—¿Qué dices que vais a hacer?
Stefan Wassermann bajó la taza de café y miró boquiabierto a su mujer.
—Lisa-Marie y yo nos vamos el viernes a Pfronten a hacernos cargo de la granja.
—¿Por qué no me dijiste nada anoche? —Dejó la taza en la mesa sin haber probado el café.
—Estaba hecha polvo y muerta de sueño.
—Y un poco achispada. —En un gesto socarrón, se pasó la mano por la coronilla, donde comenzaba a clarearle el pelo, castaño claro.
—También. —Anne se masajeó la frente. Le dolía la cabeza. Sabía que el licor de almendras le sentaría mal.
—¿Y cómo piensas hacerlo?
—¿El qué? ¿Lo de aquí? ¡Ah, no te preocupes! Os dejaré el frigorífico lleno y le diré a la asistenta que venga todos los días. Además, después del examen de inglés del viernes, Mia acaba las clases y podrá ayudar un poco. Y…
—No me refería a eso —la interrumpió Stefan.
—¿Lo decías por los niños? Ya está todo arreglado. Si ves que vas a salir tarde del trabajo, avísalos con tiempo, por favor. Ya son bastante mayores para cenar solos. Hay que hablarlo con ellos. Solo serán una o dos semanas…
—Tampoco me refería a eso.
—Entonces, ¿a qué? ¿El coche? No te preocupes, se queda aquí. Vamos en el de Lisa-Marie. Es un coche muy hortera, pero…
—¡Anne! ¡Respira un poco y déjame hablar!
—No puedo —se quejó Anne—. Si respiro hondo, el dolor de cabeza empeora.
—Y si sigues sin tomar aire, te desmayarás.
—Lo que voy a tomarme ahora mismo es un analgésico, que tengo mucho que hacer. —Repiqueteó con los dedos en una lista que había delante del plato—. Tengo que llamar al pintor por lo del techo quemado de la sala de estar. Y luego ir a hacer la compra. ¿Hay que llevar tus pantalones blancos a la tintorería?
—¡Olvídate de los pantalones y haz el favor de explicarme cómo pensáis llevar la granja!
Sorprendida por la pregunta, Anne levantó los ojos de la lista.
—Juntas, naturalmente.
—«Juntas» —repitió Stefan con retintín.
—¿Qué es lo que te hace tanta gracia?
—Si no recuerdo mal, tu tío tenía seis vacas, una docena de gallinas y dos colmenas. Y vosotras no sabéis ordeñar ni limpiar un corral. Por no hablar del pánico que te dan las abejas —señaló—. Queréis haceros cargo de la granja juntas, pero lo que haréis juntas será fracasar.
—¡Eso ya lo veremos!
—¿Cuánto tiempo vais a quedaros?
—Hasta que encontremos una solución.
—Te doy tres días y ya verás como vuelves.
—¿Ah, sí? —Anne echó la cabeza hacia atrás, pasando el dolor por alto—. Pues permíteme que te diga que no creo que haya mucha diferencia entre el trabajo que hago aquí y el que tendré que hacer allí. Aquí también limpio la porquería que dejan otros, lucho contra el desorden, que a veces es peor que el de un gallinero, y tengo que bregar con criaturas mucho más agresivas que un enjambre de abejas.
A modo de confirmación, en ese preciso instante entraron sus hijos en la cocina. Jan y Tom parecían réplicas jóvenes de su padre: altos, delgados y con el pelo castaño claro. Lástima que no fueran tan prudentes y tranquilos como Stefan. Últimamente no paraban de discutir. En ese momento se peleaban a gritos por una revista.
—En la mesa no se lee —los regañó Anne.
—No iba a leer, solo quiero que me la devuelva —replicó Tom, que tenía quince años, y tiró la revista que llevaba en las manos su hermano, un año mayor.
Jan sonrió con picardía y la soltó tan repentinamente que Tom cayó encima de la mesa y volcó la taza de su padre.
—¡Niños! —atronó la voz de Stefan.
—¿Entiendes ahora a qué me refería? —se lamentó Anne mientras limpiaba el café de la mesa.
Stefan asintió.
—Un punto a tu favor.
—¿Qué punto? —preguntó Jan—. ¿Nos hemos perdido algo?
—Vuestra madre quiere jugar un poco a La casa de la pradera.
—¿Qué es eso?
—Era una serie de televisión muy famosa, de mucho antes de que nacierais. —Anne volvió a sentarse a la mesa—. Pero no tiene nada que ver con el tema.
—Mamá se va unos días a Pfronten a hacerse cargo de la granja del tío Horst.
—No, ¿en serio? ¿Se ha muerto o qué?
—¡Qué guay! ¿Podemos ir contigo?
—Tenéis que ir a clase.
—¿Cuándo te vas?
—El viernes.
—¿Tan pronto? ¿Y quién nos cuidará?
—De eso precisamente queríamos hablar con vosotros.
En ese momento sonó el móvil de Stefan. Echó un vistazo a la pantalla y se levantó.
—Tengo que irme.
—¡Pero teníamos que explicarles cómo van a ser las cosas cuando me vaya! —protestó Anne.
—Puedes hacerlo sola, ¿no? —Stefan le dio un beso fugaz en la frente.
—¿Estarás localizable hoy a alguna hora en la oficina?
—Ni idea, pregúntaselo a mi secretaria —dijo mientras salía por la puerta.
Anne lo vio irse y suspiró disgustada. Últimamente había recurrido muchas veces a su secretaria; Stefan siempre estaba fuera. Tenía cada vez más la sensación de que vivían separados, y eso le dolía. Sabía que eran gajes del oficio y que él vivía para su trabajo, pero ¿dónde quedaba ella? ¿Y qué pasaba con los sueños y los planes que tenían en común para cuando los hijos crecieran? Ese momento no tardaría en llegar. ¿Tendría entonces que pasarse todo el día sola en casa?
—La leche está agria. —Tom puso cara de asco—. Ahora no podré comer muesli.
—El muesli también está bueno con crema de queso —dijo Anne, y señaló el frigorífico—. Hay un kilo entero.
—No me gusta la crema de queso.
—¡Pues come tarta! Ayer sobró tarta de coco. O hazte un bocadillo.
Mientras ellos trajinaban con el desayuno, Anne les contó sus planes de viaje. Pero, cuando iba a explicarles cómo funcionarían las cosas en casa durante su ausencia, Jan la interrumpió.
—Espera, mamá, ¡es mi canción favorita! —exclamó, y subió el volumen de la radio.
—¿Queda gouda? —gritó Tom para hacerse oír por encima de la música de ritmo endiablado.
—Sí, en el frigorífico. —Anne, cansada, apoyó la cabeza en las manos y decidió esperar a que acabaran de desayunar.
—¿Dónde está Mia? —preguntó Jan, que, después de que sonaran los últimos acordes de la canción, había bajado el volumen de la radio.
—No tiene que ir a clase hasta las diez.
—¡No hay derecho!
—Si tú eres capaz de acabar la secundaria, también podrás quedarte más rato en la cama.
—Pues claro que soy capaz. Yo…
Anne aguzó el oído.
—¡Callaos!
—¿Por qué?
—¡Shhh! ¡Sube el volumen!
—¿Por qué?
—¡No preguntes y hazlo! Tampoco cuesta tanto, ¿no?
Jan volvió a girar el control de volumen. La voz del locutor de las noticias informaba sobre una nueva erupción del Eyjafjallajökull.
«La nube de cenizas paraliza el tráfico aéreo europeo. En Alemania se prevé cerrar todos los aeropuertos a lo largo de las próximas horas. El cierre del espacio aéreo probablemente durará bastantes días o incluso semanas».
—¡Han cerrado el espacio aéreo! —gritó Anne con alegría.
Jan y Tom se miraron con asombro.
—Aún queda algo de justicia en este mundo. —Anne se olvidó del dolor de cabeza y se puso a bailar alrededor de la mesa—. Mi querida hermana ya no tiene excusa que valga.
—Mamá —dijo Jan con cautela—, ¿te encuentras bien?
—Mejor que bien.
—¿Por qué te alegras tanto de la erupción de ese volcán?
—¡Tengo que llamar a Lou ahora mismo! —Anne dejó a sus hijos con la palabra en la boca y se fue corriendo a la sala de estar.
—¿Qué le pasa? —preguntó Jan, estupefacto.
—Ni idea. Me apuesto algo a que mamá y la tía Lou se traen algo entre manos. ¿Será que se van con los volcaneros? —bromeó Tom.
—Se dice vulcanólogos, ¡idiota!
—Da igual. Pero por la cara que ha puesto mamá, diría que a la tía Lou no le hará tanta gracia la erupción…
El teléfono que Lou tenía en la mesita de noche sonaba sin parar y finalmente la despertó. Se dio la vuelta para ponerse boca arriba, se tapó hasta la cabeza y optó por hacer caso omiso de la llamada. Pero, al parecer, la persona que telefoneaba tenía mucha paciencia.
—¿Christoph?
Palpó a su lado, la cama estaba vacía. Oyó el chapoteo del agua en el cuarto de baño y le llegó el aroma a café recién hecho desde la cocina. Siempre se tomaban el primer café del día juntos en la cama, así empezaban pausadamente la mañana. Sin embargo, ese día el teléfono perturbaba la calma.
—¡Deja de sonar de una vez! —masculló Lou, y hundió la cara en la almohada. No sirvió de nada. Furiosa, descolgó el auricular. ¡Se le iba a caer el pelo a quien fuera!
—¿Sí? —ladró con muy poca educación.
—Soy Anne. ¿Te he despertado?
—Sí. ¿Qué quieres? ¿Pasa algo?
—No, nada.
—¡Pues llámame más tarde!
—Es que tengo que salir y necesito preguntarte urgentemente una cosa.
—¿Sabes qué hora es? O, mejor dicho, ¿sabes lo pronto que es? Esta me la pagas.
—Pues vale.
A Anne no le afectó lo más mínimo el mal humor de Lou. De hecho, Lou tuvo la impresión de que su hermana estaba disfrutando de lo lindo con esa llamada. Pero estaba muy cansada para pensar en ello.
—¿Has oído las noticias? —preguntó Anne.
—No, estaba durmiendo. ¿Por qué?
—No importa.
—¿Esa era la pregunta?
—No, hay otra cosa.
—Te doy un minuto. Luego me vuelvo a dormir. —Lou bostezó y se abrazó a la almohada.
—Con eso me basta —aseguró Anne.
—¿Y bien?
—Ayer dijiste que no podías acompañarnos a Algovia porque te ibas al Caribe.
—Exacto.
—Pero si no fuera por tus vacaciones nos acompañarías, ¿verdad?
—Eso ni se pregunta.
—Contesta de todas formas.
—No puedo pensar con claridad a estas horas de la mañana.
—¡Por favor, Lou!
—De acuerdo. Si para ti tiene tanta importancia, contesto: sí, os acompañaría. Es más, incluso sería mi deber.
—Muy bien. Ya puedes seguir durmiendo.
—¡Anne! Todavía no estoy despierta del todo, pero me parece que haces cosas muy raras. ¿A qué viene esta llamada?
—Enciende la radio y lo sabrás. Y ahora perdona, pero tengo que llevar a los niños al colegio.
Anne colgó y Lou se quedó asombrada mirando el teléfono.
—Se ha vuelto completamente loca.
—¿Quién? —Christoph llegó del cuarto de baño envuelto en una toalla blanca.
—Mi hermana. Creo que lo del tío Horst ha sido excesivo para ella. Tendré que ir a verla.
Christoph no pareció prestarle mucha atención. Cuando se sentó en la cama, el aroma a gel inundó la habitación y se mezcló con el del café. Era un olor agradable y familiar, pero esa mañana no encajaba con la expresión de su cara.
—Lou, tenemos que hablar.
Nunca le había dicho nada parecido. Lou lo miró con recelo. Estaba muy serio y parecía decepcionado, pero a la vez se le veía emocionado.
—¿Qué pasa?
—El volcán está causando problemas.
—¿El Eiafjalla…, ese nombre impronunciable? ¿Por qué?
—La nube de cenizas se extiende por Europa. Han cerrado el espacio aéreo de Alemania.
—¿Y eso qué significa?
—Que no saldrán vuelos comerciales hasta nuevo aviso. Tengo que ir a la redacción. Será un día muy largo.
—¿No saldrán vuelos comerciales? Pero ¿qué pasa con las vacaciones?
—Acabo de hablar con la agencia de viajes. No despegarán aviones en los próximos días. Tenemos que aplazarlas.
—¿Qué? —Lou se incorporó de golpe—. ¡Eso es imposible! ¿Sabes la ilusión que me hacía?
—Pues claro que lo sé. Créeme, también ha sido una decepción para mí. —Le acarició cariñosamente la mejilla—. Pero no renunciamos al viaje, solo lo retrasaremos unas semanas.
—No es tan sencillo, he organizado todos los encargos pensando en estas tres semanas.
—Entonces lo dejamos para cuando vuelvas a tener tiempo. Somos flexibles, ¿no?
La desconfianza de Lou iba en aumento.
—¿Por qué tengo la impresión de que la erupción no te parece tan terrible?
—Porque me conoces. —Christoph le dio un beso en la punta de la nariz—. Es con mucho el tema más apasionante sobre el que he tenido que informar en mi vida.
—Pues qué bien, al menos uno de los dos sacará algo positivo de todo esto —dijo Lou con cara de fastidio—. Y supongo que eso significa que no te veré el pelo en los próximos días.
—Sí, así será. La semana que viene la cosa estará que arde, en el sentido literal de la palabra. ¡Lo siento!
—No te preocupes. Me alegro por tus artículos. Pero ¿qué voy a hacer yo ahora con tres semanas libres?
—Vete a ver a tu madre al balneario.
Lou se rio sarcásticamente.
—No, gracias. Las excursiones familiares no forman parte de las actividades en las que desperdicio mi valioso tiempo.
De repente se estremeció.
—¡Será guarra! —masculló.
Christoph arqueó las cejas.
—¿Te encuentras bien?
—No, me encuentro fatal y tengo que agradecérselo a mi querida hermana. La próxima vez que suene el teléfono tan pronto, ¡no contestaremos!
—No entiendo nada.
—No importa. Yo tampoco entendía nada hasta hace un momento. ¡Esa bruja tramposa me la ha jugado!
—¿Quién? ¿Anne?
—Sí, exacto. Esta mañana casi me ha obligado a prometerle que las acompañaría a Pfronten. Yo no sabía que nuestras vacaciones se irían al diablo o, mejor dicho, ¡que quedarían reducidas a cenizas!
—Sigo sin entender nada.
Lou le contó la conversación telefónica.
—Y ahora no tengo elección —suspiró.
A Christoph le costó reprimir una sonrisa.
—Tendrás que cambiar de equipaje —dijo, señalando la maleta negra de cuero que estaba abierta delante del vestidor.
—Desgraciadamente, sí. —Lou contempló apenada su nueva colección de trajes de baño—. Tengo que cambiar los biquinis y las chancletas por delantales de jardinería y botas de agua.
—¿Hablas en serio?
—No puedo limpiar el establo vestida con ropa de Donna Karan, ¿no crees?
—Sería una novedad para las vacas… Pero dejemos ese tema. ¿De verdad crees que sacaréis adelante la granja así como así?
—De momento, no queda otro remedio: los animales nos necesitan.
—No saldrá bien. No sabéis tratar con animales ninguna de las tres.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Os conozco. Tú das un pequeño rodeo cada vez que se acerca un perro; Anne grita en cuanto ve un insecto, y a Lisa-Marie, como mucho, le interesan las ratas de biblioteca.
—No tiene gracia.
—Sí la tiene. Lástima que el volcán me tenga ocupado. Vuestra actividad en la granja sería la sensación de cualquier revista para mujeres.
—No me haces ningún favor tomándotelo a broma —se quejó Lou.
—¡Oh, vamos! Anoche tú también te reías del plan.
—Porque no sabía que tendría que participar en el puñetero plan.
—¿Dónde queda tu ambición?
—¡Una granja de nada no es un verdadero reto para mí!
—Si tú lo dices… —Christoph esbozó una sonrisa de oreja a oreja—. De todos modos, no creo que aguantéis juntas ni una semana.
—¿Ah, no?
—¿Qué te apuestas?
Lou lo pensó.
—Una botella de champán si resistimos dos semanas.
—Hecho. Pero no puede irse ninguna de las tres antes de tiempo.
—De acuerdo. —Se dieron un apretón de manos—. ¡Sería el colmo que no lo consiguiéramos!
Lisa-Marie nunca desayunaba en casa. De camino a la librería, se paraba a comprar un capuchino para llevar y una magdalena de arándanos en una cafetería cercana. Sin embargo, esa mañana prescindió de la magdalena y pidió un café doble. La mezcla de tarta, pizza y licor de almendras aún le pesaba en el estómago. Además, nunca tenía hambre cuando se enfrentaba a un problema.
Mientras se bebía el café caliente a sorbitos, pensó en el viaje. No sería fácil. Tenían que organizar el funeral del tío Horst y arreglar el tema de la herencia. Y, además, estaba la granja. Tenía muy poca experiencia con animales. De niña tuvo un hámster, pero se le murió al cabo de tres meses. Eso no era precisamente una prueba de talento en la materia.
¡Menos mal que Anne le ayudaría! Al menos su prima era madre de tres niños, y no podía haber mucha diferencia entre los niños y los animales. A unos y otros había que alimentarlos, cuidarlos y darles cobijo por la noche. Anne sabría lo que había que hacer. De todos modos, no estaría de más prepararse un poco para las nuevas tareas. ¿Estaría todavía a tiempo de encargar algunos manuales?
La búsqueda en la página web del distribuidor le dio varios resultados. Encargó inmediatamente tres libros con los prometedores títulos de Guía para casos de defunción, El ABC del campesino y La vida en una colmena.
Después se quedó más tranquila y empezó a hacer la caja del día anterior. Pero pronto se dio cuenta de que no era una buena idea porque, como solía pasar en los últimos meses, apenas había vendido nada. Los clientes preferían cada vez más las librerías online. Además, la competencia de las grandes cadenas la perjudicaba mucho. En un futuro no muy lejano tendría que tomar una decisión respecto a la librería.
—Pero hoy no —murmuró enfurruñada, y bebió un sorbo de café—. Y tampoco voy a tomarla en Algovia. Puede esperar.
Para distraerse de los pensamientos sombríos, decidió ordenar con otro criterio la estantería de novela negra. Hasta entonces, los libros estaban clasificados alfabéticamente por el nombre del autor, y ahora quería ordenarlos según el lugar en el que se desarrollaba la trama de las novelas. Cuando iba por «Italia/Venecia», sonó el teléfono.
—Librería Abraham, buenos días.
—¡Lou nos acompaña a Pfronten!
—¡Anne! ¡Buenos días! ¿Has dormido bien?
—No, qué va. Pero estoy radiante de alegría porque Lou va a acompañarnos.
—¿En serio? ¿Por qué? Creía que se iba de vacaciones.
—El vuelo se cancela por la erupción del volcán.
—Lo he oído en las noticias —confirmó Lisa-Marie. Y añadió—: Vaya, lo siento por ella.
—Sí, sí, una lástima…, pero ahora al menos seremos tres.
—Eso está bien. Cualquier ayuda nos irá de perlas, aunque a veces tu hermana es un poco difícil.
—Sí, por desgracia, en eso tienes razón. Me parece que está de un humor de perros porque se ha quedado sin vacaciones.
—No debería tomárselo así, hay mucha gente que nunca podrá permitirse ese viaje.
—Ya se le pasará.
—Y si no se le pasa, peor para ella. También se puede limpiar un corral estando de mal humor. ¿Ya has hecho la maleta?
—No, ¿por qué?
—¡Pon ropa de abrigo! La previsión para los próximos días es que hará sol, pero también frío. Luego ya subirán las temperaturas.
—¿Quién lo dice?
—Esta mañana he buscado en Internet la previsión meteorológica para las próximas semanas en Pfronten.
—¿Tienes tiempo para esas cosas por la mañana?
—Claro, todas las mañanas me conecto para consultar el correo.
—¿Y qué? ¿Había alguno interesante?
Anne sabía que Lisa-Marie estaba inscrita en varios portales de contactos y que a menudo recibía solicitudes de cita. También sabía que su prima siempre les daba una oportunidad a los que se interesaban por ella. Sin embargo, hasta entonces ningún candidato había satisfecho durante mucho tiempo sus elevadas expectativas.
—Tenía dos solicitudes de contacto y parecían muy prometedoras. Pero las he rechazado —contestó, apenada, Lisa-Marie—. Total, no estaré en casa.
—¿Cuándo cierras la librería?
—Esta tarde. La mayor parte de la clientela hace tiempo que está avisada.
—Al contrario que nosotras. Todavía estoy un poco enfadada de que no nos lo contaras antes.
—Os lo dije ayer, ¿no? Además, durante un tiempo no era seguro si cerraría o si seguiría abriendo en un módulo instalado delante de las obras.
—Podías haberlo consultado con nosotras.
—La decisión era mía y no quería que nadie más metiera baza. ¿O es que tú nos cuentas todos tus problemas?
—No —admitió Anne.
—¡Ah! ¿Lo ves? —Lisa miró la hora en su reloj de pulsera. Tenía que abrir la tienda dentro de dos minutos—. No tengo más tiempo. ¿Le has dicho a Lou que salimos mañana, después de llevar a nuestras madres al tren?
—No, aún no se lo he dicho. Pero pensaba volver a llamarla más tarde para comentarle las cosas importantes.
—Si somos tres, tendremos que reducir aún más el equipaje. En el Escarabajo caben como mucho tres bolsas de viaje. ¿O vamos en el coche de Lou?
—Lou tiene un biplaza.
—¡Ah, sí!, el descapotable chic.
—Será chic, pero no es muy útil en la vida real.
—No te preocupes, ¡mi Escarabajo nos llevará! Me hace mucha ilusión el viaje, aunque sea por un motivo triste. ¿Te has fijado en que nunca hemos ido las tres solas a ningún sitio?
—Sí —suspiró Anne—. Me temo que hasta ahora lo habíamos evitado por buenas razones. Pero no siempre se puede escoger. Quién sabe, a lo mejor todo sale bien.