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La mañana estaba helada. El tren se detuvo entre nubes de vapor y Carmen despertó bruscamente al sentir una mano pesada sobre su brazo. Pertenecía a una rolliza campesina que desde dos días antes ocupaba el asiento contiguo y parte del suyo.

—Diektiarka —le dijo sonriente, mientras señalaba el andén con un índice grueso como una salchicha.

En un letrero enorme se leía «Sverdlovsk».

Era una estación bastante ajetreada, con media docena de embarcaderos para las distintas fábricas del complejo y unos enormes almacenes donde se concentraba la maquinaria para Cheliabinsk, en la vertiente oriental de los Urales, emplazamiento de otras plantas industriales. Humeaban los tenderetes de castañeras y los puestos en los que podía adquirirse té, puré de patatas, sopa, gallinas guisadas, pan negro y vodka.

Carmen se apeó con su maleta y se abrió camino entre la muchedumbre de pasajeros agolpada tras la barrera. El edificio principal era de hierro y ladrillo. Un cartel gigantesco que reproducía los rasgos de Lenin en actitud dudosa entre la imprecación y la tos, el dedo admonitorio levantado, tapaba parcialmente la fachada.

Carmen, tras depositar la maleta en consigna, consultó el horario de ruta. El último tren para regresar al mundo saldría a las once de la noche. Disponía de diez horas.

Se dirigió a un empleado ferroviario cuyas facciones le inspiraron confianza y le mostró el papel. El hombre lo leyó atentamente y luego la miró con cierta alarma. Era bastante infrecuente que los familiares de los prisioneros obtuvieran permiso para visitarlos y más infrecuente todavía que hicieran un viaje tan largo sólo para una entrevista de diez minutos en presencia de un guardia. Quizá por eso se mostró particularmente amable con aquella hermosa mujer, a la que consideraba ya como una viuda. Le dio en ruso una prolija explicación, enteramente inútil, tras la cual, tomando el papel y el lápiz que Carmen le mostraba, le dibujó una especie de autobús.

—¿Hay un autobús para Diektiarka?

El ferroviario pareció entender. Sonrió mientras asentía teatralmente y por señas indicó a Carmen que lo siguiera hasta la calle. En una plaza polvorienta, rodeada de edificios deshabitados, tres destartalados autobuses aguardaban. En la placa de uno de ellos, escrito en caracteres cirílicos, Carmen descifró su destino: Diektiarka.

Todos los pasajeros eran vigilantes o empleados del campo de prisioneros. Los conocidos se saludaban brevemente, se sentaban juntos y conversaban en voz baja. Algunas miradas se volvieron hacia Carmen cuando ocupó un asiento libre cerca del conductor. Un comentario zafio, a media voz, fue coreado por tres o cuatro risas. Carmen se sonrojó adivinando que hablaban de ella. Temía que pudieran interpretar su indiferencia como un reto si pensaban que conocía el idioma. Tan cerca de Rudolf comenzaba a sentirse desamparada y sola. Quizá su instinto buscaba refugio en la proximidad del hombre al que amaba, como si la magia del amor pudiera abolir la cárcel y el destino.

Un mongol enorme, con la melena grasienta y lacia escapándosele de la gorra con visera de hule, ayudó a subir a dos mujerucas vestidas de negro, se situó al volante, le gritó algo al pasaje, que respondió con una risotada, y arrancó el vehículo.

Salieron de la ciudad y se internaron por el desierto helado y pedregoso. Grandes carteles recordaban a cada paso que aquel infame carril plagado de baches era propiedad del ministerio o Sagatitska Ministerium, como si hubiese motivo para enorgullecerse de ello.

Después de veinte kilómetros de tundra, en el más desolado paisaje del mundo, la carretera desembocó en unas navas que permitían ver a lo lejos, entre los celajes de una inconsistente bruma, un piedemonte arbolado. Rodearon una curva y ante ellos brotó, como una aparición, un valle festoneado de pinares. A lo lejos, entre la niebla, se apuntaban las torres de las minas de cobre. Apareció un poblado compuesto por dos docenas de naves de chapa corrugada. Las que parecían más antiguas se alineaban a los lados de un sólido edificio de piedra y ladrillo.

El pasajero que ocupaba el asiento contiguo hizo una señal a Carmen y señalando las edificaciones dijo:

—Diektiarka.

Dos soldados con subfusiles colgando del hombro abrieron un portón de madera y alambre de espino. El autobús se detuvo junto al barracón del cuerpo de guardia, ante la segunda alambrada. Los pasajeros descendieron bromeando con los guardianes. Carmen bajó la última, auxiliada por un sargento de poblados mostachos que había acudido a ofrecerle la mano. Luego le indicó que lo siguiera hasta el cuerpo de guardia. La costra de hielo crujía bajo las pisadas y el aire estaba tan helado que penetraba en los pulmones como una miríada de minúsculas cuchillas.

Carmen tendió su pasaporte y su autorización de visita al bigotudo sargento.

—Kak tibia sabút?

Carmen señaló el pasaporte.

El sargento asintió.

—Podozhdí minútu.

El guardia descolgó un enorme teléfono de pared y accionó enérgicamente la manivela. Siguió un breve parlamento que incluyó la lectura del permiso de visita de Carmen. Al cabo de unos segundos el sargento regresó junto a ella, sonriente, le devolvió la documentación y ordenó a un soldado que la acompañara.

La segunda alambrada estaba abierta. El soldado condujo a Carmen a través de las desiertas calles del campo. Algunos espectros vestidos con raídas chaquetas grises se encaramaban a las ventanas altas para observar a la mujer. El soldado era estudiante de comercio en Kíev. Intentó explicar en francés que aquéllos eran los enfermos que habían obtenido rebaje. El resto estaba trabajando en la cantera o al otro lado del poblado, en los talleres.

Carmen comprendía a medias y asentía. El corazón le palpitaba fuertemente. En alguna parte de aquel lugar desolado estaba Rudolf. Iba a encontrarse con él después de tantos años. Sin dejar de caminar, se retocó el cabello con los dedos.

Las ramas de los escasos árboles goteaban, formando regueros de barro sobre la tierra helada.

Llegaron al edificio central, cuyo interior estaba tan caldeado que hacía calor. Un teniente coronel examinó la documentación de Carmen.

—¿Ha tenido usted un buen viaje? —le preguntó en sibilante español. Ante la expresión de sorpresa de la mujer, añadió sonriendo—: Estuve dos años en España, cuando la guerra, en calidad de agregado militar. Es un bello país. Me gustan las naranjas y la gazpacha. También los toros y el Greco. Bueno. Sígame, por favor.

El teniente coronel despidió al soldado. Salieron nuevamente al exterior y rodearon el edificio.

Allí estaba.

Sentado al resguardo de la pared de troncos de una cabaña, tomando el sol había un hombre alto y excesivamente delgado, vestido con el gris uniforme carcelario, algo encorvado por el sufrimiento y la derrota, la cabeza rubia pelada al cero.

Estaba tan abstraído en sus pensamientos que no los oyó llegar.

El oficial se detuvo y dejó que Carmen continuara sola.

—¡Lufty!

No escuchó su nombre familiar pronunciado por los añorados labios, o pensó que se trataba de una dolorosa alucinación, pero cuando la sombra femenina avanzó hasta su regazo, el hombre alzó la mirada febril y ausente. ¿Vivo todavía? ¿Pueden el amor y la añoranza provocar espejismos? Comenzó a incorporarse con onírica lentitud, la fatigada espalda deslizándose por la pared de madera, temiendo despertar.

Ella estaba allí, su densa hermosura acrecentada en la ausencia, sonriendo y llorando.

—¡Señorita!