5

—Conque a gusto en el establo, ¿eh? Tendría que estrangularte por haberlo dicho —murmuró Anne al cabo de media hora. Estaba sentada en un taburete de madera, apretando la frente contra el flanco de una vaca parda alpina que se llamaba Mette-Marit.

Horst Zabel había puesto nombres de miembros de la realeza europea a todas las vacas. Al lado de Mette-Marit, estaba Reina Isabel, que mordisqueaba heno alegremente en el mismo compartimento. También había una Beatriz, una Letizia, un buey llamado Guillermo Alejandro y un ternero que respondía al nombre de Carlos Gustavo.

«Solo dan leche Mette-Marit y Letizia, las otras dos son muy viejas», les había dicho sor Bonaventura al entrar en el establo.

«¿Y de quién es el ternero?», preguntó Anne mientras acariciaba la piel suave de Guillermo Alejandro.

«De Letizia. Un campesino que dejaba su granja se las dio a su tío. Mientras el ternero mame, no hace falta ordeñar a Letizia, solo a Mette-Marit. Han tenido suerte».

Ahora, cara a cara con una vaca antojadiza, Anne dudaba de que lo de ordeñar pudiera ser una «suerte». Tenía que intentar arreglárselas con el inquieto animal en un espacio muy reducido. Mientras arrastraba el taburete hacia Mette-Marit con cuidado, le tocó sin querer las ubres. La vaca volvió la cabeza y la miró sorprendida.

—No pasa nada. —Sor Bonaventura intentó tranquilizar al animal y le dio una palmadita suave en el trasero—. Está un poco nerviosa porque no la conoce —le dijo a Anne.

—Pues ya somos dos, porque yo también estoy nerviosa —contestó Anne riendo.

—Pareces el tío Horst —dijo Lisa-Marie, de buen humor.

Anne llevaba unas botas de goma enormes, unos pantalones de trabajo azules con tirantes y una gorra de béisbol vieja.

—Ahí detrás hay más ropa de trabajo. —Sor Bonaventura señaló un armario viejo que había en un rincón del establo—. Cámbiese usted también, Lisa-Marie. Así les enseñaré a ordeñar a las dos.

Obediente, Lisa-Marie se puso en marcha. Al pasar por delante de un espacio cercado con tela metálica de malla fina, la curiosidad lo hizo detenerse.

—Es el gallinero —dijo sor Bonaventura innecesariamente, puesto que era imposible no ver ni oír el aleteo y el cacareo de las aves—. Saben que van a darles de comer enseguida.

Lisa-Marie contó diez gallinas y un gallo.

—¿Por qué no están sueltas?

—Las he encerrado yo porque no sabía cuándo llegarían ustedes. Por la mañana pueden volver a soltarlas.

—¿Y cómo las devolvemos de noche al corral? —preguntó Anne.

—Vienen solas en cuanto oscurece.

—¿De verdad? —Anne no parecía muy convencida.

—Pues claro. Son unas aves inofensivas y muy pacíficas —bromeó sor Bonaventura—. Bueno, excepto Akihito.

—¿Akihito?

—Es el gallo. Horst lo compró este invierno en un circo ambulante que acampó por aquí cerca. Akihito es muy viejo y bastante sociable. Pero tiene algunas manías.

—¿Por ejemplo? —Interesada, Lisa-Marie se acercó a la reja y miró al gallo con curiosidad. Akihito levantó la cabeza, se sacudió las plumas marrones y, con sus ojitos amarillos, le devolvió una mirada hostil.

—Duerme mucho y canta cada vez que se despierta, da igual la hora que sea —dijo sor Bonaventura—. Además, ataca inesperadamente a cualquiera que se interponga en su camino.

—¡Glups! —murmuró Lisa-Marie, dando un paso atrás—. Pues mejor no me acerco. ¿Cada cuánto hay que limpiar el gallinero? —preguntó mientras abría el armario y agarraba unos pantalones, unos zapatos y una gorra.

—Cada dos o tres días.

—¿Podemos dejarlo para mañana?

—Sí, claro.

—¡Estupendo! Pues que lo haga Lou mañana.

Anne sonrió, pero no dijo nada. Cuando Lisa-Marie, equipada con unos zuecos verdes, pantalones de peto marrones y un sombrero floreado de verano, se puso al lado de la vaca, sor Bonaventura empezó la clase de ordeño.

—Tienen que poner la mano alrededor de la tetilla, con el pulgar hacia arriba. Y luego, uno tras otro, ir apretando con el dedo índice, el corazón, el anular y el meñique, mientras tiran un poco hacia abajo. Así, más o menos. —Les hizo una demostración sin mayor esfuerzo, y enseguida cayó leche al suelo.

—Parece fácil. —Anne se agachó hacia las ubres, cogió una tetilla y empezó a mover los dedos.

—¿Sale algo? —Lisa-Marie miraba con curiosidad desde el otro lado, entre las patas de la vaca.

—No. —Anne se sacudió la mano—. Pero creo que me ha dado un calambre en un dedo.

Sor Bonaventura sonrió ampliamente.

—Es cuestión de práctica. Solo tiene que relajarse.

—«Relajarse» —repitió Anne en voz baja, cuando la monja se fue un momento a buscar un cubo—. Es fácil decirlo. —Tiró otra vez de la tetilla.

—¡Mira, ya sale! —gritó Lisa-Marie, contenta. Un chorrito de leche salpicó las botas de Anne.

—¡Ya sé ordeñar! —exclamó Anne, entusiasmada, y le dio unas palmadas a Mette-Marit en el trasero.

Desgraciadamente, la vaca no compartió su alegría. Al contrario. Se asustó tanto que coceó con las dos patas y tiró a Anne del taburete a la paja.

—¿Te has hecho daño? —preguntó Lisa-Marie preocupada.

—No lo sé. —Anne se levantó gimiendo y se frotó el muslo, que le dolía—. Esta vaca tiene mucha fuerza, ya verás como mañana me sale un moratón enorme.

—¿Qué hace ahí? —preguntó sor Bonaventura, enarcando las cejas, y puso el cubo debajo de las ubres de Mette-Marit.

—Ya sé ordeñar —dijo Anne con orgullo—. ¿Quiere verlo?

—Pues claro —contestó sor Bonaventura—. Y luego siga usted sola mientras Lisa-Marie y yo damos de comer a las gallinas y limpiamos el establo.

Entretanto, Lou hacía la compra en el pequeño supermercado situado junto a la iglesia. Había tardado más de lo esperado en llegar, pues los pies le dolían muchísimo. Los zapatos de tacón no encontraban apoyo en el camino sin asfaltar, se hundían en el suelo y le rozaban los talones. Al final tuvo que recorrer la calle principal de puntillas, haciendo equilibrios. ¡Maldita sea! ¿Por qué el tío Horst nunca se había preocupado de pavimentar el acceso a la granja?

Ahora estaba por fin en la tienda, cojeando de estantería en estantería.

—Tiritas —murmuró, mientras echaba un vistazo alrededor.

Finalmente, en una sección especial de productos sanitarios encontró lo que buscaba. Después metió pan, mantequilla, queso, tomates, té y un paquete de café en el cesto de la compra. Con eso bastaría, de momento. No podía cargar con más cosas. Lisa-Marie ya se encargaría de hacer la compra grande con el coche al día siguiente.

Mientras colocaba los productos en la cinta de la caja, se dirigió a ella una mujer mayor que estaba en la cola. Llevaba un abrigo de invierno grueso y negro y unas botas de agua amarillas.

—Tu’ss l’hij de Helene, ¿no? —En aquella cara arrugada que se dejaba ver por debajo de un gorro de lana rojo, se dibujó una sonrisa. Una bocanada de olor a ajo embistió a Lou, que instintivamente dio un paso atrás.

—¿Cómo dice?

—Tu’ss l’hij de l’herrrmana de Horst.

Lou solo entendió «hermana» y «Horst», pero imaginó a qué se refería.

—Sí, soy Lou, una sobrina de Horst.

—Io ssoi de cal Schäffler. Traudl Hösle. M’cncess, ¿no?

—¡Señora Hösle! —Aliviada por haber entendido al menos el nombre, Lou asintió. Entonces recordó a la señora mayor que vivía con su marido en la granja vecina y que en los últimos años había ayudado a su tío en las tareas de la casa. La señora Hösle hablaba en bávaro y vocalizaba poco, pero era una mujer muy afable y servicial. Por desgracia, desde siempre era una gran aficionada a comer ajo.

—¿Béiss iega’hoy? —La señora Hösle lanzó una bocanada de ajo en su dirección.

Lou se encogió de hombros sin saber qué contestar.

—Ssí, ssegurrr q’hoy —se contestó a sí misma la señora Hösle—. La acompaño en el sentimiento —dijo haciendo un esfuerzo por hablar en alemán neutro.

—Gracias.

—El marrrt’ss trabjó n’el jarrrdín y a l’otrrr día ia no’sstaba. ¡Terrrrble!

—Sí —murmuró Lou indecisa, y confió en que no se le notara que no la había entendido. Por suerte, se le ocurrió una pregunta que seguramente encajaría bien en la conversación.

—¿Cómo está su marido? ¿La operación ha ido bien?

—Ssí, h’ido bien. Dentrro doss ssmanass’tará en casssa.

Puesto que la señora Hösle seguía sonriendo amablemente, Lou supuso que no había habido complicaciones.

—¡Fantástico! —dijo, y respiró hondo al comprobar que le tocaba el turno en la caja. Se entretuvo poniendo minuciosamente la compra en una bolsa con la esperanza de ganar tiempo. Si no preguntaba nada, la señora Hösle tampoco diría nada.

Sin embargo, la señora Hösle era muy parlanchina.

—Tegn’l coch’aquí —dijo—. ¿Querrrss que te ieve?

—¿En coche? —preguntó Lou.

La señora Hösle asintió.

—Eh…

Aunque las ampollas de los pies la torturaban, un trayecto en coche con una mujer a la que no entendía y que apestaba a ajo era lo último que le apetecía. Pero ¿qué podía contestarle? Echó un vistazo a la calle y vio el escaparate de una farmacia en la acera de enfrente.

—Aún tengo que ir a la farmacia —dijo, aliviada por haber encontrado una excusa.

—¿Querrrss que t’esperrr? —se ofreció la señora Hösle, que ya había pagado también y, como Lou, se disponía a salir del supermercado.

—Uy, no, tardaré un buen rato. Tengo que… eh… —Lou entornó los ojos para leer mejor los carteles publicitarios de la farmacia—. Sí, exacto, tienen que tomarme la presión y el nivel de azúcar.

Si hacía falta, ¡lo haría!

La señora Hösle la miró preocupada.

—¿Tas’nferrrma?

Lou rio forzadamente.

—No se preocupe, gracias, estoy bien. Solo un poco estresada. —Agarró la bolsa y dirigió un gesto de despedida a la señora Hösle—. Hasta luego. ¡Y muchas gracias por cuidar de los animales!

Se dirigió a toda prisa a la farmacia. Una mirada de reojo le indicó que la señora Hösle la seguía observando. No le quedaba más remedio que entrar en la farmacia a comprar algo.

—Maldita sea, ¿no podría haber aquí una tienda de moda? —renegó en voz baja.

En una boutique podría mirar sin que la molestaran, algo que no podía hacer en una farmacia. Un señor mayor, calvo y con bata blanca apareció enseguida detrás del mostrador.

—Buenas tardes, ¿qué desea?

Lou pensó con urgencia qué podía pedir.

—Caramelos para la tos —dijo finalmente, y carraspeó con fuerza.

—¿Para tos seca o para tos productiva? —preguntó el farmacéutico.

—Seca. ¿No lo ha oído?

A pesar del comentario desabrido, el hombre no abandonó su amabilidad:

—¿Tiene dolor de garganta?

—No, solo tos.

—¿Es alérgica a algo?

—No.

Lou vio por el rabillo del ojo que la señora Hösle subía al coche y se iba. Respiró hondo.

—¿Los quiere rellenos?

—Me da igual.

—¿Los prefiere de la zona?

—Bueno.

¡Qué más le preguntaría aquel hombre!

—Tenemos estos de pino carrasco, estos con extracto de heno de las montañas y estos, que son nuevos y son de abeto rojo. —El farmacéutico puso tres bolsitas encima de la mesa.

—Me llevo los tres.

El hombre la miró con asombro.

—¿Está segura?

—Sí.

Lou sacó el monedero y pagó.

—No se los tome mezclados —le advirtió el farmacéutico.

—No iba a hacerlo —aseguró Lou, mientras salía del establecimiento.

Bien pensado, esa provisión de caramelos para la tos le duraría hasta el final de sus días. A lo mejor le daba una bolsita a Lisa-Marie y otra a Anne. Los caramelos con extracto de heno de las montañas los guardaría para Christoph. A él le gustaban los sabores extravagantes.

—¡Ah, Christoph! —suspiró con añoranza, y sacó el móvil del bolso. A esas horas, seguramente estaría en la redacción y tendría el teléfono sobre la mesa del despacho.

Contestó tras el primer tono.

—¡Hola, preciosa! ¿Ya habéis llegado? ¿Qué tal el viaje?

Le sentó bien oír su voz. Lou se dio cuenta de repente de lo cansada que estaba. Agotada. Pero no pensaba admitirlo delante de Christoph.

—Fenomenal —dijo, esforzándose por hablar en tono animado—. Ni te imaginas lo bien que nos lo pasamos. Nos entendemos de maravilla y descansaremos…

—Estoy molida —reconocía Anne al mismo tiempo, hablando por teléfono con su hija— y hecha una porquería. Huelo que apesto a boñiga de vaca y tengo un moratón enorme en el muslo. Pero, la verdad, ¡esto es muy divertido! —Fue andando lentamente por el jardín en dirección a la casa.

—¿En serio has ordeñado una vaca? —Mia se tronchaba de risa—. ¡Qué lástima no haberlo visto!

—Sor Bonaventura dice que lo hago muy bien. ¡Me gustaría que la conocieras! Es una joya, ayuda en todo, tiene buen humor y muchísima paciencia.

—Aquí no me vendría mal alguien así.

Anne se acordó con mala conciencia de sus deberes maternales.

—¿Cómo estáis vosotros? ¿Te las apañas?

—Bueno, sí… Las cosas funcionan… más o menos.

—¿Y qué tal el examen de inglés?

—Era fácil. Y ya he acabado todos los exámenes escritos, ¿no es genial?

—Sí, y me alegro mucho. ¿Qué dice papá? ¿Ya ha llegado?

—No, claro que no.

Anne se mordió los labios, enfadada. Stefan hacía horas extras, como de costumbre, y no volvería a casa hasta la noche. ¿Le daba igual que Mia estuviera sola con los chicos? ¿Se daría cuenta de que su mujer no estaba a su lado en la cama?

—¿Qué hacen tus hermanos?

—Se han calentado una pizza y ahora están viendo la tele. Como cualquier viernes.

Anne asintió satisfecha y se sentó en el banco azul. Al menos esa noche Mia estaría tranquila.

—¿Y qué vas a hacer ahora? ¿Vas a salir a celebrar el final de los exámenes?

—¡Pues claro! Las chicas pasarán a recogerme de un momento a otro. Vamos a la ciudad.

—Ten cuidado, ¿me oyes?

—Sí, mamá. Dales recuerdos a mis tías y a las vacas.

—Y tú dales un beso de mi parte a tus hermanos. Hasta pronto.

Anne se guardó el móvil en el bolsillo de los pantalones, estiró la pierna, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Así era como mejor se pensaba.

Por desgracia, la conversación con su hija demostraba una vez más que las cosas no cambiaban tan deprisa en una casa. En vez de encargárselo a Mia, podría haber contratado a una asistenta para que se ocupara de los chicos. De todos modos, Stefan no se daría cuenta de nada. No, el viaje a Algovia no solucionaría sus problemas. Pero al menos olvidaría por unos días su triste vida, ¡y eso le sentaría bien!

Por primera vez en mucho tiempo tuvo la sensación de que había hecho algo nuevo y extraordinario. Le dolían todos los dedos de la mano, pero había llenado el cubo de leche hasta arriba. ¡Y lo había hecho ella sola!

Cansada, pero extrañamente contenta, levantó la cabeza y dejó vagar la mirada por la granja. El sol había desaparecido por detrás de las montañas y la oscuridad caía poco a poco sobre el valle. Las campanas melodiosas de la iglesia tocaban a misa vespertina. Una bandada de gorriones revoloteaba ruidosamente alrededor de una forsitia y parecía mirar de reojo y con recelo a un gato que se había acurrucado debajo de la planta.

—Ven aquí —lo llamó Anne, y el gato, moteado en blanco y negro, le saltó al regazo sin dejar de ronronear—. Tú vives en la granja, ¿verdad? Pero no me acuerdo de ti.

El gato no pareció tomárselo a mal y se arrellanó cómodamente encima de las piernas de Anne.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Anne, y levantó una chapita en forma de corazón que llevaba colgada en el collar—. Mmm…, hay que decir que al tío Horst le gustaban mucho los nombres raros.

—¿Anne? —Lisa-Marie asomó la cabeza por la puerta de entrada—. Acabo de recibir un correo electrónico de nuestras madres. ¿Quieres leerlo?

—¡Sí! —Anne siguió a su prima a la cocina con el gato en brazos.

—¿Es el gato del tío Horst? —preguntó Lisa-Marie.

—Sí —contestó Anne—. En el collar pone esta dirección, o sea que será de aquí. Por cierto, se llama Heino.

Lisa-Marie sonrió.

—¡Encantada de conocerte, Heino!

El gato se acurrucó aún más en los brazos de Anne y ronroneó suavemente.

—Creo que ya tienes un nuevo amigo.

—Eso parece. —Anne estrechó cariñosamente al animal.

En la cocina hacía un calor agradable. Lisa-Marie encendió dos lamparitas que colgaban sobre el banco rinconero.

—Aquí se hace de noche enseguida —constató con asombro.

—Me pregunto dónde estará Lou —dijo Anne, mirando preocupada por la ventana.

—No tardará en volver, tranquila.

—¿Has visto comida para gatos en algún sitio? Seguro que Heino tiene hambre.

—Sí, en el armario de al lado del fregadero.

Anne le dio de comer al gato y luego se sentó con Lisa-Marie en el banco.

—Mira, lee. —Lisa-Marie señaló el portátil, que estaba abierto encima de la mesa.

Querida Anne, querida Lou, querida Lisa-Marie:

Hemos llegado bien y casi puntuales a Bad Rappenau. A Helene le han dado una habitación muy bonita en el balneario, y a mí también me gusta mucho la mía en el hostal Zum Löwen. Esta tarde hemos ido a tomar un café. Por suerte, a Helene no le han prescrito ninguna dieta, solo un programa de gimnasia. Escribidnos para que sepamos que habéis llegado bien.

Un abrazo de mamá y de la tía Katharina

—¿Ya has contestado?

Lisa-Marie asintió.

—¿Desde cuándo tiene tu madre un portátil?

—Se lo regalé por Navidad.

—No sabía que el tío Horst tuviera conexión a Internet.

—No tenía, pero he traído un módem USB. Puedo conectarme a Internet en cualquier parte de Alemania.

—No puedes vivir sin Internet, ¿verdad?

Lisa-Marie sonrió.

—¿Cómo iba a conocer, si no, a mis muchos amantes potenciales?

—Inténtalo en la vida real —le propuso Anne, que siempre había desconfiado de las búsquedas de Lisa-Marie en portales de contactos.

—El farmacéutico del pueblo es un encanto —dijo Lou desde la puerta—. Casi no le queda pelo, pero da un montón de consejos. ¡Mirad que os he traído! —exclamó, y lanzó dos bolsas de caramelos encima de la mesa.

—¿Para qué quieres tantos caramelos contra la tos? —preguntó Lisa-Marie—. ¿Y por qué cojeas?

—No cojeo —contestó Lou, y se quitó los zapatos. Sintiéndose mucho más liviana, se puso a vaciar la bolsa de la compra—. Todavía estoy un poco entumecida del viaje en coche.

—¿Tienes tos?

—No, pero con este frío solo es cuestión de tiempo. ¿Sigue Bonnie aquí?

—Se llama sor Bonaventura, y no, no está.

—Lástima, la habría acribillado a preguntas.

—¿Sobre qué?

—Sobre su relación con Horst. ¿A qué se refería esta tarde cuando ha dicho que quería devolvernos lo que Horst les había dado a las monjas? ¿Qué les ha dado exactamente? ¿Dinero? ¿Amor? ¿Relaciones?

—¡Gracias a Dios no has dicho nada! —exclamó Anne—. Tenía miedo de que le preguntaras por posibles hijos ilegítimos.

—Y lo habría hecho si tú no me hubieras fulminado con la mirada. —Lou puso el pan, el queso, la mantequilla y los tomates en la mesa—. ¿A alguien le apetece un té?

—Sí, gracias. —Lisa-Marie cerró el portátil y lo guardó en una funda de color rosa.

—¿Qué tal con las vacas? —preguntó Lou, mientras ponía al fuego el hervidor de agua—. Seguro que os habéis hecho amigas íntimas. Apestáis, chicas. —Se tapó la nariz.

—Aunque llevábamos ropa de trabajo, el olor a establo es inevitable. Pero hemos sacado un cubo entero de leche. —Anne parecía que iba a reventar de orgullo.

—¿Y dónde está la leche?

—Se la hemos dado a sor Bonaventura.

—¿Por qué?

—Lisa-Marie no bebe leche y a mí solo me gusta la de botella. ¿Tú querías?

Lou negó con la cabeza. Estaba mareada desde que se había encontrado a la señora Hösle, y el recuerdo del olor a ajo, mezclado con la idea de la leche caliente de vaca, empeoraba la sensación de mareo.

—Por mí, se la podéis dar a Bonnie todos los días.

—Ya se lo hemos dicho. Todos los días vendrá alguien del convento a buscarla. Y te lo repito: se llama Bonaventura.

—Para mí será siempre la maravillosa Bonnie, la de los muchos e inesperados talentos. —Lou dejó una jarra en la mesa y echó dos bolsitas de té en el interior—. Un verdadero regalo del cielo.

Anna se rio.

—¡Quién fue a hablar! ¿Cuándo entraste por última vez en una iglesia?

—El día del bautizo de tus hijos.

—Ha llovido mucho desde entonces. —Lisa-Marie empezó a poner la mesa.

—Bueno, ¿y qué? Pago mis impuestos, o sea que yo también puedo creer en el cielo —contestó Lou—. Y ahora, contadme más cosas, venga.

Durante la cena, Anne explicó con todo lujo de detalles sus experiencias con las vacas y las gallinas.

—Las próximas semanas hará más calor y las vacas también podrán salir fuera —concluyó—. Sor Bonaventura dice que hace falta un cercado nuevo.

—¿Una cerca nueva? —Lou frunció el ceño—. ¿Y se puede comprar en algún sitio?

—Ni idea.

—Qué bien, lo habéis conseguido. Hasta tenéis controlado el tema del establo, y todo en una tarde —dijo Lou, mostrando su reconocimiento. Con eso, el asunto quedaba zanjado para ella.

Pero no para Lisa-Marie.

—¡Un momento! Eso no significa que a partir de ahora lo hagamos siempre nosotras —protestó.

—¿Por qué no? Yo me encargaré de otras cosas.

—¡Ah, no!, ¡eso sí que no! Mañana por la mañana tú vas al establo con Anne.

—No pienso…

—¡Ya lo creo! —Lisa-Marie sonrío con picardía—. Lo haremos todo siguiendo el principio de rotación. Te suena la idea, ¿verdad?

Lou la miró echando chispas por los ojos.

—¿Y tú que harás, mientras tanto?, ¿dormir?

—No. Yo iré a comprar.

—También hay que buscar un poco por la casa. —Anne intentó cambiar de tema; las discusiones constantes entre las dos la ponían de los nervios—. El tío Horst tenía que guardar los papeles en algún sitio. Es posible que haya que anular contratos o pagar facturas.

Lisa-Marie asintió.

—He traído una guía para casos de defunción.

—Me lo imaginaba —la pinchó Lou—. Siempre tienes un libro adecuado para todo.

—¿Y qué hay de malo en informarse?

—No puedes limitarte a leer tu vida en los libros.

—¡Oh, perdona!, se me había olvidado que la lumbrera eras tú. —Lisa-Marie dejó la taza bruscamente sobre la mesa.

Lou sonrió con arrogancia.

—No hay que confiar solo en los libros. Tienes que vivir tus propias experiencias y cometer errores. Por si aún no te has dado cuenta, que sepas que hay vida más allá de las palabras escritas.

—¡Lo que tú digas!

—Y ya que estamos con el tema: también hay citas «reales» y no solo contactos virtuales. A eso se le llama «realidad» y personas «de verdad».

—¡Lou! —Anne le dio un puntapié en la espinilla a su hermana por debajo de la mesa—. ¡Ya basta!

Lou le lanzó una mirada asesina, pero cedió.

—Perdona —murmuró de mala uva.

—De acuerdo —dijo Lisa-Marie. Dio la impresión de que iba a decir algo más, pero se limitó a poner cara de ofendida.

Anne suspiró.

Sin embargo, pronto quedó demostrado que el silencio no era mejor que la discusión a gritos. Su hermana mordisqueaba un bocadillo de queso sin decir nada y Lisa-Marie se concentraba por completo en los trozos de tomate que tenía en el plato. El único que de vez en cuando emitía algún sonido era el gato, que se había arrellanado delante de la chimenea y lanzaba suaves ronroneos.

Anne apoyó la cabeza en las manos, suspirando. ¿Cómo podía haber pensado en serio, media hora antes, que en Algovia estaría tranquila? ¿De verdad esperaba tener menos problemas con su hermana y su prima que en casa, con sus hijos y su marido?

Por lo visto, no iba a ser así. En cualquier caso, la primera noche no prometía nada bueno.