2

Poco antes de las cuatro de la tarde, Anne y Lou se encontraron en la parte sur de Dortmund, delante del viejo edificio en el que vivía Lisa-Marie desde hacía años.

—¡Madre mía! —Anne hacía equilibrios con la tarta en una mano, mientras con la otra guardaba la llave del coche en el bolso—. ¡Llegamos veinte minutos tarde!

—Me alegro de no ser la única —dijo Lou, aliviada, y dejó una cesta en el suelo—. ¿Nos inventamos una excusa conjunta?

—A mí no me hace falta. Yo tengo un buen motivo para justificar el retraso.

—¿Y cuál es?

—Se me ha quemado la tabla de planchar.

Lou miró pasmada a su hermana.

—¿En serio?

Anne asintió sonriendo.

—¿Y qué excusa tienes tú?

—Pues…

Lou se puso colorada, pero por suerte Anne no se dio cuenta.

—¿Es un rollo de crema? —preguntó, señalando el recipiente de plástico que había en la cesta.

—Es un rollo de mascarpone y café con crema.

—Suena delicioso.

—Y también sabe delicioso.

—Anda, vamos a entrar.

Anne llamó al timbre y, tras un leve zumbido, se abrió la puerta del edificio. Las hermanas subieron por la vieja escalera de madera hasta el tercer piso.

—¡Menos mal que habéis llegado! —las saludó su prima, Lisa-Marie, en la puerta. Tenía los ojos enrojecidos por haber llorado y parecía exhausta.

—¿Qué pasa? —A Anne casi se le cae el pastel del susto.

—El tío Horst ha muerto.

—¡Oh, no!

Horst Zabel, el tío Horst, era el hermano mayor de Katharina y Helene.

—Llevo dos horas intentando hablar con vosotras, pero no contestabais al teléfono.

—Se me ha quemado la tabla de planchar —se excusó Anne—. Y luego Mia ha desconectado el teléfono para poder estudiar tranquila.

—¿Se te ha quemado la tabla de planchar? —repitió Lisa-Marie, que por un momento se olvidó de su tristeza.

—Es una larga historia, después te la cuento.

—De acuerdo. ¿Y tú? —La mirada cargada de reproches de Lisa-Marie se desvió hacia Lou.

—Yo… Pues… No me funciona el móvil.

—¿Y el fijo? Porque también te he llamado a casa.

—Ni idea. ¡Y déjame entrar de una vez! —Lou entró con tanta decisión que estuvo a punto de empujar a Lisa-Marie.

—Dejad las tartas en el aparador de la cocina. —La anfitriona siguió a sus primas a la cocina.

Anne volvió la cabeza.

—¿Dónde están mamá y la tía Katharina?

—En la sala de estar.

Las dos gemelas, sentadas en el sofá floreado de Lisa-Marie, lloraban desconsoladamente. Katharina llevaba las gafas torcidas y a Helene se le había corrido el maquillaje a causa de las lágrimas. Había pañuelos de papel arrugados esparcidos por el suelo, y dos copitas y una botella de licor de almendras en la mesa de centro.

—¿Les has dado aguardiente? —se escandalizó Lou.

—¿Y qué querías que hiciese? Están aquí desde las dos y media —se defendió Lisa-Marie—. Además, el alcohol las ha calmado.

—Beber aguardiente no es la solución.

—¡Vosotras no estabais aquí para darme una idea mejor!

—¡Dejad de discutir! —Anne se arrodilló delante de Helene—. Mamá… —susurró dulcemente.

—¡Anne! —Helene se echó en brazos de su hija, sollozando—. ¡Nuestro Horst ha muerto!

—Lo sé, lo sé… —Anne le acarició la espalda para tranquilizarla.

Katharina también reanudó el llanto.

—¡Es horrible!

—Lo sé —repitió Anne torpemente, y, como nadie decía nada, añadió—: ¿Qué ha pasado? No estaba enfermo.

—¿Tú que crees? Tenía 83 años —intervino Lou.

—Ha tenido un ataque al corazón. —Katharina se secó las lágrimas y se enderezó las gafas—. El cartero lo ha encontrado esta mañana en el jardín y ha llamado enseguida a una ambulancia. Pero no han podido hacer nada por él.

—¿Y ahora qué? —preguntó Lou—. Somos sus únicas familiares y él vivía en Baviera. Tenemos que organizar el entierro y…

—¡Lou! —la interrumpió Anne, su hermana—. ¡Danos un poco de tiempo!

—No pasa nada, hija. —Helene se deshizo del abrazo de Anne—. Lo más importante ya está arreglado. Hemos hablado con una funeraria del pueblo. Horst quería que lo incineraran. El funeral se celebrará dentro de un par de semanas.

—No me entra en la cabeza. —Katharina sollozaba de nuevo—. No me lo puedo creer.

—Siempre que muere un ser querido, cuesta hacerse a la idea —dijo Anne compasivamente.

—Ayer por la noche hablamos un buen rato por teléfono y estaba muy animado. ¡Incluso hicimos planes para el verano!

Hacía muchos años que Helene y Katharina pasaban los veranos con su hermano en Pfronten, en Algovia. Horst tenía 18 años más que ellas, pero estaban muy unidos.

«Él era el hijo esperado y planificado, y nosotras, las hijas tardías, inesperadas y sin planificar», solían decirles a sus hijas para explicarles la diferencia de edad.

—Horst ha sido el hombre más importante de mi vida —se lamentó Helene.

—¡Mamá! Pero ¿qué dices? ¿Y qué pasa con papá?

—¡Ay, hija! Tu padre era un buen hombre y lo echo mucho de menos. Por desgracia, se nos fue muy pronto. Pero Horst me ha consolado todos estos años.

—Y a mí me dio ánimos cuando me divorcié —añadió Katharina—. ¿Qué vamos a hacer ahora sin él? —dijo, y se abrazó a su hermana sin dejar de gimotear.

—Creo que yo también necesito una copa —le susurró Anne a Lisa-Marie.

—A mí ponme una bien grande con mucho hielo. —Lou se quitó los zapatos y se dejó caer en una butaca—. Esto va para largo.

—Eso me temo yo también. Pero antes de seguir bebiendo, tendríamos que comer algo. —Lisa-Marie sacó tazas, platos y cubiertos del aparador y los dejó en la mesa de centro—. Hoy tendréis que pasar sin la decoración primaveral que tenía pensada, no me ha dado tiempo a prepararla.

—No importa, a mí no me entra nada —sollozó Helene—. Da igual si está bien decorado o no.

—Eso ni lo sueñes, tienes que comer algo —la reprendió su hermana—. Si no, mañana tendrás un dolor de cabeza terrible por culpa del alcohol.

—¿Qué más da si el dolor de cabeza es por llorar o por beber alcohol?

—No, no es lo mismo. Ahora soy la mayor de la familia y tengo que cuidar de ti… —A Katharina se le quebró la voz.

—Falta la tarta —intervino Lou—. Tía Katharina, ¿por qué no vas a ayudar a Lisa-Marie?

—¿Te parece bien comer ahora? —le preguntó Anne cuando Katharina y Lisa-Marie fueron a la cocina.

—¿Y qué quieres que hagamos? —replicó Lou de mal humor—. Quedarnos aquí sentadas llorando tampoco soluciona nada.

—Pero lo hace más llevadero.

—Las penas con pan son menos. Y con tarta, ni te cuento.

—Da igual lo que hagamos —intervino su madre con voz temblorosa—. Lo único que importa es que estemos juntas y lloremos su muerte en compañía.

—¡Vaya, qué divertido! —Lou puso los ojos en blanco—. El colectivo de plañideras en la merienda de las tías.

—¡Cuidado con lo que dices! —masculló Anne—. Cualquiera diría que el tío Horst no te importa lo más mínimo.

—Pues claro que sí, y mucho. —Lou se puso seria—. Pero alguien tiene que mantener la cabeza fría. Además, yo no sé mostrar mis sentimientos tan abiertamente como vosotras.

—Ni falta que hace, basta con que estés aquí.

—Bueno, aquí tenéis las tartas.

Lisa-Marie puso con brío la tarta de mandarina y yogur y el rollo de mascarpone en la mesa de centro. Su madre la seguía con la tarta de coco.

—¿Es de chocolate? —Helene la miraba con desconfianza.

—No, ¿por qué? —preguntó Anne.

—Está marrón por encima.

—Se me ha quemado un poco.

—Creía que lo que se te había quemado era la tabla de planchar —se entrometió Lisa-Marie.

—¿Se te ha quemado la tabla de planchar? —preguntó sorprendida Helene.

Agradecida por la oportunidad de poder levantar un poco los ánimos, Anne contó el percance.

—Con todo el lío se me ha olvidado poner el reloj del horno. Por eso se ha quemado la tarta —dijo para concluir el relato—. Lo siento.

—No importa, nos la comeremos igual —la consoló su madre.

—Probaremos las tres —añadió Katharina—. Tenemos toda la tarde por delante.

Dos horas después, Lisa-Marie servía a su prima Lou el último café que quedaba en el termo.

—¿Queréis que haga más?

—Por mí no, gracias. —Suspirando, Lou se arrellanó en la butaca.

—Yo ya no quepo en los pantalones —se quejó Anne. Estaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada en el sofá.

—¿Me pones un poco más de aguardiente? —Katharina levantó el vaso vacío y miró implorante a su hija.

Lisa-Marie asintió, agotada. Las últimas horas habían sido una especie de baño alterno de agua fría y caliente, de risas y llantos. Katharina y Helene contaron muchas anécdotas de Horst, hablaron de sus recuerdos y dieron rienda suelta al dolor. Sus hijas las escucharon con paciencia, se rieron con ellas y, cuando hizo falta, les secaron las lágrimas. Ahora a todas se les notaba que el cansancio les pesaba como el plomo.

—¿A alguien le apetece un poco más? —Lisa-Marie levantó la botella de aguardiente y miró al grupo.

—Tendríamos que bebernos una copa de licor de verdad —dijo Helene—. Nos arreglaría el estómago.

—Horst siempre tenía licor de hierbas en casa. —Katharina sonrió con melancolía—. ¿Lo sabías?

—¡Ya lo creo! Lo guardaba en el mueble del comedor. No nos dejó probarlo hasta que cumplimos los veinte.

—Era muy severo con vosotras, ¿verdad? —preguntó Anne.

—Cierto —confirmó su madre—. Pero tenía que serlo: él nos crio.

—Tiene que ser horrible no conocer a tus padres —murmuró Lou.

Marie y Johann Zabel no habían sobrevivido a la Segunda Guerra Mundial ni a sus consecuencias. Johann cayó en combate en Rusia; Marie consiguió huir de Masuria con su hijo Horst, pero murió en el verano de 1945, a las pocas horas de dar a luz a las gemelas.

—Podría haber sido peor —afirmó Katharina—. Al menos nosotras teníamos un hermano mayor.

—Horst luchó como un león para conseguir la tutela. Acababa de cumplir 18 años cuando murió mamá.

—Leí en un libro que, al acabar la guerra, la Administración era un caos —intervino Lisa-Marie—. Seguro que se alegraban por cada niño que no tenía que ir al orfanato.

—De todos modos, no debió de ser una tarea fácil para un muchacho tan joven. Dos recién nacidas… —dijo Anne con pesar.

—Tuvo que bregar mucho para darnos un hogar —recordó Katharina—. Y, gracias a Dios, le ayudaron mucho. Cuando iba a trabajar a la acería, nos cuidaban las hermanas ursulinas.

—Nunca he entendido la relación del tío Horst con las monjas —comentó Anne, pensativa—. ¿Por qué estaban tan dispuestas a ayudarle?

—A lo mejor tenía una amante secreta. —Lou bebió un sorbo de licor.

—¡Marie-Luise! —Cuando se enfadaba, Helene llamaba a su hija por el nombre completo.

—Solo era una idea —se defendió Lou—. Al fin y al cabo, no se casó.

—El tío Horst en El pájaro espino —bromeó Lisa-Marie.

—Los tiempos de la posguerra fueron muy difíciles y todo el mundo se ayudaba —explicó Katharina—. Estoy segura de que Horst no tuvo tejemanejes con ninguna monja.

—Entonces, ¿por qué luego ayudó a la orden a construir una clínica de reposo en Pfronten? —Lou vació la copa de un trago y se contestó a sí misma—: Porque de ese modo podía tener cerca a su querida monja.

Helene lanzó una mirada severa a su hija.

—Porque de ese modo —repitió las palabras con frialdad— les expresaba su agradecimiento.

—Podríamos habérselo preguntado —señaló Anne en voz baja.

—Hablaba muy a menudo de esa época. —Lisa-Marie sonrió con tristeza—. Pero nunca le hice mucho caso. Normalmente desconectaba cuando empezaba a contar la historia de amor entre Marie y Johann. Y si después hablaba de sí mismo, nunca le presté atención.

—Y ahora ya es tarde —dijo Anne, y unos lagrimones le rodaron por las mejillas.

Incluso Lou notó que se le hacía un nudo en la garganta, pero se contuvo: no quería que empezara otra vez el lloriqueo. Buscó rápidamente un tema de conversación inocuo y, por suerte, enseguida se le ocurrió uno:

—¿Quién cuidará ahora de las vacas del tío Horst?

Cuatro pares de ojos llorosos la miraron sorprendidos.

—No lo había pensado.

—A las vacas hay que ordeñarlas todas las noches, ¿no?

—¡Tenemos que llamar al vecino!

—Y no solo hay vacas, también gallinas, abejas y un gato.

Lou asintió con la cabeza, satisfecha de sí misma una vez más. La tristeza se había desvanecido. De repente, la conversación giraba en torno a los cuidados que necesitaban los animales de la granja.

—Voy a llamar al vecino. —Helene se dispuso a levantarse, pero su hermana la detuvo.

—¡Tú quédate aquí sentada! Piensa en tu cadera. Déjamelo a mí.

Lisa-Marie observó con preocupación que su madre iba hacia el teléfono tambaleándose ligeramente.

—Hay que guardar el licor.

—Sí, buena idea —coincidió Anne—. Es muy dulce. Ahora necesito algo más fuerte.

—Yo también —reconoció Lou.

—¿Y si pedimos unas pizzas? Yo tengo tiempo. —Anne había hablado hacía una hora por teléfono con Mia y le había dicho que volvería tarde a casa.

Lou dudó.

—Uf, no sé. Christoph quería cenar conmigo antes de ir al periódico para el cierre de la edición.

—¿No pensarás conducir ahora? —dijo Helene, alarmada.

—No, llamaré a un taxi.

—Podríamos compartirlo —propuso Anne—. Pero antes tengo que comer algo.

—Está bien. Un poco de ensalada italiana no estaría mal. —Lou sacó el móvil del bolsillo de la chaqueta—. Voy a llamar a Christoph para avisarlo.

—Creía que no te funcionaba el móvil. —Lisa-Marie frunció el ceño con desconfianza.

—Ya se te ha olvidado —dijo Anne, y sacó su teléfono—. Toma, llama con el mío.

Lou, agradecida, le guiñó un ojo a su hermana. Anne quizá fuera un desastre y un poco provinciana, pero en los momentos decisivos se podía confiar en ella.

Antes de que le hubiera dado tiempo a marcar el número de Christoph, Katharina volvió a entrar en la sala.

—De momento, el señor Hösle se ocupará de todo —anunció.

—Es el vecino que, con su mujer, ayudaba al tío Horst en la granja y en la casa, ¿verdad? —preguntó Anne.

Katharina asintió.

—¡Qué suerte que podamos contar con ellos! —dijo Helene, aliviada.

—Bueno, sí, pero hay un problema. —Katharina se sentó al lado de su hermana en el sofá—. El señor Hösle tiene que ingresar el viernes en el hospital para que le hagan una pequeña intervención, y su mujer no puede ocuparse de las dos granjas a la vez.

—¡Ya la tenemos liada! —murmuró Lou de mal humor—. ¿Por qué tuvo que comprarse el tío Horst una granja a los sesenta años?

—Solo recogió unos cuantos animales que ya nadie quería —la corrigió su madre.

—Hay mucha gente que se jubila a los sesenta y se dedica a jugar a los bolos o a cosas por el estilo. Pero ¿qué hizo él? Convertirse en el salvador de unas cuantas gallinas inútiles y unas vacas decrépitas.

—Pero les ha salvado la vida a muchos animales —replicó Anne.

—Y ahora nosotras tenemos que apechugar con ellos —dijo Lou en tono de disgusto.

—¿No se puede contratar a alguien? —preguntó.

—Sí, claro, en una «agencia de granjeros». —Lou se echó a reír.

—¡No te lo tomes a broma! —la reprendió Anne—. Tenemos un problema de verdad, si no hay quien cuide de los animales a partir del viernes.

—¿No podría el señor Hösle aplazar la operación?

—¡Marie-Luise!

—Está bien, mejor me voy. —Lou se fue a la cocina a llamar a Christoph.

—Bueno, ¿y ahora qué hacemos? —preguntó Katharina, poniendo cara de no saber cómo solucionar el problema.

—Me temo que tendremos que ir las dos a Algovia para ocuparnos de todo —afirmó Helene.

—¡De ninguna manera, mamá! El viernes tienes que estar en el balneario —replicó Anne con contundencia.

Katharina asintió.

—Tiene razón, Helene. Iré yo sola a Baviera.

—¿No querías acompañar a la tía Helene? —preguntó Lisa-Marie.

—Sí, ese era el plan. Pero ahora lo cambio por ir a la granja.

—No podrás con todo el trabajo tú sola, mamá. Te acompañaré.

—¡No puedes cerrar la librería!

—Sí que puedo. —De repente, Lisa-Marie parecía un poco avergonzada—. Incluso me viene muy bien. De todos modos, tenía que cerrar este fin de semana.

—¿Por qué? —preguntó Anne.

—Por las obras de la Brückenplatz. Cerrarán dos meses el acceso al pasaje de la librería.

—¿Y lo dices ahora?

—Bueno, había temas más importantes de que hablar, ¿no?

—Tu librería es importante. Te da de comer.

—Y lo seguirá haciendo, de momento. El contratista me pagará una indemnización por la pérdida de ganancias.

—¿Será suficiente?

—Será más de lo que ingreso algunos meses. —Lisa-Marie sonrió muy contenta—. No os preocupéis. Al contrario, me viene de perlas. Tendré dos meses libres y podré ocuparme tranquilamente de todo con mamá.

—¿Tranquilamente? Pues yo diría que será bastante estresante —señaló Anne.

—Bah, nos las apañaremos.

—Me gustaría ser tan optimista como tú.

—Bueno —retomó la palabra Helene—, todo eso está muy bien, pero a mí me gustaría que Katharina me acompañara al balneario. Me pesará mucho la soledad, ahora que Horst ha muerto.

—Yo también preferiría ir contigo, pero no podemos dejar todo el trabajo a Lisa-Marie.

Como quien no quiere la cosa, la mirada suplicante de Helene se posó en su hija.

Anne suspiró. Conocía a su madre y sabía lo que estaba esperando.

—Tendré que hablarlo con mi familia, pero a lo mejor puedo acompañar a Lisa-Marie. Creo que podría arreglármelas para irme una o dos semanas.

—¡Sería fantástico, cariño!

Katharina también miró radiante y agradecida a su sobrina.

—Y nosotras iremos cuando acabe la rehabilitación. Entretanto, podemos pensar tranquilamente en el futuro de la granja.

—Es que… El tratamiento dura tres semanas y yo solo he hablado de una o dos —objetó Anne, pero no le hicieron caso.

—¡Anne y Lisa-Marie irán a Algovia el viernes para ver cómo marchan las cosas! —exclamó Helene cuando Lou volvió a la sala.

—¿El viernes? ¿Cómo que el viernes? Yo aún no he dicho que sí —se quejó Anne, pero de nuevo nadie le hizo caso.

—¿No quieres acompañarnos, Lou? —preguntó Lisa-Marie.

—¡Lo siento! —Lou dedicó una mirada compasiva a su hermana—. Me encantaría ir con vosotras, pero ya sabéis que el fin de semana me voy de vacaciones.

—¡Qué lástima! —se lamentó Lisa-Marie.

—Sí, es una lástima —afirmó también Anne, de mal humor—. En Algovia nos vendrían muy bien tus dotes organizativas.

—Bueno, sea como sea, no puedo cancelar el viaje. —A Lou le costó ocultar el alivio que acababa de sentir.

—No, esta vez tienes una buena excusa —murmuró Anne—. ¡No mereces tanta suerte!