Dortmund, abril de 2010
El segundo miércoles de cada mes, las descendientes de la familia Zabel se reunían para merendar y charlar.
Desde hacía casi cuarenta años, las gemelas Katharina y Helene, apellidadas Zabel de solteras, mantenían esa tradición. Al principio, en los años setenta, se sentaban las dos solas a la mesa de la cocina, tomaban café y comían Streuselkuchen, una tarta de masa seca, mientras sus hijas jugaban en el cuarto contiguo.
Con el paso de los años, la imagen cambió. Primero, las hermanas se trasladaron a la mesa del comedor, mucho más cómoda. Después, en aras de la salud, se pasaron al café descafeinado y refinaron sus técnicas de pastelería: sustituyeron las aburridas tortas por creaciones llenas de fantasía, como la Donauwelle, una tarta de cerezas recubierta con crema de vainilla y chocolate, o la tarta de queso Philadelphia. Y, finalmente, no sin cierta presión, consiguieron que sus hijas, que entretanto se habían hecho mayores, participaran en las reuniones. Así fue como el grupo aumentó a cinco personas: además de Katharina y Helene, en el futuro también se sentarían habitualmente a la mesa Lisa-Marie, Lou y Anne.
Eso sí, las chicas pusieron condiciones. Una de ellas fue fijar en dos horas la duración de los encuentros. Oficialmente porque, por desgracia, su vida privada o profesional no les permitía disponer de más tiempo. Sin embargo, el verdadero motivo era que los temas de conversación les duraban dos horas como mucho. ¿De qué iban a hablar tres mujeres tan distintas?
Lo siguiente fue convencer a sus madres de que, a partir de entonces, la generación más joven se encargaría de organizar por turnos los encuentros. La anfitriona solo tenía que poner la mesa y las bebidas. De las tartas se ocuparían las invitadas, también por turnos.
—La palabra mágica es «rotación» —dijo la eficiente Lou a las mujeres de su familia—. De ese modo, ninguna de nosotras tendrá que ocuparse de todo el trabajo.
—Hablando de trabajo: solo podemos reunirnos los miércoles —dijo tajantemente Lisa-Marie, la librera—. Es el único día de la semana que cierro por la tarde.
—Y cuando toque en mi casa, tendré que encerrar a los niños —dijo Anne, preocupada— o no nos dejarán en paz ni un minuto.
—Pero, Anne, ¡mira que eres exagerada! —reprendió Helene a su hija.
—De eso nada, te lo aseguro.
—¡Mis nietos son un encanto!
—Tal vez contigo…
—¿Podríamos volver a la cuestión real, por favor? —preguntó Lou, que se impacientaba enseguida.
—Los niños son mi cuestión real.
—Pues no haber traído tres al mundo.
Anne se encogió de hombros y se calló. No tenía sentido discutir de hijos con su hermana. Lou interpretó su silencio como una aprobación y sonrió satisfecha.
—Tema zanjado. Volvamos al principio de rotación. ¿Estáis de acuerdo?
Todas asintieron, aunque Katharina y Helene no parecían muy entusiasmadas. De todos modos, se sometieron a los deseos de sus hijas. ¡La cuestión era reunirse con regularidad!
Un miércoles de primavera del mes de abril del año 2010, le tocaba a Lisa-Marie organizar la reunión. De hecho, podría haberse conformado con poner la mesa y hacer café. Sus primas, Lou y Anne, llevarían una tarta cada una. Pero Lisa-Marie no se atenía a la norma de la rotación. Le gustaba mucho cocinar y lo hacía muy bien.
Además, en un libro de cocina que se acababa de publicar, había encontrado la receta de una tarta de primavera deliciosa y ligera, y quería probarla sin falta. Pensaba adornar la mesa en verde y amarillo, colores que entonaban con la estación del año. Ya había puesto un gran ramo de narcisos sobre la mesa. Después se ocuparía de la vajilla, las servilletas y las velas.
Sin dejar de silbar alegremente en su pequeña y ordenadísima cocina, se dispuso a dar los últimos retoques a la tarta, para lo cual repasó antes el final de la receta: «Por último, espolvorear una buena capa de azúcar glas y decorar con flores de mazapán».
Esparció con cuidado el azúcar glas sobre el pastel y colocó encima doce pequeños tulipanes de mazapán. Lo hizo esmerándose en distribuirlos uniformemente por el borde para que todas las porciones tuvieran su propia flor. Acto seguido, dio un paso atrás y contempló su obra.
—Perfecto —susurró, mientras asentía satisfecha.
En ese preciso instante sonó el teléfono. Se limpió las manos rápidamente con un trapo de cocina y se plantó en el pasillo, delante de la cómoda de madera donde estaba el aparato.
—¿Diga?
—Digo, digo —resonó la voz de su madre—. ¿Qué hacías? Has tardado una eternidad en contestar.
—Estaba acabando de decorar una tarta.
—¿Has hecho una tarta? Pero con eso contravienes el principio de rotación —señaló, pronunciando las últimas palabras con marcada lentitud y sarcasmo.
—Ya lo sé. ¿Y qué? Hasta ahora, siempre os habéis comido con mucho gusto mis tartas, tanto si me tocaba a mí como si no.
—¿Con qué nos vas a sorprender hoy?
—Tarta de mandarina y yogur con mazapán.
—Suena delicioso, menos el mazapán. No me gusta el mazapán, ¡ya lo sabes!
—Pues claro que lo sé. —Lisa-Marie se miró en el espejo que había encima de la cómoda y empezó a limpiarse los restos de azúcar glas que tenía en la cara—. Pero solo hay mazapán en la decoración de la tarta. Puedes apartarlo y dárselo a la tía Helene.
—Precisamente te llamo por eso, para recordarte que le pongas una butaca cómoda a la tía Helene. Todavía no puede sentarse muy bien después de la operación de cadera.
—¿Estás segura? El domingo fui a verla y estaban tan a gusto en su silla de la cocina.
—¡Quita, quita! Helene tiene mucha facilidad para disimular el dolor. Siempre ha sido así, conozco a mi hermana.
—Pero Anne dice que se ha recuperado con una rapidez asombrosa.
—Anne no es quién para juzgarlo.
—Es hija de la tía Helene y, casualmente, también estudió enfermería. Diría que es capaz de juzgar cómo está su madre, ¿no crees?
—Pero yo soy su hermana mayor.
—Solo por diez minutos.
—Por eso mismo la conozco tan bien: ya estábamos unidas en el seno materno.
Como siempre, Lisa-Marie no pudo rebatir ese argumento. En cuanto la tía Helene o su madre recurrían a su época común en el seno materno, toda objeción resultaba inútil.
—De acuerdo, a la tía Helene le duele mucho la cadera —zanjó la discusión—. Le pondré la butaca. ¿Algo más?
—No. Nos vemos enseguida y seguimos hablando. No hace falta que despilfarremos mi dinero ahora.
—Tienes tarifa plana.
—Y tú tienes que ocuparte de tu tarta.
—No solo eso. Todavía tengo que poner la mesa y arreglarme un poco.
—Pues aún te quedan unas cuantas cosas que hacer. ¡Nos vemos luego! —Con eso, Katharina dio por terminada la conversación.
Lisa-Marie volvió sonriendo a la cocina y se puso a recoger. Le hacía ilusión que llegara la tarde, aunque las meriendas familiares no siempre eran pacíficas y tranquilas. Helene, Lou y Anne eran sus parientes más cercanas. Ella no se había casado, y, si bien había habido unos cuantos hombres en su vida, esas relaciones iban y venían; la familia, en cambio, siempre estaría ahí.
La mirada de Lisa-Marie se posó en la fotografía colgada en la parte inferior del tablón de notas. Se la habían hecho en el comedor de su casa el último Adviento y salían todas alrededor de una mesa adornada con motivos navideños. En realidad, Lisa-Marie había hecho la foto únicamente para inmortalizar la decoración que había montado.
Sin embargo, no solo los dulces de san Nicolás, unas figuritas con ciruelas pasas y nueces, sonreían a cada cual más alegre, las invitadas también habían salido muy risueñas.
Katharina, su madre, y la tía Helene estaban sentadas en el centro, agarradas de la mano. El pelo de la tía Helene, corto y teñido de rojo, contrastaba llamativamente con su blusa de seda verde. Comparada con ella, Katharina casi parecía una mujer conservadora. Sus rizos cortos y grises entonaban perfectamente con la montura plateada de sus gafas y la elegante chaqueta de color lila pálido que se había puesto.
Detrás de la tía Helene estaban sus dos hijas, Anne y Lou, que sonreían con cordialidad a la cámara. No era habitual, porque la sonrisa de Lou solía parecer fría y la de Anne, angustiada. Pero aquella tarde las dos estaban relajadas y de buen humor, seguramente por el vino especiado caliente que Lisa-Marie les había servido.
Anne se había bebido tres tazas. Tenía las mejillas sonrosadas y los ojos le brillaban a causa del flash. Le sentaba bien, porque siempre se la veía con la cara un poco pálida y exhausta.
Lisa-Marie había intentado varias veces cambiar el estilo de su prima. Pero ni el libro de autoayuda Consejos para mujeres a partir de los cuarenta ni una cita con una esteticista habían alcanzado el éxito deseado. Anne se negaba a invertir en su imagen más tiempo que el estrictamente necesario. Así pues, llevaba el pelo, que era largo y de color rubio oscuro, recogido en un moño, no usaba maquillaje y se vestía casi exclusivamente con vaqueros cómodos y camisas. Solo en fiestas muy señaladas cambiaba esas prendas por un vestido elegante.
Lou, la hermana de Anne, era muy diferente. Interiorista de éxito, sabía lo importante que podía llegar a ser la primera impresión. Por eso, los mechones de color rubio rojizo de su melena a la francesa siempre le caían exactamente hasta la barbilla. Llevaba un maquillaje discreto, joyas sobrias y ropa práctica pero sumamente elegante. Resumiendo: Lou sabía cómo había que entrar en escena.
En la foto vestía un conjunto de chaqueta marrón, blusa de color turquesa y pañuelo de seda beis, enrollado al cuello con gracia. Y aunque ella también se había tomado dos tazas de vino caliente, se la veía erguida y con los brazos cruzados delante del pecho: una profesional de los pies a la cabeza.
Lisa-Marie reconocía que le daba un poco de envidia, y con razón. Lou tenía cuatro empleados y le sobraban los encargos. Pero no solo le iba bien profesionalmente, también había encontrado la felicidad en el terreno personal. A principios de año había comprado con su novio, un conocido periodista, un piso grande en el centro de la ciudad y lo había decorado a su gusto. Ahora vivía exactamente como siempre había soñado.
¡Si no fuera tan creída y arrogante! A su lado, Lisa-Marie se sentía muy poquita cosa.
Su mirada se dirigió hacia la parte derecha de la foto, donde aparecía ella. Como había tenido que pulsar el disparador automático y después rodear corriendo la mesa, era la única que salía un poco movida. Sus rizos rubios, que siempre se recogía por detrás de las orejas, se le pegaban desgreñados a las mejillas. Menos mal que se había acordado de utilizar el flash especial para evitar los reflejos en los cristales de sus gafas sin montura. Comparada con sus dos primas, se la veía pequeña y frágil, cosa que, para su disgusto, ni siquiera podía corregir con unos tacones altos.
¿Debería probar algo nuevo y cardarse el pelo? La ropa también podía conseguir que una persona pareciera más alta, lo había leído recientemente en un libro de autoayuda. Allí proponían faldas cortas o pantalones pirata. El fin de semana tendría que…
Volvió a sonar el teléfono, lo que hizo que se acabaran de golpe las reflexiones sobre estilismo de Lisa-Marie.
—¿Diga?
Al otro lado se oyó un sollozo. Eso bastó para que Lisa-Marie reconociera de quién se trataba.
—¿Mamá? ¿Qué pasa? —preguntó alarmada.
Su madre se sonó ruidosamente la nariz antes de contestar:
—Acabo de recibir una llamada de Baviera. ¡El tío Horst ha muerto!
Más o menos a esa misma hora, Anne recordó de pronto que aún tenía que hacer una tarta.
Había estado fuera toda la mañana. Primero llevó a los niños a la escuela y luego hizo la compra. Más tarde pasó por el taller para dejar el coche de su marido. En casa le esperaba una enorme montaña de ropa limpia, que planchó a mediodía al tiempo que veía la televisión.
Al acabar, recordó la cita de la tarde.
—¡Mierda!
Dejó la plancha encima de la tabla de planchar, fue corriendo a la cocina y abrió el armario que hacía las veces de despensa. Para su alivio, encontró un paquete de preparado para tarta de coco.
En realidad, tenía planeado impresionar a la familia con una sofisticada tarta de queso, con doble fondo crujiente y un relleno de nata batida y crema de queso baja en grasa. Hasta había comprado los ingredientes.
¿Y ahora qué? Una vez más, se presentaría con un pastel de masa seca que no merecería ninguna atención al lado de las alucinantes creaciones de Lisa-Marie. Además, en la nevera quedarían un kilo de crema de queso y dos botes de nata esperando en vano a que alguien los utilizara. Pero de eso ya se ocuparía más tarde. Lo importante ahora era que la tarta sustituta llegara a tiempo al horno.
Leyó por encima las instrucciones del paquete.
«Esta suculenta tarta de coco tiene garantizado el éxito en cualquier mesa. La combinación del bizcocho, ligero y esponjoso, y la ralladura de coco crujiente entusiasmará a su familia».
—Esperemos que sea cierto —murmuró Anne.
Mezcló el contenido del paquete con dos huevos, una cucharada de agua y 150 gramos de margarina. Luego engrasó un molde desmontable y puso dentro la masa. Justo cuando abría la puerta del horno, su hija Mia entró en la cocina.
—¿Por qué huele tan raro? —preguntó la muchacha.
—Es el horno. —Anne colocó el molde sobre la rejilla y cerró la puerta—. Seguro que tus hermanos no limpiaron las migas de la última pizza.
—Mmm, ¡qué rico! —Mia alcanzó una manzana y se sentó en el banco de la cocina—. La tarta con sabor a pizza quemada es uno de mis platos favoritos.
Anne ignoró el comentario.
—¿Cómo es que ya estás en casa?
—No había clase de gimnasia.
—¿Para nadie o solo para ti?
Mia le dio un mordisco a la manzana y masticó a conciencia.
—¡Eso, piénsalo antes de hablar! —Anne se limpió las manos en los vaqueros y se sentó a la mesa con su hija—. Yo puedo esperar.
—Vale, confieso. —Mia alzó la mirada hacia el techo—. No me apetecía jugar al voleibol y he dicho que me encontraba mal por culpa de la menstruación.
—¿No se ha fijado tu profesor de gimnasia en que la regla te viene cada dos semanas?
—Es un profesor en prácticas, muy joven y muy tímido. No se atreve a preguntar. Y no pensarás que lleva una agenda para cada una de nosotras, ¿no?
—Probablemente, no.
—Por cierto, era la última clase de gimnasia de mi etapa estudiantil.
—¿Y no podrías haber ido esta vez?
—¡Ah, mamá! El olor a sudado de un gimnasio no se olvida nunca. Además, da igual una clase más o menos.
Anne se echó a reír.
—En eso tienes razón.
—¿No estás enfadada?
—No. Yo odiaba las clases de gimnasia tanto como tú.
Anne miró cariñosamente a su hija. Como todas las mujeres descendientes de la familia Zabel, Mia era rubia y tenía los ojos verdes, pero de un verde muy intenso. Con sus largos rizos de color trigueño y los ojos verde claro, enseguida empezó a causar sensación entre los chicos de su clase. Sin embargo, todavía no se había interesado seriamente por ninguno de sus admiradores. Mia era una chica alegre y abierta, que nunca había causado problemas. Esa primavera, estaba en plenos exámenes finales de bachillerato y sería la primera de los tres hijos de Anne que acabaría la secundaria. No era un pensamiento muy agradable porque, con eso, Mia entraría prácticamente en la edad adulta y se iría de casa en un futuro no muy lejano.
Suspiró y se obligó a pensar en otra cosa.
—Ya que has vuelto tan pronto, ¿no me acompañarías a la merienda en casa de Lisa-Marie?
—Ah, ¿ya toca otra vez? —Mia sonrió burlona—. Por eso la tarta, ¿no?
—Si me acompañas, podrás comerte un trozo bien grande.
—Podré de todos modos. ¿No te has fijado que siempre sobra un buen trozo de tus tartas?
—Supongo que eso significa que no vas a acompañarme, ¿verdad?
—No, significa que tus tartas no les gustan.
—Ya me he acostumbrado.
—No te preocupes, mamá, ¡mañana nos comeremos las sobras! Pero tienes razón, no te acompañaré. Tengo que estudiar. Tengo examen de inglés el viernes.
—¿Podrías entonces ocuparte de que tus hermanos hagan los deberes esta tarde antes de sentarse delante del ordenador?
—Eso está hecho —asintió Mia—. ¿A qué hora vuelve papá?
—Ni idea, supongo que como siempre.
—O sea, tarde.
—Ha llamado antes y ha dicho que todavía tiene previstas tres pequeñas operaciones.
El marido de Anne era médico jefe de las clínicas municipales desde hacía dos años.
—Siempre que dice «una pequeña intervención» surgen complicaciones y no vuelve a casa antes de medianoche —dijo Mia—. Pero aquí estoy yo para cuidar de Jan y de Tom.
—¡Gracias! Volveré pronto.
—En la reunión antes de Navidad aguantasteis mucho rato, ¿te acuerdas?
—Fue por el vino caliente.
—A lo mejor hoy Lisa-Marie os prepara unos cócteles de primavera…
—¡Cuánta imaginación tienes! —comentó Anne con una sonrisa.
—… o todavía le queda un poco de aquel licor de huevo hecho por ella misma que tomamos en Semana Santa. —Mia se estremeció—. La tía Lisa-Marie me cae muy bien, pero ¡aquel brebaje era imbebible!
—Ella también lo pasó mal. Me apuesto algo a que hoy se esfuerza el doble.
—Hará… —Mia se interrumpió y se puso a olfatear—. ¿No hueles?
Anne levantó la cabeza.
—Ya te lo he dicho, son las migas del horno.
—No sé, en ese caso tendría que oler más a queso, ¿no? —Dejó la manzana sobre la mesa y se levantó—. Huele a otra cosa, como a plástico quemado. Y viene del comedor.
—¡La plancha!
Anne se levantó de un salto. Madre e hija entraron juntas en el comedor, donde el televisor seguía encendido. Un humo intenso subía de la tabla de planchar y teñía de negro una parte del techo.
—¡No la toques! —gritó Anne al ver que Mia iba a apartar la plancha de la tabla—. Está muy caliente. —La desenchufó y se puso uno de los guantes que usaban para encender la chimenea—. Mejor con esto.
Con cuidado, agarró la plancha humeante y la llevó a la cocina. Mia, sin perder la calma, echó encima de la tabla una sábana recién doblada y abrió la puerta que daba a la terraza.
En ese momento sonó el teléfono.
—¿Puedes contestar tú? —gritó Anne desde la cocina.
—No —contestó Mia tosiendo—. Estoy apagando el agujero que se ha hecho en la tabla de planchar. Deja que suene.
—¡Ten cuidado!
—Sí, sí…
—¿Puedes?
—Pues claro. Pero me temo que habría que comprar una tabla de planchar nueva.
—La plancha también está para el arrastre.
Anne volvió al comedor y descolgó el teléfono.
—¿Sí, diga? ¿Diga?
—¿Han colgado?
—Sí.
—No sería muy importante.
Lou tenía previsto algo muy especial para la merienda: un rollo de mascarpone y café con crema.
Le encantaban las recetas modernas con ingredientes poco habituales, y siempre se tomaba mucho tiempo para prepararlas. Desde que había transformado la cocina en un pequeño palacio cromado, de cristal y mármol, solía pasar tardes enteras delante de los fogones preparando bocados refinados para ella y Christoph, su novio. Habitualmente, él se sumaba abriendo una botella de vino blanco bien frío, que se tomaban sentados a la barra de la cocina mientras en el horno o en la sartén chisporroteaba algo delicioso.
Ese mediodía, Lou tampoco estaba sola. Christoph, sentado a la mesa de la cocina con el portátil abierto, escribía un artículo sobre la erupción de un volcán en Islandia. Era habitual que trabajara en casa, puesto que entre esas cuatro paredes había más tranquilidad que en la redacción.
A Lou le gustaba tenerlo cerca. El repiqueteo del teclado y su forma de murmurar distraídamente de vez en cuando tenían cierto efecto calmante.
Mientras desenvolvía la tableta de chocolate a la piedra junto al frigorífico, observó a su novio con disimulo, que parecía totalmente absorto en el artículo. Ensimismado, se colocaba las gafas, que no había manera de que casaran con su cara morena, los rizos rubios y el cuerpo musculado. No obstante, a Lou le gustaba que no todo fuera perfecto en Christoph. Desde el principio le había fascinado que, detrás de aquel hombre atractivo y con un físico atlético, hubiera algo más que lo que se veía a simple vista. Mucho más.
Canturreando de muy buen humor, se puso a rallar el chocolate para convertirlo en chocolate en polvo.
—Se ha abierto una grieta muy larga en la caldera de la cima.
—¿Cómo? —Lou levantó la vista del chocolate, confusa.
—El tremor ha aumentado mucho.
—No entiendo nada. ¿De qué hablas?
—Del volcán de Islandia.
—Ah, el Eiafjala… o cómo se llame…
—¡El mismo! —Christoph sonrió—. Por cierto, se llama Eyjafjallajökull.
—Parece que ese volcán te tiene muy preocupado.
—Pues sí. —Christoph se quitó las gafas y se pasó una mano por el flequillo rebelde—. Y si sigue escupiendo ceniza, pronto le preocupará a mucha más gente.
—¿Te refieres a la amenaza de cerrar el espacio aéreo?
Christoph asintió.
—Que espere hasta el viernes —bromeó Lou—. Cuando estemos de vacaciones, por mí como si explota.
Christoph se rio y Lou volvió a concentrarse en el chocolate. Tardó varios minutos en rallar toda la tableta.
—Ahora voy a hacer ruido —avisó a Christoph después de echar un vistazo a la receta—. Tengo que batir la nata.
—No importa —replicó él, sin apartar los ojos de la pantalla del ordenador.
Lou vertió dos botes de nata en un recipiente, añadió cacao en polvo y estabilizante, y puso en marcha la batidora. Mientras esperaba que la mezcla se endureciera, sus pensamientos vagaron hacia las vacaciones inminentes. Ese fin de semana, Christoph y ella se instalarían en un hotel de lujo en el Caribe. El catálogo promocional prometía una calma y un aislamiento absolutos, porque el gran complejo turístico solo aceptaba parejas sin hijos. Suspiró, ilusionadísima.
Tras las agotadoras reformas y la mudanza al piso nuevo, se había ganado esas tres semanas libres. Esperaba poder dejar atrás el estrés de la oficina y el de la vida social, a veces realmente agotadora. ¡Por no hablar de la lata de las reuniones con la familia!
Pensar en la merienda de la tarde la devolvió a la realidad. Se dio cuenta justo a tiempo de que la nata ya había adquirido la consistencia adecuada. Apartó enseguida la batidora.
—¿Cómo sigue? A ver… —murmuró, y pasó el dedo por las últimas líneas de la receta.
«Poner la nata montada en una manga pastelera con una boquilla ancha y aplicar formando tobas de distintos tamaños encima del rollo».
—¿Tobas? —repitió divertido Christoph, y levantó la vista del portátil.
—Supongo que será algo parecido a los rosetones de nata.
—Si no estás segura, llama a tu prima, ella lo sabrá.
—¿A Lisa-Marie? ¿Para que en mi próximo cumpleaños me regale El pequeño diccionario de la repostería? Ni hablar.
Christoph se echó a reír.
—¿Existe?
—En la librería de Lisa-Marie hay de todo.
—A mí me parece muy loable que lea todos los libros que tiene a la venta.
—Siempre ha leído mucho. De hecho, en todos mis recuerdos aparece con un libro delante de las narices.
—Hay hobbies peores.
—Por supuesto. —Lou se agachó para sacar una manga pastelera grande del cajón inferior—. Lo malo es que es incapaz de guardarse sus buenos consejos, siempre se pasa de lista.
Rellenó la manga y comenzó a distribuir la nata encima del rollo.
—¿Me das un poco?
Christoph apareció por sorpresa detrás de ella. Le sacaba una cabeza, por lo que no le costó pasarle los brazos por encima de los hombros.
—¡No! —Lou le atizó en los dedos, que planeaban peligrosamente sobre la decoración de nata—. La tarta tiene que quedar perfecta, mi familia no aceptaría otra cosa.
—Yo no me preocuparía por eso. Seguro que Anne también lleva algo.
—¡Qué malo eres! —Lou se echó a reír y apartó un poco la bandeja con la tarta, por si acaso—. Anne va siempre tan de cabeza que la repostería ocupa uno de los últimos puestos de su lista de prioridades.
—¿Y las chicas Zabel aceptan esa disculpa barata? —Christoph la rodeó por los hombros y la hizo volverse hacia él.
—Mi hermana tiene otras cualidades —dijo Lou, y le dio un ligero beso en la mejilla derecha.
—¿Por ejemplo? —preguntó Christoph, ofreciéndole la otra mejilla.
—Lleva veinte años casada con el mismo hombre.
Esta vez, el beso fue un poco más intenso.
—¡Qué aburrimiento! ¿Algo más?
—Ha traído a tres hijos al mundo.
—Los hijos acabarán con ella.
Christoph se inclinó y le rozó los labios con la frente.
—Su marido es un médico reconocido.
Lou apretó con placer sus labios contra los ojos de Christoph.
—¿Y qué? ¿Cuándo fue la última vez que sorprendió a Anne en la cocina?
—Ni idea. Creo que, en su caso, para que las palabras «cocina» y «sorpresa» aparecieran en una misma frase, sería necesario que explotara el horno.
—¿Quién es aquí el malo? —susurró Christoph, arrimándose aún más a Lou.
—No lo he dicho con malicia, ella misma comentó una vez algo parecido. —Lou lanzó un suspiro de placer—. ¿Y si cambiamos de tema?
—Se me ocurre uno… ¿Has terminado la tarta?
—Sí.
—¿Y cuánto tiempo nos queda antes de que te vayas?
—Descontando el rato que tarde en ducharme, más o menos una hora.
—De acuerdo, eso basta para cambiar de tema.
—¿Y qué tema propones? —susurró Lou, aunque ya se hacía una idea.
En vez de contestar, Christoph la atrajo hacia él.
—Te llaman al móvil —musitó entre dos besos.
—¿Y qué?
—¿No vas a contestar? A lo mejor es de la oficina.
—Descartado. Tienen instrucciones claras sobre lo que tienen que hacer —murmuró Lou mientras le desabrochaba la camisa.
—¿Y si es una de tus familiares?
—Que espere hasta la tarde. —Ya había llegado al ombligo de Christoph—. Además, el tiempo vuela. Ya solo nos quedan cincuenta y ocho minutos…