Sorprendentemente, Jo y sor Bonaventura se entendieron bien desde el primer momento. Se conocieron el martes por la mañana, cuando la monja entró en la granja empujando la bicicleta y se encontró al joven acotando el terreno para instalar el nuevo cercado.
—Buenos días —lo saludó, casi sin aliento.
—Buenos días. —Jo interrumpió el trabajo y se acercó a ella—. ¿Se encuentra bien? —preguntó, preocupado por los jadeos de la monja.
—No es nada, solo estoy sofocada.
Jo señaló la bicicleta.
—Es agotador pedalear por la montaña, ¿verdad?
—¡Mucho! Hace poco que vivo aquí y todavía no me he acostumbrado a tantas subidas y bajadas.
—Sería más fácil si llevara pantalones —dijo, mirando el hábito negro.
—Muchas cosas serían más fáciles con pantalones, créeme. Pero, desgraciadamente, este año no venden pantalones en la boutique del convento.
—¡Lástima! —Jo sonrió—. Si santa Ángela de Mérici aún viviera, seguro que encargaba pantalones para todas.
—¿Conoces a la fundadora de la orden? —preguntó, perpleja, sor Bonaventura.
Jo asintió con la cabeza.
—¿Y eso?
—Cultura general, ¿no?
—En realidad, no.
—Bueno, en mi tierra lo sabe todo el mundo.
—¿De dónde eres?
—Del norte —contestó evasivamente—. ¿Y usted?
—Del sur. —Sor Bonaventura lo miró pensativa y decidió dar el tema por zanjado. Era evidente que no quería hablar de sí mismo. Así pues, echó un vistazo al prado—. ¿Lo has acotado todo tú solo?
—Sí. Y ya he terminado en el establo.
—¡Qué trabajador! —dijo en tono de reconocimiento—. ¿Me dices cómo te llamas o también es un secreto?
—No, claro que no. Me llamo Jo. Las tres damas me contrataron el sábado.
—Yo soy sor Bonaventura.
—¡Ah!, la famosa Bonnie de la que las señoras hablan maravillas. He oído hablar mucho de usted…
—Ya me gustaría a mí poder decir lo mismo de ti.
—No hay mucho que contar. Digamos que me recogió.
—¿Te recogió? ¿Quién?
—Lisa-Marie. El resto puede preguntárselo a ella, ahí viene. —Jo la saludó con la mano—. Tengo que seguir con el trabajo.
—¡Buenos días! —exclamó contenta Lisa-Marie. Llevaba unos vaqueros y un jersey de lana rosa de cuello alto, que se había subido hasta las orejas. A esas horas del día, aún hacía frío. Una gruesa capa de escarcha teñía de blanco los tejados y los coches, y el sol de la mañana no bastaba para derretirla—. Veo que ya se conocen.
—Sí.
Sor Bonaventura apoyó la bicicleta en la pared de la casa.
—Acabo de hacer té. Tomará una taza conmigo, ¿verdad? ¿Quieres té, Jo?
—No, gracias. —El joven estaba clavando una estaca—. Antes quiero terminar esto.
—¿Has desayunado?
—No.
—¿Quieres que te traiga una taza de té y un bocadillo?
—No hace falta.
—De acuerdo. —Lisa-Marie parecía un poco decepcionada, pero entonces se acordó de la monja y la invitó a entrar en casa—. ¡Venga! Dentro se está muy bien.
—¿De dónde han sacado al muchacho? —preguntó sor Bonaventura cuando se sentaron a la mesa de la cocina a tomar té de menta.
Lisa-Marie se sonrojó.
—Lo conocí en el supermercado. Casualmente, buscaba trabajo, y me lo traje.
—¿Así de sencillo?
—¿Y por qué no? Es muy serio y formal.
—Sí, claro —replicó burlona sor Bonaventura—. Pero eso no es lo primero que salta a la vista.
—¿Y qué es?
—Guapo de cara. Buen tipo. Unos ojos preciosos.
—¡Sor Bonaventura!
—Oh, vamos, Lisa-Marie. Que sea monja no significa que no tenga ojos para apreciar los encantos masculinos.
—A mí no me importan sus encantos masculinos —aseguró Lisa-Marie, que, nerviosa, se echó tres cucharadas de azúcar en el té—. Y nos ayuda mucho. ¡Pregúnteselo a Lou o a Anne!
—¿Dónde están?
—Anne ha ido a Füssen y Lou sigue en la cama. Antes ha bajado a buscar una taza de café, pero dice que tiene problemas de circulación.
—Vaya, espero que no esté enferma.
—No se preocupe. Diría que lo único que le pasa a mi querida prima es que no está acostumbrada al trabajo físico. El domingo empezamos a vaciar los armarios del tío Horst. No paramos hasta que se hizo de noche, y aún no hemos acabado.
—No es fácil ocuparse del legado de un ser querido.
—Es muy triste —confirmó Lisa-Marie—. De momento reunimos sus efectos personales en su dormitorio para que mi madre y mi tía puedan echarles un vistazo tranquilamente. Y el olor del cuarto nos lo recuerda muchísimo: una mezcla de aftershave, tabaco y suavizante. Un olor muy familiar. —Se le hizo un nudo en la garganta—. Siempre tengo la sensación de que va a entrar por la puerta en cualquier momento. Pero eso no va a pasar.
Sor Bonaventura le tomó la mano para consolarla y Lisa-Marie respiró hondo. La presencia de la monja resultaba muy tranquilizadora.
—¿Han empezado con los preparativos del funeral?
—No, lo haremos esta tarde. —Lisa-Marie bebió un sorbo de té y puso cara de asco. Estaba demasiado dulce—. Tenemos hora a las cuatro con el párroco.
—Si necesitan ayuda, no tienen más que avisarme. En el convento nos gustaría ayudar en lo que sea.
—Gracias, es usted muy amable.
—¡Buenos días! —Lou entró en la cocina arrastrando los pies y se dejó caer en el banco rinconero con un suspiro. Estaba pálida y cansada, pero al menos se había vestido. Llevaba unos leggins negros y una chaqueta de chándal de colores, y también se había maquillado un poco.
—Hola, Lou. ¿Se encuentra mejor? —preguntó sor Bonaventura cordialmente.
—Ni mucho menos —se lamentó Lou, y apoyó la frente en las manos—. Estoy hecha polvo. El puñetero gallo me ha despertado tres veces esta noche. Ha cantado a la una, a las dos y media y a la cuatro y cuarto.
—¿De verdad? —preguntó Lisa-Marie—. Pues yo no he oído nada.
—Mi habitación está muy cerca del corral. A partir de ahora dormiré con los postigos bien cerrados.
—¡Pobrecita! —la compadeció sor Bonaventura—. Tiene que estar muy cansada.
—Sí, lo estoy. Pero no puedo pasarme todo el día en la cama.
—¿Por qué no? En casa siempre lo haces —objetó Lisa-Marie.
—En casa tengo a Christoph, un televisor de pantalla plana y una cafetera decente. Pero mejor lo dejamos o acabaré llorando.
—Hay una cosa que la animará —dijo sor Bonaventura.
—¿Y qué es?
—Las abejas.
—¡Genial! —Lou hundió la cabeza entre las manos—. Claro, siempre que me encuentro mal, pienso en las alegres abejas y enseguida se me pasa…
—¡Lou! —la reprendió Lisa-Marie—. ¡Deja que nos lo cuente!
—No pasa nada. —Sor Bonaventura sonrió comprensiva—. Siempre se me olvida que no están acostumbradas a la vida en el campo. Seguro que a ustedes las abejas no les parecen fascinantes.
—Es una forma de decirlo —confirmó Lou.
—Pero ya verán que trabajar con ellas es muy divertido.
—¡Dígaselo a mi hermana! Le dan pánico todos los bichos que pican.
—Es un miedo totalmente infundado. Si se hace bien, no hay que temer que ataquen.
—¿Y qué es eso que tenemos que hacer «bien»?
—La semana que viene solo tenemos que ir a comprobar si se han reproducido y si están sanas.
—Parece sencillo.
—Y lo es. Traeré mi equipo de protección para ir con una de ustedes a echar un vistazo a las colmenas.
—Eso es para ti —dijo Lou, señalando a Lisa-Marie—. Seguro que ya te has leído el libro que trajiste, La abeja Maya nos cuenta su vida o algo por el estilo… O sea que estás preparadísima.
—¿Por qué siempre tengo que ser yo?
—No podemos decírselo a Anne.
—Ya lo sé. Pero a ti sí.
Lou no pudo justificarse porque en ese momento entró Jo en la cocina.
—Ya he acabado —dijo, y se sentó a la mesa con las mujeres.
Lisa-Marie le lanzó una mirada asesina a Lou antes de dirigirse a Jo.
—¿Quieres un té?
—Sí, gracias. —Jo hizo ademán de levantarse.
—Deja, ya lo hago yo. —Lisa-Marie le puso una mano en el hombro—. ¿Con azúcar? ¿Quieres que te unte un brezel con mantequilla?
—Eh…, sí, por favor.
—A mí tráeme lo mismo —reclamó Lou—. Masticar y remover el azúcar puedo hacerlo yo sola.
—Está bien saberlo. —Lisa-Marie se había puesto roja.
Sor Bonaventura siguió la disputa con el ceño fruncido. El tono crispado con que hablaban las dos mujeres no le gustaba, y Jo tampoco parecía muy cómodo.
—¿Por qué no nos tomamos el té fuera y me cuentas cómo piensas construir el cercado? —le propuso al joven.
Jo asintió con alivio.
—Con mucho gusto.
—¿Y el brezel? —protestó Lisa-Marie—. ¡Tienes que comer algo!
—Me lo llevo fuera —contestó Jo, y siguió a sor Bonaventura.
Lou y Lisa-Marie los miraron desconcertadas.
—Me temo que tenemos una rival. —Lou sonrió burlona y le dio un codazo amistoso a su prima en las costillas. Había olvidado la discusión de las abejas—. ¡A la buena de Bonnie le gusta Jo!
—¡No sé de qué hablas! —replicó Lisa-Marie. Ella no perdonaba tan fácilmente como Lou.
—¡Oh, vamos, Lisa-Marie!
—A mí, Jo no me interesa para nada. ¿A ti sí?
—¡No! Es muy joven. Pero no está prohibido mirar, ¿no?
—¿Y qué pasa con Christoph?
—¿Qué quieres que pase? Por si te preocupa nuestra relación, que sepas que hablamos por teléfono dos veces al día.
—No me preocupa. —Lisa-Marie dudaba. Por un lado, seguía enfadada con Lou, pero, por otro, quería hablar de un asunto con su prima. Al final, ganó la sensatez y se tragó el enfado—. Seguro que tu relación funciona. Pero no dejo de preguntarme si a Anne le va bien en su matrimonio.
Lou la miró con asombro.
—¿Por qué?
—No ha hablado ni una sola vez con su marido desde que estamos aquí.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Anne y yo les escribimos un correo electrónico a nuestras madres todas las mañanas. Luego, ella siempre les cuenta algo a sus hijos, y los tres contestan con regularidad. Además, Mia la llama de vez en cuando. Pero hasta ahora no ha cruzado una sola palabra con Stefan.
—A lo mejor habla con él sin que nos enteremos.
—No —dijo Lisa-Marie con absoluta certeza—. Se lo he preguntado esta mañana.
—¿Y qué?
—Me ha dicho que Stefan tenía guardia el fin de semana y que por eso no habrá tenido tiempo de llamar.
—Lógico.
—Puede que sea lógico, pero no es muy cariñoso. Christoph también tiene mucho trabajo y bien que te llama.
—Mmm… —Lou frunció el ceño, pensativa. ¿Tendría realmente problemas su hermana? Si era cierto, la irritaría mucho que Lisa-Marie se hubiera dado cuenta antes que ella—. ¿No crees que me lo habría dicho? —preguntó, remarcando el «me» con toda la intención.
—No sé. ¿Estás segura?
Si el comentario de Lisa-Marie la afectó, no dejó que se le notara.
—No —tuvo que admitir.
—¿Qué te parece si se lo preguntamos directamente?
—Por mí, de acuerdo. Pero no esperes que nos diga gran cosa. Anne siempre se preocupa de que todos estén bien, pero no le gusta hablar de sí misma.
—Mis hermanos me ponen de los nervios, mamá. —La voz de Mia al teléfono sonaba enfadada—. Se pasan el día delante del ordenador o pidiéndome que les haga de chofer. Y no ayudan nada en casa. ¿Pero sabes qué es lo que más me cabrea?
—¿Qué? —preguntó Anne, preocupada, mientras le indicaba con un gesto al camarero de la elegante cafetería Konig-Ludwig de Füssen que le sirviera otro café.
—Esperan que les ponga la comida en la mesa y, luego, no aprecian lo mucho que me curro los platos.
—¿De verdad te tomas la molestia de cocinar?
—Pues claro. La tía Lisa-Marie me regaló un libro de cocina por mi cumpleaños. Pero cocinar para Jan y Tom es una pérdida de tiempo. Total, se sientan a la mesa y devoran lo que sea… A partir de ahora les pondré espaguetis crudos.
Anne se aguantó la risa.
—Y aparte de eso, ¿qué tal todo?
—Bien, bien. Pero se me empieza a caer la casa encima. Me paso el día haciendo de madre y de chacha.
—¿No sales con tus amigas?
—Mamá, Chris y Lara están en Ámsterdam, ¿no te acuerdas? Y las demás están preparando el examen oral para la reválida.
—Tú también tendrías que preparártelo.
—Para el de mates no lo necesito, tengo un talento natural para los números.
Era cierto, el examen oral al que tenía que presentarse dentro de tres semanas era un puro trámite para Mia.
—Pues habla con papá. A lo mejor puede darte algún trabajo en la clínica.
—Hablar con papá es más difícil que obtener audiencia con el Papa.
—Vaya, ¿tú también te has dado cuenta?
—Tuvo guardia el fin de semana y solo llamó el sábado por la noche para preguntar si nos las apañábamos.
Anne suspiró. Era lo que esperaba.
—No ayuda en nada, y tengo unas ganas locas de echárselo en cara —se quejó Mia—. No entiendo cómo lo aguantas. ¿Cuándo hablas con él?, ¿en la cama?
—A veces. Pero normalmente se duerme enseguida.
—Tiene un trabajo muy estresante, ¿verdad?
—Sí. Y desde que es médico jefe, las cosas se han complicado aún más. —De todos modos, tendría que ocuparse más de la familia, pensó Anne, exasperada, mientras estrujaba la servilleta.
—Hablemos de otra cosa, anda —dijo Mia—. ¿Qué tal vosotras?
—Bueno, vamos tirando. Estamos ordenando los documentos del tío Horst y nos ocupamos de todo el papeleo. Hoy he ido a su banco y a su agencia de seguros. Por suerte, los contratos que tenía no eran muy complicados.
—¿Y qué tal la vida en el campo?
—Nos vamos haciendo a ella. Mi especialidad es ordeñar vacas. En cambio, Lisa-Marie se entiende mejor con las gallinas: ponen un huevo cada día.
—¿Y qué hacéis con tantos huevos?
—Tartas. Lisa-Marie hace una a diario.
Mia se rio.
—La única que tiene problemas es Lou, sobre todo con el gallo. Ya la ha atacado dos veces.
—¡Pobrecita!
—Por lo visto, no le gustan los zapatos de colores chillones. Ahora Lou siempre se pone unos botines de color azul oscuro.
—¿Y cómo os repartís el trabajo del establo?
—De ninguna manera. Tenemos un ayudante desde el sábado y él se encarga.
—¡Me alegro por vosotras! Y tú estarás más tranquila.
—Ya me gustaría a mí. Me paso el día poniendo paz entre Lou y Lisa-Marie. Ya sabes cómo son.
—No pueden ser peores que Tom y Jan…
—Uy, comparados con ellas, son inofensivos.
Mia se rio.
—A propósito de Lisa-Marie, ¿sabías que en el nuevo centro comercial de la Brückenplatz abrirán una gran librería? Casi al lado de la suya.
—No, no lo sabía —contestó Anne, consternada.
—Lo he leído hoy en el periódico. Es de una gran cadena, pero ahora no recuerdo el nombre.
—Eso podría significar el final de la librería de Lisa-Marie.
—¿No os ha contado nada?
—No. —El camarero le llevó el café. Anne le dio las gracias con un gesto y se echó unas gotas de leche en la taza—. De momento tenemos otros problemas.
—Ya, pero la nueva librería pronto será el mayor problema de Lisa-Marie.
—Es muy probable. Se lo preguntaré.
—Hazlo. Espera un momento, me llaman al móvil… ¿Sí? Hola, Tom, ¿qué quieres?… ¿Ahora? Si solo son las doce y pico… Vale, ya voy… Sí, hasta luego… ¿Mamá?
—¿Sí?
—Era Tom. Hoy sale antes de la escuela. Tengo que irme.
—Cuídate, cariño.
—Tú también.
—Ah, Mia… Cuando no aguantes más, me lo dices, ¿de acuerdo?
—Descuida. Adiós, mamá.
Ensimismada, Anne guardó el móvil en el bolso, tomó un sorbo de café y reunió las últimas migas de la tarta de queso que quedaban en el plato.
Los problemas de casa la deprimían, y no parecía que por el momento las cosas fueran a mejorar. ¡Y ahora, encima, lo de Lisa-Marie! ¿Cómo se le ocurría irse varias semanas cuando era mucho más urgente ocuparse de la librería? ¿Y por qué no les contaba sus preocupaciones? Mientras se llevaba a la boca el tenedor lleno de migas, tomó una decisión: hablaría con su prima lo antes posible.