta, observando la escena con mucho interés. Y en un camino que lindaba con la finca vieron a la señora Hösle, que había sacado a pasear al perro y lo estaba oyendo todo. Saludó cordialmente mirando hacia arriba.
—¡Nas tarrrds! —exclamó—. ¿Cómo’stáisss?
—¿Qué ha dicho? —murmuró Lisa-Marie, y le devolvió el saludo con un gesto.
—Ni idea, pero no contestes o vendrá —masculló Lou, y se estremeció al pensar en el olor a ajo.
—¡Qué c’lorrr ce hoy! ¡Sobrr’n los abrrig’ss! —dijo la señora Hösle, señalando el sol.
—Seguro que dice que hoy hace calor —conjeturó Anne.
—¡No contestéis! —advirtió de nuevo Lou.
A la señora Hösle no le molestó la falta de respuestas.
—¿Trrabjand’? ¡Eso ssiemprr’s buenno! —exclamó, satisfecha.
—No se calla —dijo Lisa-Marie con asombro.
—No —confirmó Lou—. No se calla nunca.
Mia se impacientó.
—¿Podemos hablar tranquilamente de una vez?
—¡Ahora bajamos!
Anne saludó otra vez con un gesto a la señora Hösle y abandonó el balcón con Lisa-Marie.
—¡Yo también! —La cabeza de Lou desapareció de la ventana.
—Hassta prronto. —La señora Hösle siguió paseando al perro, decepcionada por el final repentino del espectáculo.
—Supongo que yo no pinto nada en la reunión, ¿no? —preguntó Jo cuando Mia fue a buscar la bolsa al coche.
—No, no eres de la familia. Y créeme si te digo que puedes alegrarte.
—Mia es una irresponsable —despotricó Stefan.
—¿Por qué? —Anne se sentó en la cama y se quitó los zapatos. Con una mano se puso una almohada debajo de la nuca, mientras con la otra sujetaba el móvil. Lo agarraba más fuerte de lo habitual, todavía sobresaltada por la que se había liado con la aparición repentina de su hija.
La llamada de Stefan era previsible. Estaban todas en la cocina consolando a Mia, que se había echado a llorar mientras les contaba lo sucedido, cuando sonó el móvil. Anne miró la pantalla y se retiró a su habitación. Era mejor que hablara a solas con su marido, aunque habría necesitado un poco más de tiempo para poder hacerse una idea clara de la situación. También le habría gustado hablar antes con sus hijos. Ahora estaba obligada a defender a Mia sin conocer todos los detalles.
—¡Oh, vamos, Stefan! Mia tiene diecinueve años, puede hacer lo que quiera.
—¿Así, de repente? Creía que habíamos quedado en que te sustituiría. No puede irse de buenas a primeras.
—No tenía que sustituirme, tenía que encargarse de algunas tareas. Además, no se ha ido de casa, solo ha venido a verme.
—¡Al menos podía haberme dicho que se iba!
—Dice que no consiguió localizarte.
—Estaba en un congreso médico en Düsseldorf…
—… del que no le dijiste nada. Se preocupó muchísimo al ver que anoche no volvías a casa.
—Eso ya lo hemos aclarado.
—¡A la una de la madrugada!
—Siento mucho que lo pasara mal por mí.
—¡Te olvidaste de tu hija!
—No, es solo que estaba muy ocupado y no pensé en ella.
—Peor todavía. Mia te cubre las espaldas y tú la ignoras. ¿Sabes lo sola que te hace sentir eso?
—¡Tonterías!
—Dice que se pasaba el día limpiando y haciéndoles la comida a los niños. Que tú no le ayudabas en nada.
—¡Pero podíamos haberlo hablado!
—¿Cuándo? —Anne se rio con amargura. Se preguntó si Stefan se habría dado cuenta de que, desde hacía un rato, no hablaba de Mia, sino de sí misma.
Comprobó que no al recibir la respuesta.
—¿Cuándo? Hoy, por ejemplo. No trabajo hasta el fin de semana.
—Muy bien, así podrás cuidar de los niños.
—Quería ordenar el despacho.
—No necesitan mucho, te las apañarás sin problemas. Y si te ves apurado, me llamas.
—¿Significa eso que Mia no va a volver?
—No, se queda con nosotras.
—¿Cuánto tiempo estaréis todavía fuera?
—Ni idea. Lo que haga falta.
—¿Y qué voy a hacer el fin de semana? Tengo que trabajar.
—Ya se te ocurrirá algo. Y si no hay más remedio, te tomas unos días de vacaciones.
—¡Anne!
—Lo siento, Stefan, pero no puedo irme ahora. —Ni quiero, añadió mentalmente. Ya iba siendo hora de que pensara en sí misma.
—Bueno —suspiró Stefan—. Nos las arregláremos de alguna manera entre los tres.
—Seguro que sí.
—Pero Mia no se librará de un castigo.
—¿Por qué?, ¿porque no tenía ganas de seguir haciéndoos de chacha?
—¡Anne! ¿De parte de quién estás?
—No lo sé —contestó ella con tristeza.
Stefan hizo oídos sordos al tono de su mujer.
—Acordamos que, como padres, teníamos que actuar como una unidad frente a nuestros hijos.
—Ya. Pero ¿sabes?, esa unidad está formada por más de una persona…
—¡Por eso mismo tendrías que darme la razón!
—No, Stefan. —Anne respiró hondo—. Por eso mismo me quedo aquí. Puede que en estos días te des cuenta de que en el mundo hay más cosas, aparte de tu trabajo y tú.
—Pero…
—Llámame cuando quieras. Y ahora, perdona, pero tengo que colgar.
Cuando Anne entró en la cocina, Jo y sor Bonaventura también estaban sentados a la mesa. Lisa-Marie había hecho café y cortado en pequeñas porciones una trenza de hojaldre que había horneado a primera hora de la mañana. Iba de aquí para allá, del aparador a la mesa, y parecía disfrutar del papel de anfitriona. Lou, en cambio, con la cara pálida y una infusión de manzanilla en la mano, masticaba sin ganas un trozo de trenza y daba la impresión de que iba a vomitar de un momento a otro.
—Sor Bonaventura y yo ya nos hemos presentado —le dijo Mia a su madre. Tenía una taza de café en la mano y parecía mucho más contenta que cuando había llegado. Tal vez tuviera que ver con que Jo se había sentado a su lado; se echaban miraditas y saltaba a la vista que se entendían de maravilla.
A Anne aquello no le gustaba. Lo último que necesitaba era una historia de amor con final incierto. Por eso arqueó una ceja en señal de advertencia cuando Jo se arrimó a Mia para hacerle sitio en el banco.
—Ya está, gracias.
—Tenga, Anne. —Sor Bonaventura le puso una taza de café delante—. Beba algo.
—¿Era Stefan? —preguntó Lou.
—Sí. —Anne miró preocupada a su hermana—. Estás muy pálida. ¿Te encuentras mal?
—No te desvíes del tema.
—No me desvío. Ya te he contestado: sí, era Stefan.
—¿Y qué? —Mia se inclinó hacia ella con interés y rozó sin querer el brazo de Jo.
—Le he dicho que te quedas con nosotras —contestó, y fingió no ver la sonrisa del chico.
—¡Qué bien! —exclamó Lisa-Marie—. ¡Más juventud! ¡Me encanta tener la casa llena!
—¿Papá está muy enfadado conmigo? —preguntó Mia.
—Sí, pero sin razón. Espero habérselo dejado bien claro.
—¿Lo soportarás, tantas mujeres juntas? —le preguntó Lou a Jo.
—Eh… Creo que sí —balbuceó.
—Mia dormirá conmigo —dijo Anne—. Y, Jo, las normas son las mismas que antes.
—Lo sé.
—Eso espero. —La mirada escrutadora de Anne se dirigió hacia la hija—. ¿Has traído el libro de matemáticas? Falta menos de un mes para el examen oral.
Mia asintió.
—Está todo controlado. Relájate, mamá.
—Ojalá fuese tan fácil —murmuró Anne.
—¡Esperad!
Empezaba a anochecer, y sor Bonaventura, Jo y Mia acababan de salir hacia el establo. Lisa-Marie y Anne también se disponían a salir de la cocina, pero Lou las retuvo.
—No me habéis contado nada de la búsqueda. ¿Habéis encontrado más documentos en el dormitorio del tío Horst?
—Desgraciadamente, no. —Anne volvió a sentarse en el banco y se sirvió un trozo de trenza.
—Lo hemos registrado todo —añadió Lisa-Marie. Lou frunció el ceño.
—Estoy segura de que la solución tiene que estar en algún sitio de la granja.
—Mi madre tampoco puede ayudarnos —dijo Lisa-Marie.
—¿Se lo has contado a tu madre? —preguntó Anne, alarmada.
—¡Claro que no! Solo le he preguntado si había algo que tuviéramos que saber del tío Horst.
—¡Vaya, qué discreta! —se lamentó Lou, y se frotó los ojos, agotada.
—Se lo he preguntado con mucho tacto —se defendió Lisa-Marie—. Le he dicho que el cura necesita información para preparar la ceremonia del funeral.
—¿Y qué te ha contestado? —preguntó Anne.
—Me ha escrito que no hay nada que no sepamos ya. Ahora os lo enseño.
Agarró el portátil del estante, lo encendió y abrió el correo electrónico.
—Aquí está.
Querida Lisa-Marie:
Gracias por ocuparos de los trámites para el funeral de Horst. No sé qué haríamos sin vosotras. Estoy segura de que el párroco encontrará las palabras adecuadas para la ceremonia. Vosotras sabéis todo lo que hizo Horst por nosotras y podéis contárselo al párroco. Con eso bastará para preparar un bonito discurso, ¿no creéis?
Aquí, en Bad Rappenau, todo va de maravilla. Helene y yo estamos disfrutando mucho de la estancia. Todas las tardes salimos a merendar. Hay una pastelería exquisita.
Cada día hay baile a las cinco de la tarde, y he conocido a una pareja de baile encantadora. Se llama Friedhelm y se está recuperando de una fractura de codo complicada. Gracias a Dios, para bailar no hace falta el brazo. Me lo pone con cuidado en el hombro y ¡hala, a bailar!
Desgraciadamente, Helene no puede, pero se lo pasa muy bien charlando mientras tanto con gente del programa de gimnasia.
¡Ya veis que estamos muy bien! Un saludo cariñoso,
Mamá
—Vaya, parece que no saben nada. ¡Lástima! —Anne se reclinó en el asiento, decepcionada.
—En cambio, parece que se lo pasan muy bien —dijo Lou, con una sonrisa.
—Mejor que se diviertan —dijo Anne—. Nosotras seguiremos buscando, ¿verdad, Lisa-Marie?
—¿Eh? —Los ojos de su prima seguían pegados a la pantalla.
—¿Has recibido otro correo? ¿Otra cita? —Lou se acercó a mirar.
—No, no es eso —contestó Lisa-Marie—. En las noticias dicen que se ha abierto el espacio aéreo en Alemania. La erupción del volcán ha terminado.
—Ya lo sé, Christoph me lo ha dicho esta mañana.
—¿Y?
—¿Y qué?
—¿No vas a hacer las maletas e irte de vacaciones?
—No.
—¿No? —repitieron Anne y Lisa-Marie al unísono.
—Me quedo. —Lou se encogió de hombros—. ¿Qué tiene de raro?
—Todo —contestó Lisa-Marie—. Estaba segura de que aprovecharías la primera oportunidad para escapar.
—Pues no, ya ves.
—¿Por qué no? —preguntó Anne—. No da la impresión de que te diviertas mucho aquí.
—Porque no me divierto.
—Además, seguro que estás intranquila por temas de la oficina.
—Hablo todos los días por teléfono con mi ayudante. Las cosas marchan bien sin mí.
Lisa-Marie hizo un gesto de extrañeza.
—Tienes que contarnos a qué se debe ese cambio.
—Muy sencillo: soy interiorista y odio las obras inacabadas.
—Ah —dijo Anne, pero se le notaba que no entendía a qué se refería su hermana.
—Y aquí, en Pfronten, todavía hay que solucionar unas cuantas cuestiones —prosiguió Lou—. La primera sería resolver lo que hacemos con la granja. No podemos decidirlo con prisas; el futuro de los animales depende de esa decisión.
—¿Desde cuándo te importan los animales? Todavía no conoces a las vacas, no distingues una de otra ni de casualidad. Y en cuanto a las gallinas, no hace falta que diga nada, ¿verdad?
—Los bichos, a la cazuela.
—¡Lou!
—Y luego están los últimos en llegar, Mia y Jo —prosiguió, ignorando a su hermana—. Creo que será divertido.
Anna le dirigió una mirada asesina, pero Lou la pasó por alto.
—Y también quiero solucionar el misterio de las cartas.
—Ya —murmuró Anne—. ¿Y te quedas solo por eso?
Lou suspiró y puso cara de hastío.
—¿Qué más quieres que te diga?
—Que también te importan otras cosas.
—De acuerdo. —Lou dudó un momento, y dijo—: La amistad de Bonnie.
—¿Solo la amistad de Bonnie?
—Bueno, puede que también estar con vosotras… Un poquito, al menos. Pero conste que lo digo bajo los efectos de la manzanilla —gruñó Lou.
Anne reprimió una sonrisa de satisfacción.
—¿Le has dicho a Christoph que no vas a volver todavía?
—Sí, claro. Afortunadamente, él también está muy liado escribiendo reportajes sobre el volcán. Tampoco le cuadra ir de vacaciones ahora.
—Eso sin contar con que no te encuentras muy bien.
—Es verdad. —Lou suspiró—. Pocas veces me he encontrado tan mal.
—Para estos casos, siempre llevo conmigo un pequeño manual: Enfermedades en vacaciones. ¿Quieres que te lo deje? —le ofreció Lisa-Marie.
—No, gracias. Ya sé lo que me pasa.
—¿Ah, sí? —Anne enarcó las cejas—. ¿Y qué diagnóstico te has hecho?
—Indigestión y menopausia.
—¿Menopausia? —preguntó Anne con asombro—. ¡Pero si tienes cuarenta y un años!
—Bueno, ¿y qué? A algunas mujeres les llega antes. Va por familias.
—Yo no me noto nada —dijo Lisa-Marie.
—Tú solo tienes treinta y nueve años.
—Yo tampoco, y ya tengo cuarenta y cuatro.
—Los síntomas encajan —insistió Lou.
—¿Los síntomas? ¿Y qué síntomas tienes?
—Oh, Anne, por favor, ahora no me vengas con el numerito de la enfermera.
—Yo estoy titulada. ¡Y tú no!
—De acuerdo… —Lou apoyó la frente en las manos—. Bueno, estoy pachucha, tengo náuseas y unos cambios de humor terribles, y duermo mal.
—Puede que sea por el estrés. Últimamente has hecho muchas horas extras y no has desconectado del trabajo.
—No creo. Casi no doy golpe desde que llegamos.
—Eso no significa nada. Llega un momento en que el cuerpo se defiende del estrés.
—¿Y por qué no me viene la regla?, ¿también por el estrés? —Lou levantó la cabeza.
—¿No tienes la regla? ¿Y cuándo te tendría que haber venido? —preguntó Anne con asombro.
—Hará unas dos semanas. Con el barullo de los últimos días, ni me había fijado. Pero esta mañana he echado cuentas.
—¡Un retraso de dos semanas! —exclamó Lisa-Marie—. A mí me daría que pensar.
—¡No digas tonterías! —replicó Lou—. Es imposible que esté embarazada. Tomamos precauciones.
—A veces pasa, por muy precavido que se sea —replicó Anne—. Yo que tú me haría el test.
—No estoy embarazada —insistió Lou—, estoy menopáusica.
Anne sonrió con guasa.
—Lo que tú digas. Ya se verá quién tiene razón.