A la mañana siguiente, Lisa-Marie aparcó el Escarabajo delante del portal de Lou, en el centro de la ciudad.
—Por el amor de Dios, ¿qué le ha pasado? —Lou miraba con asombro la pintura roja del coche, complementada con unos puntos negros y grandes en el techo.
—Lo encargué hace un mes —contestó Lisa-Marie de buen humor—. Bonito, ¿no?
—No sé qué decirte. —Escéptica, Lou dio una vuelta alrededor del coche—. ¿No podía ser un poco más chillón?
—Lo quería así. Ahora es una auténtica mariquita. ¿Lo pillas? A las mariquitas también las llaman escarabajos de María, y yo me llamo Marie y este es mi «escarabajo».
—¡Lo que hay que oír! —murmuró Anne, que iba en el asiento de delante. Le costó aguantarse la risa.
—En realidad, hoy seremos tres «marías» en el coche —Lisa-Marie no se dio cuenta de que Anne se estaba riendo por lo bajo ni de que Lou la miraba con expresión burlona. Se bajó ágilmente del vehículo y abatió el respaldo del asiento para que Lou subiera atrás—: Lisa-Marie, Marie-Luise y Anne-Marie.
—Todavía odio a nuestras madres por eso —se quejó Lou a la vez que tomaba asiento—. Es un milagro que seamos personas sensatas y que no hayamos tenido que ir a terapia.
Anne se echó a reír.
—Seguro que después del viaje necesitamos tratamiento.
—Sobre todo si tenemos que recorrer todo el trayecto en este trasto. Parece salido de un tiovivo.
—¡Te he oído! —gritó Lisa-Marie, que estaba poniendo el equipaje de Lou en el maletero—. Si no te gusta, vete andando.
—Está bien. Gracias a Dios, no has hecho cambios en el interior.
—¿No habíamos quedado en que solo llevaríamos un bulto por cabeza? —Lisa-Marie le pasó a Lou un neceser y una bolsa de deporte a través de la puerta del coche—. Esto no cabe en el maletero, apáñate como puedas.
—¿Qué hace aquí atrás una nevera portátil? —Lou la apartó un poco para hacer sitio a su equipaje.
—Provisiones para el viaje —contestó parcamente Anne.
—¿Tantas? Solo dura seis horas.
—En tu coche, puede. En el escarabajo tardaremos más.
—¿Hay algo bueno? —Lou levantó la tapa para curiosear.
—Zumo multivitamínico, bocadillos de queso y crema de queso con fresas —detalló Anne—. La crema la he hecho yo.
—¿Os habéis abrochado el cinturón? —Lisa-Marie cerró la puerta—. ¡Pues ya podemos irnos!
Cinco minutos después entraban en la autopista.
—Pon el primer CD del audiolibro —le dijo Lisa-Marie a Anne.
—¿Qué es? —preguntó Lou, y se inclinó hacia delante, interesada.
—Aprenda portugués en veinte horas.
—¿Un curso de portugués? —Lou suspiró—. ¿No tienes otra cosa?
—Es lo más adecuado para un viaje largo —se defendió Lisa-Marie.
—Si vas al Algarve, puede. Pero nosotras vamos a Algovia.
—Nunca se sabe cuándo te hará falta un idioma.
—¡Veinte horas en ocho CD! —Anne había abierto el paquete—. Tiempo de sobra para llegar tranquilamente a Portugal.
—¡No, por favor!
—Conduzco yo —puntualizó Lisa-Marie—, y yo decido lo que se pone.
Lou abrió el bolso.
—Tengo música clásica ligera en el Ipod.
—No puedo escuchar música clásica mientras conduzco. Me pone nerviosa. —Lisa-Marie exhortó a Anne con la mirada—. Haz el favor de poner el primer CD.
—¿Estás segura? —Anne miró a su prima y a su hermana sin saber qué hacer.
—Déjalo, Anne —dijo Lou, reforzando las palabras con un gesto de la mano—. Si tiene tantas ganas de aprender un idioma nuevo, no seré yo quien se lo impida.
Enfurruñada, se puso los auriculares y encendió el aparato.
El viaje transcurrió la mayor parte en silencio.
Lisa-Marie se concentraba en el tráfico y repetía a conciencia palabras y expresiones portuguesas cuando la voz sonora que salía de los altavoces lo requería. Lou hacía caso omiso de las prácticas lingüísticas de su prima: hojeaba revistas femeninas y de vez en cuando buscaba algo de comer en la nevera. Anne, que había intentado mediar entre ellas, al final se había dormido; ahora roncaba ligeramente.
—Tienes que tomar la salida de Nesselwag —dijo Lou, cuando las montañas nevadas de los Alpes aparecieron a lo lejos.
—Gracias por el consejo, pero prefiero ir por Füssen, conozco mejor el camino —contestó, malhumorada, Lisa-Marie.
—Por ahí se da mucha vuelta.
—No tanta. Además, así pasamos por el lago. Me encantan las vistas de ese lago.
—Ya disfrutarás del panorama en otro momento. Ahora tenemos que llegar a nuestro destino lo antes posible. Esto es muy estrecho y se me han dormido las piernas.
—Mi coche no es estrecho, la culpa es de tu equipaje.
—Mi equipaje y yo tendríamos sitio de sobra si no fuera por esta enorme nevera…
—… ¡de la que no has parado de pillar cosas!
—Anne ha dicho que teníamos que acabarnos la crema de queso.
—¿Eh? —Anne se despertó al oír su nombre y se frotó los ojos—. ¿Qué es lo que he dicho?
—Es igual.
—¡Ya casi hemos llegado! —Anne contempló asombrada las montañas—. ¿Tanto he dormido?
—Pues sí.
—Lo siento. Si ayer no hubiera tenido tantas cosas que hacer, ahora no estaría tan cansada. Había que organizarlo todo. Ya sabéis cómo… —Anne se interrumpió y se mordió los labios, abochornada. Evidentemente, Lisa-Marie y Lou no podían saber lo difícil que era dejar tanto tiempo sola a la familia.
—¿Crees que Stefan se las apañará con los niños? —preguntó Lisa-Marie, mientras le dedicaba una sonrisa de ánimo.
—¿Stefan? —Anne rio un poco forzada—. Pues claro que se las apañaría, si estuviera en casa. Pero normalmente llega tan tarde que los niños ya están en la cama. No, me temo que Mia tendrá que cargar con la mayor parte del trabajo.
—¿Crees que todo saldrá bien?
—Diría que sí.
Anne prefirió no contar que a su hija no le había entusiasmado precisamente el plan del viaje. «¿Estás loca?», le dijo, y por un momento pareció realmente desesperada. «¡No puedes dejarme sola con ese par de chiflados!».
—Sí, creo que lo tiene todo controlado —murmuró Anne un poco dubitativa, y se preguntó si no se estaría engañando a sí misma. ¿No era exigir demasiado a sus hijos?
—Pues claro que lo tiene todo controlado. Mia es una chica fantástica y se lleva bien con sus hermanos —dijo Lou—. Además, tampoco es para tanto, ¿no? Ya son mayorcitos.
Anne tenía una respuesta en la punta de la lengua, pero prefirió callársela. Mia, Tom y Jan ya eran mayorcitos, pero no por eso eran sensatos. Aun así, confió en que Lou tuviera razón. Sus hijos se las arreglarían de maravilla sin ella. Los chicos estarían estupendamente mientras tuvieran la comida hecha, ropa limpia y acceso al ordenador. Y Mia sabría reaccionar ante cualquier situación de emergencia.
¿Y Stefan? Para él sería muy instructivo que ella se marchara tan de repente y no pudiera cubrirle las espaldas. Quién sabe, quizá incluso la echaría de menos. Y, si no, esperaba que al menos se diera cuenta de que sus hijos lo necesitaban.
—Ahí está la salida de Nesselwang. —Lou se asomó entre los asientos delanteros y señaló el panel de la autopista.
—Ya lo sé. —Lisa-Marie no dio muestras de querer seguir la indicación de su prima.
—¡Tienes que salir por aquí!
—No, ya he dicho que vamos por Füssen.
—Por ahí se da mucha vuelta —advirtió Anne.
—No empecemos otra vez.
—Lisa-Marie quiere pasar por el Weissensee hoy mismo —le aclaró Lou a su hermana—. Lo ha dicho antes, pero estabas durmiendo.
—Siempre voy por Füssen —se defendió Lisa-Marie—. Es una tradición.
—Nosotros también seguíamos una especie de ritual. Cuando íbamos a ver al tío Horst con Stefan y los niños, lo primero que hacíamos al llegar era subir a la cima del Breitenberg en el teleférico a tomarnos una cerveza de trigo de Algovia.
—Pues yo, nada más llegar, me iba corriendo a la tienda a comprarme ropa de abrigo para combatir el frío —dijo Lou, mirando las montañas nevadas con el ceño fruncido—. Me temo que esta vez tampoco me he traído suficientes jerseys.
—Los Alpes son siempre un espectáculo, ¿verdad? —elogió Lisa-Marie—. ¡Y más con este sol!
—Estamos a diez grados —comentó Lou—. Me congelaré.
—Encenderemos la chimenea en cuanto deshagamos el equipaje. Así, por la noche ya se habrá caldeado el ambiente.
—Si mal no recuerdo, la casa tiene calefacción central y funciona perfectamente.
—Pero la chimenea es más acogedora —replicó Lisa-Marie—. Podemos taparnos con mantas y tomarnos una infusión.
—Y también podemos no hacerlo.
—¡Lou! —la reprendió Anne.
—¡Pero es verdad! Os recuerdo que yo no he venido voluntariamente. Ahora tendría que estar volando hacia el Caribe. Allí me taparía con una toalla, y no con una manta de lana sarnosa delante de una puñetera estufa de leña.
—Si no te divierte nuestra compañía, te vuelves a casa —replicó Lisa-Marie enfurruñada—. Nos lo pondrías más fácil. No has parado de quejarte desde que has subido al coche.
—Lo siento, pero no os queda más remedio que convivir conmigo. Pienso quedarme —contestó Lou, ofendida, y recordó la botella de champán que se había apostado.
—No hay quien te entienda —dijo Lisa-Marie, cargándose de paciencia.
—¡Ahí está la salida de Füssen! —exclamó aliviada Anne antes de que Lou tuviera tiempo de replicar—. Gracias a Dios, llegaremos enseguida.
Media hora más tarde, después de una breve parada a orillas del lago, el Escarabajo entró en el término municipal de Pfronten. El pueblecito estaba en un lugar idílico, al pie de los Alpes de Algovia, que se elevaban con sus cumbres nevadas hasta el radiante cielo azul. La primavera había llegado al valle: en los prados, los frutales estaban en flor, y en los jardines de las granjas se veían los primeros narcisos y tulipanes.
Lisa-Marie pasó despacio por delante de la iglesia parroquial y dobló por una calle lateral. La vieja granja de Horst Zabel estaba al final de un callejón sin salida, a orillas de un riachuelo, el Vils. Desde allí se veía muy bien el paisaje alpino porque no había árboles ni casas que taparan las grandiosas vistas.
Como era habitual en la región, la vivienda y los establos se agrupaban en un solo edificio en forma de «L», que limitaba con un jardín grande y exuberante delante de la casa. Los muros exteriores de la planta baja de la vivienda, revocados de blanco, resplandecían con el sol de la tarde. Las dos plantas restantes, y también el establo y el granero, estaban revestidos de madera oscura, igual que el balcón alargado de la buhardilla. Los postigos de la ventana, de madera tallada, y las jardineras brillaban en tonos azul claro, y el banco que había a la izquierda de la puerta principal también estaba pintado de ese color.
Cuando Horst Zabel compró la finca, hacía veintitrés años, modernizó el interior. Las paredes exteriores las restauró minuciosamente él mismo. El resultado fue una granja preciosa de estilo alpino, tan cómoda y confortable por dentro como deslumbrante por fuera.
Lisa-Marie entró lentamente en la finca y aparcó bastante lejos de la vivienda, justo delante de la llamada «casita de retiro», una pequeña construcción de dos plantas que, tradicionalmente, las familias campesinas reservaban para sus miembros más ancianos. Horst nunca la había usado para vivir. Allí guardaba libros y muebles viejos, y a veces alojaba a las visitas en la planta baja.
—¿Por qué no aparcas delante de la casa principal? —preguntó Lou—. Llevamos equipaje.
—Al tío Horst no le gustaba ver coches delante de la puerta.
—El tío Horst está muerto.
—Ya lo sé. Pero no por eso tenemos que romper sus reglas. ¡No tienes corazón!
—No, no tengo. Soy realista. La casa está muy lejos y tendremos que cargar, por lo menos, con dos bultos cada una.
—Tiene razón —intervino Anne—. Seguro que Horst lo entendería.
—Si vosotras lo decís… —Lisa-Marie dio marcha atrás y aparcó delante de la verja del jardín—. ¿Contentas?
—Perfecto —contestó Lou—. Pero esperad un momento antes de bajar.
—¿Por qué?
—Hay que aclarar un par de cosas. ¿Quién tiene las llaves de la casa?
Lisa-Marie señaló su bolso.
—¡Estupendo! Siguiente pregunta: ¿habéis pensado dónde queréis dormir?
—Yo, en la habitación de mi madre —dijo Lisa-Marie enseguida. Como Katharina y Helene iban muy a menudo a Algovia, Horst había arreglado una habitación para cada una de sus hermanas.
—Pues yo me quedo con la de mamá —dijo Lou rápidamente, y luego se dirigió a Anne—: A ti te toca la habitación grande, la de invitados.
—Pues qué bien. Hay cuatro camas.
—Así tienes dónde escoger. También puedes quedarte con la habitación del tío Horst o con el cuartito que está al lado del aseo de los invitados.
—No, gracias.
—O te instalas en la casita de retiro.
—¿Sin calefacción ni agua caliente? ¡Seguro que no! Prefiero la habitación grande.
—¿Podemos entrar de una vez? —Lisa-Marie no paraba de removerse en el asiento.
—Enseguida. Pero antes hay que tratar otro punto importante: ¿cómo nos repartiremos el trabajo?
—¿Por qué tenemos que hablarlo precisamente ahora? —preguntó Anne.
—Porque estamos juntas.
—Llevamos casi ocho horas juntas.
—Tú dormías y Lisa-Marie estudiaba portugués. La única que se ha parado a pensar he sido yo.
Anne bostezó.
—Dispara de una vez.
—He pensado que vosotras dos os encarguéis del establo y yo, de la casa.
—Espero que solo te refieras a esta tarde. —Anne miró a su hermana con desconfianza.
—Ya veremos cómo lo arreglamos —contestó Lou con evasivas.
—¡Ni hablar! Todas tenemos que pasar por el establo —protestó Lisa-Marie—. Aquí hay que estar a las duras y a las maduras.
—Pero yo no he venido por voluntad propia —replicó Lou, enfadada—. He venido obligada.
—Es la segunda vez que lo dices.
—¡Para que veas que va en serio!
—Solo porque al principio no querías venir, ahora no vas a hacer lo que te dé la gana. Las cosas no funcionan así.
—Alguien tiene que tomar las riendas.
—¿Y quién ha dicho que seas tú? Además, las tres tenemos los mismos derechos. Las tres…
—¡Lou! ¡Lisa-Marie! ¡Dejad de discutir de una vez! —las regañó Anne—. Sois peor que mis hijos.
—¡Ha empezado ella!
—¡Siempre quiere salirse con la suya!
Las dos intentaban convencer a la vez a Anne de que tenían razón, pero se detuvieron, desconcertadas, cuando la puerta principal de la vivienda se abrió desde dentro. Una monja con hábito negro salió de la casa y se quedó mirando el coche con gran expectación.
—¿Quién es? —preguntó Lisa-Marie.
—¿Qué hace en casa del tío Horst? —añadió Anne.
—Sabía que había gato encerrado —susurró Lou antes de poner cara de inocente y bajar la ventanilla—. ¡Buenas tardes!
—Buenas tardes. —La monja atravesó el jardín y se quedó esperando en la verja. Tenía los ojos azules y llevaba unas gafas de cristales gruesos que los hacían parecer mucho más grandes de lo que eran—. Ustedes deben de ser las sobrinas de Horst. ¿Necesitan ayuda para bajar del coche? —Hablaba con un ligero acento suabo.
—No, no, gracias —dijo Anne.
—Disculpen la pregunta, pero es que estaba mirando por la ventana y las he visto llegar, y me preguntaba qué hacían tanto rato dentro del coche.
—Teníamos que hablar de algunas cosas. —Lou se desabrochó el cinturón de seguridad—. Y luego nos preguntábamos qué hacía usted en casa del tío Horst.
—¡Lou!
—Eso es lo que más o menos has dicho tú, Anne.
En la cara sonrosada de la monja se dibujó una sonrisa.
—Soy sor Bonaventura y desde hace poco dirijo la clínica de reposo de nuestra orden. Ya saben que con su tío nos unía una larga amistad.
—Sí, algún día podría contarnos más cosas sobre esa amistad.
—Será un placer. Era un hombre maravilloso.
—Sí que lo era —confirmó Lisa-Marie.
—Mi más sincero pésame. —Sor Bonaventura parecía francamente afligida.
—Muchas gracias.
—En cuanto a su pregunta, no se preocupen, solo he venido a ver cómo estaban los animales. Le dije a su vecina, la señora Hösle, que me ocuparía yo si ustedes llegaban tarde.
—Gracias, es usted muy amable. —Lisa-Marie se bajó del coche—. Por cierto, yo soy Lisa-Marie.
—Encantada de conocerla.
—Yo soy Anne y esta es mi hermana, Lou.
La monja asintió con cordialidad.
—¿Quiere que le lleve la nevera, Anne?
—Sí, por favor.
—Ha dicho que quería ver qué tal estaban los animales, ¿verdad? —preguntó Lou, mientras se dirigían a la casa en compañía de sor Bonaventura.
—Exacto.
—¿Sabe ordeñar vacas?
—Pues claro.
—¿Dar de comer a las gallinas?
—Sí.
—¿Y qué tal lleva la apicultura?
—Es una de mis aficiones preferidas.
—¡Nos la ha enviado el cielo!
—Si usted lo dice… —bromeó sor Bonaventura.
—Teníamos miedo de no apañárnoslas —reconoció Lou—. Pero con usted cerca no habrá ningún problema.
—No puedo venir todos los días, pero haré lo que pueda. Al fin y al cabo, nos gustaría devolverles algo de lo mucho que Horst nos dio.
—Eh, sí. ¿Y qué les…? —Lou titubeó un momento, pero optó por callarse cuando vio la mirada de advertencia que le dirigía Anne.
Llegaron a la casa y abrieron la puerta de roble macizo de la entrada, que daba a un pasillo largo.
—He encendido la chimenea para que estén calientes y cómodas. El sol brilla durante el día, pero por la noche todavía puede refrescar mucho —dijo la monja mientras llevaba la nevera a la cocina.
—Es usted muy amable, muchas gracias. —Anne, Lou y Lisa-Marie dejaron el equipaje al lado de la escalera y la siguieron.
—Al encender el fuego me he dado cuenta de que casi no queda leña. Tienen que comprar más.
—Lo apuntaremos en la lista de la compra. —Lou se apoyó en la puerta de la cocina y dejó vagar la mirada por el interior. No había cambiado nada desde su última visita. Al tío Horst nunca le habían gustado las cocinas modulares y por eso tenía todos los electrodomésticos instalados por separado. El frigorífico, el lavavajillas, los fogones y el fregadero se repartían el espacio con varios estantes y vitrinas a lo largo de dos paredes, una enfrente de la otra. Además, una gran mesa de trabajo en el centro y una mesa para comer, con un banco rinconero al lado de la chimenea, creaban un ambiente cálido y confortable.
—¡Vaya! —Sor Bonaventura miró el viejo reloj de cuco que había encima del banco—. Ya sé que acaban de llegar y que seguramente les gustaría descansar un poco, pero no falta ni una hora para que cierren casi todas las tiendas del pueblo. Si quieren comprar algo, vayan enseguida. Además, yo tengo que estar a las seis en misa. Y antes tenemos que dar de comer a los animales.
—Anne y Lisa-Marie la acompañarán al establo para aprender cómo hay que tratar a los animales —replicó Lou antes de que las demás pudieran decir nada—. Yo me encargo de la compra.
—Pero no te dejo el coche —protestó Lisa-Marie.
—No pensaba ir en ese trasto horroroso —contestó Lou malhumorada—. Iré a pie.
—¿Con esos zapatos? —Anne miraba los tacones de su hermana con incredulidad.
—Ya has oído que las tiendas están a punto de cerrar. No tengo tiempo para cambiarme. —Se puso la chaqueta—. Además, estoy acostumbrada a andar con tacones altos.
—¡No te olvides de la cesta!
—No pienso cargar mucho. Mañana ya haremos la compra general.
—¡Que te diviertas paseando con tus tacones! —dijo Lisa-Marie con retintín—. Me juego algo a que en el establo estaremos más a gusto.