6

—Toma, para ti. —Por la mañana, Anne le lanzó un delantal azul a Lou y ella se puso la misma ropa de trabajo que la tarde anterior.

Lou no hizo ademán de atrapar el delantal, bostezó con ganas y dejó que la prenda cayera al suelo.

—¡Lou!

—Con ese peto pareces Karlsson del tejado.

—Bueno, ¿y qué?

—¿Sabes qué hora es? ¡No son ni las siete!

—Ya lo sé. Tendríamos que habernos levantado más temprano.

—¿Más temprano? ¿Estás loca?

—En casa me levanto siempre a las seis.

—Y yo desayuno en la cama y no me meto en la ducha hasta las ocho. ¿Y si hacemos un trato?

—¿Nos levantamos a las siete y después desayunamos en la cama?

—Convierte el siete en un ocho y te ayudo.

—Cuando acabemos, podrás volver a la cama si quieres.

—Cuando acabemos, tendré que pasar dos horas debajo de la ducha. —Lou arrugó la nariz—. ¡Apesta!

—Por eso hemos venido, para limpiarlo. Anda, ponte el delantal y suelta a las gallinas.

—Se las ve muy cómodas ahí dentro. —Lou observó a las aves, acuclilladas en el gallinero con las plumas hinchadas y cacareando de vez en cuando—. Yo creo que no tienen ganas de salir. Fuera es de noche y hay niebla.

—Pronto se hará de día. ¡Abre de una vez! Y ten cuidado con Akihito.

—¿Akihito?

—El gallo. —Anne colocó el taburete de ordeñar junto a la vaca—. ¿Quieres ver cómo ordeño?

—De acuerdo —dijo Lou sin mucho entusiasmo. Recogió el delantal del suelo y se lo puso. Le quedaba muy grande—. ¡Parezco un saco!

—¿Y qué? No estamos en un desfile de modelos. —Anne dirigió la mirada a los pies de Lou—. ¿No tienes otros zapatos?

—¿Por qué? Estos son muy bonitos. —Lou contempló satisfecha sus bailarinas azul turquesa—. Son Maloles auténticas, con plantillas y tacón fino.

—Son bonitas, pero nada prácticas. Y menos en el establo.

—No te preocupes, procuraré no mancharme.

—Eso seguro —murmuró Anne, y se agachó hacia las ubres de la vaca. Se concentró en apretar los dedos en las tetillas de Mette-Marit y el cubo de la leche se fue llenando poco a poco—. ¡Me sale bien! —exclamó satisfecha.

—¡Genial! —la elogió Lou irónicamente.

—Lou. —Anne levantó la cabeza.

—¿Sí?

—Acuérdate de las gallinas.

—Vale, ya voy… —Obediente, Lou abrió la puerta del gallinero y se quedó esperando en la entrada—. Ya habéis oído lo que ha dicho mi hermana. ¡Todas fuera!

Las gallinas la miraron con desconfianza, sin dar muestras de querer abandonar el corral.

De repente, un fardo de plumas marrones salió disparado hacia Lou desde un rincón. Antes de que la pobre pudiera reaccionar, el gallo se lanzó a sus pies y, armando un gran alboroto, empezó a atacar los zapatos azul turquesa.

—¡Socorro!

Histérica, Lou le sacudió una patada y se subió a una bala de paja para ponerse a salvo. Por un momento dio la impresión de que se había salvado. Pero Akihito siguió moviendo las alas y chillando.

—¡Quítate los zapatos! —bramó Anne.

Aterrada, su hermana se quitó las bailarinas y las guardó en el bolsillo del delantal. El gallo se tranquilizó en cuanto dejó de ver los zapatos, soltó un quiquiriquí agudo y salió al patio por la puerta abierta del establo.

—Uno a cero a favor de Akihito. —Anne tuvo que hacer un esfuerzo para no reírse—. Creo que no le gusta el color turquesa.

—Y yo creo que ese bicho está loco —gruñó Lou—. Está loco y es peligroso.

—Ya te he dicho que te pusieras otros zapatos.

—¿Y ahora qué? Descalza no puedo ayudarte.

—Hay botas de goma en el armario.

—¿Quieres que me ponga unas botas de goma usadas? ¿Va en serio?

—Solo quiero que me ayudes, me da igual con qué calzado. ¡Y es para hoy! —La cabeza de Anne desapareció debajo de la barriga de la vaca.

Lou suspiró, se bajó de la bala de paja y fue hacia el armario descalza, caminando como un pato y con cara de asco.

—Vete tú a saber lo que pillaré aquí —refunfuñó en voz baja.

Sin embargo, hizo lo que le había ordenado su hermana: guardó las bailarinas y se puso unas botas de agua marrones. Luego volvió y miró con cautela en el interior del gallinero. Las gallinas seguían allí, muy juntas, observándola con desconfianza.

—¡Fuera! ¡Va! —ordenó Lou—. No tengo todo el día.

—Si te apartaras de su camino, a lo mejor saldrían —dijo Anne.

—¿Tú crees?

Lou dio unos pasos hacia atrás y estuvo a punto de tropezar con un rastrillo que Lisa-Marie había dejado apoyado en la pared el día anterior.

—¡Esto es un peligro! —se quejó en voz baja, y se ciñó el delantal a la cintura.

—A lo mejor consigues atraerlas con comida —propuso Anne, y señaló un saco grande que estaba junto al gallinero.

Lou tomó un puñado de pienso y se lo tiró a las gallinas, que se asustaron y se separaron ruidosamente, sin dejar de cacarear.

—No tienes que tirárselo encima, tienes que atraerlas hacia fuera —la riñó Lisa-Marie.

Lou se volvió enfadada hacia la puerta del establo.

—¿Qué haces tú aquí? ¿No tenías que ir a comprar?

—Ahora voy. Solo he venido a darte esto.

Le dio una espátula grande.

—¿Para qué la quiero?

—Es para el gallinero —dijo Lisa-Marie con una sonrisa burlona.

—¿Hay que pintar las paredes?

—Las paredes están bien, pero mira el suelo.

Lou lo miró con desconfianza y, de repente, comprendió.

—¿Pretendes que quite los excrementos de las gallinas con esto?

—También puedes arrancarlos con las uñas, aunque te hayas hecho la manicura. —Lisa-Marie no se esforzó lo más mínimo por ocultar la risa—. Pero supongo que acabarás antes con la espátula.

—¡Anne! ¿Lo dice en serio? —Lou se dirigió a su hermana pidiendo ayuda, pero esta se encogió de hombros y la miró con gesto compasivo.

—Sí, Lou. Lo siento.

—Cuanto antes empieces, antes terminarás. —Lisa-Marie miró la hora en su reloj de pulsera—. Tengo que irme.

Lisa-Marie condujo despacio a través de la niebla matinal en dirección a Füssen. A esas horas de la mañana había poca gente por las calles y no tuvo problemas para encontrar un aparcamiento frente al centro comercial. En la ciudad, el sol tampoco había conseguido abrirse paso entre la niebla, lo único que iluminaba la zona era la luz chillona de las letras de neón que había encima de la entrada del supermercado. Tiritando de frío, agarró un carrito y se dio prisa por llegar al calor de la tienda.

—Hace frío, ¿verdad? —En la cafetería del centro comercial había un joven sentado a una mesa con un capuchino.

Lisa-Marie pensó que no sería mala idea tomarse un café. No había desayunado y necesitaba con urgencia una buena dosis de cafeína. Así pues, saludó con un gesto amable al hombre, buscó un asiento libre y pidió un café doble y un bollo con mermelada de ciruela. El bollo aún estaba caliente y olía a dulce y a fruta. Hambrienta, le dio un mordisco y repasó en su cabeza la lista de la compra.

Faltaba de todo. Por la mañana había hecho una ronda por la casa y no había encontrado reservas de comida ni en la cocina ni en el congelador, tampoco en el sótano. Por lo visto, el tío Horst compraba lo justo para el día.

Sin embargo, curiosamente se desvivía por los animales. El establo y el granero estaban bien surtidos, y también había mucha comida para gatos.

¿Cómo podía vivir así? Lisa-Marie estaba acostumbrada a tener provisiones en casa, pues a menudo se quedaba hasta tarde en la librería y no tenía tiempo de ir a comprar. El tío Horst, en cambio, debía de ir cada día al pequeño supermercado junto a la iglesia. Tal vez porque no tenía coche y no podía cargar mucho, o tal vez porque de ese modo salía de casa y veía gente.

«Gente de verdad»: las palabras que Lou le había dicho la noche anterior le resonaban en la cabeza. La crítica de su prima la había afectado más de lo que estaba dispuesta a reconocer. ¿Qué sabía la guapa, segura y triunfadora Lou de sus intentos de conocer a un hombre? Lou, simplemente, había tenido la suerte de que Christoph se cruzara en su camino.

Ella, en cambio, a pesar de haberse apuntado a grupos de baile y clubs deportivos, no había conseguido encontrar al hombre adecuado. Al menos no «verdaderamente». ¿Qué tenían de malo las citas virtuales y conocerse por Internet?

—¡Nada! —murmuró con la boca llena.

El joven que se sentaba a la mesa de al lado la miró extrañado, pero Lisa-Marie no le hizo caso.

Sus pensamientos llegaron al engorroso tema que le preocupaba desde hacía tiempo: la situación económica de la librería. Sabía que estaba a un paso de la quiebra. La indemnización que le iba a dar el constructor cubriría los gastos de los próximos meses y le aseguraría un pequeño sueldo. Pero ¿y luego? A la larga tendría que compensar los gastos con sus ahorros. Estaba claro que necesitaba dinero urgentemente si no quería perder la tienda. Pero ¿de dónde iba a sacarlo?

No quería pedir ayuda ni a su madre ni a su familia, eso lo tenía claro. ¿Cuánto sacarían si vendían la granja? Avergonzada, apartó enseguida esa idea de su mente. ¿Cómo podía pensar en vender la finca en la que su familia había vivido tantos momentos felices? Eso era una canallada, un pensamiento desalmado, ¡pura codicia!

Deprimida, se terminó el café. Después se abrió paso entre las estanterías del supermercado y fue llenando el carrito con todo lo que estaba apuntado en la lista de la compra. Al final, se dirigió a la sección de «Casa y jardín» y se detuvo junto a la leña. Un dependiente con delantal gris, que estaba sentado en una pequeña carretilla elevadora, la saludó cordialmente.

—¿Puedo ayudarle en algo?

—Sí, quería un paquete de leña —dijo, señalando la pila.

—¿Un paquete?

—¡O lo que sea!

—La vendemos por metros cúbicos, medio o uno entero.

—Pues, entonces, medio metro cúbico de leña de haya.

—Mmm… —El hombre la miró con curiosidad—. Usted no es de por aquí, ¿verdad?

—No, ¿por qué? ¿Solo pueden comprar leña los autóctonos?

—No, no es eso… ¿Ha dicho medio metro cúbico? ¿Está segura?

—Oiga, sé perfectamente lo que es medio metro cúbico —contestó Lisa-Marie, respondona. Aunque en realidad no tenía ni idea, le molestaba que el dependiente no la tomara en serio.

—De acuerdo —transigió finalmente—. ¿Ha traído la camioneta?

—No, pero en un Escarabajo caben más cosas de las que la gente cree.

—¿Un Escarabajo? —Al dependiente le costó aguantarse la risa.

—Sí, un Escarabajo. Cuando acabe de reírse, ¿sería tan amable de poner la leña en mi carrito de la compra?

—¡Pues claro!

El hombre puso en marcha la carretilla y levantó de la pila un cajón grande lleno de leña.

—¿Dónde quiere que lo ponga?, ¿encima del pan tostado? —preguntó de muy buen humor.

Lisa-Marie se quedó mirando la leña con asombro.

—¿Puedo llevarme ahora solo una parte de la carga? —preguntó con la boca pequeña y la mirada suplicante—. Y vuelvo otro día a por el resto.

El hombre bajó lentamente la leña hasta el suelo.

—De acuerdo, porque es usted. ¿Quiere que le ayude a cargarla en el coche?

—¡No, gracias!

No quería que siguiera burlándose de ella. Prefería cargar sola la leña.

Diez minutos después, se arrepentía de la decisión. Ya había metido la compra en los asientos de atrás y ahora salía del supermercado empujando el carrito lleno de leña. A pesar de la niebla que cubría el valle, sudaba por todos los poros. ¡Costaba mucho empujar aquel carro!

—¿Me permite?

El joven que estaba en la cafetería puso las manos junto a las suyas en el asidero y el carrito avanzó enseguida.

Lisa-Marie lo soltó aliviada.

—¡Gracias!

—¿Dónde tiene el coche?

—Allí —dijo, señalando el Escarabajo.

—¡Qué divertido! ¿Cómo se le ocurrió lo de los puntos?

—Bueno —empezó a decir Lisa-Marie, y se secó el sudor de la frente—, yo me llamo Marie y eso es un «escarabajo». Una mariquita, por así decirlo. No sé si me entiende…

—Sí. —El joven sonrió divertido—. ¡Una idea genial!

—Gracias.

Lisa-Marie tomó aire. Aquel hombre la turbaba. Tenía una sonrisa fascinante, y también valía la pena mirar el resto. Alto, fuerte, bronceado y muy joven. Un poco apenada, calculó que como mucho tendría veinte años. Melena corta, suelta y de color castaño. Y esa mañana no se había afeitado.

A pesar de todo, no parecía desaseado. La camiseta blanca y los vaqueros no estaban planchados, pero sí limpios. Llevaba una mochila grande a la espalda, que dejó en el suelo al llegar al coche.

—Ya hemos llegado.

—Sí. —A Lisa-Marie no se le ocurrió ningún comentario más inspirado.

Revolvió en el bolso con nerviosismo y sacó las llaves. Por el rabillo del ojo vio en el supermercado al dependiente caradura. Tenía la nariz pegada a la ventana y parecía observarla. Probablemente esperaba que le pidiera ayuda.

—¿Quiere que la cargue en el coche? —preguntó el joven.

—Sí, gracias.

¡Le venía como anillo al dedo! Aliviada, abrió el maletero y se apartó a un lado.

El chico trabajó en silencio y con eficiencia. El montón de leña del carrito bajaba minuto a minuto. Cuando el maletero se llenó, Lisa-Marie vació los asientos de atrás y, con ayuda del joven, consiguió meterlo todo en el coche.

—No te lo creías, ¿verdad? —murmuró, triunfal, mientras saludaba con la mano al dependiente, que seguía tras el cristal cuando fue a devolver el carrito a la entrada del supermercado.

Al regresar al coche, abrió el monedero y sacó un billete de diez euros.

—¡Toma! —dijo, ofreciéndole el dinero al joven—. ¡Muchas gracias por la ayuda!

El chico meneó la cabeza en señal de rechazo.

—No quiero dinero, gracias.

—Oh, pero cómo…

—¿Cómo puede compensarme? Bueno, ¿no tendrá trabajo para mí, por casualidad?

Lisa-Marie estuvo a punto de decir que no, que lo sentía mucho, pero luego lo pensó mejor. En realidad, les vendría bien un poco de ayuda en la granja. Limpiar las cuadras requería muchísima energía, lo había experimentado en sus propias carnes la tarde anterior. Y también había que apilar la leña, poner un cercado y hacer unos cuantos trabajitos en la casa y en el jardín. ¿Se arriesgaba a contratarlo sin hablarlo antes con sus primas?

Seguro que Lou no tendría nada en contra de que un ayudante se encargara de las tareas pesadas y sucias. ¿Y Anne? Probablemente se alegraría de poder hacerle de madre a alguien. Lo miró de arriba abajo. ¿Qué pediría a cambio?

—Trabajo a cambio de alojamiento, comida y un pequeño sueldo de… digamos cincuenta euros semanales.

Lisa-Marie bajó los ojos, avergonzada. Por lo visto, aquel joven podía leer el pensamiento.

—¿Has trabajado alguna vez en una granja?

—Sí, en Suabia, en la sierra del Jura. Tres meses.

—Entonces estás familiarizado con la vida en el campo.

—Claro que sí. Sé ordeñar, limpiar los establos y, si hace falta, sacrificar una gallina.

Lisa-Marie se estremeció.

—Eso no será necesario.

—Mejor.

—¿Cuántos años tienes?

—Veintiuno.

—¿Y cómo te llamas?

—Jo.

—¿Jo? Curioso nombre.

—Sí, jojojo.

Tenía sentido del humor y respuesta para todo.

—¿Por qué viajas solo? Tú no eres de aquí, se te nota en el acento.

—Usted tampoco. —Sonrió. Cuando sonreía, estaba buenísimo.

—Ya te contaré mi historia después. Ahora te toca a ti.

—No hay mucho que contar —dijo, encogiéndose de hombros—. Me he tomado un respiro de mi familia y voy tirando con trabajos ocasionales.

—Ya. —Seguro que esa no era toda la historia, pero Lisa-Marie se decidió de todos modos—. ¿Quieres echarnos una mano en nuestra pequeña granja?

—Sí, claro. ¿Significa eso que tengo trabajo?

—Sí. ¡Anda, sube! Tendrás que llevar la compra encima de las piernas.

—¡Lisa-Marie! ¿En qué pensabas?

—Yo, eh…

—Está visto que en nada. Cuando ayer te aconsejé que tuvieras citas «reales» con gente «de verdad» no me refería a que salieras corriendo a secuestrar al primer chico que te encontraras en un supermercado.

Lou se quedó estupefacta. Había sabido contenerse mientras Lisa-Marie les presentaba a su acompañante en la puerta de la entrada, pero ahora que Jo estaba en el cuartito de la planta baja, contiguo al aseo de cortesía, dio rienda suelta a su enfado. Sacó la compra de las bolsas con rabia y arrojó parte de los comestibles sobre la mesa.

—No lo he secuestrado —se defendió Lisa-Marie, mientras guardaba la comida en el frigorífico—, ha venido él voluntariamente.

—¿Y cómo te imaginas que será ahora la convivencia? Ya tenemos bastantes problemas las tres. Solo nos faltaba una réplica en joven de Johnny Depp. Lo liará todo.

—No es verdad —replicó Lisa-Marie—. Nos ayudará.

—¿A qué? —Lou tiró una lata de lombarda sobre la mesa—. No lo necesitamos para discutir, eso ya lo hacemos de maravilla sin su ayuda…

—Pero nos iría bien en el establo, para poner el cercado y cargar la leña.

—No parece un campesino.

—Nosotras tampoco y aquí estamos.

—Creo que Lisa-Marie tiene razón —intervino Anne. Estaba en la puerta de la cocina, con el gato en brazos, que la seguía a todas partes—. Tenemos que darle una oportunidad.

Como de costumbre, su hermana le rompió los esquemas con su voz suave.

—¿Ah, sí? —preguntó Lou, extrañada, y dejó de tirar las cosas encima de la mesa en señal de protesta—. ¿Por qué?

—Se ha ofrecido a encargarse del trabajo duro en el establo —dijo Anne—, con lo que no hará falta discutir por ver a quién le toca. Un lío menos.

Tiene razón, pensó Lou, y, con un ligero escalofrío, se acordó del encontronazo con Akihito y de la porquería del gallinero. Aunque luego se había bañado, le parecía que aún llevaba el mal olor impregnado en la piel y en el pelo. La idea de que alguien se hiciera cargo del trabajo sucio era tentadora. Pero aún no estaba dispuesta a ceder.

—¿Y qué más?

—Si no tenemos que ocuparnos del establo, tendremos tiempo para otras cosas.

—¿Por ejemplo?

—El funeral del tío Horst. Aunque no se celebrará hasta dentro de unas semanas, hay que organizar algunas cosas. ¡Y piensa en los papeles y en la herencia! Tenemos que decidir qué va a pasar con la granja y los animales.

—Eso es asunto de mamá y de tía Katharina, ¿no?

Anne se dio cuenta, satisfecha, de que su hermana aceptaba sus argumentos. La resistencia de Lou se resquebrajaba por momentos.

—Pues claro que decidirán ellas. Pero ¿no creerás en serio que pueden arreglarlo solas?

—No —dijo Lou, después de pensarlo un poco.

—Gracias a Jo, tendremos tiempo para preocuparnos de esas cosas.

—Ya. —Lou asintió con la cabeza—. ¿Y cuánto quiere cobrar?

—Cincuenta euros a la semana, y alojamiento y comida gratis.

—No es mucho —comentó Anne—. Mis hijos exigen veinte euros por pasar el cortacésped.

—¿Y bien? ¿Significa eso que puede quedarse? —Lisa-Marie cerró la puerta del frigorífico y se levantó resoplando.

—Por mí, vale —gruñó Lou—. Con la condición de que no la líe.

—¿Y cómo va a liarla? —preguntó Anne.

—A lo mejor le da por invitar a un montón de chicas y montar fiestas desenfrenadas en el patio —dijo una voz burlona detrás de ella.

Anne se volvió, sobresaltada, y estuvo a punto de soltar al gato. Jo pasó por su lado sonriendo y entró en la cocina. Se había cambiado de ropa y ahora, en vez de los vaqueros, llevaba unos pantalones de algodón de color verde oliva.

—O, mejor aún, las invito a las tres a una fiesta. —Jo se acercó lentamente a la mesa—. Las emborracho y les robo las joyas. Lou lleva un anillo de diamantes en el dedo.

Le agarró la mano, se la levantó y dejó que el anillo brillara a la luz del sol. Lou apartó la mano con cara de no saber dónde meterse.

—Y el collar de plata de Lisa-Marie también es muy bonito.

Le acercó la mano al cuello y le tocó el collar.

Lisa-Marie tragó saliva. Mientras tanto, Anne dejó al gato en el suelo y se puso en jarras.

—No seas tan descarado, jovencito —le advirtió.

—Oh, vamos, ¡era broma! —Jo se rio—. ¿No creerán en serio que me he instalado en su casa para robarles?

—Eh… —balbuceó Lou.

—… pues claro que no —completó la frase Lisa-Marie con una sonrisita tonta.

—No soy un delincuente —recalcó—. Les aseguro que solo necesito un techo bajo el que vivir, y me lo ganaré trabajando.

Lou y Lisa-Marie asintieron impresionadas. Anne las observaba con asombro. ¿Qué les pasaba?

—¿Cuántos años tienes, Jo? —preguntó.

—Veintiuno.

—Veintiuno —repitió Anne—. Mi hija mayor acaba de cumplir diecinueve. O sea que podrías ser mi hijo. —Dirigió una mirada de advertencia a las otras dos mujeres—. O el hijo de Lou o de Lisa-Marie.

—De acuerdo, lo he entendido.

—No lo he dudado ni por un momento —contestó Anne cordial. La cuestión era si su prima y su hermana también habían comprendido a qué se refería—. Habrá que fijar ciertas normas de convivencia —prosiguió.

—Por mí, perfecto —dijo Jo, y se encogió de hombros.

—Por lo visto, no quieres contarnos de dónde eres ni quién eres.

—Exacto.

—Nos parece bien, siempre y cuando tú no te entrometas en nuestros asuntos.

—No pensaba hacerlo.

—Nada de fiestas.

—De acuerdo.

—El piso de arriba es territorio prohibido para ti.

Jo enarcó las cejas y asintió. Le hacía gracia la advertencia.

—Vale.

—Y solo podemos garantizarte trabajo para unas semanas. Aún no sabemos qué pasará después.

—Lisa-Marie ya me lo ha dicho en el coche.

—Pues ya está todo aclarado.

—De acuerdo. ¿Puedo irme?

—¿Adónde?

—Primero, a apilar la leña. Y luego a echar un vistazo a la granja. Si no me salto ninguna norma, claro.

—En absoluto. Puedes irte. —Anne le señaló cordialmente la puerta y, cuando se había marchado, se volvió hacia Lou y Lisa-Marie—. Veintiuno. Sin dirección. Un temporero. —Pronunció las palabras en voz alta y muy clara—. Lo repito: ¡Veintiuno!

—Pero es una monada —contestó Lisa-Marie con una risita.

—¿Has visto qué ojos más bonitos? —preguntó Lou—. ¡Qué gracia cuando conozca a Bonnie!